Once upon a time in Hollywood
Once upon a time in Hollywood: el declive de una oda romántica y neopop
El cine de Quentin Tarantino parece una constante evocación romántica de la primera infancia: un orbe compuesto de vaqueros, artistas marciales, soldados y gángsters enmarcados en una atmósfera pintoresca y abigarrada. Su obra nos lleva de la mano, de viñeta en viñeta, a través de las páginas de un cómic vintage que, de cierta manera, es también un álbum fotográfico de la melancolía.
El sadismo repentino y sus retratos de la violencia encuentran un contrapeso ideal en ese componente banal y ligero que se puede apreciar en cualquier manifestación del pop art: la frivolidad de ciertas situaciones, la frescura de los diálogos y el recurrente humor negro.
En esta ocasión, Once upon a time in Hollywood busca imponerse como una obra de plena madurez. Tarantino ha dejado de ser, desde hace muchos años, ese creador experimental que intentaba sorprender con sutilezas y nuevos procedimientos para inaugurar un estilo.
Su última producción se presenta como una reflejo del quehacer cinematográfico que lleva su firma y sello. No solo por su trama — el declive agridulce de un actor venido a menos y su doble en medio del paso del Golden Age al New Hollywood—, sino por el giro de tuerca que le da a los sucesos históricos ocurridos en torno al famoso conflicto Manson-Tate-Polanski; artilugio que ya había llevado a cabo en Inglorius Basterds (2009) con la ocupación Nazi en París.
La genialidad en la interpretación de Leonardo Dicaprio (Rick Dalton) y Brad Pitt (Cliff Booth), dos actores emblemáticos del cine norteamericano desde hace casi treinta años, es indiscutible. Traslucen el gusto, la sinceridad y la picardía que les permite un papel de actores de cine, con eventuales guiños hacia las cámaras que ponen en evidencia el distanciamiento brechtiano, la autocrítica del arte dramático por parte de dos histriones incomparables.
Difícil evitar su contrapunto literario: el célebre Augusto Pérez, protagonista de Niebla (1907), quien en un pasaje del relato, emprende una airada diatriba contra Miguel de Unamuno, su creador, porque intuye que lo va a matar pocas páginas antes de concluir la novela. No obstante, a pesar de las formas, los recursos y un proceso irreprochable, resulta difícil proclamar esta cinta como una obra notable en la cinematografía de su director.
Aunque revive el kitsch y la estética de producciones inolvidables como Pulp Fiction (1994) o Jacky Brown (1997), así como algunas conversaciones profundas y efímeras que provocan la impresión de déjà vu, parece una copia, a pesar de ciertos momentos sensibles como el paso de Sharon Tate (Margot Robbie) por el cine para admirar la reacción del público a su actuación, o el profundo diálogo entre Rick Dalton y la joven actriz Trudy Fraser (Julia Butters), una niña de ocho años.
La tendencia, cada vez más evidente, de crear falsas tensiones y jugar con la mente del espectador, lleva a Tarantino a abusar del mundo referencial de los años sesenta y de su propio universo visual. Por instantes, que pueden derivar en el valle del tedio, se asoma el artista megalómano que se regodea en sus propias creaciones y se desconecta del público, como si se tratara de un niño jugando con sus juguetes favoritos para su exclusiva satisfacción.
Además, es inevitable notar el fantasma de la misoginia, que aparece cada tanto (todos los personajes femeninos, exceptuando una niña, fluctúan entre Eros y Thanatos: son objetos de deseo o de muerte violenta). El director, también vuelve sobre la imagen autocomplaciente que la crítica tanto le ha endilgado desde Kill Bill vol 1 (2001).
Para completar, Once upon a time in Hollywood dura casi tres horas pero tiene problemas de edición. Hay cortes apresurados que saltan a la vista y personajes interpretados por célebres actores que pasan una o dos veces pero irrelevantes para la trama.
Esto obedece a un fenómeno de marketing que soca fuertemente a la estructura de la película: varias escenas inéditas se difundirán como una miniserie de la misma forma que sucedió con su anterior (y muy discreta) película The hateful eight (2015).
En suma, de no ser por la sorprendente, intempestiva y original secuencia final, la cinta habría podido pasar simplemente como una película de manufactura impecable, algunas escenas memorables, pero larga, confusa y aburrida.
Así pues, es triste pero necesario llamar la atención sobre un hecho: la reflexión de esta película en torno al cine parece una sentencia sobre la propia producción de Tarantino. Su declive empieza a hacerse palpable pese a sus medios, sus instantes de genialidad y los talentos indiscutibles que lo rodean. Esperemos que pueda reinventarse y nos sorprenda, porque sus cualidades son innegables.