Tierra Adentro

No olvido el olor 

de los grandes eucaliptos

que morían

en espera del torrencial de julio.

No olvido con cuánto amor 

con cuánto

mi madre envolvía la brisa

y me decía

cada segundo es siempre

una revelación. 

Pero hay narraciones escondidas, 

fracciones de memoria,

episodios enteros

que por repetición

o por supervivencia

olvidé. 

Sé que no he de volver 

a ciertos lugares que fui:

la piel violácea

tras las caídas,

cierto desborde

en los labios,

las formas de las nubes

cotidianas, las veces

en las que dije un nombre

como si dijera óxido

o traspatio,

la secuencia de notas 

que elegí tocar

aquella noche

y que ahora son parte

de aquella canción 

que no escucharé jamás.

Todo lo abandonado

en el camino,

todo lo frágil.

Algo de mí 

se pierde 

para siempre

cada vez que mi cerebro

elige estacionarse

y algo de mí

se afirma.

¿De qué color 

soñé mi futuro

aquella tarde con fiebre?

¿Cuál es la textura

de lo reprimido?

Hay recuerdos

que nacieron 

para ser amados una vez

y lavandas

a los que es mejor

no regresar. 


Autores
(Hermosillo, Sonora. 1990). Es poeta, médico psiquiatra y psicoterapeuta. Es autora de Signos vitales (UANL, 2022). En 2016 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Enriqueta Ochoa y el tercer puesto en el Premio Internacional de Poesía y Cuento Trilce en 2018. Fue becaria del Centro de Escritores de Nuevo León 2018, del PECDA Sonora 2021 y beneficiaria del FONCA Jóvenes Creadores 2022-2023.
Helena de Troya. Por Evelyn De Morgan, 1898. Óleo sobre lienzo, 124 x 73.8 cm. Colección De Morgan Centre. Obra de dominio público.
Helena de Troya. Por Evelyn De Morgan, 1898. Óleo sobre lienzo, 124 x 73.8 cm. Colección De Morgan Centre. Obra de dominio público.

una túnica vacía, Helena…

Estesícoro

La escena se abre en medio de la maleza y la destrucción. Un jardín abandonado lleno de “plantas asilvestradas, hojas carnosas, árboles sin podar; flores exóticas asfixiadas por las ortigas; fuentes secas, enmohecidas; líquenes en las bellas estatuas”1. La voz poética nos conduce hacia una casa también en ruinas, “han pasado los años, muchos”, dice mientras se pregunta por ella, la femme objet de la historia, la metáfora de la belleza encarnada, “tanto era el resplandor que despedía, que te enceguecía, te atravesaba; ya no sabías qué era, si era, si eras”2.

En su poema Helena, Yannis Ritsos nos acerca a una helena humanizada. Una belleza atada a lo terrenal, es decir, a lo efímero, a lo frágil. Helena ha envejecido. ¿Han pasado mil años? ¿doscientos? Imposible saberlo. Y sin embargo, ese halo de misterio, de fascinación, que evocaba su nombre no se ha ido del todo; mantiene aún “sus ojos autoritarios, penetrantes, vacíos”. En el poema de Ritsos hay referencias también a Leda, la hermosa madre de Helena, seducida por un avis. Helena y su origen sagrado, terrible. 

La antigüedad clásica se obsesionó con esta mujer, se dice que en Terapne, ciudad lacónica cercana a Esparta, había un templo dedicado a ella.3 Se habla incluso de una secta de adoradores de Helena a la que habían pertenecido Jenofonte de Éfeso, Aquiles Tacio, Estesícoro (un poeta lírico que vivió alrededor del año 590 a.C.) y, por supuesto, Eurípides, quienes habían sostenido que la llamada Helena de Troya fue en realidad un simulacro; ella, la femme objet de la destrucción de la ciudad nunca había pisado la tierra de Príamo. Y sin embargo, según narra la Ilíada, miles de hombres vieron cuando Menelao arrastró a su esposa hasta las playas donde esperaban los vencedores. Todos la maldecían, todos tenían entre las manos piedras para lanzarle una vez que el injuriado esposo así lo dispusiera.4 ¿Quién era entonces esa mujer? La falsa Helena por la que tantas personas habían perdido la vida. Según Eurípides, durante diez años “no pelearon más que por un fantasma, aqueos y troyanos”.5 Pues la verdadera Helena había sido conducida a Egipto antes de la llegada de Paris, y este en realidad habría seducido y amado a una sombra, a una ficción. 

*********

Helena de Troya es un ejemplo de lo que los medievales llamaban flatus vocis, niebla del sonido, un εἴδωλον, una sombra, una ficción. Helena: origo casus belli, un espectro amado por todos, símbolo de la belleza encarnada en el mundo sensible; durante siglos perturbó a poetas y artistas. Pero también fue uno de los sueños imposibles de ese gran amante de las ficciones: Johannes Sabellicus Fausten. Si revisamos el llamado mito fáustico, prácticamente en todas las versiones, los protagonistas han sido persecutores de la belleza, de la belleza absoluta metaforizada en la figura de Helena. En la versión de Christopher Marlowe, el mago renacentista gritó al verla: 

¿Es este el rostro que lanzó a mil navíos

y puso fuego a las altas torres de Troya?

En algunas versiones del siglo XVII, el mago intenta tocar a Helena, pero en realidad, se mira solo, inflamado de deseos, mientras la bella aparición se evapora por los aires dejando solo estelas oscuras en la estancia. En el teatro de marionetas, por ejemplo, Helena se convierte en una Furia, el resplandor de la belleza de pronto se deshace en gritos de dolor y de venganza. 

Casi todos los Faustos han amado a Helena, pero solo el de Goethe, a través de un raro viaje en el tiempo puede acceder a la verdadera espartana o, en todo caso, a esa que emerge del mundo griego. Todos los demás Faustos abrazan solo a una sombra. El Fausto de Goethe la enamora justo después de que ella retorna a Esparta tras su fallida aventura amorosa con Paris. Cuando se encuentran, Helena tiene tras de sí ríos de sangre, una ciudad destruida;                mientras que el mago renacentista está envejeciendo otra vez. Atrás ha quedado la segunda vitalidad que le fue concedida tras pactar con el diablo, atrás ha quedado también su fallida historia de amor con Margarita. Los años han pasado y con ellos, los viajes, los conocimientos, los placeres y tal vez, algunas mujeres. Pero el vacío originario, la profunda herida trágica permanece casi intacta. 

En la segunda parte del Fausto (1832), Goethe concede al nigromante la posibilidad de conocer y amar a Helena de Esparta. Aunque se trata de una Helena desencantada, temerosa, una mujer madura que lleva en su mirada el signo del dolor y la amargura. Helena teme la furia de su esposo, por eso no duda en pedirle ayuda al extraño caballero alemán y al ejército que lo acompaña. Y Fausto, revestido de poder y gallardía, se rinde ante los pies de la otrora metáfora de la belleza absoluta.

Podemos imaginar a los dos personajes frente a frente. Ya no es la pasión desmedida lo que consume a Fausto, ni el deseo por vivir la vida no vivida. Pero no es solo eso: también se han convertido en personajes conceptuales. La segunda parte de la versión de Goethe ya no trata de personas, sino de alegorías. Fausto y Helena son símbolos, metáforas del espíritu germánico y griego respectivamente.6 El hijo que procrean, Euforión, encarna el sueño romántico de fusión de dos tradiciones separadas por caudales de siglos y lecturas erróneas. 

En el tercer acto de la segunda parte, gracias a Phorkyas y al Coro nos enteramos de que Fausto y Helena viven años de dicha en medio de un bosque medieval. El público ve saltar a un niño desde el regazo de una bella mujer al de un sabio hombre. Y este sonríe con la mirada clara y el corazón caliente. Nada recuerda ya al desdichado anciano que abría la primera parte del libro. El hombre que describe Phorkyas sonríe como si hubiera alcanzado la calma, como si su herida trágica se hubiera cerrado. Como si esa Helena fuera en realidad un lugar del alma o un bálsamo que colma la herida. Pero nadie escapa del destino y Fausto tampoco lo hará. 

La escena da un viraje: las mujeres del Coro lloran y se desgarran. El hijo de Helena y Fausto se precipita por los aires y cae sobre unas rocas: pequeño Icaro atraído por las alturas. La muerte de Euforión consume a Helena y la antigua reina de Esparta se lanza enloquecida a los brazos del caballero alemán, pero cuando Fausto intenta abrazarla, el cuerpo de Helena desaparece dejando solo estelas en el aire. Antes de que cierre el tercer acto, Fausto se arrodilla con el vestido de Helena entre las manos, lo que parecía real era solo un sueño. 

