Voy en busca de alguien que huyó de mí: Mary Shelley y el aliento de los espíritus
El hombre
en tanto que hombre
es un creador
pero un creador creado
Jean-Luc Godard
No hay demonio inmutable ni bestia eterna. El monstruo, si pretendemos llamarlo así, es un fenómeno de ruptura continua y reinvención permanente. Mary Wollstonecraft Godwin Shelley, mejor conocida como Mary Shelley, cumple 222 años el día de hoy.
Su legado más popular infectó las representaciones del mal y el horror a lo largo de los siglos XIX y XX. Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), en efecto, no es su única pieza; su obra cuenta con casi una decena de títulos, sin mencionar sus diarios y documentos epistolares. Valperga (1823), El último hombre (1826), Lodore (1835) y Mathilda, publicada más de un siglo después de su escritura, son solo algunas partes de su complejo trabajo literario.
Sin embargo, el hijo maldito de Victor Frankenstein sobresale a gritos de ese linaje. La razón, más que el cine y la supuesta bajeza de la cultura de masas, está en la configuración del reflejo torcido, cambiante y magnificado de lo que somos.
Mary nació el 30 de agosto de 1797. Fue hija de Mary Wollstonecraft, pionera del feminismo inglés, y del filósofo radical William Godwin. Nuestra escritora nació y creció en el seno de elevadas discusiones políticas, sociales, literarias y científicas de su tiempo.
Isabel Burdiel, historiadora y académica de la Universidad de Valencia, recupera un pasaje de los diarios de Mary: “fui criada y alimentada con el amor por la gloria. Llegar a ser alguien, grande y bueno, fue el precepto que me dio mi padre y que [Percy] Shelley reiteró”. Este último se convirtió en su esposo y su compañero de letras. Juntos viajaron por Suiza, Francia, Italia y otros terrenos europeos. Murieron todos sus hijos, excepto uno, Percy Florence.
Durante el verano de 1816, los Shelley viajaron a Ginebra, se hicieron de la compañía de Lord Byron, del médico Wiliam Polidori y se asentaron en la residencia Villa Diodati. Polidori hablaba largamente sobre las nuevas teorías científicas sobre el origen de la vida. Se discutían, además, las ideas de Erasmus Darwin, los experimentos de Luigi Galvani y la obra de Milton. En el marco de esta reunión, entre la tormenta, la conversación álgida y el duelo por la muerte de su primer hijo, Mary Shelley inició la escritura de Frankenstein.
El libro fue publicado anónimamente en 1818, cuando Mary tenía veinte años de edad. La obra fue atribuida de inmediato a Percy, pero poco después se descubrió la verdad: Victor Frankenstein fue fabricado por una mujer muy joven.
Burdiel menciona que, en la Inglaterra del siglo XIX, reinaba una noción de deber ser para las mujeres, un mandato que privilegiaba la supuesta decencia natural. En este sentido, la combinación de la fama y la mujer solo podía resultar en mala fama. Una escritora era vista como un monstruo.
Frankenstein, me parece, es un relato sobre la carencia y la soledad. La primera voz que nos habla es la de Robert Walton, un joven explorador que ansía estudiar geografías desconocidas. Busca el hallazgo, el saber y el reconocimiento. Se hace de un barco y de un grupo de marinos experimentados, zarpan en ese mar que siempre está en riesgo de convertirse en hielo.
Allí, entre el viento helado, los exploradores avistan a un humano gigantesco que se desplaza en un trineo. Horas después, otro hombre se acerca a ellos y pide ayuda, se llama Victor Frankenstein, está abatido y solo. “Voy en busca de alguien que huyó de mí”. El hombre es acogido en el barco y, cuando está más tranquilo, puede contar su historia.
Victor nació en una familia acomodada y prestigiosa de Ginebra. Hijo de padres cultos y bondadosos, demostró desde pequeño un interés apasionado por la filosofía natural, es decir, lo que hoy conocemos como ciencias naturales. Lector precoz de un superado Cornelio Agrippa, fijó para sí el objetivo de la investigación científica, casi de alquimia, y el descubrimiento de las novedades más fantásticas sobre la vida humana.
Su infancia y juventud se distinguieron por ello y, por supuesto, por el tremendo amor que recibió de sus seres queridos: su prima Elizabeth, con la que creció y con la que formará nupcias malditas en su vida adulta; Henry Clerval, su amigo fiel, sus padres y sus hermanos pequeños. Poco antes de que Victor vaya a la Universidad de Ingolstad, su madre, Caroline, muere.
