“Yo tenía una esperanza en el fondo de mi alma que un día te quedaras tú conmigo”
Regina entró al cuarto de servicio con los puños apretados y ganas de romperlo todo, excepto la radio cubierta con calcomanías de los Looney Tunes. Lo suyo no era un berrinche cualquiera, como tantas veces le había señalado su abuela al verla con la cara roja y los ojos anegados en lágrimas. Lo que sentía era un dolor genuino, comparable a la vez que cayó sobre los rosales haciéndose daño en todo el cuerpo. Aquel sentimiento era un chorro de merthiolate recorriendo una herida abierta en algún lugar que no alcanzaba a ver. Antes de desatar su ira sobre el burro de planchar y la pila de periódico viejo, miró fijamente la radio, la colocó entre sus manos y como si de una lámpara maravillosa se tratara, invocó la sonrisa de Chayo y el brillo de sus ojos negros.
“¿Cómo te imaginas que es mi papá?” le preguntó Regina a Chayo mientras esta humedecía la ropa que estaba a punto de planchar.
“Seguro que es guapo porque tú eres muy linda” contestó la joven de tez tersa y morena, y Regina sintió que el corazón le explotaba en medio del pecho.
Chayo decía que el tiempo pasaba rápido y el quehacer era menos pesado si escuchaba música, así que prendía la radio y sintonizaba su estación favorita. Regina adivinaba el transcurrir del tiempo por los ciclos de lavado, mientras Chayo tallaba los cuellos de las camisas con dedicación. Bidi bidi bom bom cantaban a una sola voz mientras la ropa bailoteaba en el agua jabonosa.
No todas las tardes transcurrían entre risas y zapateos. Había días en los que un extraño pesar se apoderaba de ambas, así que callaban y se miraban con ojos tristes mientras escuchaban la radio y el locutor anunciaba la próxima canción.
Una tarde especialmente fría, a punto de caer un aguacero, Regina vio llorar a Chayo mientras cantaba “No me queda más” en voz de su amada Selena. Quiso consolarla, pero desistió al comprender que Chayo abrazaba una tristeza que solo le pertenecía a ella.
A la abuela no le gustaba que pasara tanto tiempo en el cuarto de servicio, pero tampoco la quería adentro de la casa hurgando en los cajones, curioseando en el botiquín o improvisando casas de campaña con las sábanas. Por suerte, Regina tenía al naranjo con sus bichos y a Chayo tejiéndole trenzas en el cabello mientras le contaba sobre los fantasmas que habitaban en el rancho.
Los ciclos de lavado transcurrieron con rapidez y llegó el día de su séptimo cumpleaños. La abuela preparó un pastel de tres leches que Regina compartió de mala gana con sus primos en una tarde caótica de gritos y serpentinas. El día adquirió un brillo especial cuando Chayo se acercó a Regina y le entregó un paquete amarrado con un cordel. El abrazo entre ambas creó una burbuja que las protegía de la brutalidad de los juegos de los niños y de los gritos de la abuela. Regina abrió el paquete con apuro y encontró una chamarra de mezclilla con un Pedro Picapiedra bordado en la solapa, y de inmediato se convirtió en su regalo favorito.
Fue muy difícil convencerla de sacarse la chamarra para lavarla. Chayo le prometió que se la entregaría esa misma tarde. Mientras la prenda bailaba en círculos suaves junto al resto de la ropa sucia, Regina aprovechó para visitar el cuarto de su abuela, quien dormía profundamente con la boca abierta. Se quitó los zapatos y atravesó el cuarto en puntillas hasta llegar al buró. Abrió un cajón, deslizándolo con cuidado, y tomó el alhajero a mitad de un ronquido para después salir del cuarto hecha un rayo.
Regina se encerró en el baño y dispersó las joyas sobre el tapete blanco, donde parecían dulces cubiertos en papel dorado. Eligió una gema delicada con un brillo discreto, parecido al que emitían los ojos de Chayo luego de una canción triste de Selena. Convencida de su buen gusto, distribuyó las demás alhajas en los compartimentos de la cajita y regresó a la habitación de la abuela. Esperó paciente en la puerta y aprovechó un ronquido largo para regresar el alhajero a su sitio.
Regalarle el anillo a Chayo, así sin más, habría sido una descortesía. Regina esperaría hasta el día siguiente para comprar alguna cajita o envoltura llamativa en la papelería de la escuela.
La noche cargada de ensoñaciones pasó con rapidez. En cuanto sonó la chicharra del recreo, Regina corrió a la papelería y descubrió satisfecha una pequeña caja de cartón corrugado con una minúscula flor en la tapa.
Al llegar a casa de la abuela, Regina caminó lentamente al cuarto de servicio, sacando la cajita de su mochila y apretándola con manos sudorosas. Caminó por el pasillo custodiado por macetas con helechos y lavanda, ensayando cuidadosamente las palabras que le diría a Chayo y en donde no cabían todo el amor y la admiración que sentía hacia la muchacha. Una vez que cruzó el umbral que separaba el pasillo del cuarto de servicio, Regina descubrió la ausencia de Chayo y la pesadumbre le llegó como un golpe en la boca del estómago.
De regreso en la casa, encontró a su abuela en la cocina, parada junto a la estufa calentando un guiso con papas. Regina preguntó por Chayo con la mirada puesta en el fuego que asomaba por la hornilla. La abuela contestó con una seriedad inusitada que Chayo se había ido y no regresaría, que había encontrado un trabajo mejor en una casa grande, lejos de ahí. Regina le dio la espalda a su abuela y caminó de nuevo al cuarto de servicio en donde tantas tardes había cantado y bailado con el corazón lleno de dicha. Entró con los puños apretados y la firme intención de romperlo todo, excepto la radio cubierta con calcomanías que encendió con la esperanza de que la voz del locutor, la música o alguna canción le recordaran aquel nombre que Chayo había mencionado en sus historias de fantasmas, el del rancho donde creció junto a sus seis hermanos y al que regresaba de vez en cuando para visitar a sus padres. Regina cerró los ojos con fuerza y repasó muchos nombres, hasta que uno hizo eco en su mente, El Copal, pero no recordaba si el rancho estaba en Celaya, Irapuato, o en algún otro municipio.
La abuela roncaba en el sillón de la sala cuando Regina visitó el refrigerador; tomó la bolsa con jamón, una gelatina y un yogurt de fresa. Envolvió la cajita de cartón corrugado que contenía el anillo con su suéter del uniforme, y lo metió en la mochila. Caminó por más de una hora hasta llegar al bulevar y preguntó a un señor que vendía periódico por un camión que la llevara a El Copal. El hombre negó con la cabeza. Cansada, Regina se acomodó en la raquítica sombra de un poste, cuando un imponente auto de color azul se acercó a la banqueta. La señora que manejaba usaba enormes lentes oscuros y una mascada cubría su cabello.
Mientras Regina ocupaba el asiento del copiloto y acomodaba su mochila y la radio entre sus piernas, comenzó a sonar “Como la Flor” en la radio del coche. La niña recordó aquella tarde en la que Chayo la tomó de las manos y le dio un giro tras otro. Esa vez la canción terminó al sonar el timbre de la secadora y sus carcajadas, que también eran música, flotaron como burbujas por el cuarto de servicio.
Portada de “Una habitación propia”, Virginia Woolf. Editorial Alma, 2023. Ilustración por Gala Pont.
En una de mis escenas favoritas de la literatura mexicana, dos mujeres —la falsa y la traicionada— se encierran en un cuarto impropio para inventar un lenguaje que termina por aterrorizar a un narrador poco fiable —el dueño de la casa— quien busca sentirse acompañado en la posible complicidad de un lector desprevenido y, así, juntos, irrumpir en la habitación y despertar de la pesadilla. Pero esta irrupción no llega, y si, además, quien lee rechaza la invitación del narrador, la pesadilla pronto deviene en risa.
Quizá la escena me gusta por morbosa: no me es difícil imaginar qué hacen esas dos mujeres para divertirse tanto, aunque no tenga acceso a los detalles. O tal vez me atrae porque es fácil imaginarme a mis amigas como la falsa y la traicionada, y aquellos momentos, cada vez más escasos y distantes, en los que nos refugiamos en un cuarto (también impropio: hoteles, la casa de la pareja, la habitación subarrendada, un carro) para reír e inventar formas de comunicarnos que pocos entienden. Es probable que solo me guste porque promueve la imagen de dos mujeres que solo tienen que cerrar la puerta para aterrorizar a un narrador pretencioso.