Imposible no pensar en ese anciano erudito de la primera parte, también arrodillado en la cueva de la bruja. Ahí, el primer deseo que pide el anciano profesor no es algo distinto al deseo de cualquier octogenario: “vitalidad” y “amor pasión”. Para muchos algo simple, para otros, la última oportunidad para entregarse a la belleza de lo terrenal. Fausto pacta con el diablo para poder meterse en la piel de Don Juan, aunque sea momentáneamente. Pero una vez convertido en seductor y amante de Margarita reaparece en su interior el ansia por los absolutos. Y eso es lo que lo arrastra hacia Helena. 


Autores
Escritora y académica. Autora de los libros Don Juan y la Filosofía (16 Premio Internacional de Ensayo Siglo XXI, 2018), Las damas fáusticas (Premio Bellas Artes de Ensayo Literario José Revueltas, 2023), y Sobre la destrucción de la ciudad (Premio de Ensayo Literario Laura Méndez de Cuenca, 2023). Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte (SNCA). Actualmente es profesora en la FFyL-UNAM.
Óleo pastel sobre madera, 2021. Julieta Benedetto.
Óleo pastel sobre madera, 2021. Julieta Benedetto.

Cuentan en el pueblo que, en épocas pasadas y hasta mitad del siglo XX, las mujeres que quedaban embarazadas sin estar casadas —y no llegaban a abortar de forma clandestina por cuestiones religiosas o por falta de recursos—; al parir les quitaban sus hijos recién nacidos y las dejaban encerradas de por vida en casas oscuras. Que muchas no volvieron a salir, y que de vez en cuando las veían asomarse detrás de cortinas apenas. Sus hijos fueron criados por abuelas o hermanas, o entregados en adopción a otras familias, sin que estos sepan la verdad. Todo el pueblo sabía estas historias, pero los descendientes familiares no. Era común entonces resolver “la deshonra” de una familia así. A veces la joven quedaba embarazada de un novio o de un hombre casado. Otras veces esos embarazos eran la evidencia de violaciones intrafamiliares, y provocaban aún más violencia por parte de la familia y más silencio de la comunidad.

Serie de collages, 2010. Julieta Benedetto.
Serie de collages, 2010. Julieta Benedetto

En estos fragmentos de El mal de la muerte Marguerite Duras describe algo de lo que bordeo:

Ella pregunta: Cuales serían las otras condiciones?

Usted dice que ella deberá callarse como las mujeres de sus ancestros, plegarse por completo a usted, a su voluntad, deberá ser sumisa enteramente como las paisanas en el campo después de la cosecha, cuando agotadas dejaban que los hombres vinieran sobre ellas mientras dormían.

(…) Tampoco nunca sabrá usted nada, ni usted ni nadie, nunca, cómo ve ella, qué piensa ella de usted y del mundo, y de su cuerpo y de su espíritu, y de ese mal que ella dice que le invade. Ella misma no lo sabe. No sabría decírselo, de ella nada podría saber usted. Nunca sabrá nada, ni usted ni nadie, de lo que ella piensa de usted, de esta historia. Por muchos que fueran los siglos que cubrieran el olvido de sus existencias, nadie lo sabría. En cuanto ella, no sabe saberlo.

Porque no sabe nada de ella diría que ella no sabe nada de usted. Se empeñaría en ello.

La trama implícita del texto que escribí en el tiempo y que comparto en el dossier especial de mujeres, hoy, está vinculada con esas historias del pueblo. Es un intento por abordar el secreto de una mujer, secreto que la cubría de silencio, soledad y de una tristeza tan infinita que al recordarla aún me conmueve. ¿De qué estaba hecha la materia de sus días? ¿Tuvo amores? ¿Tuvo un hijo? ¿Deseó? ¿Por qué vivió toda su vida junto a sus padres? ¿Imposibilidad de amar o prohibición?

Serie de collages, 2010. Julieta Benedetto.
Serie de collages, 2010. Julieta Benedetto.

Una historia que es misterio, silencio y hundimiento. No hay muchas pistas. Pero eso desconocido, esa existencia de algo innombrado, inconmensurable se revela en mí y entonces escribí como posibilidad de hacer lugar a lo que no se sabe y no se ve.

Estos poemas en prosa ficticios intentan armar una trama con cosas no dichas que ocupan “el espacio no despojado del espanto”, como dice Maurice Blanchot en La espera, el olvido

Y también entrego estos fragmentos como un aliento, una manifestación para nuestras ancestras, que vivieron sojuzgadas por culturas patriarcales y sumisas aceptaron sus destinos. Más en estos días de retroceso de los derechos de las mujeres, adquiridos con tantos años de lucha. Estemos atentas a no dejarnos llevar por corrientes de pensamiento contemporáneas retrógradas. Sigamos siendo alternas, creyendo y construyendo un mundo amable para la vida de todas y todos.

Serie de collages, 2010. Julieta Benedetto.
Serie de collages, 2010. Julieta Benedetto.

Con estas claves quizá puedan leerse con algún sentido los textos que acá comparto.

*

Nido de barro y de piedras bajo las aguas inquietas del río, lecho de remolinos. Son de orillas, los anegados juncos. Vibración de insectos oscuros del verano. Las copas verdes y sus hojas crepitantes de sol en la cara brillante del agua. Tembladeral de soledad. Vahídos en la siesta. El agua se detiene revolviendo sin resolver el curso de troncos peces desatinos. Ella se inviste de forma humana apenas recortada apenas recostada en el lodazal.

*

Bordea la orilla, el río, entre la bruma y el final de la tarde. Cae. Vuelve a caer. Intermitentes movimientos disimulan la tristeza de algo que no existirá. Se detiene en la playa, está sucia, empieza a oscurecer. Unos reflejos grises, casi lilas en la superficie del agua se funden a negro. Se sienta, sus manos en la arena. La mirada se extravía entre ondulaciones, escamas, mosquitos. Sin pensar escarba. Arena gruesa y tibia, húmeda después. Y una sensación, una oquedad, ese vacío que se adentra tan profundo. Entonces mientras hunde, mete más y más sus manos piensa que, tal vez, ahí, encontrará una medalla, un anillo, cosas que no sabe.

Huellas en lo hondo.

A lo lejos, la noche se quiebra con el ladrido de unos perros. La luna niña rebrilla en unas bolsas de basura, con su torpeza de pasos vacilantes cruza areneros, terrenos baldíos, calles sin nombre, de tierra, de aire, ella…

Clubes de pescadores, pasajes sin salida. Pastos crecidos en las veredas desmarcadas. ¿Un perro jadea o es ella expectante ante cada sonido? Los ojos resecos, tapiales le recortan el paisaje. Una bicicleta pasa por la esquina. Se escucha el sonido de sus ruedas bajando por el empedrado. Avanza con pasos largos y firmes, hasta una zanja donde crecen esas calas blancas, agarra un puñado de barro y lo lleva a la boca. Es que quería sentir ¿qué cosa? A sus espaldas, prenden las luces del frente de la casa donde está. De repente el miedo, es una perra hurgando. Escucha, suben las persianas. Entonces el sereno del club, con manojos de llaves pendientes, se alejaba. Nuevas oscuridades, oscuridades de montaña, la cubrieron. Y una hipnosis de pasionarias, de árboles inclinados, de tormenta en verano. El viento todo envejecía camino a la estación abandonada. Tierra y maíz y ella un remolino hecho de olvido.

*

En la casa envejecida de grillos, enredada de plantas, libros y gatos. En la cocina, oscura frente a un plato de comida al natural. Busca el pan, verde sobre la heladera en una bolsa de nylon, con una mosca muriendo intermitente adentro. No hay lugar para la impaciencia. El tiempo lleva corriente de alta tensión. Ella solo deseaba de un poco de pan y un poco de paz. 

*

De madrugada, esclava de una fuerza irreverente, como si otro gobernara su cuerpo, sale a las calles dormidas y entra en la estación, compra pasaje para el tren de las cinco. Viaja hacia el norte. La noche avanza más rápido que el camino, y convierte sombras en campos. Ella intermitente abre los ojos y ve cables, árboles, pequeñas luces apagarse a lo lejos.

El frío se filtra por los bordes de la ventanilla donde apoya la cabeza. Exhala y su aliento se hace húmedo en el vidrio. Acerca un dedo, dibuja líneas y con una sonrisa dice cosas en secreto hasta dar con un llanto abrupto, igual a una tormenta de verano.

Las imágenes se suceden en su mente sin interrupción, agolpándose una tras otra.

Esta poseída, “posesa”, dice. También dice que no importa, que mejor no nombrar aquello, por temor a que cobre mayor importancia. “Posesa”, saberlo es suficiente.

*

Queda hipnotizada con las imágenes planas del silencio. Dice, las sombras hacen el olvido, pero una secuencia que quería borrar, sigue hilvanada completa en ese silencio de ella.

Luego, su mente llena de intervenciones otra vez, figuras en negativo, desprendimientos del verbo. Sus pensamientos son un mazo de naipes incompleto.

*

Una trenza deshecha. Una pollera marrón con volados sobre las rodillas, una camisa blanca. Los labios rosas. Los pies heridos en mocasines pequeños. El anillo, el reloj pulsera, y del cuello pendiente una piedra gastada.

