Tierra Adentro
Ilustración por Richard Zela.

Detrás de la alambrada se encuentra el monstruo

 

El tapiz social y cultural, hecho a través de hilos de distintas texturas y colores, ofrece una imagen resistente, sensata e incluso bella siempre que hallemos un ángulo para cobijarnos con buena sombra. Pero, siendo tantos, el tapiz sufre desgarros y continuas restauraciones. Novedosos hilos recomponen la malla y algunos adquieren la condición de fibra maestra: son las normas y las convenciones que aceptamos por mayoría y que vertebran la vida en común. Los hilos principales tensan la estructura sujetándose en los extremos, sellando los límites de nuestro mundo. Más allá está el ámbito de lo enredado y de lo indomable, ocupado por los inadaptados y los marginados. Son los temerarios, nuestros monstruos. Nos observan sorprendidos y temerosos. Van y vienen, cruzan la frontera sin respeto a los adornos que ennoblecen el tapiz encargado de sostener nuestros pasos. Son libres y, por tanto, transgresores.

Lo cierto es que asisten y se confunden entre la naturaleza y entre nosotros, unas veces porque los convocamos y otras por sorpresa. El problema es que son muchos, tantos como los temores que alojamos hacia cualquier cambio del orden social, natural, individual o corporal. Cada norma necesita de los miedos que la sostienen, ya sea que limitemos la reflexión a nuestra inagotable actividad onírica, o bien, que ampliemos su horizonte para incluir, a toda suerte de gigantes, demonios y otros monstruos.

Los monstruos que viven al otro lado conforman la fauna de los inadaptados. Están ahí para anunciar nuestra superioridad como seres elegidos y esperan el día en que serán alcanzados por la flecha de la civilización. Pero no todos permanecen indiferentes, algunos se arriesgan a cruzar la frontera y reclaman su identidad. Nos hacen recordar los peligros de la diferencia, la fragilidad real y las limitaciones de nuestros propios conceptos, construidos sobre ausencias y mutilaciones implacables. Es por eso que quienes transitan los márgenes son una amenaza y corren el riesgo de ser catalogados como monstruos. Son tantas las fronteras como la fábrica incalculable de monstruosidades. Los márgenes y los monstruos son, entonces, construcciones tan reales como increíbles. Igual que toda luz crea su sombra, ninguna forma de conocimiento progresa sin dejar un rastro de exclusión. Los monstruos no son excrecencias civilizatorias, sino aquello que no se distingue: la cara oculta de la Luna.

Unido a cambios sustanciales en las estructuras biofísicas de los seres vivos, el curso de metamorfosis, de aquello que señalamos como monstruos, ha atraído siempre la imaginación de las ciencias, la literatura y las artes en general. En el universo de la mitología proliferan las criaturas gigantescas que mutan de forma y amenazan a todo ingenuo que trascienda sus grotescos dominios. El océano, por ejemplo, es uno de los lugares paradigmáticos donde ese miedo a lo diferente tiene su morada, al barranco de lo desconocido y a todo aquello que queda fuera de la percepción humana. Mitos de todas las culturas, desde la cosmogonía maya descrita en el Popol Vuh, con su mar o causa material; hasta la Teogonía de Hesíodo, se relata la creación a partir de un caos primario y marítimo de donde surgen seres monstruosos y legendarios. [1]

En su obra La arqueología de la nostalgia (2002) John Boardman escribe que el hallazgo de huesos de dinosaurios pudo ser el motivo por el cual los griegos imaginaron criaturas monstruosas que alojaban los inframundos de la tierra y del mar. La mayoría de estos seres heterogéneos representan el desorden y la asimetría de la naturaleza conocida. Los monstruos fascinan precisamente porque dejan entrever deseos y miedos ocultos fuera de la luz de la racionalidad. Decía Freud que lo siniestro se refiere a algo familiar, conocido, pero a la vez oculto que de pronto se revela como ominoso, extraño. Valdría preguntarnos entonces: ¿Cuáles habrán sido los miedos o fobias más comunes de las personas de la Antigüedad? Si el psicoanálisis hiciera un ejercicio del catálogo de miedos comunes en aquella época, con seguridad saldrían a relucir la “Megalofobia” que se refiere a la sensación de ansiedad ante objetos que poseen un tamaño mayor al habitual, o bien, la “Talasofobia”, señalada como un caso de miedo al pensamiento o la vista de cualquier criatura bajo la profundidad del océano. A saber.

