Su desgracia fue el haber nacido
En torno a los 70 años de la publicación de El Llano en llamas
Mire, aquí entre nos, conseguir que lo escrito no parezca escrito sino una conversación es una habilidad nada fácil de conseguir. Muchas personas lo intentan y pocas lo logran. Y es que, a pesar de lo que uno pudiera creer, una es la forma en la que hablamos y muy otra en la que escribimos. La primera la adquirimos desde la cuna, la mamamos como quien dice, la segunda la va uno aprendiendo con los libros que lee y no cuenta con los visajes, las entonaciones y depende por completo de la palabra sobre el papel —y ahora en la pantalla—. Fíjese, pero aun así seguimos creyendo que escribir no es más que teclear lo dicho.
Deje le cuente que yo creí mucho tiempo que era así, que esto de escribir y hablar eran toda y una misma cosa, como quien dice, nomás era cuestión de parar bien la oreja y recoger lo que la gente decía, si acaso, darle un orden adecuado para esto a lo que le decimos escribir. En mi caso una de las culpas la tuvo un libro que estaba ahí en la casa desde que tengo memoria: El Llano en llamas.
Figúrese que no le puedo decir cuándo fue la primera vez que lo leí, es que estaba ahí, como cosa de todos los días, y a veces lo hojeaba y a veces me ponía a leerlo. La forma en la que estaba escrito y la forma en la que se narraban aquellas historias —con decirle que yo entonces no tenía idea que eran cuentos— no difería en demasía a la forma en la que hablaban mis mayores y a las historias que ellos contaban a la luz de las lámparas de petróleo.
Ya le había contado, ¿no? Crecí en un rancho, en un ejido de Chihuahua, así que no solo la forma en la que contaba Rulfo me era familiar, sino los ambientes en los que se desarrollaban sus narraciones. La pobreza, el hambre, el rencor familiar, las venganzas no eran, para ese muchachito que fui, los temas de un escritor, sino parte del mundo en el que se movía. Porque, fíjese, si no lo veía, lo escuchaba de boca de mis padres, de los abuelos o de la gente del rancho, que, contrario a la creencia citadina, no es tan callada y, dado el momento adecuado, sueltan todo lo que traen en el pecho como si fuera un saco que hay que vaciar para seguir el camino.
Sí, por eso, como le digo, tuve la impresión de que, así como se hablaba, así se escribía. Luego, andando el tiempo, entendí que no era así de fácil y que Rulfo se había dado mucha maña para que la prosa de sus cuentos sonara como lo dicho por los habitantes de el Llano Grande. Y lejos estaba de haber ido a los pueblos con una grabadora para luego transcribir lo que le hubieran contado. Luego luego se echa de ver eso, porque las muletillas y las apócopes, y eso solo por mencionarle dos aspectos que la lengua hablada tiene y de los que la escritura prescinde, están presentes más que cuando son necesarias en los cuentos.
Y deje le digo más, luego me dio a mí por dedicarme a esto de la escribidera también. Y en esas andaba cuando leí a Borges, Jorge Luis Borges, el mismo. Bueno, pues él decía que prefería escribir cuentos por su cercanía con la oralidad y por la presencia del narrador porque sabemos quién está contando la historia. Esto Rulfo también lo sabía que de los diecisiete cuentos de El Llano en llamas solo cinco son narrados por una tercera persona omnisciente —El hombre, En la madrugada, ¡Diles que no me maten!, Luvina y La noche que lo dejaron solo— y, de esos cinco, en tres de esos cuentos la voz de uno de los personajes se impone en la narración: en El hombre un borreguero que vio al protagonista del cuento y por lo tanto lo acusan de ser su cómplice y En la madrugada al cuidador de las reses de don Fausto a quien se le acusa del asesinato de su patrón; en Luvina es el maestro que se emborracha mientras cuenta cómo fue su ida al pueblo aquel en el que “[…] yo siempre lo que llegué a ver, cuando había luna en Luvina, fue la imagen del desconsuelo… siempre.” Ese pueblo del que la gente no se quiere ir porque ahí están sus muertos. En ¡Diles que no me maten! el narrador se mantiene focalizado en Juvencio —aunque es él quien al contarle a su hijo Justino la razón por la que lo van a matar— tanto así que ni siquiera le vemos el rostro a los soldados que lo detienen y apenas escuchamos la voz del coronel Terreros, el hijo de don Lupe, el compadre al que Juvencio mató, quien declara: “Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta.”
Y es que la muerte y la violencia colma los cuentos rulfianos, como las historias que se cuentan en los ranchos. Usted me dirá que con razón, que a fin de cuentas, narra el mundo azolado por la Revolución y las guerras cristeras y ahí le he de dar la razón. La noche que lo dejaron solo el protagonista cristero ve colgados a sus compañeros de armas, de lo que se salvó porque se echó a dormir.
Llegó hasta las bardas del corral y pudo verlos mejor, reconocerles la cara: eran ellos, su tío Tanis y su tío Librado. […] No parecían ya darse cuenta el humo que subía de las fogatas, que les nublaba los ojos vidriosos y les ennegrecía la cara.
