Tierra Adentro
Ilustración realizada por Julissa Montiel
Ilustración realizada por Julissa Montiel

Poesía como resistencia en el camino del dolor

La poesía, cuando se sentipiensa desde nuestras experiencias y enunciaciones políticas, se convierte en un acto subversivo. Implica tocar la herida que sangra, desafiar las normas establecidas y crear fisuras en las estructuras de dominación que nos oprimen. Este ensayo se adentrará en el mundo de la poesía en lenguas indígenas, una expresión literaria que está desafiando y cuestionando las nociones preconcebidas sobre lo que significa ser “indígena”. Sin embargo, es importante destacar que no estamos buscando homogeneizar las diversas voces del Abya Yala, ya que existe una producción poética diversa que se entrelaza con los tejidos de idiomas como el maya, mé pháá, náhuatl, tojolabal, tsotsil, zapoteco, y muchos otros idiomas de México. A pesar de esta diversidad, a menudo se agrupan bajo la etiqueta genérica de “literatura indígena”, lo que simplifica y desdibuja sus singularidades gramaticales y culturales, como ya señaló acertadamente la lingüista Mixe, Yasnaya Gil, la literatura indígena no existe, pues lo que existe son “tejidos de idiomas” que conforman la producción poética. Lejos de homogeneizarlos bajo la etiqueta de “indígena”, debemos reconocer la riqueza y la diversidad de estos idiomas. Estos idiomas no deben ser romantizados ni esencializados como inherentemente poéticos, ya que como dice Aguilar : “las lenguas indígenas no son poéticas por naturaleza, igual que todas las lenguas del mundo pueden ser prosaicas, groseras, comunes y sublimes. Según el contexto, podemos usar habla poética o habla común, llana, de todos los días” (p. 91). 

Escribir siendo mujer e indígena es un acto subversivo, una irrupción al sistema estructural y patriarcal que ha intentado imponer mandatos obligatorios y expectativas opresivas. Al soltar el lápiz con una mirada crítica y una enunciación política desde el feminismo de los sures, se desafían las nociones preconcebidas sobre lo que se espera de una mujer indígena: esposa, madre, tejedora, y otros roles tradicionalmente impuestos. Desde mi experiencia como escritora, este acto de “escrivivencia”1 se cuestiona esta cárcel epistemológico-existencial (Albin, 2016) que nos ha condicionado a pensar quién tiene el derecho de hablar, sobre qué temas y de qué manera. Es un sistema moderno colonial que pretende definir quiénes somos y lo que podemos expresar, basado en nuestras identidades minorizadas. Mi escritura es un acto político que desafía esta limitación impuesta y reclama un espacio para nuestra voz y nuestras experiencias.

Sor Juana Inés de la Cruz, la renombrada escritora del siglo XVII, enfrentó un sistema que insistía en que las mujeres no debían adentrarse en el ámbito educativo ni en la escritura. Sin embargo, su lucha, aunque fue en otro tiempo, es muy significativa, sus inicios configuraron la superficie de los desafíos que enfrentamos ahora las mujeres indígenas mixe, náhuatl, tsotsil al emprender un camino literario y crítico, ya es un proceso sumamente doloroso, por el racismo y machismo que vivimos. Para nosotras, las condiciones para escribir se ven multiplicadas por numerosos obstáculos. Rechazar los roles tradicionalmente asignados, incluso dentro de la familia y la comunidad, es un acto de rebeldía que conlleva una carga adicional. Ser escritoras implica una ruptura profunda con la literatura androcéntrica, lo que nos lleva a reflexionar sobre las barreras que enfrentamos en este contexto. Entonces al ser escritoras ¿qué barreras presentamos posicionándonos como escritoras frente a la literatura androcéntrica?