El término monstruo refiere una diversidad de realidades que incluye seres mitológicos, recriminaciones divinas y declaraciones morales, siempre acompañado de cualquier anormalidad física. Son monstruos quienes no se adaptan a cánones establecidos. Y esa es la característica que mejor los define: su identidad dispersa y su rostro alarmante. No pueden catalogarse, pues provienen de un mundo sin leyes, de un lugar que no conocemos. Podemos tratar de cubrirlos de palabras y adjetivos, pero como el agua se escaparán entre los dedos. Porque los monstruos son aquello que no puede ser y, por tanto, no hay más que mirarlos a la cara para saber cuál es el orden que presuponen y cual el lenguaje que los margina. Son un lujo de la naturaleza o un anticipo de la cólera de Dios. Transitan los márgenes entre lo permitido y lo prohibido, previniéndonos sobre los peligros del vivir, los equívocos del pensamiento y las incertidumbres de la libertad. Están ahí para recordarnos que cualquier idea de orden ha dejado una desgraciada estela de dolor y opresión.

El término “monstruo” es, al mismo tiempo, malformación u objeto repulsivo (del latín monstrum), señal de advertencia ante algún peligro (del latín monere) y demostración o profecía (del latín monstrare). Por ejemplo, en algunas historias los monstruos acompañan revelaciones que, a menudo, los dioses manifiestan para advertir de peligros o para castigar a los humanos. Uno de los más emblemáticos ha sido la batalla entre Medusa y Perseo. En su libro Sea Monsters on Medieval and Renaissance Maps(2013), Chet Van Duzer señala que en diversas colecciones de mapas medievales y renacentistas, como el llamado Mapa de América del siglo XVI realizado por el cartógrafo Diego Gutiérrez o la Carta marina (1539) del cartógrafo sueco Olaus Magnus (1490-1557), se añadían monstruos marinos como decoración para aumentar el valor de los mapas y advertir a los navegantes sobe los sitios en los que emergen criaturas grotescas.

Y es que el abismo misterioso, profundo y desconocido del océano siempre ha sido irresistible para la imaginación humana. Al fin y al cabo, los mares cubren dos tercios del mundo, siendo navegable y visible solo una mínima parte. Se encuentran, además, llenos de especies con raras propiedades —como el Psychrolutes microporos, cuyo aspecto gelatinoso se debe a que este tipo de pez vive a unos 1.000 metros en las profundidades del océano, donde la presión es mucho mayor, de ahí que su cuerpo tenga una densidad menor que le permita flotar en el fondo marino casi sin gastar energía en sus movimientos—, o bien aquellas especies que tienen la capacidad de crear nuevas extremidades en caso de mutilación, como sucede a las estrellas de mar. Así las profundidades del océano, ocultas y aterradoras, son el centro de múltiples fantasías.

Ilustración por Richard Zela.

En la Antigüedad clásica, el mar se visualizaba como una serpiente enorme que rodeaba el mundo y sobre la que flotaba la parte habitada de la Tierra. Así aparece representado, por ejemplo, el Jörmungandr, serpiente del Midgard de la mitología nórdica que circundaba la tierra y se mordía la cola. La leyenda señala que al liberar su extremidad, dará comienzo al Ragnarök o el día de la destrucción total. También se pensaba que la extensión del océano era tan grande que llegaba hasta el mundo de los muertos, lugar donde habitaban todo tipo de criaturas enormes y espeluznantes como las descritas por Job y el monstruo Leviatán, o de Jonás y la ballena, recogida en la Carta marina de Magnus, y que captó la imaginación de numerosos artistas y escritores como William Shakespeare en su obra La tempestad[2]