Quizá donde más se cosntata es en el cuento que le da título al libro. El Pichón nunca nos dice la razón por la que lucha, qué causa defiende, salvo hacer la Revolución; en cambio nos narra con gran detalle las batallas y las quemazones que provocaron:
Así que se veía muy bonito ver caminar el fuego en los potreros; ver hecho pura brasa casi todo el Llano en la quemazón aquella, con el humo ondulando por arriba; aquel humo oloroso a carrizo y miel[…]
Aquella Revolución que muy pronto dio muestras de no hacerles a todos la justicia prometida. Así lo declara el protagonista de Nos han dado la tierra, quien, luego de haber entregado sus armas y caballo junto con sus compañeros recorre la tierra que no sirve para sembrar nada y que, les dijeron, será la suya:
Y en este comal acalorado quieren que sembremos semillas de algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará aquí. Ni zopilotes. Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la carrera; tratando de salir lo más pronto posible de este blanco terregal endurecido, donde nada se mueve y por donde uno camina como reculando.
Esos hombres, al salir del Llano llegan a un pueblo, y lo constan porque oyen a los perros ladrando; el ladrido de los perros es un motivo que está presente en muchos de los cuentos como la señal de población, de salida del calvario por el que los personajes atraviesan. Lo es, sobre todo en No oyes ladrar los perros, en el que Rulfo nos muestra el conflicto entre padre e hijo —los padres que no quieren a su descendencia, pero aun así cargan con ella, es uno de los temas a partir de los cuales se construyen algunos de los cuentos de la colección—.
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
—¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esa esperanza.
Si el narrador desconoce a su hijo porque se convirtió en un bandido y lo carga para auxiliarlo por recuerdo de la difunta esposa, Euremio el grande en La herencia de Matilde Arcángel, odia al suyo porque lo considera culpable de la muerte de su mujer.
Y por si fuera poco el estar trabado de flaco, vivía si es que todavía vive, aplastado por el odio como por una piedra; y válido es decirlo, su desgracia fue el haber nacido.
Todas estas pasiones, estas violencias que atraviesan los cuentos como un cuerpo sobre un burro serían difíciles de soportar de no ser porque también están colmados de humor, un humor seco y socarrón, que puede sacarnos la sonrisa en el momento menos esperado. Así hay cuentos cuyos narradores son taimados, porque el mundo en el que se han movido los ha orillado a ello, ahí está Lucas Lucatero en el cuento Anacleto Morones que se burla de las beatas que van a buscarlo para que declare en favor de la canonización de Morones.
En Paso del Norte hay también uno de sus personajes, el padre del mercador de puercos, quien le advierte a este que nada ganara con irse al otro lado y que con dichos y versos, se burla de él, de su mujer y sus pretensiones.
—Esos son rumores. Trabajando se come y comiendo se vive. Apréndete mi sabiduría. Yo estoy viejo y ni me quejó. De muchacho ya ni se diga; tenía hasta pa conseguir mujeres de a rato. El trabajo da pa todo y cuantimás pa las urgencias. Lo que pasa es que eres tonto. Y no me digas que eso yo te lo enseñé.
Así también Macario, un narrador inocente, por decirlo así, que, para su construcción se requirió de mucha malicia. El narrador no declara su edad, salvo que vive con su tía y con Francisca, es visto como un tarado por los demás, al grado de que en misa la tía le amarra las manos y la gente del pueblo le lanza piedras cuando lo ve solo. Para su construcción Rulfo eligió el flujo de consciencia: el cuento es un solo párrafo de cinco cuartillas.
Es que somos muy pobres es narrado por un niño, aunque no con la inocencia de Macario. Este narrador, a pesar de su edad, sabe de los peligros de la vida, no solo de la crecida del río que dejó a su familia sin la única vaca que tenían, sino de la caída en desgracia que tuvieron sus hermanas mayores que terminaron de putas. Su hermana Tacha tenía como única esperanza la vaca para evitar ese destino, pero la crecida acabó con ella.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella entiende. Llora con más ganas. De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar en su perdición.
Pero quizá donde más se observa el sentido de humor rulfiano es en El día del derrumbe, un cuento narrado en diálogo, en el que cuentan, más que el derrumbe por el sismo, la visita que el gobernador les hizo y la verbena que por eso se desató.
La cosa es que aquello, en lugar de ser una visita a los dolientes y a los que habían perdido sus casas, se convirtió en una borrachera de las buenas.
En un punto la narración brinca entre el discurso que dio el gobernador y lo que estaba aconteciendo en la fiesta y en la calle, donde dos terminaron matándose a navajazos, el contraste entre el vocabulario y las fórmulas en el discurso del gobernador y la algarabía que predominaba, todo lo cual acentuado porque su presencia y la de su comitiva ahí se debe a los derrumbes del temblor. Esta escena recuerda en su construcción a una escena en Madame Bovary, en la que el primer amante de Emma la seduce durante la feria del pueblo mientras el presidente da su discurso.
Es mucho lo que se puede decir de estos cuentos, se le iría a uno la vida en comentarlo. Mejor, para no hacerle el cuento largo, lo invito a que usted por su cuenta les eche el ojo y me diga ¿qué le parecen? Digo, no por nada, en los 70 años desde su primera publicación no han dejado de imprimirse.