Ser mujer indígena y escritora plantea una serie de complejidades únicas y desafiantes. En contraste con nuestros compañeros hombres, enfrentamos una carga diferenciada por los mandatos de género que nos exige ciertas responsabilidades, lo que limita nuestro tiempo disponible para la producción creativa y la escritura. El sistema patriarcal nos impone una serie de actividades previas (ir al trabajo, cuidar la familia, hijas/os, preparar la comida, trabajo domestico) antes de permitirnos sentarnos a crear. Sin embargo, es crucial reconocer la notable lucha y fortaleza que han demostrado muchas compañeras poetas en este contexto. Han desafiado de manera imperante el mundo androcéntrico de la literatura, abordando cuestiones como el racismo y la defensa del territorio,  escapando de la trampa del silencio que Hélène Cixous (1995) tan elocuentemente describió. Es importante comprender que escribir no es simplemente un acto creativo, sino un acto de resistencia, una liberación de los espacios limitados que se nos han asignado y una ruptura necesaria con el sistema predominantemente androcéntrico en el que vivimos. Por lo tanto, escribir es salvarnos a nosotras mismas del silencio, es salirnos de los espacios que únicamente nos han dicho que podemos estar, es quebrantar, es romper y agrietar este mundo tan falocéntrico en el que vivimos, ya que, como refiere Garzón (2016):

desde el siglo XVI hasta el siglo XIX europeo, el acto de escribir por parte de las mujeres fue considerado una transgresión suprema, el quiebre de una ley natural. En efecto por aquellas épocas el mundo literario pertenecer por entero a los hombres, entre otras cosas porque el acto creador se asocia a la virilidad. La mujer que se ha dado a la tarea de probar la pluma es señalada como una especie de criatura deforme” (p. 238).

La escritura se ha convertido en una lucha constante en un mundo caracterizado por su machismo y androcentrismo. Las mujeres estamos asumiendo un papel protagonista como escritoras en lugar de relegarnos al papel de musas. Sin embargo, al decidir tomar la pluma y escribir, nos enfrentamos a desafíos significativos. Este ensayo se adentra en las herramientas y condiciones materiales disponibles para las mujeres escritoras subalternas, que a menudo luchan contra obstáculos como la falta de trabajo remunerado y limitaciones de tiempo. Se plantea las preguntas: ¿Cómo podemos superar estas barreras y encontrar un espacio para escribir en un mundo que no siempre nos facilita las condiciones necesarias? ¿Cuáles son las herramientas que tenemos a nuestro alrededor para poder escribir?

Históricamente las condiciones materiales son un factor determinante para escribir, sobre todo para muchas mujeres escritoras indígenas. La falta de empleo, que no incluye el trabajo doméstico no remunerado, y la inaccesibilidad a becas y recursos financieros nos limitan para dedicarnos a la escritura. Es por ello que muchas de nosotras optamos por la poesía, ya que requiere menos tiempo que la escritura de una novela. Como señala Virginia Woolf en su libro Una habitación propia, es necesario que “la mujer deba tener dinero y una habitación propia para poder escribir” (Wolf, 1929, p. 6). Esta reflexión arroja luz sobre las desigualdades inherentes a la experiencia de las mujeres indígenas escritoras en comparación con figuras como Virginia Woolf, quien, debido a su posición privilegiada como mujer blanca de clase media, tenía acceso a recursos y condiciones más favorables para la escritura. Aunque es cierto que Woolf misma cuestiona la invisibilidad de otras mujeres escritoras y la falta de igualdad de oportunidades en su ensayo, es importante reconocer que sus luchas y desafíos difieren significativamente de los que enfrentan las mujeres indígenas. Como apunta Anzaldúa (1988), nosotras las mujeres indígenas escritoras tenemos que buscar otras alternativas que nos permitan escribir, pues hay muchas compañeras que además de ser escritoras, son esposas y madres, y “¿Quién tiene tiempo o la energía para escribir después de cuidar al marido o al amante, los hijos, y casi siempre otro trabajo, fuera de casa?” (Anzaldúa,1988: 224). Sin embargo, es fundamental destacar la resistencia de las mujeres indígenas escritoras que, a pesar de estas dificultades, se empeñan en hacer espacio para su voz. Es así como Anzaldúa nos invita a abandonar la idea del “cuarto propio” y a escribir en cualquier momento y lugar disponible, desafiando así la noción de que la escritura requiere largos periodos de concentración. Esta adaptabilidad es esencial en un contexto donde la falta de recursos económicos y privilegios tradicionalmente ha excluido a muchas voces literarias.