Ahora bien, ¿a qué monstruos mitológicos podemos dirigirnos para ir visualizando al Kraken? Apolodoro, reconocido por su obra Biblioteca Mitológica (escrito entre los siglos I y II d.C.), habla del temible monstruo Ceto [3] (Libro II, 3, 4) que emergió de las profundidades para devorar a la bella Andrómeda (castigada por el pecado más común entre los griegos: la vanidad de los padres) y que fue ultimado por un titán en trozos: la cabeza de Medusa. Por su parte, Homero en Odisea (siglo VIII a.C.) nos hereda a los bestiales Caribdis y Escila, con ciertas descripciones más cercanas al Kraken. Estos dos seres (dueños de una descripción que ni los propios artistas han podido plasmar uniformemente), fueron motivo de atracción para Apolonio de Rodas en su poema épico Argonáuticas (escrito en el siglo III a.C.), en el que se narra cómo los heroicos navegantes fueron capaces de evitar ambos peligros gracias a la guía de la nereida Tesis. A partir de estas manifestaciones literarias y artísticas de la cultura griega, la metáfora “estar entre Escila y Caribdis” implica hallarse entre dos peligros, a cada cual mayor y, por tanto, no tener escapatoria.

Homero describe a Escila como un monstruo que aúlla como perro desde su cueva y de aspecto temible: con doce patas deformes, seis largos cuellos cuyas cabezas tienen bocas con triples filas de mortíferos dientes (Odisea XII, 73-92). Es inmortal y se alimenta de todo lo que está a su alcance. La historia de Jasón y los argonautas, que ya menciona Homero y que recogerá más tarde Apolonio de Rodas (Argonáuticas, Canto IV, 784-832), la presenta como una bella ninfa, hija de Forcis y Hécate, transformada en monstruo a causa de los celos de la hechicera Circe (como observamos, los celos de los dioses son el peor enemigo de los pobres griegos). Según la descripción de Ovidio en La Metamorfosis (XIII, 730-739; XIV, 40-70), Glauco, un semidios marino, se habría enamorado de Escila y para intentar conseguirla, le habría pedido a Circe una pócima de amor. La hechicera, enfurecida porque ella misma había intentado seducir sin éxito a Glauco, fingió ayudarle entregándole una poción que debía verter donde Escila solía bañarse; sin embargo, tan pronto como la ninfa entró al agua brotaron de su vientre seis perros feroces que la transformaron en un monstruo, y de esta forma Glauco perdió interés en ella.

Por su parte, Caribdis [4] corrió la misma suerte que Escila. Hija de Poseidón y de Gea; la ninfa, en su afán de complacer al padre, inundó tierras para extender sus dominios. Zeus, enfurecido, la convirtió en un monstruo y la juntó con Escila para que ambas, no solo contemplaran el horror en el que las convirtieron, sino que además habitaran el estrecho de Mesina, paso entre Sicilia y la península Itálica, para atacar a los navegantes. Como el canal es muy angosto, al pasar los barcos corrían un gran peligro, pues si no caían en las garras de Escila, lo hacían en los remolinos de Caribdis. De hecho, Ulises en su viaje de vuelta a casa, y por consejo de la diosa Circe, pasó por el lado de Escila pues así perdía solo seis marineros, pero no la totalidad del barco (eso se llama economizar pérdidas). La descripción que hay sobre Caribdis es igual de surreal: una enorme fauce que tragaba grandes cantidades de agua y las vomitaba otras tantas veces, adoptando la forma de un remolino que devoraba todo lo que se ponía a su alcance.

Actualmente, y desde el punto de vista geográfico, el mito pudiera estar relacionado con lo que sucede en el estrecho de Mesina y que en su parte más estrecha no llega a los tres kilómetros. De hecho, en Calabria, hay una ciudad de nombre Scilla con un enorme acantilado en cuya base pudo estar la cueva en la que se alojaba el monstruo. En la esquina noroeste de Sicilia, hay un cabo frente al cual se forma un remolino que incluso ha figurado en las Cartas marinas de Olaus Magnus como Caribdis. Ya en el siglo XVIII ambas bestias fueron reducidas a nombres científicos: el tipo de una cebolla, el gen de una mosca, glaciares en Nueva Zelanda, una planta medicinal diurética, y, quizás, en un futuro sean el nombre de un platillo de autor en un reconocido restaurante.

Ahora bien, a lo largo de los siglos, muchas leyendas de monstruos marinos nacieron y fueron olvidadas. El Kraken es un sobreviviente [5], quizás el monstruo más grande jamás imaginado por la humanidad.