*

Cruza la galería penumbrosa de un hotel familiar. La habitación da a un patio interno, donde crecen jazmines. Una cama estrecha, una mesa de luz, una silla y un armario que al abrirlo emana un olor lento y agrio.

Ella mira la bombita apagada que cuelga del techo. Con la humedad, los postigos de madera se hincharon y están clausurados, pero las resquebrajadas hojas filtran líneas perfumadas de claridad.

*

Comienza a temblar, un líquido caliente resbala por sus piernas, sale sin pensar. Dobla en la esquina, y encuentra un árbol antiguo. Llega hasta él, se apoya y lenta se desliza hasta las raíces gordas que emergen de la tierra. Es mediodía. Es media tarde. Es media noche. Los recuerdos son dudosos a partir de ese momento. Solo reminiscencias de intermitente valor.

Frutos maduros en la tierra, hormigas y abejas merodeando, la miel de la vida derramada en otras manos, batas blancas, confusión en sus ojos, tornados.

Un retorno secreto igual a la partida. Nadie supo de ausencias. La vida multiplicada se enfoca en lo pequeño, y el cuerpo joven queda al servicio de lo que no será vida en ella.

*

Llega al convencimiento. Nada de lo que cree haber vivido es verdad. Las plantas de zapallos gigantes abren flores como bostezos naranjas, entre cosas viejas, llenas de tierra. Hormigas en revistas roídas. Arañas empollando en una caja de etiquetas sin usar. Busca lo indescifrable, lo que no está. Junta papeles de los cestos y entre chicharras intenta armar frases con los restos. Fantasías de otros. Líneas blancas sobre el blanco. Recorta figuras errantes sobre el sonido lejano del río. Aquel río muerto, seco en la memoria, raspa. Los perros merodean agazapados entre las plantas del litoral oxidado, los peces moribundos en los márgenes. El corazón se desfigura en una señal trepanada por el alambre de púas que delimita su horizonte. La sombra de algo que ya no está.

En el umbral de los sueños crece el fantasma del olvido.


Autores
Licenciada en Comunicación Social (UNR). Editora artesanal experimental en @leí_bailemos_ ediciones. Traductora de literatura brasileña. Escritora. Docente. Publicó en 2022 “Macunaíma, el héroe sin ningún carácter”, traducción al español rioplatense de la obra de Mário de Andrade (Ed. Mansalva). En 2025 publicará su primer poemario, Taumaturga, (Leí bailemos ediciones). Brinda talleres y charlas de literatura, artes y ciencias, edición artesanal y traducción.
“Monstruos en batalla”, de la serie 8 años en 8 minutos. Fotografía intervenida, 20x28cm, 2021. Iker y Talía Barredo.

Fui mamá a los 31 años. Un año antes no hubiera imaginado que viviría un embarazo complejo, lleno de incertidumbres y soledad, mismas que se desvanecerían tras el nacimiento de mi hijo, Iker. No fue fácil ser madre soltera: el cansancio de la lactancia, los desvelos acumulados y dos trabajos; fue duro de sostener. Sin embargo, vivía con tranquilidad y esperanza de ser buena madre o al menos lo suficientemente intuitiva para comprender las necesidades de mi bebé. Lo que no me esperaba es que, con el paso del tiempo, la culpa se hizo presente, casi como un ser que me acechaba.

Poco después el duelo llegó: me había perdido, así como la libertad y la vida artística y social que algún día tuve. No tuve depresión postparto, sin embargo, realizaba las actividades cotidianas con un hueco por dentro y añoraba retomar la producción artística en mi vida, donde la había dejado. En ese tiempo estuve a cargo de un centro cultural de mi ciudad; coordinaba la programación de artes visuales, principalmente, y su cuidado arquitectónico, el cual era lo suficientemente complicado por ser una casona inglesa de principios del siglo XX. Disfrutaba mucho mi profesión, pero deseaba estar con mi bebé, así que mi mantra durante cuatro años fue “descansar del trabajo en casa y de la maternidad en el trabajo”. Desde muy pequeñito Iker me acompañaba a muchos de los eventos; viví momentos incómodos como lactar mientras presentaba algún evento frente al micrófono, tratar de calmar los llantos de cansancio o buscar un espacio para cambiarle el pañal sin incomodar a los presentes. Un poco más grande, me acompañaba a desmontajes de exposición, presentaciones de performances, teatro o cine. Me parecía importante que se familiarizara con diversas expresiones y sensibilidades, aun cuando estaba pausada mi producción artística. A veces lograba realizar algunos ejercicios domésticos para no “oxidarme”, mismos que ahora veo como vestigios de mi investigación actual: la memoria, los afectos y las tareas del cuidado.

Años después cambié de trabajo, me casé, nos mudamos y tenía un poco más de tiempo para mi hijo, así que pasábamos muchas tardes jugando tirados en el piso, haciendo una batalla campal de dinosaurios, creando robots supervillanos de papel, leyendo haikus o dibujando. El tiempo libre que había deseado en sus primeros años de vida, lo tenía por fin; no obstante, sentía culpa de disfrutar, de no ser tan “productiva” económicamente hablando. Empecé a inquietarme mucho por sentir que no disfrutaba completamente su infancia. Yo no sé si en la pandemia se exacerbó o qué, pero trabajé en hacer algo cada vez que ese sentimiento llegaba: encontré el juego libre y los procesos en cocreación como tabla de salvación. 

“Monstruos en batalla”, de la serie 8 años en 8 minutos, 2021. Iker y Talía Barredo. Fotografía intervenida, 20 x 28 cm.

En 2021 me propuse hacer una exposición individual, después de ocho años de silencio. Estaba bloqueada en su totalidad. Un día encontré unas pruebas de impresión de series fotográficas que había realizado en el pasado, las dispuse sobre la mesa del estudio y veía con añoranza esas imágenes que habían surgido en una época muy productiva. Trataba de hacer algo con ellas cuando mi hijo entró al estudio, las miró, me preguntó en dónde las había tomado, qué eran y, después de un silencio, se acercó para decir “creo que le hace falta un personaje aquí… ¿me regalas esta foto?”. Luego me pidió otra y otra más. Para el anochecer ya había hecho una pequeña novela gráfica con una de mis series. Las siguientes semanas fueron de juegos creativos en donde terminamos interviniendo todas las pruebas que tenía. 8 años en 8 minutos es el nombre de nuestro primer proyecto.

“Invasión dinosáurica I”, de la serie 8 años en 8 minutos, 2021. Iker y Talía Barredo. Fotografía bordada e intervenida, 10 x 28 cm.

A finales de ese año tuvimos dos pérdidas que nos cimbraron tremendo: la muerte de mi prima hermana y un mes más tarde el fallecimiento de mi suegra. Fueron meses muy tristes, sobre todo después del gozo creativo que habíamos vivido. Desde la complejidad del duelo, la vida se vuelve más vulnerable, los miedos salen a flote, las preguntas no se detienen. Recordé a una conocida que un año antes había perdido a su marido y a su hijo -de la misma edad que el mío- y me preguntaba: ¿cómo alguien se recupera de esas pérdidas? Si eso me pasara, ¿cómo podría retomar la vida sin los seres a los que más amo? Me di cuenta que solo el arte podría salvarme, así que inicié un largo proceso de reconocimiento, aceptación, confrontación con la Talía artista, no la del pasado, sino otra cargada de otras sensibilidades, con la intuición más abierta para conectar y resonar con el entorno. Retomé proyectos, generé redes de creación y afectos, viajé a una residencia de artista fuera de México, lloré mis pérdidas y aplaudí mis logros. Y sí, la culpa a veces llegaba diciendo por qué no dedicas más tiempo a tu familia en vez de a tus proyectos soñados. La respuesta era y sigue siendo: por miedo a un día estar sola y no saber qué hacer.

“Bisabuela Mercedes”, de la serie Los jardines que siempre existieron, 2023. Talía Barredo García. Transferencia fotográfica en tela, hoja de higo, raíces y textil, 40 x 30 cm.

Ese proceso ha permitido habitarme desde otros lados, tratando de ser más paciente, menos dura y prejuiciosa conmigo misma, con más juego de por medio, a ser más observadora de los lugares en los que siento una profunda paz y también a indagar en momentos familiares y desempolvar historias silenciadas para visibilizar algo que sabía que existía. De ahí surge Los jardines que siempre existieron, proyecto de apropiación de fotografías de mi archivo familiar, intervenido con plantas y textiles que hablan de mis ancestras, principalmente. Aunque en esta serie no permití a Iker que hiciera sus contribuciones dibujísticas, fue un gran ayudante en el taller de gráfica.

Creo que mis abuelas develaron el porqué de cada una de las series fotográficas que había hecho en el pasado. Las formas de los afectos a través de las tareas del cuidado, las historias ocultas y la preservación del recuerdo de ciertos espacios; la recolección de plantas y semillas; la materialidad a través de procesos análogos fotográficos y, por supuesto, maternar.