La escena es una de las pocas en la literatura mexicana donde dos mujeres ríen y no rinden cuentas a nadie. También es una de las muchas donde la consigna feminista del cuarto propio aparece de manera tangencial para afirmar lo que Virginia Woolf escribiera en 1929: para que una mujer escriba se necesitan ciertas condiciones materiales como dinero y un espacio propio. Y amigas, se necesitan amigas, porque al final La cresta de Ilión no es una novela sobre la escritura, sino sobre la amenaza constante de que la producción de las mujeres que escriben tiende a desaparecer sistemáticamente en los resquicios de la historia. Por ello, en la novela se forma una colectiva llamada las emisarias, cuyo objetivo es combatir esta epidemia y, en este caso, rescatar a Amparo Dávila del olvido. Estas mujeres, juntas, dan la impresión de estarse obligando a entrar en un estado de aparición que las vuelva reales otra vez, aunque esto solo ocurra en el escenario que forman ellas mismas.
Desconozco si el ensayo “Con la ventana abierta”, de Gloria Gervitz, publicado en 1985, es el primero en la literatura mexicana en desdibujar la consiga del cuarto propio. Quiero suponer que no, pero si es el más viejo en la genealogía que repaso aquí para pensar las diferentes aproximaciones que las escritoras mexicanas han ensayado sobre el cuarto propio. Gervitz sugiere dos cosas que me parecen productivas: una es la relación del cuarto propio con el miedo y la culpa. Para la autora, hay “una especie de memoria ancestral que permanece” que nos acosa y produce estos afectos que paralizan. No da una respuesta. De hecho, insiste en que en realidad ella está llena de preguntas y no tiene ninguna solución. De ahí, la necesidad de abrir la ventana y orear el espacio.
La segunda cosa es que Gervitz señala que “[p]ara realizar grandes cosas se necesita olvidarse de uno mismo, pero para olvidarse es necesario estar antes convencido de que ya se ha encontrado. Y las mujeres están aún demasiado ocupadas en buscarse”.1 Más de quince años después, en La cresta de Ilión, la falsa y la traicionada logran deshacerse del miedo y la culpa rescatando (o desedimentando diría Rivera Garza)2 la memoria de un pasado (utópico o no), donde el género no es matriz de poder —la falsa le dice constantemente al narrador: “te conozco de cuando eras árbol”,3 quien algunas veces responde tocándose el pene y otras veces la cresta ilíaca—, sino de placer. Si esa memoria ancestral de la que habla Gervitz ya no es permanente, sino solo una pequeña capa de sedimento que el lenguaje tiene la capacidad de reimaginar para espantar el miedo, las mujeres en La cresta… aún están ocupadas en buscarse porque hay una epidemia de desaparecidas.
Para Gervitz “hemos vivido fragmentadas” y “necesitamos tiempo para alcanzarnos”.4 Más de treinta años después, Margo Glantz agrega, en “La querella de las mujeres”, que es necesario disponer del propio cuerpo para poder escribir. No dice si este cuerpo es armonioso, pero la idea de hacer del cuerpo algo propio supone cierto grado de cohesión. ¿Será que nos hemos alcanzado? Para aludir a la cuestión del cuerpo propio, Glantz cita a Alice Walker, escritora afroamericana, quien a su vez se preguntaba qué hacer con Phillis Wheatley, una esclava que ni siquiera se poseía a sí misma y que de haber sido blanca, habría sido fácilmente considerada una intelectual superior en su tiempo. La cita de Walker le sirve a Glantz para repetir la pregunta: “¿pueden hoy todas las mujeres del mundo disponer de su propio cuerpo?”.5 El problema radica en que Glantz borra, accidentalmente o no, la materialidad del cuerpo en la que insiste Walker, en un intento —a mi juicio, fallido— por compensar la fragmentación de la que habla Gervitz. Sin embargo, al despojar al cuerpo de su materialidad, este se desintegra. Habría que aclarar que la insistencia en lo material no supone olvidar la identidad performática —el narrador de La cresta… constantemente busca respuestas en su cuerpo, pero la materia orgánica no determina su género —. Más bien, se trata de insistir en que, si bien la identidad es algo que se hace a través de actos repetidos y performáticos, y no algo que se es, para ese quehacer lo material del cuerpo importa.
Publicado un año antes que el ensayo de Glantz, en “Feminismo sin cuarto propio” (2020), Dahlia de la Cerda sugiere que desde la fragmentación se teoriza de una forma mucho más compleja. Para esta autora, la consigna de Woolf significa privilegios “de clase y raza y epistémicos” y por ello propone teorizar desde los zulos. Un zulo es un agujero que sirve para muchas cosas y no solo es un espacio de escritura. Tampoco es un lugar limitado ni fijo: puede ser la paca en un domingo, la banqueta afuera del mercado, el comedor compartido en una casa. Para de la Cerda, el problema de teorizar desde el feminismo de los cuartos propios es que este tiende a insistir en que la respuesta está en que todas nos unamos en torno a la opresión de tener vulva, invisibilizando las diferencias que marcan otros cuerpos, especialmente aquellos atravesados por la raza, la clase y la educación.
Alejándose un poco del marco tradicional de las identidades como eje central para repensar el concepto del cuarto propio, Karen Villeda y Cristina Rivera Garza proponen pensar la habitación como un lugar impropio. Publicado en el 2018 como parte de la antología Tsunami, editada por Gabriela Jauregui, en “La primera persona del plural”, Rivera Garza señala que el cuarto propio no existe, ya que, en realidad, se trata de una habitación de todas: “un espacio y tiempo vueltos posibles gracias a la intervención de otros, de muchos más, en nuestro entorno”.6 Para escribir, no solo necesitamos a nuestras amigas, sino también a toda una comunidad que, de manera colectiva, influye y facilita la creación de espacios creativos. Además, Rivera Garza sugiere que la importancia vital y política del cuerpo es lo que une a los diferentes feminismos, pero aclara que este cuerpo es, en todo caso, siempre colectivo. Al cerrar su ensayo, cita a Sara Ahmed, quien afirma que vivir una vida feminista implica cuestionarlo todo. Y entonces, ¿cuándo descansa el cuerpo de la feminista?, pregunta Rivera Garza. La autora tampoco ofrece una respuesta clara, pero sí plantea que el acompañamiento mutuo podría ser una forma de descanso. En fin, el cuarto impropio es una comunidad “dispersa” y “ocasional”,7 un lugar efímero de cuidados, que se forma para resistir condiciones y ambientes pocos favorables.
Más que teorizar sobre la habitación impropia, Karen Villeda escribe tres ensayos que se intercambian con ilustraciones de María Magaña y pequeñas estampas que sirven como preludio a los textos más largos.8 Villeda escribe sobre Leonora Carrington, Virginia Woolf y Norah Borges. En el caso de Carrington, realiza una revisión de sus cuentos; con Woolf, examina la noción del cuarto propio en relación con el fascismo; y con Borges, genera una reflexión sobre la vanguardia y la invisibilización de la participación de las mujeres. Tres ejercicios de acompañamiento que invitan al lector a crear su propia lista de escritoras que lo acompañan. A la manera de Sara Ahmed con sus kits de supervivencia feminista, para Villeda, la habitación impropia puede ser una biblioteca, que te acompaña y te abraza. Finalmente, para Olivia Teroba, el cuarto propio es simplemente un lugar seguro, un apoyo desde donde se pueda sostener la escritura.9
Si bien Diana del Ángel no parte explícitamente de Virginia Woolf, como sí lo hacen las demás autoras aquí citadas,10 sí propone una metáfora que, inevitablemente, replantea la consigna del cuarto propio: “hacer(nos) casita”.11 Esta metáfora, que surge de la costumbre entre mujeres de cubrirse mutuamente cuando vamos a hacer pipí en espacios públicos, es una manera de plantear la negociación que ocurre en espacios marcados por la diferencia. Del Ángel sugiere la importancia de encontrar un mínimo en común haciendo eco de las ideas de Gabriela Damián Miravete: “la puesta en marcha de un lenguaje distinto para nombrarnos y nombrar nuestras historias.”12 El hacer(nos) casita es un “gesto de acuerpamiento” espontáneo que convoca a las mujeres a juntarse y cuidarse en situaciones de peligro. Es un lugar seguro situado en la praxis de “encontrar un nos(otras) donde quepamos todas”.13 El paréntesis, en este sentido, puede leerse como una referencia a lo material de la diferencia, a ese otras que también es un nos(otras) pero sin un cuarto propio que (nos)contenga. Desde la primavera violeta, han surgido muchas maneras de hacer(nos) casita para poder alcanzarnos, que modifican cómo escribimos y para qué lo hacemos. Creo que si hay algo que agregar a la conversación es que se está poniendo en marcha una forma distinta de escribir y compartir lo que se escribe, que a su vez está creando espacios que necesitan ser pensados desde la genealogía teórica del cuarto propio. Pienso específicamente en la red de librerías independientes y feministas que en los últimos años se ha posicionado como un lugar seguro, una forma colectiva de acuerpar a quienes escriben y leen. Mientras muchas librerías cierran sus puertas porque vender libros nunca ha sido un negocio, estos espacios se mantienen, en parte, por un esfuerzo colectivo que incluye a quienes escriben, editan, distribuyen, enseñan y leen libros. Lugares como U-tópicas en la Ciudad de México, El traspatio en Morelia, o La meiga en Mérida, son escenarios conectados donde se teoriza y se pone en práctica, desde una posición feminista, la creación de un lugar seguro para que sigamos escribiendo, leyendo y construyendo nuevas maneras de acuerparnos. Quizá ya es tiempo de pensar no en un cuarto o un zulo, sino en ese hacer(nos), en las emisarias que construyen escenarios conectados para volvernos reales y hacer(nos) casita.