“Pensé que, si podía infundir vida a la materia inerte, quizá, con el tiempo (aunque ahora lo creyera imposible), pudiese devolver la vida a aquellos cuerpos que, aparentemente, la muerte había entregado a la corrupción”.
Frankenstein, que acaba de perder a su madre, logra dar vida a su criatura. Se vuelve, pues, padre de un ser hecho de cadáveres, un ente de cuerpo horrible y de fuerza sobrehumana. Aterrado del aspecto y la naturaleza de su propia creación, Frankenstein se hunde en el tormento y la enfermedad.
El monstruo huye, deambula entre parajes y bosques, confronta el desconocimiento de su propio cuerpo y de la realidad. De su voz sabemos que, en alguna región de Alemania, se esconde en el cobertizo de la familia De Lacey, integrada por un anciano padre, un hijo y una hija muy joven. Se dedica a mirarlos.
De ellos, como una especie de voyeur apasionado, la criatura aprende el lenguaje y, con él, la naturaleza de las relaciones humanas, la significación de su propia carne, las marcas individuales de la civilización. Se descubre como un ser en falta, o mejor, como un humano deseoso de amor.
Cuando revela su presencia a los ojos de la familia, cuando busca en ella la ternura que necesita, es despreciado con pavor y atacado a golpes. El mundo no le dará ese afecto, la exclusión y la soledad lo llenan de amargura. Su creador, se dice, será el destinatario de toda la violencia posible.
Se desata una batalla campal. Después de asesinar a William Frankenstein, el más pequeño de los hermanos de Victor, la criatura demanda a su creador una compañera, un ser igual a él pero de sexo femenino. Solo así podrá hacerse amar. Victor acepta pero incumple.
A partir de aquí el deceso violento inunda las páginas de Mary Shelley. Muerte tras muerte, la autora construye un cementerio pesadillesco entre las manos de sus lectores. La cólera del monstruo ocasiona su venganza más atroz: asesina a Elizabeth la misma noche en que se casa con Victor.
El creador jura asesinar a su criatura. Después de una persecución que no tiene fin, llega al barco de Robert Walton. Los marineros de este, ante un peligro climático evidente, solicitan regresar a casa. Frankenstein muere sin conseguir su objetivo. Walton accede a los deseos de sus hombres, pero antes de que pueda volver, la criatura hace su última aparición. Promete suicidarse ante el cadáver de su creador. Desaparece entre las olas, como la novela misma.
Mary Shelley adquirió la fama con la que quizá soñaba Victor Frankenstein. La novela hizo tanto eco que cinco años después de su publicación, se estrenó su primera versión teatral.
La obra, me parece, pertenece a un grupo de piezas decimonónicas que se distinguen, entre otras cosas, por haber sido adaptadas en innumerables ocasiones a los escenarios y las pantallas: El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson; los relatos de aventuras de Sherlock Holmes, de Arthur Conan Doyle; Drácula, de Bram Stoker.
En palabras de Isabel Burdiel, Frankenstein, como las ficciones mencionadas, es una de esas historias que casi nadie ha leído pero que todos hemos visto alguna vez.
Sin embargo, la crítica literaria de la academia y del canon oficial se desinteresó por la obra. A sus ojos parecía solamente un ejercicio que tuvo efectos en la cultura de masas. Solo hasta la década de 1970, Frankenstein comenzó a ser incluida en los programas universitarios. Paul O’Flinn, en su ensayo “Producción y reproducción: el caso de Frankenstein”, atribuye a la crítica feminista la inclusión académica de la novela.
Frankenstein es un cementerio. Los seres amados de Victor fallecen uno a uno. La muerte de su madre, quizá, es el motivo ulterior para la fabricación del monstruo: dar la vida, devolverla a los muertos eventualmente. Después, animado por la venganza hacia su creación, se aferra a la existencia por miserable que pueda ser.
La vida, como el amor, es un parásito. Creador y criatura comparten un rasgo fundamental: los dos están solos. El primero, porque se ha aislado en su proeza infernal; la segunda, ya que es víctima de una exclusión brutal a causa de su cuerpo horrendo.
Y sin embargo, el demonio sobrevive hasta nuestros días. O’Flinn escribió que el monstruo ha sido capaz de reproducirse a través de mares generacionales, a pesar de los esfuerzos de su creador por destruirlo. Existen más de cien adaptaciones fílmicas del relato.