Después de la catarsis de tantas historias y con las manos activas, deseaba iniciar otro proyecto con Iker, cuando comenzó a lanzar los primeros signos de prepubertad, separando juguetes viejos y tesoritos -como él los llamaba de pequeño- de los actuales, diciendo que ya era muy grande para conservarlos. Y claro que está creciendo, pero deshacerse de sus minidinosaurios o de su camarita fotográfica de madera me parecía absurdo. Estaba todo listo para donarlo cuando le propuse hacer unas cianotipias con esos tesoritos y juguetes que sí conservaría. Mucho sol, mucho juego y mucho tiempo en el taller improvisado en la lavandería nos dieron una linda serie que a la fecha seguimos trabajando ya de manera digital.

A nuestros últimos experimentos creativos le sumamos las viejas cámaras análogas y eventualmente hacemos film soup. Me parece que esta técnica frente al mundo de las pantallas tiene grandes enseñanzas en torno a la paciencia y la sorpresa de los resultados. Por el momento no hay una serie terminada, solo es juego y descubrimiento.

“Registro de eclipse total”, Film soup, abril, 2024. Iker y Talía Barredo.

Maternar implica tantas cosas, entre ellas pensar constantemente si estoy haciendo las cosas bien, si las experiencias juntos serán solo recuerdos o se convertirán en herramientas para su vida. No tengo prisa por saberlo, con estar presente, mantenerme creativa y disfrutar, me basta.

“Algún lugar a las 7:30 am”, Film soup, junio, 2024. Iker y Talía Barredo.

Autores
Artista visual, gestora y curadora. Licenciada en Diseño Gráfico por la UAdeC y Master 1 (DNSEP- Diploma Nacional Superior de Expresión Plástica) por la Escuela Europea Superior de la Imagen de Angulema, Francia. Ha cursado diversos diplomados en gestión cultural, prácticas artísticas contemporáneas, mercado del arte, pedagogía del arte, entre otros. Su obra parte de la fotografía y aborda temas como la memoria, las relaciones transgeneracionales y la naturaleza. Tiene particular interés en los procesos análogos y el textil. Cuenta con ocho exposiciones individuales y más de 50 colectivas en México, Francia y España. Becaria del Sistema de Fondo de Creación para los Estados en cuatro ocasiones en diversas convocatorias, artista residente en Escuela Itinerante (Uy 2022) y Fundación Marcelino Botín (Esp, 2008). Actualmente es coordinadora de artes visuales del Instituto Municipal de Cultura de Saltillo.

1

El sueño más común del mundo
es perder los dientes,
pero mi madre instintivamente
evoca
nuestras raíces,
nuestra simbiosis primitiva, y
guarda
infantiles fragmentos
dentales y a mí en la cajita rosa del ropero
junto a frascos con fósiles de escarabajos,
muñecas tuertas y zapatos de charol.

Mis sueños nunca fueron sobre la pérdida,
si no de destellos de agua cristalina
con sabor a tierra y cable eléctrico.

Ella recuerda mis primeras palabras.
Un filo blanco corta mi encía.
Ahora a mi madre se le caen
sus dientes y su boca es un árbol
y no un sueño donde cae.

Una sinapsis desarticulada dentro de sus ojos.

2

Te juro que fue así:

La bacteria que nos obligó a enredar nuestras lenguas se quedó en mí cuando ella nació.
Su primer llanto tenía sabor a óxido, a número primo.
Dicen que los dientes caen en los sueños porque el cuerpo sabe que son préstamos,
pero cuando ella llegó, sin raíz, ni ombligo
solo pudo sostenerse en una partícula,
como una luciérnaga frente a un Dios miope.

Esa noche, las hormigas dibujaron un mapa
desde la puerta principal hasta mi almohada:
“Toda ciudad en el paladar colapsa cuando nace una intrusa”.
Yo quería regalarle el nombre de una flor que crece en el desierto,
pero su cuerpo cubierto de polen era vigilado por un huracán de abejas
y no pude bautizarla.
Un océano se mostraba frente a mí, un campo magnético con mil caras
y en ese instante, en esa multitud, nos encontramos.
Un instante —ojos cerrados—
en que la vi beber leche convertida en ácido nítrico.
El hierro de su herencia se deslizó hasta su estómago
y construyó una cerca electrificada en su lengua.

Ahora escupe versículos de ADN,
mastica fotos viejas donde la clorofila de mi sangre se marchita.
La llamo «hija» y su risa perfora los estanques donde las bacterias fundaron nuestro amor.
En el espejo del baño, Dios cultiva un jardín de dientes de leche.
Ella hurga en la tierra, busca su primer colmillo enterrado,
mientras las ciudades en mi garganta se suicidan devoradas por estatuas de mármol.

3

Crecí en la casa donde me parieron. Cada espacio y objeto en su lugar. En mi habitación hay un espejo donde Dios vio una planta. Una vez de niña lo encontré bajo mi cama, entonces las hormigas, quienes me guiaron a un plato sucio que escondí. Ellas levantaron una estructura, una molécula, una palabra que se decodifica así misma dentro de mi ojo. Me miré en el espejo y quise ser un rosal rojo; teñí mi cabello, pinté mis labios y no pude ser raíz, ni tallo, ni hoja. Abandoné la luz y todas las fotografías con mi imagen arrancaron el polvo de máquinas obsoletas y me hicieron sombra. Cambié de lugar con el lenguaje y me escondí en el ADN de un diente de leche.

4

Mi madre a todos los invitados
les cuenta la historia de mi nacimiento y
cómo fui de niña.

Ella siempre delante del televisor
borda mi figura en su pecho y
mi nombre una servilleta que
usa después de cenar.

Ella corrige mi postura
y mis modales, por qué
los dientes son hongos de color rojo
en esta boca verde,
donde la carne resucita.


Autores
(Hermosillo, 1994) Estudiante de Maestría y editora. Es egresada de la Lic. Literaturas Hispánicas por la Universidad de Sonora, realizó intercambio estudiantil en la Universidad Nacional Autónoma de México, se especializa en literatura latinoamericana contemporánea, realiza trabajos de investigación literaria y medios de comunicación con perspectiva de género. En los últimos años, ejerció como profesora en educación en el sector privado. Colabora en diferentes foros de literatura, lectura de poesía, talleres de escritura para niños y jóvenes, y ofrece asesorías de creación literaria. A su vez, editora en la Retina de Gallo, editorial independiente centrada en poesía noroeste del país.

Siempre hace calor en el séptimo piso del hospital público donde, desde hace unos quince años, paso algunas tardes en espera de medicinas y atención para mi padre. Más allá de la red de cables de la Comisión Federal de Electricidad, muy por encima de la red vial, mujeres esperamos a que atiendan a nuestros familiares. Somos siempre, casi indefectiblemente, mujeres: mujeres acompañando mujeres, mujeres solas, mujeres acompañando varones. No hay mucho qué hacer durante esas horas de número nunca predecible, así que las partidarias del silencio tejemos entre el coro de videos de las partidarias del bullicio, que nunca usan audífonos. Somos discretas, las aracnes, pero nos reconocemos, nos sonreímos, a veces compartimos puntadas y proyectos. Las más de las veces solo nos acompañamos, cómplices, tejiendo un tiempo que no nos pertenece, sujeto a la reparación de los tejidos de un cuerpo que no es el nuestro.

Cuando mi tiempo es mío y puedo optar por hacer lo que yo quiero, muchas veces traduzco textos que yo elijo. Es un inmenso privilegio. Así fue como traduje, el año pasado, la autobiografía precoz de Patrícia Galvão,[1] un texto muy íntimo que la escritora y militante comunista dedicó a su nueva pareja, Geraldo Ferraz, pasando revista a la intensa vida que había llevado hasta entonces. Seguido, mientras tejo y espero, evoco a Patrícia haciendo ojales para un sastre, trabajo que asumió por poco tiempo, a instancias del Partido Comunista Brasileño que, en ese entonces, ordenaba a sus miembros proletarizarse. Pienso también en cómo la vida de Pagu (apodo que llevó en su juventud) puede encontrar puntos de toque con la vida de otra chisporroteante escritora y comunista aguerrida, pero nacida en este suelo: Benita Galeana.

Pesa Plutarco en mi mente cuando se me ocurre concebirlas como vidas paralelas. Digamos mejor: vidas como los tejidos que nos mostramos las tejedoras del séptimo piso: con puntos de encuentro, hechos de materias semejantes, puntadas equiparables.