Susan Fenimore Cooper, circa 1855. Fotografiada por W.G. Smith. Imagen de dominio público
La primavera está en el aire, en la luz y en el cielo.
Susan Fenimore Cooper
Hace algunos años, en un pequeño curso sobre la literatura de la naturaleza escrita por mujeres, debatí con las participantes el propósito del Nature Writing. ¿Nos alecciona? ¿Provoca una reflexión? ¿Denuncia? ¿Describe el entorno al máximo detalle? No creo que exista una respuesta unívoca a cualquiera de estas preguntas, debido a que están formuladas de manera algo tramposa. Además, en los últimos años, la literatura no ha sido inmune a las cada vez más intensas manifestaciones del Antropoceno, con todo lo que aquello conlleva para el género humano y para la biosfera, complejizando todavía más nuestra relación con el entorno. Nos vemos batallando contra la ansiedad climática, culpando a nuestros antepasados y coetáneos por igual, esquivando responsabilidades y colapsando ante la magnitud y la abstracción de la espada de Damocles climática.
En 1850, la editorial neoyorkina Putnam sacó a la luz el libro que hoy en día se considera la primera manifestación de la literatura de la naturaleza: el diario Rural Hours, firmado simplemente “by a Lady”. Su autora, Susan Fenimore Cooper, al margen de los círculos trascendentalistas de Concord, realizó un innovador acercamiento a lo que posteriormente se convertiría en el sello distintivo de la literatura norteamericana: el Nature Writing, popularizado y consagrado por figuras como Henry David Thoreau, John Muir, Mary Austin o Aldo Leopold, entre otros y otras. Fenimore Cooper registró a lo largo de 1848, y de manera minuciosa, todos los fenómenos naturales ocurridos en su pueblo, Cooperstown, situado al norte del estado de Nueva York. Su escritura —diarística, enciclopédica, erudita, divertida, espiritual y, sobre todo, esmerada— trasciende lo personal, envolviendo en su mirada a la comunidad de los seres.
Planteo entonces algunas preguntas menos tramposas que las referidas al inicio: ante la avalancha de la ecoliteratura que versa sobre nuestros problemas actuales, ¿para qué volver al siglo XIX? ¿Qué nos aporta hoy en día una obra publicada hace 175 años? ¿A qué prestar atención en la lectura tan detallada de los lugares que posiblemente ni conocemos? La respuesta a todas estas cuestiones es la misma: la lentitud. La lectura de Susan Fenimore Cooper, más allá de los asuntos que siempre rodean su figura —¿fue o no fue la inspiración para Walden? ¿Qué hubiera sido de ella de no haber tenido un padre famoso? ¿Por qué razones no alcanzó tanta notoriedad como su coetáneo Thoreau?— supone una crónica de una muerte —ambiental— anunciada: una arqueología del desastre por venir. Sin embargo, la antes mencionada lentitud y la mirada honda de la autora también permiten indagar en el asombro que puede, y debe, producir la inmersión en el mundo natural.
Fenimore Cooper, docta en ciencias naturales, no presume de sus conocimientos ni abruma con tecnicismos, más bien se acerca al mundo circundante con una enorme ternura y curiosidad. Los protagonistas de sus observaciones, sean del reino Plantae o del reino Animalia, siempre cuentan con una cierta “personalidad”: los zorzales “son unas criaturas honradas y sencillas, que corretean por parcelas de pasto y caminos cerca de nuestras casas, por lo que en todas partes se las considera amigas” (37); las golondrinas comunes se nos muestran como “unas criaturas muy hacendosas, animadas y de temperamento alegre” (76), ajenas a las trifulcas y ejemplo de convivencia para los seres humanos, mientras que el arce azucarero, más allá de la utilidad de su savia, gracias a sus flores verdes adquiere una “personalidad agradable” (83). Fenimore Cooper, hasta cierto punto, ve en la naturaleza un reflejo o un ejemplo para el género humano. No es casual que acaparen su atención sobre todo las especies que habitan las inmediaciones del pueblo y que la gran parte de su reflexión se centre en las interacciones o las influencias sobre ellas.
La huella distintiva de la escritura de Fenimore Cooper, y su aportación a las ciencias naturales, es la atención que presta a las hoy denominadas “especies invasoras”. Antes de que fueran acuñados este término y el de “biosfera antropocena”, la autora no deja de dedicarles amplios espacios en su obra a las especies de aves y de plantas que expulsan a las nativas de sus territorios habituales. Las que llama las “malas hierbas” son merecedoras de este calificativo independientemente de su aspecto bello o poco agraciado; lo que destaca Fenimore Cooper es la molestia que causan al desplazar a las especies americanas e identifica claramente la mano humana en dicho proceso: “Ciertas plantas de esta naturaleza —el lampazo, el cardo, la ortiga, etcétera— son conocidas por adherirse más especialmente al camino del hombre” (133). Defensora de los ecosistemas —veinte años antes de que el biólogo alemán Ernst Haeckel acuñara el término “ecología”—, percibe en las especies foráneas una amenaza y también la inevitable consecuencia de la globalización.
Esta atención prestada a las “malas hierbas” no le pasó desapercibida a Charles Darwin. En una carta dirigida al botánico estadounidense Asa Gray, fechada de 6 de noviembre de 1862, el científico escribe:
Hablando de libros, estoy leyendo uno que me agrada, aunque es un libro muy inocente, a saber, “El diario naturalista de la señorita Cooper”. ¿Quién es ella? Parece una mujer muy inteligente y da un relato excelente de la batalla entre nuestras y sus malas hierbas. ¿No les hiere su orgullo yanqui que los azotemos tan confusamente? (Darwin, párrafo 2).
Darwin, a pesar de considerar algo “inocentona” la escritura de Cooper, reconoce el mérito de su observación naturalista y alude a ella en otras cartas al mismo destinatario, en febrero de 1862 y en enero de 1864. Además, en su primera carta, elogia indirectamente el estilo y la plasticidad del lenguaje de la autora: “El Libro ofrece una imagen extremadamente hermosa de uno de sus pueblos; pero veo que su otoño, aunque mucho más hermoso que el nuestro, llega antes, y eso es un consuelo.” (párrafo 2).
Siguiendo el mismo hilo de los cambios observados en los ecosistemas cercanos a la autora, nos podemos aventurar a constatar que Fenimore Cooper ya describe los primeros síntomas del cambio climático. El 23 de marzo anota:
Existe una cierta leyenda extendida por el pueblo según la cual el clima ha experimentado un cierto cambio desde la llegada de los primeros colonos: cuentan que las primaveras se han hecho más inciertas y los veranos, menos cálidos; eso dicen las personas mayores que conocen el lugar desde hace cuarenta años (31).