La anunciación del gigante era percibida por los narradores como una antesala del horror: las niñas de los enormes ojos rojos podían verse desde la superficie, dando la impresión de un voraz incendio bajo las aguas; los sobrevivientes señalaban que su llegada era anunciada por enormes campos de peces emergiendo del mar, para después ser tragados por un lento remolino marino creado por el movimiento circular del colosal cuerpo del monstruo, sumiéndolos a un profundo y oscuro sueño.

Incluso antes del nacimiento de la leyenda, los naturalistas griegos y romanos tuvieron algunas aproximaciones al animal marino. El filósofo griego Aristóteles (siglo IV a. C. ), en su obra La historia de los animales(Libro IV, 25), había distinguido al calamar que podía alcanzar más de 2 metros de longitud. El naturalista Plinio el Viejo (23-79 d.C) cuenta, en su Historia Natural, específicamente en el Libro IX que trata sobre la documentación de animales marinos, el extraño caso de un pulpo gigante que atacó la población costera de Carteia en la bahía de Gibraltar, colonia romana. Dicha información procede de un testigo documentado: el procónsul Lucio Licinio Lúculo (151 a.C), a través de los escritos de su secretario Trebio Niger.

Ilustración por Richard Zela.

 

 

Cuenta la crónica que en las cercanías de Carteia solía merodear un enorme pulpo que atacaba los viveros arrasando las factorías de salazones. Una noche, los guardianes, alterados por los ladridos de los perros, sorprendieron al enorme animal. El pulpo era de grandes proporciones y estaba envuelto en una especie de salmuera (capa concentrada de agua y sal) que desprendía un olor desagaradable. El pulpo llegó a atacar y matar a varios perros con sus enormes tentáculos antes de ser abatido por los tridentes de los guardianes de Carteia. El propio procónsul pudo ver el cadáver del monstruo y que su enorme cabeza “tenía el tamaño de un dolium capaz de contener quince ánforas”. Según el relato del secretario de Lúculo, el animal poseía unas enormes “barbas” (tentáculos) de unos treinta pies de largo (unos 9 metros) y el cuerpo pesaba unas setecientas libras (228 kilos). Ahora bien, si prescindimos de la fantasiosa lucha de los guardianes con el monstruo, la descripción de los testigos presenciales que recoge Pilinio parece coincidir (en peso y proporciones) con la del calamar gigante. Incluyendo ese insoportable hedor que describe el relato, pues este tipo de animales desprende un penetrante aroma a amoniaco.

Desde el principio el Kraken se incorporó a la mitología nórdica. En el folclore nórdico, se decía que ambulaba por los mares desde Noruega, atravesando Islandia hasta Groenlandia. El monstruo, dice la leyenda, tenía una habilidad especial para acosar a los barcos y muchos informes pseudocientíficos señalan que atacaba a los buques con sus fuertes brazos. Si esta estrategia fallaba, la bestia nadaba en círculos alrededor de la nave, creando un enorme remolino. Por supuesto, para valer su hambre, un monstruo necesita tener un gusto por la carne humana. Las leyendas dicen que el Kraken podría devorar a toda la tripulación de un barco a la vez. Pero a pesar de su temible reputación, el monstruo también podría traer beneficios: nadaba acompañado por enormes bancos de peces que caían en cascada por su espalda cuando emergía del agua. Los pescadores valientes podrían, por lo tanto, arriesgar su vida para acercarse a la bestia y así obtener una captura abundante.

Según un oscuro y antiguo manuscrito de 1180, escrito por el rey Sverre de Noruega, el Kraken era solo uno de los muchos monstruos marinos. Según lo señalado por el monarca, tenía sus propias peculiaridades: era de tamaño colosal, capaz de hundir barcos; rondaba los mares entre Noruega e Islandia, y entre Islandia y Groenlandia.

Otros dos monstruos marinos nórdicos tienen registros casi tan antiguos como el Kraken, que aparecen en la saga de Odd Flechas, una historia islandesa del siglo XIII escrita por un autor anónimo: sus nombres son Hafgufa (“mar de niebla”) y Lyngbakr (“espalda”). Los hábitos de estos monstruos fueron descritos más adelante en la enciclopedia noruega Espejo del rey (escrita en 1250 por un autor anónimo), pues compartieron muchas características con el Kraken, a saber, su tamaño gigantesco (tan grande como una isla o montaña) y su inclinación por atacar a los barcos y sus tripulaciones. Por lo tanto, estos monstruos han sido considerados como referencias nórdicas al calamar gigante y son tratados como el mismo monstruo.