Las escritoras indígenas de hoy están desafiando las cadenas del pasado, pero para comprender plenamente su lucha y su activismo, es esencial construir una memoria, recordar y reconocer las voces y los trabajos de sus predecesoras. Como plantea de manera elocuente Rivera (2018):

…resulta paradójico y lamentable que tengamos que legitimar nuestras ideas recurriendo a autores que han puesto de moda los asuntos del colonialismo, desconociendo o ninguneando trabajos teóricos anteriores, que, aunque no usaran las mismas palabras e incluso si las usaron pudieron interpretar e interpelar la experiencia colonial, y particularmente la colonización intelectual de las elites (hoy rebautizada como “colonialidad del saber”) con atrevimiento y veracidad (p. 28) 

Esta recurrencia al pensamiento descolonial para legitimar las voces indígenas, subraya la necesidad de que las perspectivas indígenas sean reconocidas y valoradas por derecho propio, en lugar de depender constantemente de marcos conceptuales impuestos desde fuera de sus comunidades.

Esta reflexión resalta la importancia crucial de reconocer y honrar las voces y perspectivas indígenas como recursos genuinos y valiosos que enriquecen nuestra comprensión de las experiencias coloniales y la lucha por la emancipación intelectual. Al hacerlo, avanzamos significativamente hacia la construcción de un diálogo intercultural más inclusivo y equitativo que abraza y celebra la riqueza de diversas perspectivas en nuestro mundo globalizado. Es esencial mantener una actitud de constante autocrítica en nuestro papel como escritoras indígenas. Debemos abordar y teorizar desde la singularidad de nuestros cuerpos racializados, hablando desde nuestras experiencias y contextos temporales y espaciales específicos. Este enfoque nos permite no solo aportar a la narrativa otra, sino también desafiar y enriquecer las narrativas dominantes con perspectivas que a menudo nos han revictimizado, esencializado, marginado o ignorado en nuestras demandas actuales.

En el camino de la poesía, destacan figuras, como Irma Pineda, Aracely Patlali y Nadia López, (por mencionar algunas),  escritoras que han adoptado la poesía como una poderosa herramienta de denuncia y concientización; la primera escritora, emplea su arte como plataforma para denunciar y hacer un llamado al mundo sobre la desgarradora desaparición forzada de su padre; Aracely Patlali, por otro lado, nos confronta con la cruda realidad de las fosas clandestinas de mujeres y personas  desaparecidas; finalmente, Nadia, la más joven, alza su voz contra la trata de personas, el siniestro tráfico de órganos y la difícil situación que enfrentan las personas trans, con especial énfasis en las desapariciones forzadas. En cada una de estas expresiones poéticas, se refleja un dolor profundo y una herida que sigue sangrando, una herida que amenaza con engullir la memoria colectiva. Nos encontramos, como escritoras indígenas, ante la tarea impostergable de cuestionar estas realidades lamentables que plagan nuestros contextos. Es imperativo resistir la tentación de embellecer o trivializar estas realidades a través de la poesía, evitando caer en el peligro de la folklorización. En su lugar, debemos enfrentar lo que acontece, poner en palabras lo que se mantiene en silencio, lo que se normaliza y se acepta pasivamente. Es fundamental que no perpetuemos los estereotipos de género que se les imponen a nuestras compañeras mediante la poesía, ni permitamos que se les encasille en roles predefinidos de lo que se espera de una mujer indígena. La poesía debe ser un vehículo de cambio, una herramienta con un propósito político claro: visibilizar la opresión que estas mujeres enfrentan y, al hacerlo, contribuir a su liberación en lugar de aumentar su sumisión.