Frankenstein, como su hijo maldito, no son únicos en su especie. Hay muchos Frankensteins, muchos monstruos que se reescriben, reproducen y rediseñan con el tiempo. No hay miedos inmutables para una supuesta naturaleza humana. Las representaciones del temor necesitan romperse de continuo, reconstruirse, si aún desean conmovernos. La pesadilla está en función de la época, de las bestias que engendramos en la escena de la actualidad histórica.
Por lo tanto, escribiré aquí sobre dos reinvenciones monstruosas, ambas realizadas para las pantallas: Frankenstein, cinta de 1931 dirigida por James Whale y El espíritu de la colmena, ópera prima de Víctor Erice, estrenada en 1973. Busco, con esto, orientar la pregunta de cómo podemos realizar hoy una actualización del relato, o mejor, qué es un monstruo actualmente.
1931
El monstruo, escribe Paul O’Flinn, nos invita a mirarnos a nosotros mismos. No es un otro, sino una imagen magnificada del yo. Quizá por ello el discurso de la criatura sea tan similar, en su retórica y su padecimiento, al de Victor Frankenstein. Hijo nuestro, reflejo torcido de lo que somos y de nuestra época, el monstruo depende de nuestras convenciones, aspiraciones, afectos y discursos.
Por ello, cada adaptación –cada reescritura, al final– de Frankenstein está en función del escenario histórico-ideológico en que es realizada. La historia de Mary Shelley es un esqueleto en espera de órganos frescos.
Frankenstein fue publicada en una época de álgidas transformaciones sociales y científicas. El enorme desarrollo tecnológico, en el marco de la Revolución Industrial, tuvo un impacto directo y profundo en la vida de la gente. Se dio un proceso de cambio sociopolítico en los ingleses y europeos de la época: urbanización, maquinización y reconfiguración en los procesos del trabajo manual.
El cambio técnico tuvo su correlato humano: creció la tensión social, se generaron confrontaciones entre los trabajadores y los dueños de los medios de producción.
La lectura de O’Flinn no me parece descabellada: la violencia del monstruo tiene un punto común con la ejercida por los trabajadores en rebelión, ambas son efecto de la exclusión, del silenciamiento de sus voces.
Cuando el destinatario del alarido ignora el mismo, cuando la voz de la queja o la falta es relegada, la violencia aparece como un recurso legítimo. Quizá el verdadero autor del monstruo no sea Victor Frankenstein, sino la sistemática obturación de su demanda.
En la novela hay dos hombres de exploración y de ciencia: Robert Walton, cuyo navío se estanca en el hielo, y Victor Frankenstein, autor de su tragedia alquímica. Ambos están obsesionados con el descubrimiento de lo desconocido, con el reconocimiento que ello puede proveer. No obstante, entre los dos hay una diferencia sustancial: Walton se acompaña de un equipo de marineros, Frankenstein trabaja aislado. Cuando los hombres de Walton solicitan volver a casa, él los escucha. Dolido, sí, pero consciente del peligro inminente, Walton acoge su petición y la pone en marcha.
O’Flinn identifica en ello un valor importante: contrario a lo que se dice, Mary Shelley no hace una crítica llana del progreso científico; señala, eso sí, el riesgo que este implica cuando se hace sin intervenciones plurales, o mejor, sin problematización colectiva. Cuando está a solas, Victor Frankenstein siempre está a punto de irse a la ruina. Su salvación está en los otros: en su padre, en Elizabeth, en su amigo Henry o en su escucha Walton. La criatura no cuenta con el afecto curativo de los amigos.
Frankenstein es también una película de 1931. La pieza de James Whale es quizá la más icónica entre las adaptaciones del relato. De ella proviene la imagen del monstruo como un humanoide cuadrado, enorme y con dos tornillos saliendo de su cuello.
La cinta, protagonizada por Colin Clive y Boris Karloff, es en principio la adaptación de una adaptación: la obra de teatro Frankenstein: an adventure in the macabre, de Peggy Webling. La película trata sobre el joven Henry Frankenstein (sí, Henry), un brillante pero trastornado científico obsesionado con crear vida. Acompañado de Fritz, su asistente estúpido, asalta cementerios en busca de cadáveres.
Pero le falta un cerebro para terminar su obra. Henry envía a Fritz a la cátedra del doctor Waldman para robar uno. El profesor expone dos objetos a sus alumnos: un cerebro normal, en perfectas condiciones, y otro anormal, que pertenecía a un criminal vicioso, violento, determinado para la disfunción y el mal. Después de la clase, Fritz intenta robar el cerebro bueno, pero lo rompe accidentalmente y debe llevarse el malo.