Hasta principios del siglo XVIII, la ciencia y el mito no estaban del todo separados. El Kraken adoptó lenta pero constantemente la forma de un cefalópodo gigante, en gran parte debido al aumento del número de avistamientos de calamares gigantes. Esto culminó en la forma “moderna” de Kraken como un calamar gigante, que puede entenderse como un retorno al animal que hace mucho tiempo originó la leyenda. Su nombre aparecerá en la obra Sistema Natural, escrita por Carl Linnaeus en 1735. Esta obra es una clasificación taxonómica de organismos, que, en un pequeño capítulo, incluyó al Kraken como cefalópodo con el nombre científico de Microcosmus, afirmando que era un “monstruo singular” que habitaba los mares noruegos. A pesar de afirmar que nunca lo había visto en persona, eso quizás fue razón suficiente para haber excluido al animal en ediciones posteriores.

Será hasta el siglo XVIII cuando Erik Pontoppidan, obispo de Bergen, Noruega, lo describe en su obra Historia Natural de Noruega, escrito alrededor de 1752 y 1753. El nombre del libro nos da la idea de algo más orientado a lo científico, pero en realidad es un texto que habla más sobre mitología. En el texto, el gran tamaño del Kraken alcanzó, en principio, 2.5 kilómetros de longitud. El obispo narra que el gigante, al levantarse del mar, podría confundirse con una montaña; su inmensidad lo hacía más similar a una isla. Para dar una idea del tamaño de la criatura, Pontoppidan dice que todo un regimiento de soldados podría practicar sus maniobras de batalla encima del Kraken. También afirma que los informes de “islas flotantes”, comunes en esas épocas, en realidad no eran más que encuentros con el monstruo. Pontoppidan también cuenta la historia del obispo de Nidaros, quien confundió al dormido Kraken con una isla: el hombre y su tripulación encallaron en la espalda del monstruo para celebrar una misa y solo se dieron cuenta de su error cuando la criatura se despertó.

Los informes de Pontoppidan fueron desacreditados por casi todos los naturalistas posteriores debido a sus exageraciones. Sin embargo, algunos autores todavía defendieron a Pontoppidan, como fueron Robert Hamilton, en su obra Historia natural (1839) y John Ashton en su obra Criaturas curiosas en zoología (1890). Hamilton es un caso especial porque oscilaba entre la ciencia y el mito: a pesar de aludir a la posibilidad de que Kraken fuera un cefalópodo gigante, aún daba mucho crédito a las “historias de monstruos”. Pontoppidan había informado sobre la costumbre del monstruo de ennegrecer el mar con un chorro de líquido oscuro. Esto no se tuvo en cuenta hasta más adelante, pues esta capacidad se vincula al comportamiento de los cefalópodos al expulsar tinta ante cualquier amenaza. Además, Jacob Wallenberg, en 1835, afirmó que el monstruo expulsa agua por sus fosas nasales; otro comportamiento común encontrado en los cefalópodos es que utilizan la propulsión a chorro como un medio de locomoción rápida. También vale la pena mencionar la parte más curiosa del folclore sobre el Kraken: la creencia de que el ámbar (resina de árbol fosilizado), que se encuentra en las playas del Mar del Norte, era el excremento del monstruo.

El registro más antiguo de un calamar gigante, además de Aristóteles y Plinio, parece ser un cadáver encontrado en Thingøre Sand, Islandia, en 1639. Según se cuenta, los balleneros comenzaron a percatarse que los cachalotes cazados regurgitaban fragmentos de enormes brazos y los marineros no tardaron en relacionar estas piezas con el Kraken. En diciembre de 1853, se encontró un cefalópodo gigante varado en la playa de Raabjerg, Dinamarca, pero fue cortado en pedazos para el cebo. La única parte recuperada de este animal fue su pico, utilizado por Steenstrup (1857) para describir la especie Architeuthis monachus, nombre científico de los calamares gigantes.