Aunque posteriormente pone en cuestión estas suposiciones, no sería exagerado pensar que desde la primera década del siglo XIX hasta la fecha en la que Cooper recoge las palabras de sus vecinos, la revolución industrial y especialmente el desarrollo de los ferrocarriles y de la industria en la costa este harían sus estragos en el clima y se volverían visibles para la agricultura.
Al mismo tiempo, la autora pone de manifiesto de manera bastante explícita otros fenómenos nocivos para los ecosistemas: la tala de árboles y la caza excesiva. El 27 de marzo Cooper observa una bandada de palomas silvestres (Ectopistes migratorius) y dice: “esta primavera tenemos solo unas pocas” (33). De nuevo, la crónica del ecocidio que se avecina. En comparación con las temporadas anteriores, “los números que vimos entonces no fueron nada en comparación con la multitud que visitaba el valle todos los años en su historia más temprana” (34). Considerada como un alimento y materia prima de los piensos para los animales de granja, esta especie de paloma fue sometida a una caza intensa a lo largo de todo el siglo XIX. Tan solo cincuenta años desde la publicación del Diario rural,la última paloma migratoria fue abatida en Ohio, mientras que el último ejemplar en cautividad falleció en 1914.
A Fenimore Cooper tampoco se le escapa la paulatina tala de árboles en las inmediaciones del pueblo y, aunque sea una constante en sus diarios, la entrada del 11 de marzo refleja la honda impresión que deja la desaparición de los pinos:
Nos aguardaba una buena decepción: durante el invierno, y sin nosotros saberlo, habían talado varios pinos nobles y antiguos por los que sentíamos mucho aprecio1; unos tocones horrendos y montones de astillas eran lo único que quedaba donde antes esos hermosos árboles habían agitado durante tanto tiempo sus perennes brazos. La tala de estos ejemplares parece haber modificado considerablemente el carácter de los campos vecinos, y es que con frecuencia ocurre que un solo grupo de árboles tiene el poder de alterar el aspecto general de hectáreas de tierras circundantes (27-28).
De la cita anterior, al margen de la clara acusación de la desaparición sibilina de los árboles, rescato el componente emotivo de la entrada, trasversal en la obra de la autora, si no en todo Nature Writing. En el prefacio, Fenimore Cooper justifica sus “numerosas y nimias observaciones sobre asuntos del campo, que a posteriori se rememoran placenteramente junto al fuego, y se comparten quizá, de buena gana, con amigos” (17). He aquí la clave de la escritura de la naturaleza: la observación, la atención, el apego y la comunidad. No sabemos quién acompaña a la autora en sus numerosos paseos y quiénes son estos amigos que comparten con ella los hallazgos naturales, pero lo que sí podemos descubrir en su escritura es una perspectiva sobre la comunidad biocéntrica e incluyente. No es casual su calificación de las familias de animales y de plantas como “tribus”, la consideración del regreso del zorzal en primavera como motivo de “contento para toda la comunidad” o su rebelión contra los usos populares de algunos nombres de plantas como ofensivas para ellas:
Algunas personas la llaman [la flor de estrella (Trientalis americana)] pamplina de canario, nombre que supone un insulto para la planta, y para el sentido común de toda la comunidad; y es que se trata de una de las flores del bosque más refinadas, nada en absoluto que ver con las pamplinas, ni con los canarios (107).
Antropomorfizaciones aparte, las cuales abundan en la escritura de Fenimore Cooper, sobre todo las referentes a las aves, es notoria la actitud de cariño —sí, ¿por qué no usar esta palabra al hablar del entorno natural?— y de agradecimiento por las oportunidades de deambular por los entornos del pueblo. La autora elige caminar, caminar y caminar. Se dirige a los lugares conocidos y apreciados —el lago se vislumbra como uno de sus parajes favoritos, a veces tan impresionante como una obra de arte, a veces brumoso y lejano—, pero no se aburre de los caminos, se desvía y busca en cada paseo una novedad o una reafirmación de la armonía.
Siempre que leo pasajes como este: “El verdor se ha acentuado varias tonalidades durante las últimas veinticuatro horas; todos los árboles muestran ahora el toque de la primavera, salvo robinias y zumaques” (89), siento cierta perplejidad y una especie de envidia. No se trata de un anhelo —absolutamente injustificado— por los tiempos pasados o un deseo de meterme en una cabaña en el bosque al estilo de Thoreau, sino de la posibilidad de evadir la sobreestimulación sensorial ineludible de la Ciudad de México —la escritura de estas páginas se ve acompañada por el Bésame mucho sempiterno y cansino, las ambulancias y los cláxones que solamente demuestran el pésimo manejo del autocontrol y la autoestima—. El diario de Fenimore Cooper está impregnado de la humildad biosférica y de la habilidad para sentipensar que permite no solamente agudizar la mirada cuando es necesario, sino procesar y valorar las experiencias sin distracciones para, posteriormente, verterlas en las páginas con toda su riqueza de tonalidades y detalles.
Por todo ello, la experiencia de la lectura de Nature Writing, por lo menos la mía en particular, puede llegar a presentarse como un proceso paradójico. Leer la ecoliteratura en el camión con dirección a Santa Fe. Leer los diarios de la naturaleza contra los retos lectores, contra la cantidad de lecturas y las medallitas que nos colgamos al final de cada año y que exibimos en nuestras redes sociales. Leer acerca de los cambios estacionales cuando estos casi ya no existen. Leer y googlear cómo es un pájaro gato, un camachuelo purpúreo, ampelis americano o un pibí oriental, o cómo son las hojas y las flores del aro dragón o del trilio granate. Leer y pensar en nuestra propia alfabetización ecológica.
Uno de los días más radiantes referidos por Fenimore Cooper es el 9 de mayo. Ya en plena primavera, la autora y sus acompañantes se encuentran con un auténtico festín para cualquier aficionado a la ornitología: golondrinas, mosqueros, zorzales robín, azulejos orientales, jilgueros, gorriones, gavilanes, pescadores martín, reyezuelos y carboneros, todos ellos revoloteando cerca de un riachuelo. Sin embargo, lo que acapara casi toda la entrada del diario son unos “hermosos forasteros”: unas avecillas desconocidas por la autora que se posan y vuelan entre los arces rojos. Ante tal sorpresa escribe: “Estábamos de lo más ansiosos por descubrir de qué ave se trataba, ya que en esas circunstancias, resulta mortificador no ser capaz de dilucidar la cuestión” (87). La observación se hace con detenimiento, curiosidad, ternura y humor. Finalmente,
una tercera vez, alzó el vuelo, y tras pasar cerca de nosotros lo más rápido posible, sin duda palpitándole extraordinariamente el corazón por la osadía de su hazaña, logró al final cruzar el puente, y pronto lo perdimos de vista entre los arbustos de la ribera (88).
La autora llega a la conclusión de que puede tratarse de una reinita palmera, aunque no descarta que fuera otro pájaro, pero ante todo en sus páginas registra cada movimiento, por pequeño que fuera, de los pajaritos y sus interacciones con ella. La sorpresa realmente grata de ver un ave nueva, el deseo del conocimiento y el placer de la observación rezuman de las páginas del diario.
La actitud de Fenimore Cooper ante el mundo circundante, según la terminología muy posterior a su obra, se podría calificar como biofílica: activamente busca la naturaleza, se envuelve en sus ritmos y la entiende. Como creyente, la autora teje entre las páginas de su diario un discurso de agradecimiento por la naturaleza como consuelo ante la maldad del mundo y duda de que el género humano haya merecido tanta bondad reflejada en la hermosura de la naturaleza. ¿Sería esta la parte que Darwin calificó como “inocentona”? Sea como fuere, en Diario rural confluyen la trascendencia, la ciencia y la tranquilidad, así como una mirada atenta y tierna que, al fin y al cabo, pone entre las manos del público lector desde hace más del siglo y medio una obra holística y reflexiva.
Nunca he ido ni seguramente vaya a Cooperstown y no creo que conozca sus bosques —o lo que queda de ellos—, pero seguiré desafiando el tiempo y la realidad que me rodean con lecturas en las que las palomas migratorias siguen surcando los cielos, donde la belleza del mundo natural y la tranquilidad no son mercadotecnia de la renovación espiritual barata, y donde el tiempo no se mide en semestres y depósitos, sino en hojas que crecen y se marchitan. Espero haber respondido a las preguntas tramposas.