Completamente distintas en carácter y estilo, ambas se sentaron a escribir sus vidas en el mismo año, 1940, incitadas por sus compañeros solidarios. Militaron bajo los gobiernos opresivos de Getúlio Vargas, Calles y Ortiz Rubio. Eran jóvenes: Pagu tenía treinta años, siete menos que Benita. Acababa de salir de un largo periodo en las cárceles Getulistas, donde los comunistas sufrían especiales torturas y la habían, para colmo, expulsado del partido al que había dedicado una inmensidad de sacrificios, bajo el cargo de “degeneración sexual”. Quebrantada emocional y físicamente, pero embarazada y con la esperanza de un amor nuevo y de una vida más serena, Galvão escribe un texto en donde aún puede verse el miedo por las opresiones sufridas: nombres en clave, pasajes oscuros y una alusión directa a su espíritu trágico y complejo: Ahí tienes mis obsesiones, mis prejuicios, el contacto y los microbios. Qué bien estaría poder ver las cosas con simplicidad, pero mi vocación grandguignolesca me ha dado solo la forma trágica del sondeo.[2]

Es un texto amargo, el suyo, rabioso incluso por momentos, con vuelos poéticos y de una intimidad tan franca que aborda el tema del cuerpo, del deseo y del sexo con una apertura que haría sonrojar a escritoras que construyeron sus obras muchos decenios después y a las que hoy consideramos “adelantadas a su época”.

Franqueza y libertad semejantes bailotean (no se me ocurre otro término) en las páginas escritas por Benita Galeana,[3] natural de la Costa Grande y analfabeta hasta bien entrada su vida adulta. Sus letras, dirigidas, estas sí, a un público amplio, dan cuenta de una infancia huérfana, de arduos trabajos domésticos y muchas palizas propinadas por sus hermanas sobre un trasfondo hostil de lodo, lagartos y aguas crecidas. Con lenguaje llano y coloquial, puntea sus páginas de anécdotas graciosas, y pareciera pasar con una sonrisa divertida sobre los episodios más oscuros.

Patricia y Benita cuentan cómo se fueron acercando a la militancia. La primera gracias a que pertenecía al grupo de la vanguardia brasileña que se conoce como modernismo y tenía, por ese conducto, vínculos con intelectuales afiliados o cercanos al Partido Comunista y acceso a figuras como Luís Carlos Prestes, las cuales fueron despertando en ella el interés por las causas populares. Benita, más tardíamente, entró en contacto con el Partido Comunista Mexicano a través de una de sus parejas, que entonces era taxista: Manuel Rodríguez, al que más tarde expulsarían por simpatizar con el trotskismo.

Eran mujeres de armas tomar. Imposible no verlas vibrando en diapasón: Pagu defendiendo a balazos las oficinas del pasquín O homem do povo, en el Centro de São Paulo, donde escribía la columna “A mulher do povo”. Benita, pistola en mano, trepada al mostrador de una charcutería y dando discursos sobre la guerra sino-japonesa, o soltando palos contra los Camisas Doradas en el centro de la Ciudad de México. Imposible no verlas caminando lado al lado mientras los tiras les pisaban los talones en callejones nocturnos de dos geografías distintas, por idénticos motivos. Para cuando escribieron sus biografías, Pagu había sido encarcelada una veintena de veces; Benita, una cincuentena. Ambas habían organizado y dirigido células comunistas: Pagu, como obrera en la industria metalúrgica; Benita, como cocinera entre los soldados de un cuartel.

En cierto momento, si el mapa pudiera doblarse de modo que, como dice un poema de Ana Martins Marques, São Paulo y la Ciudad de México tuvieran frontera,[4] las veríamos casi cara a cara en el episodio de los cabarets: Pagu era acomodadora en un cine. Allí, la brasileña emprendió la organización de un sindicato de trabajadoras del mundo del espectáculo. Cuando las cabareteras quisieron afiliarse —y cumplían con todos los requisitos—, las señoritas de familia que trabajaban en los cines se negaron, escandalizadas. Mientras tanto, en la Ciudad de México, Benita era fichera.

Patrícia era normalista de formación, escritora ya desde joven, y dibujante. Tuvo acceso a los textos marxistas desde muy pronto. Al tiempo que Benita critica la poca formación y el poco cuidado que tenía el partido con sus miembros: de las dos, pareciera que fue Benita, sin embargo, quien gozó de mayor libertad de palabra. Pagu se vio obligada a callar, a hacer a un lado el trabajo intelectual, a someterse al trabajo físico y a renunciar durante largos periodos a sus lazos familiares, pues la dirección del partido, en Brasil, no confiaba en los miembros de origen pequeñoburgués. Es como si ambas fueran dos caras de una misma moneda: mientras que Pagu cargaba con el peso de un origen relativamente privilegiado y por eso la burocracia estalinista restringía su palabra, Benita, de un origen mucho más humilde, arrastraba una falta de formación que el partido no se esforzó por subsanar. Reflexiona Benita:

En mis años de lucha activa en el Partido logré conquistarme algunas simpatías entre el pueblo, porque yo he vivido toda mi vida en contacto con el pueblo, al grado que, cuando me presentaba en algún mitin, la gente empezaba a gritar: “¡Que hable la compañera de las trenzas!”. La de las trenzas era yo, porque así me peinaba, como las mujeres del pueblo, y la gente me tenía confianza por eso y seguramente también por mi modo de hablar, que ellos entendían muy bien. Estas cosas podía haberlas aprovechado el Partido haciendo de mí una militante más capaz y mejor orientada… pero nunca se ocuparon de mí. Después, cuando estuve a punto de alejarme del Partido, por mi amor tan grande por Humberto, no hubo nadie que dijera “¡Hay que ver si salvamos a Benita!”, sino que se pusieron a decir nomás: “¡Benita ya está perdida, está muy aburguesada!”.[5]

Pagu, en cambio fue encarcelada tras tomar la palabra en un mitin de los obreros del puerto de Santos, y como recibió mucha atención mediática por tratarse de una persona clasemediera, el partido la reprendió duramente.

Para probar su lealtad a la organización, Patrícia escribió la primera novela proletaria de la literatura brasileña: Parque industrial.[6] En ella, da muestras de su habilidad para escuchar las formas de expresión populares, el ruido de los barrios obreros de São Paulo y la situación especial de opresión de la mujer. En este sentido, Benita (que a veces pareciera un personaje de esta novela) y Patrícia son claras:

Entonces resolví volver al cabaret, con una pena que mejor me quería morir. Sentía asco al ver cómo se explotaba allí a los trabajadores que iban a dejar su raya, y mis compañeras me daban lástima cómo eran explotadas por el dueño del cabaret, que les cobraba cinco pesos cada vez que salían con algún amigo… Entonces sentía más rabia contra el régimen capitalista, que es el culpable de que existan esas cosas.[7]

Ambas autoras eran madres y, de todas las angustias que atraviesan estos libros, la más dolorosa es la de la enfermedad de los hijos en situaciones especialmente precarias, sea por la pobreza, por la persecución política o por la distancia impuesta por la burocracia del PC. Es como si estas dos mujeres, por tener una vida en el mundo, hubieran tenido que pagarla con el precio del cuidado, el suyo y el de sus hijos. El cuidado, en sus textos, es episódico: algunos momentos serenos en los que el cuerpo engorda un poco, los hijos están cerca y las heridas sanan para luego volver a la carga.

Ese cuerpo, lo saben ellas, es moneda de cambio en el mundo en el que viven. Doblegada por las carencias y con la hija enferma, Benita promete “irse” con un general a cambio de que le pague un doctor a su pequeña. Patrícia, miembro del Comité Fantasma del PC, se ve obligada por la burocracia del partido a intercambiar sexo por información estratégica.

El texto de Pagu brotó en un momento de exhaución: el cuidado y el amor de su vida futura empiezan a notarse, pero ceden ante la evocación del duro pasado. Con botas de siete leguas y credenciales del partido, Galvão pisó las arenas del Yangtsé, conoció Japón y presenció la coronación de Puyi en Manchuria, atravesó Siberia en tren, extasiada ante el espectáculo de la Rusia soviética, pero es con sarcasmo como describe su alegría, que al fin revienta, como una ola, ante la imagen de una niña pequeña que pide limosna en la Plaza Roja. Así cierra su carta, aunque no su vida militante, que prosiguió por otros derroteros: ya se había pronunciado por el trotskismo y su voz pudo al fin oírse en los textos lúcidos y directos que publicó después en el periódico Vanguarda Socialista, la novela A famosa revista, escrita a cuatro manos con Geraldo Ferraz, y los cuentos policiacos que publicó bajo el pseudónimo King Shelter. Acabó dedicando sus años maduros al teatro y la militancia cultural.

Benita, por su parte, cierra con una nota de optimismo. Escribe su texto en un momento de reaproximación al partido tras un periodo de distanciamiento ocasionado por una relación sentimental. Volver a dar discursos en las calles la llena de vida y de orgullo. Al igual que Pagu, fue expulsada del Partido Comunista; ella se unió al Partido Obrero y Campesino de México, de Valentín Campa, para luego reconfluir en el PC. Dedicó su vida a la militancia, muchas veces con énfasis en las reivindicaciones de género dentro de la línea socialista.