Justo cuando está a punto de dar vida a su criatura, Frankenstein es interrumpido en su laboratorio. Recibe la visita de Elizabeth, su prometida, de Victor Moritz (sí, Victor), su amigo, y del doctor Waldman. Todos atestiguan el nacimiento del monstruo: it’s alive! it’s alive! it’s alive!
Poco tiempo después, Frankenstein cae en cuenta de su terrible error: su criatura es una bestia incontrolable, incapaz de habla, que sólo busca hacer daño. El creador regresa a su mansión con su odioso padre, se casará con Elizabeth de una vez por todas. El doctor Waldman, que se había ofrecido a matar al monstruo, es asesinado por el mismo mientras lo intenta. La criatura huye hacia el pueblo de su inventor, llega el mismo día de la boda. Antes de aparecer en la fiesta, el monstruo tiene un encuentro con una niña que lo invita a jugar. Con malicia o con inocencia, la bestia arroja a la pequeña a las aguas del río.
Ella muere, su padre muestra el cadáver a la gente del pueblo. Juntos, los ricos Frankenstein y los habitantes humildes del lugar, buscan al monstruo para matarlo. La horda iracunda sale de noche, armada con antorchas, y empieza su cacería. El monstruo se resguarda en un molino que es incendiado por la masa enardecida. Él muere, Henry Frankenstein vuelve a su casa. Su padre hace un mal chiste. Fin.
Universal Pictures, casa productora de Frankenstein, estrenó también en 1931 dos piezas más: Drácula, de Tod Browning, protagonizada por Bela Lugosi, y Dr. Jekyll and Mr. Hyde, de Rouben Mamoulian, con la actuación de Fredric March. El fantasma literario del siglo XIX apareció de súbito en el cine hollywoodense que antecedió a la Segunda Guerra Mundial.
A esto se suma un evento importante: en 1930, un año antes de los estrenos mencionados, se redactó el famoso Código Hays, un manual de censura que buscaba una rígida instauración moral en el cine de Hollywood. La industria fílmica más poderosa nunca se ha desentendido de relatos hegemónicos, de discursos políticos no declarados. El Código prohibía una serie interesante de representaciones:
- Esclavitud blanca
- Relaciones interraciales
- Homosexualidad
- Ombligos
- Sexo fuera del matrimonio
- Incesto
- Entre otros
Los dos primeros incisos dan cuenta del racismo que reinaba en Estados Unidos en la primera mitad del siglo XX. Los años veinte, por ejemplo, fueron el escenario de las operaciones más contundentes del segundo Ku Klux Klan. Pensemos, por ejemplo, en el Edward Hyde de la cinta de Mamoulian: su vena monstruosa no yace únicamente en su violencia, sino en los rasgos entre simiescos y negroides de su rostro. La bestia, repito, es la condensación de aquello que se pretende dejar fuera; es, por lo tanto, un efecto de la hegemonía y la convención.
O’Flinn identifica una serie de alteraciones importantes, de cambios significativos entre la novela de Mary Shelley y la cinta de James Whale.
a) La primera variación yace en la figura de Robert Walton, ausente en la cinta. En la historia de Shelley, el marinero explorador provee un contraste: Frankenstein trabaja aislado y corre así hacia su propio desastre; por otro lado, Walton se deja afectar por el sentir de sus subordinados. El peligro severo, parece decirnos la autora, no yace en la investigación per se, sino en su gestación solitaria, irreflexiva y desprovista de discusión colectiva. La película se deshace de Walton, sí, por evidentes razones de economía narrativa.
Sin embargo, más allá de eso, la supresión del personaje tiene un efecto concreto: retira el diferencia entre las dos formas de aproximación a lo desconocido; suprime, pues, la idea de un modelo científico cimentado en medios democráticos. Henry Frankenstein se establece entonces como el modelo universal de investigación.