Hace un momento, mientras cenábamos, mamá me arrojó su sopa a la cara. La cena caliente que el médico sugirió darle antes de dormir. No alcancé a ver su rostro al hacerlo, ni la velocidad con que salió de la cocina; solo una mancha de caldo naranja, atravesando la mesa como un chorro de pintura que cubría mi ojo izquierdo.
Luego, ceguera color de sopa, de consomate y pollo desmenuzado, fundiéndome el párpado y las pestañas. Caí al suelo, y a la par de mis gritos escuché que se golpeó con la esquina de la mesa. Imaginé a mi madre en medio del bosque, golpeando la maleza a su paso, esquivando el fango, huyendo de una bestia furiosa en su cueva húmeda, o, más exactamente, en el piso de la cocina. ¡Mamá, no te salgas!, le grité, y a gatas busqué el trapo que suelo colgar en el respaldo de la silla. Quería presionarme el rostro, pero solo acrecentaba el dolor. El caldo asentándose en mis poros, resbalando en mis mejillas, por el cuello, ¿mamá, estás ahí?
Tomé el trapo y lo enjuagué con agua fría. Todo borroso.
Seguramente así se siente un latigazo en la cara.
Extendí torpemente el trapo y lo llevé al lado del rostro que sentí desmoronarse. La puerta de la entrada azotaba, una y otra vez, el muro que tenía tras de ella.
¡Auxilio, me tienen secuestrada!, me pareció escuchar al fondo de la calle.
De pie junto al fregadero, sofocada por el paño frío, intuí que mamá había doblado la esquina. Cada vez me parecían más lejanos sus gritos suplicando por ayuda.
El teléfono sonó: doña Tere, de seguro, qué haría yo sin ella. Si no fuera por esa metiche mi mamá viviría extraviada.
—¿Doña Tere, es usted?
—Sí, mija —respondió alterada.
Había encontrado a mamá a un lado de los rosales. Me contó que a pesar de advertirle sobre las espinas, mamá se lanzó hacia atrás, muy segura de sí misma, que ni el impacto lacerante de los tallos evitó que retrocediera.
Al llegar al jardín de doña Tere, sosteniendo el trapo húmedo sobre mi cara, dejando visible el ojo menos lastimado, vi a mi madre dando vueltas sobre los rosales. Me pareció una niña que jugaba sobre la arena. Desde el suelo me observó curiosa, preguntó mi nombre; de pronto, no era más su secuestradora. Le extendí la mano y preguntó otra vez por mí. Contesté tranquila, tal como respondo a los extraños que me preguntan la hora.
—Soy Estefanía, mamá, soy su hija.
Mi único error fue darle un plato de sopa. Hace unos días me arrojó un baguette; otro, una cuchara llena de mayonesa. Me di el lujo de olvidar sus costumbres a la hora de comer. Imaginé por un segundo que esta vida no era mía, o que mamá ya no era mi mamá.
Todas las noches me las paso en vela esperando a que cierre los ojos, pero a los pocos minutos se inclina de nuevo hacia arriba, replicando que ya es hora de comer o de tomar sus medicamentos.
La he visto frente a la estufa, frente al ropero o la taza del baño, observando fijamente al vacío. Otras veces, desorientada, convencida de que existe una afanosa rutina de pasos que tendría que seguir pero no puede recordar.
Cuando la veo dormir, pienso en una choza vacía, destartalada, sin luz.
Hay solo una velita que la alumbra toda.
Los cuartos de mamá, esos que tiene en su cabeza, se van quedando a oscuras. Me imagino cajas sucias y maltrechas, apiladas en un rincón. A veces, me sueño hurgando en cada una: soy una niña y llevó un vestido que una vez le vi a mi prima. Meto medio cuerpo a la caja, hasta el punto de que mis piernas quedan en vertical. En el fondo de la caja están los libros que mi madre me leía, sus zapatos preferidos, sus guantes de poliéster que usaba a la hora de cortar la hierba o cambiar unas flores de maceta.
También me he soñado su uniforme de cajera. Mamá siempre lo vio como un traje desteñido y triste, por eso se compró varias mascadas que hacían juego con su saco: amarillas, rosas, azules. Las tiento en el fondo de la caja junto a todo lo demás. Sus peinetas, su cosmetiquera repleta de labiales caducos, mis zapatos de bautismo guardados en una bolsa de tul.
Concebir su mente de luces fundidas me perturba. Me hace pensar que realmente ya no tiene nada adentro, que le hablo a algún fantasma o a una cáscara de nuez. Solo a veces, sin embargo, pareciera que los voltios le vuelven, o como si de pronto esa vela se volviera una inmensa fogata que comienza a alumbrar el resto de su choza. Entonces, me mira, y empieza a hablar de cómo deben cortarse las flores, de sus años de colegio, de una niña que la odiaba y otra que era su mejor amiga. Me habla de peleas entre ella y mi padrino de chiquitos, de los gritos de la abuela, de las fichas de botella en las rodillas y en los codos de los dos, de manazos y coscorrones.
Me cuenta de su empleo en la central, con apenas quince años y también como cajera.
Allí conoció a papá, era trailero. Diariamente transportaba material de construcción del negocio que recién comenzaba su familia en Monterrey. A veces sus corridas lo llevaban a Saltillo o a San Luis, a veces, a Reynosa. Esas temporadas solo hablaban por teléfono. La vida de papá en carretera era un triángulo, iba y venía como bola de ping pong, y algunas veces demoraba varios días en volver a Monterrey.
Puede ser que de ese juego de tenerlo algunas veces y otras no, mamá terminara por quererlo de esa forma tan intensa, tan extraña; que aceptara embarazarse, que acordara no salir con nadie más en esas temporadas que papá estuviera fuera.
Junto al fuego de papá, mi madre me confía otras cosas, a veces me las grita o me las cuenta como niña inquieta. Entre risas me relata aquella vez que condujo en carretera hasta Reynosa, sola y sin un mapa. De camino reprodujo por lo menos veinte veces su disco favorito de Pandora. También me dice que, al morir, esta casa será mía. Mía y de Pedro. Pedro fue mi novio en secundaria y hace años que no sé nada de él. En los años posteriores salí con más personas, pero ella no las puede recordar. Eso pasa con mamá, sus recuerdos más antiguos se mantienen casi intactos; los más nuevos, en cambio, se deshacen como polvo.
Es por eso que se calla de la nada, el fuego de su choza se consume sin aviso y de pronto todo oscuro. Mi madre, otra vez, viviendo con tan solo una velita que le alumbra la cabeza. Todo olvidado de nuevo, arrumbado en cajas imaginarias.
Le sacudí las rosas del vestido y la tomé del brazo. La conduje a la casa. Todo a una mano, pues la otra sostenía el paño húmedo en mi cara. Moría de ganas por mojarlo nuevamente, o mejor hundir mi rostro en una tina de agua fría. Algunos vecinos se salieron de sus casas, murmuraban “¿y ahora qué le hizo?”, “pobre mujer, ¿estás bien?”, y de pronto mi mamá reía.
—¡Ya quítate esa cosa de la cara!, ya es de noche, ¡y no hay sol!
Llegamos a la casa, y como un niño que ha jugado todo el día, mi mamá se fue directo a la cama. No hablamos ni me dio las buenas noches, no me preguntó si quiera el porqué de mi llanto. Aproveché el tiempo libre y busqué mi botiquín de primeros auxilios. Lo vacíe en el piso del pasillo, justo afuera de su cuarto. Comencé a repasar las etiquetas de cajitas de pastillas y de ungüentos, terminé por embarrarme una crema transparente con olor a vaselina descompuesta. La apliqué por todo el rostro con mi mano temblorosa, coloqué un par de gasas sobre el ojo izquierdo y cubrí una parte de mi pómulo y mi frente.
Con mi ojo, el derecho, me he puesto a vigilar a mi mamá. No he mirado nada más en una hora.
A ratitos se da vueltas, hace bola sus almohadas. En momentos como este me pregunto si también se habrá olvidado sobre cómo hay que dormir.
De la nada, arroja las cobijas, se pone de pie. Gira varias veces sobre sí como un fantasma que ha perdido el rumbo.
—Tenemos que ir, Fanicita —me dice angustiada, cadavérica—, vamos allá, al terrenito, hay que echarle agua a las matas, a los rosales.