Otros monstruos terribles que acechaban en el mar y aterrorizaban a los marineros eran serpientes marinas; bestias parecidas a reptiles (a veces incluso dragones) capaces de hundir barcos y devorar a su tripulación. Hay innumerables informes de marinos sobre encuentros con “serpientes”, tanto en registros oficiales navales como en la literatura científica y criptozoológica. Tanto Henry Lee (Sea monsters unmasked, 1883), como Richard Ellis (Monsters of the sea, 2004), presentan una lista de dichos informes y concluyen que la mayoría de ellos podrían reducirse a encuentros con calamares gigantes (el resto pueden ser anguilas y otros peces). Según estos autores, la descripción de tales serpientes marinas suele incluir: un cuerpo serpentiforme alargado y sinuoso (los calamares nadan con sus brazos y tentáculos unidos y pueden dar la impresión de ser una serpiente); una cabeza sin ojos y sin boca (los marineros solo pueden haber visto la punta del manto por encima del nivel del agua); un chorro de agua expulsada de su boca (los calamares usan dichos chorros, a través del embudo, para escapar y, en este caso, para evitar el hostigamiento de los pescadores).

¿Qué nos dice la ciencia hoy en día sobre el Kraken? Lo que sabemos es que esta posee un ojo bastante desarrollado, similar al del ser humano, siendo el más grande del reino animal pese a que habita en zonas marinas profundas, es decir, entre los 400 y 1.000 metros, donde no hay luz; poseen códigos de comunicación al manipular el color de su piel;  es una rara especie capaz de editar sus propias instrucciones genéticas; los tentáculos tienen su propio engranaje neuronal, de manera que pueden captar la información del entorno, procesarla y responder sin consultarlo con el cerebro; los más grandes, hasta ahora registrados, oscilan hasta los 20 metros de longitud; tiene tres corazones: un corazón principal que bombea sangre a todo el organismo y dos más pequeños a los costados que ayudan a irrigar las branquias; y, claro está, un pico duro, fuerte y asesino que se asemeja al de un loro, localizado en el centro de la red de tentáculos.

El reconocido biólogo marino Malcolm Clarke creía, al igual que muchos otros escritores y científicos, que la novela de Peter Benchley “Tiburón” y su adaptación cinematográfica eran responsables de la despiadada caza y matanza de tiburones blancos que tuvo lugar poco después del estreno de la película y temían que lo mismo pudiera suceder con el calamar ginate. Por fortuna, eso nunca sucedió, porque este peculiar cefalópodo es muy difícil de encontrar y no porque, de pronto, la gente haya desarrollado repentinamente una mayor conciencia ambiental. Por ahora, el calamar gigante no parece estar está en peligro. Sin embargo, a medida que la tecnología avanza, es posible que estos animales sean fáciles de capturar; por lo tanto, quizás en un futuro próximo, necesite protección o, en definitiva, se convertirá en un mito.

Ilustración por Richard Zela.

Pensar y mostrar al Kraken reclama un ejercicio de introspección en las zonas más oscuras de la historia. Si el monstruo marino es hijo de una contradicción (la que se crea entre el orden que lo margina y la rebeldía que proclama), pensarlo supone un esfuerzo de reconstrucción de las claves sobre las que se ha construido nuestra cultura. Es expresión de anhelos, miedos y frustraciones que luchan por hacerse visibles.

Nuestra cultura lo ha inmortalizado en diversos escenarios. Herman Melville concedió protagonismo al calamar gigante en Moby Dick, mientras que Julio Verne lo hacía en Veinte mil leguas de viaje submarino y Lovecratf lo deidifica a través de Cthulhu, criatura extraterrestre cuyas características físicas y habilidades hacen de él algo parecido a un dios para los humanos. Otras veces, lo condenan en mascotas infantiles o audaces logos empresariales, como sucede con la marca de un ron. Quien lo mire hoy, ya domesticado, no comprenderá su insustituible función cultural y, tal vez, tampoco entienda la emergencia de miedos que representa. Extraerlo del mar, rescatarlo del silencio, quitarle la mordaza es nuestro propósito. Al igual que algunos autores han intentado escrutar los arcanos del monstruo marino, hemos elegido al Kraken para entender los límites de nuestras formas de conocimiento.

El Kraken es una hybris que vive del contrabando en la línea del orden y de la imaginación y, en tanto que creación humana, supone una cristalización de formas de conocimiento. No funciona como negativo del saber, sino como un poderoso indicio de modelos sugeridos o imposiciones de razonamiento. Era un experimento espontáneo que la naturaleza ponía a disposición de los científicos.