Esto esconde un temor conservador y reaccionario: el trabajo sobre lo desconocido es peligroso, cualquier horizonte de cambio es inevitablemente catastrófico. El Frankenstein de Whale es, en efecto, una advertencia sobre la supuesta atrocidad de todo trabajo científico y todo desarrollo tecnológico; esta postura exige la suscripción de un discurso político concreto: sea cual sea, la transformación es peligrosa.
b) A diferencia de la historia de Shelley, la película en cuestión introduce un gesto de determinismo biológico: un cerebro normal, sano y por lo tanto bondadoso, y otro anormal, condenable, propenso al crimen y la violencia. Para Mary Shelley, la brutalidad del monstruo es efecto de su exclusión, su silenciamiento, su falta de amor; para Whale y Universal Pictures, el mal proviene de una causa que se pretende orgánica y natural. Los dos casos son pronunciamientos políticos: el monstruo de la novela habla de segregación y rabia comprensible; el de la cinta localiza la agresión como resultado de la deficiencia orgánica, la anormalidad. En la película, el asesinato de la criatura es la única y legítima forma de acabar con sus agresiones. Parece que el discurso latente dicta destruir la violencia, por irónico que eso suene. Pienso, con O’Flinn, que Frankenstein de James Whale forma parte de una producción discursiva peculiar: la biología dicta lo que es fuerte, valioso, y también lo que es desdeñable, bajo y monstruoso. Ese argumento parecía flotar en el clima general de la época. Hitler fue nombrado canciller de Alemania en 1933.
c) El monstruo de Mary Shelley es un narrador, el de Whale es un autómata que gruñe. En la novela, la criatura salva a una niña de morir ahogada; en la película, la ahoga en el río. Shelley ve en el demonio un personaje complejo que puede ser depositario de nuestra simpatía; Whale no nos permite quererlo de ningún modo. Los espectadores no decidimos sobre la naturaleza de lo monstruoso.
d) La segunda mitad de la cinta presenta la boda de Henry Frankenstein y su novia Elizabeth. El evento se lleva a cabo el mismo día en que la criatura llega al pueblo. La fiesta es un evento de alcurnia, pero todos los habitantes del lugar comparten la celebración. Los más humildes bailan y beben cerveza en las calles. En la mansión Frankenstein, un grupo de sirvientas se dirige al Barón, padre de Henry. Ellas le ofrecen un trago de vino antiquísimo y sofisticado.
En voz alta y sin ninguna vergüenza, el señor dice que convidar ese vino a la gente del pueblo sería un desperdicio enorme. Un poco después, cuando ve a los mismos bailar afuera de su residencia, asegura burlón que más tarde estarán peleando. Las clases populares son vistas como manadas de subnormales.
Pese a lo anterior, cuando hay que capturar al monstruo, los Frankenstein no dudan en valerse de la masa para lograrlo: los pobladores buscan y linchan a la criatura con fuego. No importa si una horda desposeída resulta repulsiva para el status quo; interesa, eso sí, que su rabia permita una congregación destinada a eliminar la mancha de lo monstruoso. Algunas imágenes lo atestiguan.
La crisis colectiva produce diferencias y, por lo tanto, monstruos: un adentro y un afuera, un supuesto bien inmutable que debe destruir el mal que, sin reconocerlo, él mismo ha creado. La criatura de Hollywood en 1931 es elocuente, pero no universal.
Espíritu encarnado
Vi El espíritu de la colmena gracias a Fabrizio Cossalter. Es uno de los regalos que más le agradezco. Se trata del primer largometraje de Víctor Erice, cineasta español. Se estrenó en 1973, dos años antes de la muerte de Francisco Franco. El comité de censura del régimen pretendió prohibir la película, sin embargo, no encontró ningún motivo claro para lograrlo. En una entrevista, el director habla del germen de su cinta: Frankenstein de James Whale, la escena en que la niña María y el monstruo se encuentran junto al lago. Para Víctor Erice, esa es la imagen del origen.
La cinta posee un tono onírico y fantasmagórico. Sintetizarla es complejo, su aire de misterio y de sueño es difícil de significar. La historia tiene lugar en Hoyuelos, un pueblito español, en 1940. La Guerra Civil ha arrasado con la vida anterior de España, con el pasado, con los lazos y los afectos previos al fuego. Ana, la protagonista de la historia, es la más pequeña de la familia que captura nuestra atención: la madre, Teresa, el padre, Fernando, y la hermana mayor, Isabel. Un cine ambulante ha llegado a Hoyuelos, proyectará Frankenstein de James Whale. Las hermanitas asisten a la función.
Ana, profundamente afectada por la cinta, pregunta a Isabel por qué el monstruo asesina a la niña, por qué luego es asesinado él mismo. Su hermana mayor le responde que en el cine todo es mentira, un truco. Además, dice Isabel, ella ha visto viva a la criatura. “¿Es un fantasma?”, pregunta Ana. “No, es un espíritu”, responde Isabel, y asegura que los espíritus no tienen cuerpo, por eso no se les puede matar. En todo caso, los espíritus se disfrazan con un cuerpo para salir a la calle. “Si eres su amiga puedes hablar con él cuando quieras, cierras los ojos y le llamas… Soy Ana, soy Ana”.