Pero acabada su frase el corredor desaparece, desaparece el techo, los muros, y estamos las dos juntas en la entrada de nuestro terrenito, el día que mi madre firmó las escrituras. La veía desde abajo, pescada de su mano sudorosa. Y a pesar de las sombras de los árboles podía contemplarla por completo. Su rostro era feliz, como de niña. Llevaba varios meses sin hablar de mi papá. Sin traerlo a colación a cada instante.
El terrenito, como le llamábamos, era una extensión minúscula de tierra entre dos casas igual de pequeñas. Estaba en Apodaca. Esa Apodaca vacía, una nada de kilómetros y kilómetros, muy pequeña para ser una ciudad. O al menos no lo parecía. Había pocos semáforos y varias calles sin pavimentar. No tenía restaurantes, ni cines, ni cafés. Pero no nos importaba. Incluso repleto de escombros y basura, mi madre siempre supo que el terreno, así de chiquitito, era lo mejor que había tenido en mucho tiempo. Lo que ambas habíamos tenido en mucho tiempo.
Primero, me aclaró, tenía que limpiarse. Mantendríamos en pie el árbol de la entrada. Mamá se imaginó una casa acogedora, con grandes ventanales que atrajeran la luz de la mañana. Y claro, un extenso jardín en la parte de atrás, porque allí, según dijo, había buena tierra.
Meses después, mandamos levantar la barda, protegimos el terreno de gatos y coyotes y de pronto el césped nuevo comenzó a nacer. Se extendió por todo el suelo y, en medio del jardín, mi mamá plantó rosales. Prendieron de volada. A principios de marzo, nunca antes o después, debíamos podarlos con cuidado.
—En diagonal, mi Fanicita —me insistía—, ¿o quieres que el agua se estanque en la herida del tallo?
A veces me excusaba torpemente, le explicaba que no podía cortarlos porque el sol me molestaba.
—Entonces ponte esto —me decía. Me ponía sobre el rostro su trapito del sudor—. No busques pretextos, Fanicita, corta bien las flores.
Hasta el día de hoy no logro entender cómo una empleada bancaria pudo mantener dos propiedades (nuestro terreno y una casa a una hora de distancia que mi padre nos había dejado), pero lo cierto es que cada adquisición para el terreno traía consigo un nuevo préstamo, nuevas deudas por pagar, más visitas a la casa de mi tío Daniel, que en aquel entonces comenzaba a prosperar en el negocio de la compra y venta de carros usados.
Cuando cumplí los doce, y exprimiendo al máximo sus poquísimos ahorros, mamá levantó los primeros muros. Nunca imaginamos que un cuartucho en obra negra podía provocarnos tanta satisfacción. Sus ventanas carecían de marcos al igual que su única puerta, y el piso descuidado asentaba tanta tierra como un desierto color gris.
Algunas veces, mientras regaba las plantas con la manguera, me entretenía contando los blocks de la construcción: 373. Ni más, ni menos. Imaginaba qué otras formas podía tener nuestra casa con la misma cantidad de blocks. Y si no me gustaba el resultado, comenzaba de nuevo. Jugué a eso muchas veces.
Y el cuarto. El cuarto, en sí, nunca pudo llamarse cuarto. Situado al fondo, pusimos una taza de baño cercada con tablas que dejaron los albañiles. No era mucho, pero se usaba dignamente cuando hacíamos pequeños días de campo junto a la familia de mamá.
Mi tío nos llevaba varias tapas de carne, cervezas e incluso varios juegos de sillas de jardín para ahorrarnos la vergüenza de pedir que se sentaran en el césped o en las tinas. Alguna vez me pareció que presumía. Mis primos lo jalaban de los brazos cuando estaban aburridos o también se columpiaban en sus piernas.
Me invitaban a jugar con ellos sobre la pick up de mi tío, que usualmente estacionaba justo en frente del terreno. Saltábamos sobre la caja de carga y hacíamos crujir el acero que la protegía. Julieta, mi prima un par de años menor, se bajaba de inmediato si veía que salía su papá. Una de tantas veces le lanzó un puchero y él la sacó de allí, como de costumbre, sujetada en un abrazo.
La llevó de nuevo adentro, y ella me observó sonriente. Por encima del hombro de mi tío me alzó sus cejas rubias y engreídas. Me enfadé muchísimo. Le sostuve la mirada hasta que ambos se perdieron en las sombras del jardín. Me sentí un poco tonta. ¿Por qué me enfadaba así? En ese entonces ya me había convencido de que nada era mejor que 373 blocks apilados. Nada mejor que el polvo gris que suavizaba el suelo del cuartucho. Y también nada mejor que aquel jardín. Toda la familia, incluido el tío Daniel, chuleaban los rosales, nuestro cuarto incompleto, toda la estructura que, ya lo rumoraban, iba que corría para ser una casita de verdad.
Nadie vio lo que venía.
Todos ignoramos que los guantes de jardín de mi mamá estaban sepultados bajo el lodo. Sus discos de Pandora en la hielera. Su mirada atravesándome en silencio a la hora de comer la carne asada.
Yo también lo ignoré en algún momento. Incluso me reí junto a mis tíos y mis primos. Pero es que allá cada cosa me gustaba: la hierba mala del jardín, la buena de los rosales. Las manos repletas de cadillos y de espinas, hasta el trapo de mamá que me cubría todo el rostro bajo el sol. El constante aroma a cemento. Nuestro eterno piso inconcluso.
Por eso fue tan duro venderlo.
Una cajera bancaria no puede mantener dos propiedades, mucho menos si está desempleada. Mucho menos si recibe una miseria del gobierno cada mes.
Jubilaron a mi madre a sus cincuenta años. Sus errores al vestirse, por ejemplo, ya auguraban el desastre de ese día en el trabajo.
Todo comenzó con las mascadas. Primero, olvidadas en su cama, hechas bola en los bolsillos de su saco, amarradas a su oreja, hirviendo en la tetera justo al borde de un incendio. Su cara despintada, pálida. Su pelo por adentro de la blusa. La clave para entrar a su trabajo que tuvieron que cambiarle cuatro veces. Y finalmente, un traspaso de ochocientos pesos al que mi madre le sumó tres ceros más.
Acababa de cumplir mis veinte años cuando supe que mi madre estaba enferma para siempre. Luego de varios exámenes, comenzaron sus consultas. Me pidieron invertir su tiempo en ejercicios de atención cognitiva y memoria. Mamá no quiso nada. Alegaba, entre sollozos, que el terrenito ya estaba condenado. Su hermano no sabía sobre flores, sobre tierra, sobre nada de esas cosas.
—¿Lo notaste, Fanicita? —me dijo alguna vez saliendo de consulta—¿que siempre sé muy bien el camino al terrenito? Ese nunca se me olvida, ¿verdad, Fanicita?, ¿lo has notado?
—Sí, mamá, claro que sí.
—Es algo natural en mí, Fanicita —comenzó a explicar mientras buscaba su pañuelo entre la ropa—. ¿Te he contado de esa vez fui solita a Matamoros a ver a tu papá?
—No, mamá, no me has contado —le dije fingiendo interés— pero ahorita me platicas, ¿sí?
Desde entonces, el llanto de mamá se escuchaba en todas partes. Mientras le daba un baño o la hora de cenar. Mi tío Daniel nos dijo que el terreno quedaba en buenas manos, que tenía grandes planes para él. Por muchos años no volvimos a sacar el tema. Excepto aquellas veces que la mente de mi madre se encendía como un foco.
Casualmente, hablaba del terreno, y a los pocos minutos también de mi papá. Cuando cumplí los ocho años, papá nos dejó de ver. Para entonces dirigía los traslados del negocio familiar, administraba un almacén y algunas ferreterías fuera de Monterrey. Recuerdo que papá era moreno, grande, con su pelo permanentemente gris por los residuos del cemento y el aspecto anubarrado de los hombres fumadores. De joven, sin embargo, dice mi mamá que era muy flaco y orejón, con los dientes bien blanquitos porque eso de fumar le vendría con el tiempo y el estrés que traen los viajes, la familia y los hijos.