Mientras hilvano estas historias y tejo, en el séptimo piso del hospital público, mi tejido de la espera, pienso en mi relación conflictiva con el tema del cuidado. Sé que el acceso a la salud es una conquista que debemos a personas como estas dos viejas guerreras, que renunciaron dolorosamente al cuidado de sus hijos, una, por militar, otra, porque vivía en condiciones de inmensa vulnerabilidad económica. Ambas, porque el sistema capitalista las orilló a eso: porque eran a la vez sus víctimas y sus adversarias. En el fondo, luchaban también por un sistema en que el cuidado no tuviera que recaer solamente sobre las mujeres, en el que ninguna mujer tuviera que renunciar al mundo por el cuidado ni viceversa. Un sistema en que el cuidado no fuera esa cosa a un tiempo imposible y obligatoria para cada mujer individual, sino tan solo un aspecto, resuelto en colectivo, de una vida digna y rica para todes.


[1] Galvão, Patrícia, Pasión Pagu: autobiografía precoz de Patrícia Galvão, trad. Paula Abramo, pról. Olivia Teroba, Ciudad de México, UNAM, (Colección Vindictas), 2024.

[2] Galvão, Patrícia, op. cit., p. 31.

[3] Galeana, Benita: Benita, Ciudad de México, Brigada para Leer en Libertad, 2017. Disponible gratuitamente en http://brigadaparaleerenlibertad.com/libro/benita.

[4] Insististe / en doblar el mapa / de modo que nuestras ciudades / separadas una de la otra / por exactos 1,720 km / tuvieran frontera. (Marques, Ana Martins, El libro de las semejanzas, trad. Paula Abramo, Buenos Aires, Zindo & Gafuri, 2022.)

[5] Galeana, Benita, op. cit., pp. 139-140.

[6] Parque Industrial: novela proletaria se publicó bajo el pseudónimo Mara Lobo en 1933. Está traducida al español por Martín Camps y puede leerse gratuitamente en el siguiente enlace: https://scalar.usc.edu/works/parque-industrial/index.

[7] Galeana, Benita, op. cit., p. 142.


Autores
(Distrito Federal, 1980) es poeta y traductora, autora de Fiat Lux (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2012).

Apunte aspiracionista para mujeres del tercer mundo

Busca un terreno con buena vista de la ciudad,

un terreno cuyos bordes

te permitan vivir decentemente, un

terreno con plusvalía, grandes puertas

dos ventanas al exterior bien ubicadas

que te dejen ver el rostro joven de los vecinos

elige un automóvil

dibuja tu desplazamiento a cuatro cilindros, recuerda

el ahorro y procurar el ambiente

la emisión de carbono

que no disminuye

atesora un perro

y dos niños de cara rechoncha y rosada

no te cases con un hombre moreno,

ya sabes lo que dicen de la colorimetría

compra una vida

y luego salda la hipoteca,

o invierte la fórmula, 

no importa mucho

vas a pagarlo a veinte años

si tienes suerte

podrás ocultar tus arrugas

con un poco de crema

y las canas

que salen con la edad.

Recupera todo, y después

si algún banco no te embarga

porque ya sabes, la crisis,

o la obsolescencia no te gana la carrera:

repite, repite, repite.

Podría ser peor

¿Quién te dijo que esto no es un poema?
¿Quién te dijo que debes escribir la metáfora del tiempo?
¿Quién te dijo de la crítica y el canon?
¿Quién puso el verbo dentro del miedo?
¿Qué pasó la última que alguien te aconsejó

no escribas otra vez sobre tus pérdidas

esos libros no ganan premios

esos son materiales que nadie recuerda

busca el reconocimiento en la crítica

publica en la revista de prestigio

no lo hagas con tus amigos

mira, mejor escribe un libro sobre la inmensidad de la vida

disciplina la poesía 

no seas la persona detestable que solo escribe triste

aunque pensándolo bien

las pérdidas también ganan premios

se aplaude más el sufrimiento que la experiencia

la gente es morbosa, ya lo sabes?

 

Arriésgate, dijeron

enciérrate en una oficina de gobierno hasta detestar tu vida

quítale tiempo al sistema

ejecuta ocho horas nalga de verso libre

aunque toma en cuenta las restricciones:
no puedes gritar en horario laboral

no puedes llorar en horario laboral

no puedes fracasar en horario laboral.

 

Como no hay poetas en la nómina

hoy nos dedicamos a la publicidad.

Matrioshka

La nuestra la viva la matriarca

la que jamás besó una boca 

la estática flor de la memoria 

la infante la desarraigada 

la siempre temerosa 

la pálida mano que me sostiene 

la cara de muñequita 

la sonriente la que llora a medias 

la mujer de fe la encarnación de Dios 

la amorosa la que nunca duda 

la cuentacuentos la cocinera 

la viejecita del barrio 

la mujer de las flores hermosas 

la cantante la bailarina 

la llena de vida la anunciadora 

la mártir de las soledades 

la que a pesar de la tristeza canta 

la de la actitud estoica la imperturbable 

la dueña de los buenos modales 

la amplitud de todas las palabras 

ayer dijo mi nombre.


Autores
Licenciada en Comunicación y Medios por la Universidad Autónoma de Nayarit. Es autora de Ánforas de Oporto (CECAN, 2013), Traslúcidos (UAN, Fundación Julián Gascón Mercado, 2015), Todos los fantasmas de esta casa (Crisálida Ed, 2021) y Beso de tres (Medusa Ed, 2024). Ha sido becaria del VII Curso de Creación Literaria de la Fundación para las Letras Mexicanas (Xalapa, 2015) y del Festival Los Signos en Rotación, Interfaz Issste-Cultura (Guanajuato, 2014). Ganadora del Premio Estatal de Poesía "Trapichillo", Nayarit (2015), y "Los Dones de la Tierra", Xala (2017). Su trabajo ha sido publicado en antologías como 17 voces que dicen presente (Instituto Zacatecano de Cultura, 2016) y Novísimas: reunión de poetas mexicanas (Los Libros del Perro, 2020), y Dial-a-Poem, (John Giorno Foundation y Casa Wabi, 2022).

Dejo cabellos por todas partes. En casa no se notaba tanto por la alfombra que cubre el suelo de mi recámara, pero aquí sobre el piso color crema del hospital es evidente que se me cae. Tengo cinco meses ya bajo el tratamiento mensual de la ciclofosfamida que además de debilitarme el pelo, está moderando el comportamiento errático de mi sistema inmune que por equivocación ataca a mis células sanas. Luego de estos meses los marcadores del lupus eritematoso sistémico que padezco señalan mejoría, aunque aún no alcanzo las metas. El mismo lupus también provoca que el pelo se me caiga, pero solo en su etapa más activa, mientras mejora es la ciclofosfamida la que me jode la cabellera y lo hace suavemente, un cabello, dos, cinco o treinta, a la vez.

Entré de nuevo al hospital ayer por la tarde. No me siento tan mal ni estoy tan grave como en septiembre que tronó el brote violento con el que me diagnosticaron. Esta vez se trata de una infección en las vías urinarias, pero como el tratamiento en el que estoy mantiene la respuesta inmunológica de mi cuerpo anulada, una infección como esta puede hacer estragos en el lento camino trazado para dormir al lobo que me aúlla por dentro. De los cuatro inmunosupresores que tomo, la ciclofosfamida es el más poderoso. Me lo aplican mensualmente por medio de un catéter que en general me ponen en el pliegue del codo. La aplicación dura aproximadamente cuatro horas: en la primera me pasan un medicamento antivomitivo, luego por espacio de dos horas me perfusionan la ciclofosfamida y la última hora se la dedican a otro medicamento, el mesma, que se supone protege a la vejiga del impacto que el inmunosupresor causa en ella. Luego de cinco sesiones, y aun con la protección, mi vejiga tiene una infección.

A los pocos días de la aplicación del mes de enero empecé a sentir molestias, además de las esperadas. La ciclofosfamida es un medicamento feroz, un tipo de quimioterapia que se emplea para tratar el lupus grave y algunos tipos de cáncer. En general me provoca dolor de cabeza intenso, ascos, náuseas y a veces vómito en los días posteriores a la aplicación. Al paso de los días los malestares cesan y solo permanece una sensación rara en la boca que modifica el sabor de las cosas que ingiero. Eso y lo del pelo. En noviembre, a los días de la perfusión, amanecí con la cara hinchada. Los ojos, nariz, pómulos, los labios. Me veía al espejo y encontraba algo parecido a los memes de los perritos que son picados por una abeja. La cara permaneció inflamada y enrojecida por algunas horas y después fue bajando la reacción dejando tras de sí la marca del eritema malar, la lesión cutánea clásica del tipo de lupus que tengo: una erupción en la piel de la cara que forma una mariposa con las dos alas abiertas en cada mejilla, unidas en el puente de la nariz. Sin embargo, luego de la aplicación de enero sentí un cansancio brutal y el cuerpo cortado. Más tarde vino la fiebre, el ardor y las ganas constantes de orinar aunque mi vejiga estuviera vacía. Esos síntomas los conozco bien, hace poco más de una década, cuando trabajaba dirigiendo la cocina de La Contra, un restaurante en el centro de Ensenada, con frecuencia lidié con la cistitis.