La pequeña Ana inicia una búsqueda del espíritu que ansía conocer. Continuamente va a una casita abandonada para llamarlo. Hacia el final de la película, un fugitivo misterioso llega a Hoyuelos. Huye de los franquistas, está hambriento y lastimado del tobillo. Se esconde en la casa que Ana suele visitar. Ella lo encuentra herido, le ofrece una manzana y algunos abrigos que son de su padre.
Una madrugada, el hombre es fusilado por tiradores de Franco. Una vez más, como en la película de Whale, una masa elimina al monstruo. Ana descubre el asesinato y huye sola del pueblo. Un grupo de gente sale en su búsqueda. De noche, junto al lago, mira su reflejo en el agua. Su rostro se transforma.
Los exploradores encuentran a Ana. Está viva y a salvo. Ahora ella es el espíritu, el monstruo.
¿Qué es un espíritu? Tengo la impresión de que, en este caso, es el pasado destruido por la guerra, esas historias y lazos que llenaban de vida (it’s alive!) a los seres humanos antes de la destrucción. Teresa escribe una carta a un destinatario desconocido: “aunque ya nada pueda hacer volver las horas felices que pasamos juntos, pido a Dios que me conceda la alegría de volver a encontrarte, se lo he pedido siempre, desde que nos separamos en medio de la guerra… Por favor escribe pronto, que sepa que aún vives”.
El espíritu de la colmena parece una lectura más consciente de Frankenstein de Mary Shelley, por lo menos en sus temas fundamentales. La aparición sistemática de la muerte, la interrogación sobre la misma, la naturaleza parasitaria y efímera de lo vivo, la soledad y el amor de los otros.
Victor Frankenstein creó a su hijo después de la muerte de su madre. ¿Cuántos no querríamos levantar un cadáver después de esas llamas que no solicitamos pero que sí padecimos? Hacia el final de la novela, cuando Victor emprende su cacería eterna y fallida, dice acompañarse siempre de espíritus que lo visitan y cuidan, es decir, sus seres amados, los que han muerto.
Un monstruo es un espíritu encarnado. El espíritu es el resabio de lo perdido. Para Franco, para cualquier dictador, el demonio yace en la vida anterior que él aniquiló. Si Ana es ahora el monstruo, es porque en ella habitan los vestigios de una tierra previa a la totalización.
Vive
Mary Shelley murió en febrero de 1851, a la edad de cincuenta y tres años. Después de la publicación de Frankenstein, escribió seis novelas más, también realizó un amplio trabajo editorial para Lives of the Most Eminent Men of France, una colección de biografías de Lardner’s Cabinet Cyclopedia. Dejó una literatura compleja e invaluable, una novela imprescindible en todo sentido, un mito que podemos reinventar con el paso del tiempo y la transformación de nuestra atrocidad.
¿Qué es un monstruo hoy?, ¿es acaso la representación de lo más bajo y condenable ante los ojos del régimen?, ¿es, en ese sentido, una mancha que exige la aniquilación?
¿O es, a lo mejor, el significante de lo perdido? El exterminio de la alteridad (el pasado, lo otro, lo externo, lo supuestamente demónico) engendra monstruos: primero, porque el discurso hegemónico necesita nominarlos así para suprimirlos; después, porque los espíritus buscan la encarnación entre aquellos que nos quedamos en el terreno de los vivos.
Pienso en la posibilidad de un Frankenstein del siglo XXI, en una pieza que actualice tanto la obra de Shelley como sus motivos más profundos: el amor infeccioso, la muerte epidémica, la pérdida, la soledad. Quizá, solo quizá, bastarían unas cuantas modificaciones clave. Podría ocurrir, por ejemplo, que la materia del monstruo se buscara en fosas clandestinas y no en cementerios comunes; o bien, que el móvil del creador no fuese el descubrimiento y la fama, sino la recuperación del amor eliminado. Nuestro Victor no sería el primero en hundir sus uñas en la tierra.
Sea como fuere, nuestro Frankenstein podría partir de una asunción honesta: el monstruo somos nosotros, porque todos podemos ser enarbolados como enemigos, eliminados; o bien, porque somos vulnerables a la posesión de nuestros fantasmas, de lo que perdimos.