Venía a visitarnos los fines de semana y en cumpleaños; otras veces, de mañana, cuando yo estaba en la escuela. De regreso, podía percibir el olor de sus cigarros en los muebles, en la ropa y en el pelo de mamá. Sus visitas arrasaban nuestra casa como un tráiler que levanta tierra y polvo en la autopista. Jamás le avisaba a mi mamá cuándo vendría nuevamente. Ambas parecíamos racimos empolvados, plantas secas en la espera de algún día ser regadas otra vez.
Mamá conocía bien la angustia de las matas cuando no las riegas.
Con el tiempo me enteré que mi papá, por así decirlo, ya no era mi papá. Mamá me explicó que un señor no puede andar en varias casas, que además andaba malo de su pierna, y que por eso decidió quedarse en una nada más. En una que quedaba “muy muy lejos”, replicó.
—¿Ay, Fanicita, no me digas que jamás te platiqué de tu papá?
—No, mamá, jamás —solía responderle— pero sígale, mamá, sígale.
Un día mi mamá me pidió que me alistara, me dijo que iríamos allá, al terrenito, pues mi tío había planeado una cena para inaugurar la nueva casa de su hijo. No lograba recordar la última vez que manejamos hacia aquel rumbo. Habían pasado años. Incluso antes del incidente del banco, mi madre cancelaba compromisos por tan solo aproximarse a aquella dirección. Pero ese día la vi lúcida, feliz, y no me atreví a negarme.
No quedaba nada de aquel municipio rural, lleno de lomas y campos abandonados, que había conocido en mi niñez. Ahora estaba repleto de centros comerciales, de parques y fraccionamientos. No reconocí ninguna casa, ninguna avenida; por eso, cuando paré el carro, tuve que apoyarme en el gesto de tristeza de mi mamá para saber que por fin habíamos llegado.
Nuestro terreno descuidado ya no existía, era más bien una casa amplia, bonita, que nunca pudimos poseer. Su fachada era blanca y moderna, como las casas de playa de los programas de televisión. Rehicieron la entrada y extendieron un pasillo que daba hasta el jardín. Prolongaron también el cuarto que construimos. Nuestra eterna obra inconclusa. A los 373 blocks que solía enumerar le agregaron muchos más. Era imposible contarlos por encima de su fina capa de yeso y esa pintura blanca que hacía juego con los muebles color beige del recibidor. Escuché a mi tía alegar que su diseñadora de interiores se tardó casi tres meses en traerlos de McAllen. Que al encontrarlos una tarde en el aparador se los pudo imaginar bañados por la luz que nacía del jardín trasero. También imagino a su hijo y a su nuera tomando el desayuno en una inmensa mesa de vidrio, reluciente, adornada en el centro por rosas recién cortadas. Sentí escalofríos.
Abrimos una puerta corrediza y salimos al patio, los rosales seguían igual.
—Acuérdese, comadre —le dijo mamá en voz muy baja—, que los rosales se podan una vez en marzo y otra más en invierno.
Pero nadie la escuchó. Para el resto de los invitados, mamá no era más que una vieja enferma que debías aplacar con una sonrisa. Por eso a mí me gusta escucharla cada vez que puedo, no como aquel día en que nadie la miró ni siquiera inclinando su palma, mostrando el ángulo exacto en el que el tallo de la rosa tiene que ser cortado.
Recuerdo haberla tomado del brazo, decirle “vámonos, no me agrada estar aquí”, y ella obedeció enseguida. Pero al cruzar la puerta corrediza que nos llevaba al interior de la casa, se zafó de mi mano y corrió con dirección a los rosales.
Sus rosales. Nuestros rosales.
Se dejó caer en ellos.
—¡Estefanía —me gritó mi tía— agárrala, qué esperas!
Mi prima y su hermano, junto al resto de la gente, ocultaron sus risas tras fingidos ademanes de preocupación. Yo, no pronuncié palabra alguna. Ese era el momento de mamá. Se estaba restregando en los rosales, se rompía en carcajadas. El único gesto amable que recibió aquella noche fue mi caminar pausado, mi fingido intento por jalarla del vestido y retrasar, lo más que pude, el acto vergonzoso de arrastrarla sobre el pasto húmedo. Mi madre estaba inmóvil, casi muerta, pero con la sonrisa de quien mira un espectáculo de luces.
—Ahí quedó tu mami, Fanicita —sigue recordándome mi tío Daniel cuando llama por teléfono.
—Y yo también quedé, tío —contesto— pues desde entonces no me separo de ella.
La acuesto, la levanto, la siento, la baño. La escucho. Aunque de vez en cuando quisiera ignorar su lucidez, ese breve lapso en que el fuego en su cabeza se enciende e ilumina de nuevo todas sus habitaciones, recordando mi nombre y mi parentesco. Y aunque de pronto estará de nuevo a oscuras, en una choza vacía a punto de derrumbarse, yo seguiré consciente, en mi choza perfectamente alumbrada, amontonando sus cajas y las mías.
El solo pensarlo me llena el cuerpo de pesadez.
La observo justo ahora, a través de un ojo húmedo, rodeada de ungüentos, con su vista de fantasma sobre mí, y me pregunto si una espina no se habrá quedado ahí, en su carne o en su vestido.
¿Le dolerá? ¿O será que el dolor comienza en la memoria? Si es así, a veces yo también quisiera ser una cáscara de nuez.
—Fanicita —me pregunta, arrugando su batita contra el pecho— ¿y si pasamos el domingo allá, en el terrenito? Llevamos yeso para la pared y luego la pintamos.
—No, mamá —le contesto sosteniéndome la gasa— usted necesita estar cómoda y allá no hay muebles, ni sillas, ni un buen baño. Allá no hay nada, mamá.
—Ándale, qué te cuesta —me dice con voz de niña—, los rosales ya han de estar bien muertos.
—Bueno, bueno. Vamos, entonces. Pero cuando se mejore, ¿le parece?
Y ella se queda en silencio. Sonríe cuando digo que ahora mismo iré a llevarle un edredón. Se recuesta, pero lentamente. La cubro hasta la barbilla y asiente a una pregunta que no hice. Ahora solo me preocupa el desayuno de mañana, sobre el piso sucio y pegajoso de la cocina, cuando señale, alarmada, las ámpulas de mi rostro.
*Este cuento apareció originalmente en el libro Mujer con botarga (Editorial An.alfa.beta, 2024).
Habito esta casa llena de humedad: un silencio avanza hasta corroer la pintura. Pago una renta carísima y tengo la menor esperanza de que el casero venga a componer nada. Sumisa, veo crecer las figuras de cal descompuesta. En algún lado leí cómo “el resentimiento es una humedad del alma”, pero no creo que sea igual a las humedades de esta casa. Resentir implica convicción, funciona sin forma o espectáculo, va hacia adentro. Nace desde un contacto con la injusticia y a través del dolor.
Entiendo que suenan falsas las palabras que intentan traducir nuestros rencores. ¿Por qué algunos sentimientos merecen salir al mundo y otros no? ¿Cómo domesticar la rudeza del alma? Hay estados emocionales sombríos por fuera de la cordura, acechamos al otro desde pedanterías que maltratan o licúan la bondad humana. No aplaudo darle paso a lo infame: “cada uno se divierte como puede, y va hacia el diablo por su propio camino”. Eso piensa Hazlitt en su ensayo “El arte de odiar”. Ahí muestra cómo cuesta mucho sostener la alegría porque un estado feliz puede llegar a engañarnos; resentir, en cambio, logra alejarnos de la seducción volátil: sin algo que odiar, perderíamos el veneno del pensamiento. La vida se convertiría en una charca de no sentirse agitada por el choque de intereses contrapuestos y las pasiones desordenadas de los hombres. El bien puro pronto se vuelve insípido, falto de variedad. El dolor es un agridulce que jamás harta.
El resentimiento es una tesitura mucho más honda que la de los celos, la rivalidad o la envidia. Intuyo que mientras florece, vemos el mundo de otra manera, algo pasa y un hongo crece por dentro: aparece en el límite de lo que se puede mostrar, a modo de vuelco en las vísceras. Resentir es enconcharse, tener cascabeles dentro del cráneo y ver crecer las murallas. Hay que encontrar la salida, hurgar la herida purulenta.
El oficio de la escritura es táctico, carece de glamour, igual que el resentimiento. Rodeada de misterios, vive empujando voluntades insatisfechas. En ocasiones, desde un loco afán, es posible dirigir la violencia hacia otras miradas: ladrillo tras ladrillo, armamos espacios chiquitos de algo enorme proclive al derrumbe, pero no importa porque la escritura no es total. Algo puede estar desaliñado o incompleto y aun así ser poderoso. Escribir es ir hacia abajo, hasta el fondo de lo incómodo.