En ese tiempo laboraba de pie durante muchas horas. Usaba el trabajo intenso como un medio para paliar el duelo de la muerte de mi padre. Mucho después comprendí la estrategia, habitual en mi familia, de la adicción al trabajo para el manejo de aquello que nos desborda. Para beneplácito de los clientes y de los dueños del restaurante por igual, pasaba el día entero en la cocina, además de que ese ritmo de trabajo descabellado es común en el medio restaurantero. No comía bien a pesar de estar en contacto con la comida y los ingredientes todo el tiempo. De probar de sal las preparaciones disfrazaba el hambre y no tenía presente lo de tomar dos litros de agua diarios. Tomaba alcohol diariamente eso sí, vino, cerveza. ¿Cómo se pudo mantener en funcionamiento la maquinaria corporal bajo esas condiciones? Quizá por eso ahora truena y aúlla el lobo. La cistitis recurrente de aquel entonces era provocada por una bacteria llamada Escherichia coli. Que si la anatomía femenina favorece la contaminación, que si la pobre ingesta de agua. Cita con el urólogo, un examen general de orina que confirme la infección y un par de antibióticos durante una semana: una cápsula y dos pastillas cada ocho horas. Los incómodos síntomas desaparecían durante el tratamiento y al cabo de los siete días regresaban. El médico entonces pedía un urocultivo con antibiograma que señalaba con detalle la naturaleza de la bacteria y la sensibilidad o resistencia a un listado de antibióticos. Ya con ese examen en mano, el urólogo indicaba el medicamento infalible para acabar con la bacteria y poder regresar a la vida ajetreada de la cocina sin molestias. Así aprendí a tomar agua de un modo constante y a pedir el urocultivo ante la primera sensación de incomodidad.

El problema esta vez fue que la infección se me declaró en domingo, cuando no hay laboratorios clínicos abiertos en la ciudad y me sentía tan incómoda que la reumatóloga, que me atiende el lupus y sigue de cerca mi sintomatología, decidió recetar antibióticos: la cápsula de nitrofurantoína y las pastillas de fenazopiridina que colorean de anaranjado mi orina. Para el lunes que pedí el urocultivo no había traza de ninguna bacteria que cultivar. Sin embargo, a los días de terminar la semana del tratamiento para la infección, los síntomas regresaron: el viejo cuento de la cistitis de la cocinera que fui. Esta vez el laboratorio arrojó información diferente, se trataba de Salmonella enterica, una bacteria del tracto intestinal que con frecuencia infecta las vías urinarias de pacientes inmunocomprometidos como yo y que suele ser muy resistente a medicamentos orales. Debido a su resistencia, al estado adormecido de mi sistema inmune y al punto en el que me encuentro en el tratamiento del lupus, mi doctora resolvió internarme para aplicar un antibiótico intravenoso y monitorear la evolución de cerca, no fuera a ser que la infección despertara un nuevo brote de lupus.

Mientras leo a Anne Boyer contar las adversidades de transitar el tratamiento contra el cáncer de mama que relata en su libro Desmorir, una reflexión sobre la enfermedad en un mundo capitalista (2021), me entero que la ciclofosfamida, medicamento con el que también le trataron su cáncer, es “una variante medicalizada de un arma química desarrollada por Bayer con el nombre de LOST, conocido también como gas mostaza”. Dice la autora que durante la Primera Guerra Mundial el LOST inundó el frente de guerra de nubes de un gas color amarillo y que su uso como arma se volvió ilegal en 1925. Seguro la farmacéutica después de haber invertido dinero y esfuerzo en su fabricación hubo de encontrar otra manera de usar la fórmula del gas tóxico. Antes de leer a Boyer había investigado sobre sus efectos secundarios: infertilidad, deformidades y muerte fetales, infecciones y cáncer en la vejiga y el riñón, pérdida del pelo y del apetito sexual, entre otras. La reumatóloga al hablarme del tratamiento para controlar el brote de lupus de septiembre me habló de las náuseas y el vómito, pero omitió mencionar los otros efectos que yo encontré en internet. Intentó llamarme la atención por andar googleando por mi cuenta arguyendo que las dudas del tratamiento las debería tratar en el consultorio y no en la computadora. Que si no mencionó los impactos del medicamento era para evitar espantarme, además de que yo ya no tengo útero y por tanto posibilidad alguna de embarazarme, como si eso me absolviera de conocer qué le hace el medicamento a los cuerpos donde se interna. Que si bien los riesgos de infección y cáncer son reales, en la razón de costo-beneficio la ciclofosfamida ayuda más de lo que jode. Y que sí, el cabello se me iba a caer aunque, dijo ella, no a todos los pacientes se les cae por completo. Intentó llamarme la atención, digo yo, porque al final estuvimos de acuerdo en que es necesario que como paciente investigue y lea aunque sin alarmarme mucho. El lupus es un padecimiento complejo porque su sintomatología está muy individualizada. Hay cosas que generalmente les ocurren a casi todos los pacientes, pero el cómo le ocurren depende de cada paciente, y por consiguiente el cómo se trata se convierte en un proceso individual. El hecho es que el sistema inmune ataca a las células sanas del cuerpo pero a cuáles ataca y en qué momento, hace a la enfermedad diferente en cada persona. Por lo tanto, informarse y leer, la conversación constante entre el reumatólogo tratante y su paciente se vuelven estrategias necesarias. Mantenemos un diálogo constante y buena parte del tratamiento está basado en la información clínica que genero al observar cómo cambia y cómo se siente mi cuerpo. Al menos me siento escuchada, a diferencia de la experiencia que tuve hace un par de años mientras buscaba tratarme la endometriosis. Los ginecólogos que visité observaban el endometrioma del ovario en el monitor del ultrasonido y ya querían operar sin hacer estudios de endometriosis infiltrativa. Por eso ahora googleo e investigo.

La reumatóloga también elaboró que el máximo poder curativo de la ciclofosfamida se alcanzaba a los seis meses de tratamiento. Después de ese lapso de tiempo el daño que puede causar supera los beneficios que puede traer. Así que solo estaré seis meses bajo su aplicación. Ya van cinco. De los seis marcadores meta que nos planteamos al inicio del tratamiento hasta ahora hemos alcanzado tres. Un cuarto está muy cerca de llegar a su objetivo y dos más han estado fluctuantes sin declarar una tendencia real. Si esta infección llegara a complicarse podría despertar al lobo que hemos logrado a medias tranquilizar. Si se despierta, ya no tendré oportunidad de calmarlo con la ciclofosfamida y tendré que probar con un medicamento aún más fuerte. Esas son las razones para regresar al hospital.

Cuando la doctora recibió los resultados del urocultivo me llamó por teléfono para decirme que debía internarme cuanto antes. Tenía apenas un par de días tomando la cápsula y las pastillas anaranjadas, que aunque no acababan con la bacteria, sí disimulaban los síntomas. Volver al hospital sin sentirme mal se me hacía una pésima movida, a pesar de entender bien el por qué de la decisión médica. Me encontraba a punto de reintegrarme a trabajar en la bodega de vino en el Valle de Guadalupe, de la que he tenido que ausentarme en lo que me recupero. Estaba preparada para volver. Pero a donde vuelvo es al hospital. Una semana, el ciclo del antibiótico.

Uno de mis mayores pesares de la hospitalización es la comida. Algo que la ciclofosfamida me hace, y que no he encontrado explicación ni en el libro de Boyer ni en google, es que se mete con mis papilas gustativas. Las cosas no me saben igual. Es un medicamento que actúa a lo largo del mes de diferentes formas, no comprendo bien el metabolismo de su absorción. A las horas de su aplicación llega el dolor de cabeza, el asco y los vómitos. Los siguientes dos o tres días me deja fuera de combate, sin energía y con una neblina mental parecida al umbral posterior de una migraña intensa. Entre los diez y quince días de su aplicación, la cuenta de leucocitos, las células de la sangre que suelen defenderte de agentes infecciosos externos, se hallan en la cuenta más baja del mes y eso me hace vulnerable a infecciones oportunistas. Después de los quince días la cosa se normaliza y me siento digamos, medianamente bien. Pero el gusto se queda alterado.

El asco inicial me quita el apetito, la comida me da náusea. Las frutas y las verduras crudas, así como los caldos desnudos no dan problema. Se conservan fieles a su sabor, saben a lo que deben de saber. Podría comer solo fruta en los días malos, pero a veces hasta la fruta la vomito, aunque no me dé asco. Con el resto de la comida algo pasa en mi boca. Se siente como un velo que recubre la lengua y el interior de las mejillas. Una capa fina y viscosa que solo las frutas atraviesan. A veces la sopa de fideos, mi favorita, se vuelve insípida. El pescado adquiere un sabor metálico insufrible en los días malos, pero tolerable en los buenos. Con el pollo pasa algo interesante, no tolero las partes del pollo que solían gustarme más, el muslo y la alita. Solo soporto la pechuga, que siempre malmiré por ser tan seca y desabrida. Creo que no había comido tanta pechuga empanizada como en el último medio año desde que era niña. Con la carne roja no he tenido tanto lío, bien asada con sus dorados de Maillard, pasa bien. Los guisados me cuestan trabajo, pero me esmero cocinando en casa para sobrellevar esos vericuetos con creatividad y sabores delicados que no me despierten el asco.