Escribir “es un instrumento para agujerear, nos ampara, nos da un margen de distancia, nos ayuda a sobrevivir” (Anzaldúa, 1998: 223). “En el inicio de todas las revoluciones está la ira y no la ciencia (Merleau-Ponty)… y como yo creo que el feminismo es revolucionario, yo sigo teniendo ira” (Kirkwood, 1987: 80) me parece sumamente importante lo que señalamiento, al inicio de las revoluciones está la ira, una parte de su propia historia, de las historias de las ancestras, historias que están marcadas por el coraje, la rabia y la ira, por lo tanto, este trabajo de las mujeres poetas, reitero, es un acto de militancia.

Por otro lado, la escritura en dos lenguas es un proceso intrincado que, aunque no profundizaré en este momento, merece ser mencionado en función de mi trabajo literario y el de mis compañeras escritoras bilingües. El acto de traducir se revela como una tarea compleja. Hace un año, en la Feria Internacional de Libro en Oaxaca, compartí mesa con dos destacadas pensadoras indígenas: Yasnaya Aguilar Gil e Irma Pineda; la poeta Irma Pineda planteó con claridad que, al traducir sus poemas, el dolor se duplica. Este sentimiento es una verdad incontestable: escribir en dos lenguas conlleva una carga de dolor adicional. El proceso de traducción nos exige revivir los momentos y experiencias, un ir y venir emocional que intensifica el sufrimiento. La realidad es que la actividad bilingüe es dolorosa y a menudo subestimamos el sufrimiento que implica traducir un texto. Este fenómeno refleja el impacto de la colonialidad del lenguaje en nuestras vidas: la traducción se revela como una tarea incómoda pero esencial. Es una herramienta poderosa que nos permite compartir nuestros pensamientos como mujeres poetas indígenas. Pensar en este tema, la traducción, me recuerda al libro “Esta puente, mi espalda”, en particular al apartado “Cartas a escritoras tercermundistas”, la traducción de esta obra es un proceso crucial en la difusión de ideas que me permitió conocer el trabajo de mujeres intelectuales chicanas. La traducción, en este contexto, no solo facilita el acceso a estas perspectivas, sino que también enriquece nuestro entendimiento al brindar una mirada más amplia y diversa sobre las experiencias de las mujeres en diferentes contextos culturales y lingüísticos, por eso, escribir en mi idioma, tsotsil, me permite compartir mi sentipensar a mujeres de mi comunidad.

Este panorama nos sumerge de lleno en la compleja trama de la colonialidad del lenguaje y, a su vez, en la enmarañada red de la colonialidad del saber. Esta última, de manera insidiosa, dicta no solo qué materiales merecen ser publicados, sino también impone una serie de parámetros que deben seguirse para ser considerados parte del canon literario. El desafío se acentúa aún más cuando se trata de enfrentar el mundo de las publicaciones, un tema que no abordaré de manera exhaustiva en este ensayo, pero que, sin duda, merece una consideración profunda. Es esencial tomar conciencia de cómo la colonialidad del saber influye en nuestra percepción, llevándonos a sobrevalorar lo que se produce en Europa y los Estados Unidos, al tiempo que se mantiene una profunda ignorancia sobre las contribuciones que emergen de otros contextos (Oyéwúmí, 2017).  Esta dinámica refleja un problema sistémico arraigado en la jerarquía del conocimiento, donde las voces y las perspectivas de las comunidades no occidentales se ven sistemáticamente marginadas o minimizadas. La colonialidad del saber es una barrera que dificulta la apreciación y el reconocimiento de las voces subalternas y sus contribuciones al campo literario y académico. En este sentido, es fundamental cuestionar y desafiar esta dinámica para promover un espacio de diálogo intercultural más equitativo y enriquecedor. Reconociendo la diversidad de perspectivas y experiencias, podemos avanzar hacia una comprensión más completa y justa de la producción literaria y del conocimiento en todo el mundo.

  1. Término acuñado por Conceição Evaristo.