Aunque resulta difícil domesticar la malignidad cuando es inventiva, urge escribir sin pudor sobre moralidades dudosas. En nuestros adentros burbujea un cuerpo primitivo, en desbandada, andamos sin trabas, como aquel animal de caza devuelto a sus instintos. Ojalá nadie resulte supeditado a razón de sus emociones, mi estado de ánimo, por ejemplo, depende de azares menudísimos. Arbitrarias como somos y en plena batalla contra la jaula doméstica, sin esos sentimientos no entenderíamos la ternura y la existencia sería insoportable.
Nada puede salvarme de mí, pero en algo hay que emplear el excedente de bilis. Deseo menguar el naufragio cotidiano: si algo se pudre puedo recurrir a la ficción. Entendí que el resentimiento enseña algo y es mejor que la indiferencia. Confieso que estoy resentida, quiero replegar la materia rota de la vida, llenar esta casa de flores blancas.
La escena se abre en medio de la maleza y la destrucción. Un jardín abandonado lleno de “plantas asilvestradas, hojas carnosas, árboles sin podar; flores exóticas asfixiadas por las ortigas; fuentes secas, enmohecidas; líquenes en las bellas estatuas”1. La voz poética nos conduce hacia una casa también en ruinas, “han pasado los años, muchos”, dice mientras se pregunta por ella, la femme objet de la historia, la metáfora de la belleza encarnada, “tanto era el resplandor que despedía, que te enceguecía, te atravesaba; ya no sabías qué era, si era, si eras”2.
En su poema Helena, Yannis Ritsos nos acerca a una helena humanizada. Una belleza atada a lo terrenal, es decir, a lo efímero, a lo frágil. Helena ha envejecido. ¿Han pasado mil años? ¿doscientos? Imposible saberlo. Y sin embargo, ese halo de misterio, de fascinación, que evocaba su nombre no se ha ido del todo; mantiene aún “sus ojos autoritarios, penetrantes, vacíos”. En el poema de Ritsos hay referencias también a Leda, la hermosa madre de Helena, seducida por un avis. Helena y su origen sagrado, terrible.
La antigüedad clásica se obsesionó con esta mujer, se dice que en Terapne, ciudad lacónica cercana a Esparta, había un templo dedicado a ella.3 Se habla incluso de una secta de adoradores de Helena a la que habían pertenecido Jenofonte de Éfeso, Aquiles Tacio, Estesícoro (un poeta lírico que vivió alrededor del año 590 a.C.) y, por supuesto, Eurípides, quienes habían sostenido que la llamada Helena de Troya fue en realidad un simulacro; ella, la femme objet de la destrucción de la ciudad nunca había pisado la tierra de Príamo. Y sin embargo, según narra la Ilíada, miles de hombres vieron cuando Menelao arrastró a su esposa hasta las playas donde esperaban los vencedores. Todos la maldecían, todos tenían entre las manos piedras para lanzarle una vez que el injuriado esposo así lo dispusiera.4 ¿Quién era entonces esa mujer? La falsa Helena por la que tantas personas habían perdido la vida. Según Eurípides, durante diez años “no pelearon más que por un fantasma, aqueos y troyanos”.5 Pues la verdadera Helena había sido conducida a Egipto antes de la llegada de Paris, y este en realidad habría seducido y amado a una sombra, a una ficción.
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Helena de Troya es un ejemplo de lo que los medievales llamaban flatus vocis, niebla del sonido, un εἴδωλον, una sombra, una ficción. Helena: origocasus belli, un espectro amado por todos, símbolo de la belleza encarnada en el mundo sensible; durante siglos perturbó a poetas y artistas. Pero también fue uno de los sueños imposibles de ese gran amante de las ficciones: Johannes Sabellicus Fausten. Si revisamos el llamado mito fáustico, prácticamente en todas las versiones, los protagonistas han sido persecutores de la belleza, de la belleza absoluta metaforizada en la figura de Helena. En la versión de Christopher Marlowe, el mago renacentista gritó al verla:
¿Es este el rostro que lanzó a mil navíos
y puso fuego a las altas torres de Troya?
En algunas versiones del siglo XVII, el mago intenta tocar a Helena, pero en realidad, se mira solo, inflamado de deseos, mientras la bella aparición se evapora por los aires dejando solo estelas oscuras en la estancia. En el teatro de marionetas, por ejemplo, Helena se convierte en una Furia, el resplandor de la belleza de pronto se deshace en gritos de dolor y de venganza.
Casi todos los Faustos han amado a Helena, pero solo el de Goethe, a través de un raro viaje en el tiempo puede acceder a la verdadera espartana o, en todo caso, a esa que emerge del mundo griego. Todos los demás Faustos abrazan solo a una sombra. El Fausto de Goethe la enamora justo después de que ella retorna a Esparta tras su fallida aventura amorosa con Paris. Cuando se encuentran, Helena tiene tras de sí ríos de sangre, una ciudad destruida; mientras que el mago renacentista está envejeciendo otra vez. Atrás ha quedado la segunda vitalidad que le fue concedida tras pactar con el diablo, atrás ha quedado también su fallida historia de amor con Margarita. Los años han pasado y con ellos, los viajes, los conocimientos, los placeres y tal vez, algunas mujeres. Pero el vacío originario, la profunda herida trágica permanece casi intacta.
En la segunda parte del Fausto (1832), Goethe concede al nigromante la posibilidad de conocer y amar a Helena de Esparta. Aunque se trata de una Helena desencantada, temerosa, una mujer madura que lleva en su mirada el signo del dolor y la amargura. Helena teme la furia de su esposo, por eso no duda en pedirle ayuda al extraño caballero alemán y al ejército que lo acompaña. Y Fausto, revestido de poder y gallardía, se rinde ante los pies de la otrora metáfora de la belleza absoluta.
Podemos imaginar a los dos personajes frente a frente. Ya no es la pasión desmedida lo que consume a Fausto, ni el deseo por vivir la vida no vivida. Pero no es solo eso: también se han convertido en personajes conceptuales. La segunda parte de la versión de Goethe ya no trata de personas, sino de alegorías. Fausto y Helena son símbolos, metáforas del espíritu germánico y griego respectivamente.6 El hijo que procrean, Euforión, encarna el sueño romántico de fusión de dos tradiciones separadas por caudales de siglos y lecturas erróneas.
En el tercer acto de la segunda parte, gracias a Phorkyas y al Coro nos enteramos de que Fausto y Helena viven años de dicha en medio de un bosque medieval. El público ve saltar a un niño desde el regazo de una bella mujer al de un sabio hombre. Y este sonríe con la mirada clara y el corazón caliente. Nada recuerda ya al desdichado anciano que abría la primera parte del libro. El hombre que describe Phorkyas sonríe como si hubiera alcanzado la calma, como si su herida trágica se hubiera cerrado. Como si esa Helena fuera en realidad un lugar del alma o un bálsamo que colma la herida. Pero nadie escapa del destino y Fausto tampoco lo hará.
La escena da un viraje: las mujeres del Coro lloran y se desgarran. El hijo de Helena y Fausto se precipita por los aires y cae sobre unas rocas: pequeño Icaro atraído por las alturas. La muerte de Euforión consume a Helena y la antigua reina de Esparta se lanza enloquecida a los brazos del caballero alemán, pero cuando Fausto intenta abrazarla, el cuerpo de Helena desaparece dejando solo estelas en el aire. Antes de que cierre el tercer acto, Fausto se arrodilla con el vestido de Helena entre las manos, lo que parecía real era solo un sueño.
Imposible no pensar en ese anciano erudito de la primera parte, también arrodillado en la cueva de la bruja. Ahí, el primer deseo que pide el anciano profesor no es algo distinto al deseo de cualquier octogenario: “vitalidad” y “amor pasión”. Para muchos algo simple, para otros, la última oportunidad para entregarse a la belleza de lo terrenal. Fausto pacta con el diablo para poder meterse en la piel de Don Juan, aunque sea momentáneamente. Pero una vez convertido en seductor y amante de Margarita reaparece en su interior el ansia por los absolutos. Y eso es lo que lo arrastra hacia Helena.