Tanto si los encasillamos entre lo raro, como si los acotamos entre lo extraordinario, el Kraken conforma, desde afuera y desde dentro, la divisoria cultural entre lo que se quiera que sea la naturaleza y lo que pensamos que sea ella. Clasificarlo, ponerlo en algún sitio, confinarlo, es delimitar lo que contienen las palabras exótico, raro o extravagante. Nombrarlo, explicar su presencia, implica revisar nuestros miedos. Mostrar al monstruo, recrearlo en su historia y en sus imágenes, es reflexionar sobre la precariedad de nuestras formas de aparejar y discernir la realidad. Y, desde luego, pensar la historia más oculta e inquietante de la imaginación humana. La mitificación y deificación de su figura, por un lado, y el cuestionamiento científico y racional de su presencia, por el otro, nos hablan de una tendencia a la posesión de la naturaleza.

El Kraken llega marcado con una divisa que nos recuerda la estirpe de su origen moral: dime a qué le temes y te diré qué orden predicas. Y ese es el motivo por el que lo convocamos, pues su divisa podría haber sido también nuestro lema. Cabe entender al monstruo en tanto que objeto natural y en tanto que respuesta cultural. Su campo semántico se esponja entre los ámbitos de lo lógico (la realidad que proyecta) y de lo emocional (los sentimientos que provoca). Nuestra propuesta expositiva explora esta dualidad, unas veces cerca del monstruo real y otras próximos a explicarlo y darle sentido. Lo más intrigante es la inestabilidad y porosidad del confín que lo separa, su constante reto a las reglas que nos permiten distinguir entre realidad y ficción: su naturaleza mestiza, su carácter elusivo.

¿Qué tan profundo tendríamos que mirar el océano para dar con él? En el siglo XIX, Alfred Tennyson predice poéticamente su llegada. Leemos en el:

Bajo los truenos de la profundidad altísima,

muy por debajo de los abismos del mar,

en un soñar sin sueños, antiguo, imperturbable,

el Kraken duerme: tímidos, los rayos

del sol escapan por sus costados sombríos;

sobre su lomo, ingentes esponjas milenarias

crecen, se hinchan; y más allá, donde la luz

se enferma, en sus grutas espantables y secretas

cavidades, enormes e infinitos pulpos se sacuden

de sus brazos gigantescos, la lama adormecida.

Nutriéndose, dormido, de grandes gusanos marinos,

a través de las edades ha yacido y yacerá.

Cuando el fuego postrero caliente las profundidades,

ascenderá para ser visto por ángeles y hombres,

y, en un rugido, sobre la superficie morirá [6].

 

Quizás esa una premonición: al ascender, el Kraken romperá los cánones de conocimiento; al morir, en un remolino y movimiento infinitos, trascenderá el mito.

 

 


 

[1] El término griego «mito» significa, de una manera próxima, “palabra que se convierte en acto de habla” (ἔργῳ κοὐκέτι μύθῳ). Su significado refiere a relatos orales en su origen y con carácter sagrado. Se proponen como hechos verdaderos sobre el origen en diversas civilizaciones, donde las fuerzas creadoras se personifican en héroes, dioses, semidioses que persiguen el orden, y en sus contrarios representados por antihéroes y monstruos que crean desorden y la disolución de la comunidad.

[2] Me refiero a que la obra pudo haber tenido influencia de los libros de  los navegantes, abiertos a mitos y leyendas que hablaban de la existencia de monstruos feroces que arrasaban con barcos europeos.

[3] En griego Κητώ Kētō, “pez grande” y en específico ‘ballena’, de ahí “cetáceo”. En la película “Furia de Titanes” de 1981, Ceto aparece con el nombre de Kraken.

[4] En griego antiguo Χάρυβδις Chárybdis, ‘succionador’.

[5] Kraken, en su etimología escandinava, significa “monstruo gigante”. Aunque es el nombre más común que se encuentra en la literatura, el monstruo responde a muchas otras variantes: Krake, Krabben, Kraxen, Skykraken y Crab-fish. Así lo demuestran varios textos de los siglos XVIII y XIX, cuyos autores son: Pontoppidan, Wallenberg, Hamilton, entre otros.

[6] Traducción cortesía del poeta y escritor Jorge Gutiérrez Reyna.