En el hospital la comida no es naturalmente apetitosa. Además de que es baja en sal. Como cocinera sé que la sal no es el único agente que empuja el sabor de los ingredientes, aunque sí el más usado. Las hierbas, las especias, las semillas tostadas, hay tanto recurso del que no echan mano en el hospital. Y algo que a lo largo de estos meses de tratamiento he observado es que en esa cocina se usa mucho el pimiento morrón. Yo no tenía nada en contra del pimiento morrón hasta que la ciclofosfamida trajo el asco a mi vida. El puro olor del chile dulce me retuerce de asco. Yo no era así. Pero ahora lo detesto. Cuando la doctora me telefoneó para decirme que debía ingresar al hospital a tratarme la infección, mi primer pensamiento fue el de armarme de bocadillos que pudiera llevar conmigo de un modo clandestino para no pasar hambre: nueces, gomitas, fruta seca. Fui a El Roble, la tiendita cara de la colonia, a abastecerme y al hacer fila para pagar observé que alguien había dejado en la cinta de la caja registradora un bote de medio litro de leche Jersey y un gansito como apartando su lugar. La persona frente a mí brincó el turno del dueño de la leche porque no aparecía, pero antes de que me atendieran se acercó un viejecillo de manos curtidas por el trabajo o por el sol o por ambos. Con la mano derecha sostenía con una pinza una pieza de pan dulce, un bizcocho recubierto de mermelada de fresa y revolcado en coco rallado. Le acerqué una bolsa de papel: tome, señor. Dejó en algún rincón de la estantería el gansito que cambió por el pan, pagó la leche y el pan dulce y yo empecé a llorar sin saber muy bien por qué. Lloré mientras pagaba, lloré camino a casa y mientras hacía la mochila para llevar cosas al hospital también lloré.

Ahora estoy atada a una manguera delgada por medio de un catéter. A través de ella cada mañana van a introducir a mi cuerpo el ertapenem, el antibiótico intravenoso, diluido en un bote de solución salina. Me toman los signos vitales seis veces al día. Un día sí y otro no me toman una muestra de sangre para monitorear las células hemáticas y corroborar que el lupus no despierta. El segundo día de mi estancia la doctora me obturó el catéter, de modo que me liberó de la manguera y del perchero de donde cuelga durante una parte del día. Me conectan de nuevo por espacio de una hora cada mañana mientras el medicamento corre de lo alto del perchero hacia la vena en el interior de mi codo izquierdo. Así puedo moverme con libertad después del antibiótico y mitigar la lentitud con la que pasan las horas. Puedo también taparme un poco sin tener que estar acostada bajo las cobijas de la cama de hospital: me pongo una sudadera y me acerco a la ventana. Desde la habitación se puede ver el sol caer en el mar detrás de las grúas portuarias y por la noche, aunque no se ven, se escuchan los ladridos de los lobos marinos que están en el puerto.

Traje algunos libros pero me entra una culpa fea de tirarme a leer por horas cuando tengo pendientes por hacer. Tampoco me pongo a hacer los pendientes. Caigo en cuenta de que estoy enmuinada. El llanto en la fila del mercado caro de la colonia ahora parece enojo. Es que el lupus me raciona la energía. Me la merma. Hay días en los que no puedo de cansancio y hacer dos o tres actividades durante el día me genera mucho agotamiento. Esos días me cuesta salir a caminar, si me muevo muy rápido todo se oscurece, necesito sentarme. Otros días me siento bien, no todo es penumbra. Esta nueva dinámica de la administración de la energía me impulsa a darle otro valor a mi tiempo y a mi disposición para hacer e ir. Esta semana antes del resultado del urocultivo y sin síntomas de la infección me sentía bien, planeé mi regreso al rancho, hice listas de pendientes. Pero estoy enferma y ahora encerrada en esta habitación de hospital haciendo berrinche.

La segunda noche logré meditar media hora antes de dormir. Mientras repetía mentalmente un mantra con los ojos cerrados, se asomaron cosas a la oscuridad que se instala al bajar los párpados. Siluetas con profundidad de campo, oscuro sobre más oscuro. Y allá en lo profundo un punto verde, una luz. Mientras mi mente repite el mantra pienso en otra palabra y me pregunto cómo sabe mi mente qué recita y qué pienso. ¿Se dará cuenta de que al pensar en una palabra ajena al mantra no estoy recitando mal el verso, sino que se trata de otra palabra? ¿Cómo las distingue? ¿Con colores, con tipografías o tamaños diferentes? ¿Unas las piensa más bajito que las otras? Entonces me doy cuenta que arruino por completo el sentido de la meditación pensando que pienso y trato de silenciarme. El rayo verde vuelve a aparecer y me atraviesa. Me quedo dormida sin darme cuenta y amanezco de un inusitado buen humor. Avena con canela, papaya, plátano y manzana de desayuno. No tengo queja de la comida, de todos modos me administro las nueces que traje a escondidas. Montserrat, la enfermera que ha cuidado de mí en varias ocasiones durante este proceso, me ayuda a pedirle a la cocina una sopa con pollo y verduras para la comida. Además me mandan una tortilla y una rebanada de aguacate, no puedo estar mejor atendida. Me cambia el semblante y aunque siga en bata de hospital me atrevo a trabajar desde la habitación, hacer un par de llamadas por zoom y tachar pendientes de la lista. Luego me visitan las amigas y me traen alivio, golosinas, cosas para leer y entretenerme.

Al tercer día me cambian de lugar el catéter. Con la nueva posición puedo doblar los dos codos y así sí puedo peinarme. Con una sola mano no alcanzaba a colocarme la liga en el pelo y tenía que traerlo suelto. Desde que enfermé casi no lo llevo suelto. El cabello me cambió tanto en estos meses. No lo he perdido por completo, probablemente porque siempre tuve mucho pelo, pesado, tanto que hacía que me dolieran los brazos de mantener en alto el chongo que me confeccionaba para las lecciones de danza a las que asistía de adolescente. En septiembre, cuando tronó el brote violento y tuve que entrar al hospital con la piel del cuerpo ulcerada, no pude bañarme en regadera durante algunos días. El primer baño bajo el chorro de agua se sintió tan bien. En esa ocasión, mientras me lavaba el pelo se me quedaron en las manos mechones de cabello que juntos parecían tener el tamaño de un tlacuache. Una bola inmensa. Ese fue el lupus. Más tarde los inmunosupresores detuvieron la caída en masa, pero empezaron a adelgazar el volumen de pelo, a cambiar su textura. A dejarlo caer despacito, constante. De pronto podía ver el cuero cabelludo asomarse de rincones insospechados frente al espejo. Cuando cambié las ligas de siempre por las liguitas que usaba para rematar las trenzas acepté el hecho de que perdía el cabello. El enorme chongo que solía hacerme se convirtió en un molotito apenas sostenido por una liga de dos centímetros de diámetro. Minimolote que ya puedo peinarme aquí en el hospital con las dos manos.

La doctora me dice que si los signos siguen bien y no presento síntomas podré irme al quinto día siempre y cuando continúe el ciclo del antibiótico afuera del hospital por medio de inyecciones. Me emociono y no dejo de meditar por la noche. Todo va bien hasta que el cuarto día la reumatóloga analiza las biometrías hemáticas. La cuenta de leucocitos está por los suelos, es esa ventana del mes que la ciclofosfamida me deja vulnerable. Es riesgoso cambiar el régimen del antibiótico y salir a la vida allá afuera donde hace un frío interesante y abundan virus invernales. Menos mal que la noticia me agarra de buen humor y con dotación de gomitas. Pasaré aquí el fin de semana y tendré, si todo sale bien, una semana de descanso antes de los siguientes exámenes de laboratorio en preparación para la última perfusión de la ciclofosfamida.


Autores
Estudió Gastronomía en la Universidad del Claustro de Sor Juana y lideró las cocinas del Restaurante La Contra en Ensenada, y El Pinar de Tres Mujeres en el Valle de Guadalupe; es autora del libro Lengua Partida (2021) editado por Grafógrafxs-UAEM y coautora, junto a Paula Pijoan, del libro Plantas nativas comestibles de Baja California (2018) editado por Culinary Art School y la Secretaría de Cultura de Baja California. Textos suyos han aparecido en publicaciones como Periódico de Poesía, Low-Fi Ardentía, Pez Banana, Revista Grafógrafxs, entre otras.