La narcosatánica: Sara Aldrete
En los 80, el estrecho vínculo derivado de la santería entre Cuba y México, aquella adoración de los santos a través de ritos, adivinación, rezos y ofrendas que pueden incluir sacrificios animales, la cual admite que existe un solo dios y cuenta con una organización jerárquica bien definida y establecida de acuerdo a los conocimientos y capacidades de sus miembros; protagonizó uno de los sucesos más impresionantes en la historia del crimen en nuestro país: la noticia del hallazgo de un rancho en Matamoros donde se realizaban rituales y en el que encontró una fosa común con más de una docena de cadáveres. Las particularidades terroríficas de las evidencias llevaron a los medios de comunicación sensacionalistas a apodar a los involucrados como los narcosatánicos, a utilizar indistintamente el término “santería” y vincularlo sin inconvenientes con el narcotráfico, el satanismo y el asesinato, alimentando así la estigmatización de la práctica en el país.
Los nativos del oeste africano, tras ser esclavizados y arribar a países como Haití y Cuba, crearon la santería al incorporar a su propia religión algunas características del catolicismo que les fue impuesto. Practicada por los primeros esclavos y sus descendientes, se extendió por todo Cuba pero, al no ser aceptada abiertamente, sus ritos se realizaban de forma clandestina. Más adelante, en 1953, la revolución cubana causó que una gran cantidad de santeros migraran a sitios de Estados Unidos con una población hispana considerable como Miami, Los Ángeles y Florida, así como a Puerto Rico y México, dada la cercanía.
Durante los 60, los mexicanos comenzaron a incursionar en esta práctica religiosa que cada vez adquiría más adeptos. La mayoría pertenecía a un estrato social alto, específicamente, a la élite de artistas y políticos. Al igual que en Cuba, los ritos se realizaban de forma secreta, y a estos se fueron incorporando elementos del catolicismo, lo que los alejó cada vez más de su origen africano.
En 1987, Sara María Aldrete Villarreal, originaria de Tamaulipas, era una joven de clase media de 23 años, alta, rubia y de ojos claros; estudiante distinguida de la carrera en Educación Física en el Southmost College, en Brownsville, Texas, ciudad en la que realizó la mayor parte de sus estudios. Además, contaba con una beca para estudiar danza, y en su tiempo libre daba clases de tenis.
Dos años después, su rostro se exhibía sonriente junto al de Adolfo Constanzo en la nota roja bajo los titulares “A la caza de los diablos mayores”, “¡Más crímenes satánicos!”. Las multitudes, tan satisfechas como alarmadas, leían con avidez sobre los “templos satánicos” de “el rey de la cocaína”. Los llamados “narcosatánicos” fueron acusados de sacrificar niños y cercenar a sus víctimas, de secuestro y tortura y de buscar protección a través de ofrendas sangrientas.
A pesar de que Constanzo era abiertamente homosexual (al igual que varios de sus ahijados), y de que Sara se declaró fascinada por su belleza aunque siempre negó haber tenido algo más que un vínculo de amistad con él, Sara y Constanzo pasaron a la historia del crimen como pareja, una de las tesis que ha generado mayor interés y gracias a la cual forman parte de una infame lista de parejas criminales entre los que destacan en el siglo XVIII, William Burke y William Hare quienes conformaron un dúo para asesinar y vender los cadáveres a la ciencia, crimen por el que Burke fue condenado a la horca y que inspiró a R. L. Stevenson a escribir el cuento “El ladrón de cadáveres” (1884).
Otra pareja criminal de renombre es la de Bonnie Parker, de 21 años, y Clyde Barrow, de 22, quienes durante la década de 1930 asolaron durante dos años los pequeños comercios y bancos de diversos Estados de Norteamérica. Finalmente, fueron acribillados juntos en su auto, un Ford V8. Varias películas se inspiraron en su trágica historia, como Sólo se vive una vez (Fritz Lang, 1937) o Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967). La canción “Bonnie & Clyde”, de La Casa Usher, inicia con la frase: “Cuando mató, fue porque no hubo otro remedio”.
En 1940, Raymond Fernández, practicante del vudú con el objetivo de estafar mujeres, conoció a Martha Beck, con quien inició una relación amorosa y a quien hizo pasar por su hermana sin imaginar que los celos añadirían el componente fatal a sus estafas, llevándolos a asesinar a cerca de veinte mujeres. La película Lonely Hearts (Todd Robinson, 2006) está basada en su historia.
El nombre de Adolfo Constanzo es la clave en esta historia: un joven de ascendencia cubana, tez clara, ojos verdes, cabello negro y tan solo dos años mayor que Sara. Nació en Miami y fue criado en Puerto Rico, donde su madre lo inició en el culto afroamericano Palo mayombe en el que ella era sacerdotisa y que, en esencia, es el culto a los espíritus y a la naturaleza.
Desde la adolescencia, Constanzo estuvo en contacto con el tráfico de drogas y el ocultismo a través de uno de sus padrastros. Fue acusado de crímenes menores, y en los 80 se dedicó a perfeccionar sus habilidades en el culto para viajar a México, donde también incursionó como modelo. Se dio a conocer como santero y médium, asegurando que sus rituales podían conseguir fama, poder y protección. Gracias a su experiencia, ganó popularidad y entró en contacto con diversas personalidades del espectáculo, narcotraficantes, políticos y funcionarios.
En 1984 se instauró en Matamoros como líder de un grupo dedicado a la santería y al tráfico de estupefacientes, cobrando miles de dólares por sus trabajos bajo el abrigo de los círculos de poder de la localidad. Tres años después, conoció a Sara. El Padrino, como lo llamaban, la introdujo al culto y la “bautizó” como la Madrina. Entre ambos reclutaban y lideraban a sus “ahijados”, jóvenes entre los 21 y los 23 años de edad que trabajaban para ellos. Aquél vínculo favoreció a la familia nuclear de Sara, pues Constanzo se hizo cargo de todas sus necesidades económicas.
En abril de 1989, uno de los ahijados que conducía por la carretera en dirección al rancho Santa Elena fue detenido por la antigua Policía Judicial Federal al evadir un retén. El joven de 22 años llevaba en su vehículo un arma de fuego y estupefacientes. Un largo interrogatorio logró su confesión: pertenecía a una secta que realizaba sacrificios en el rancho Santa Elena, donde también traficaban para el cártel del Golfo.
Las autoridades llegaron al lugar y descubrieron los horrores que le darían fama al grupo: un caldero de hierro con varios palos de madera a medio calcinar y restos de sangre y sesos, diversas cacerolas pequeñas con despojos animales, grandes manchas de sangre en las paredes y en el piso, osamentas carbonizadas tanto humanas como de animales, columnas vertebrales colgando, machetes y varios kilos de marihuana. Sin embargo, el descubrimiento más espeluznante fue el de una fosa común debajo de un corral donde localizaron restos en diferentes estados de descomposición de trece cuerpos humanos mutilados, lo que llevó a los agentes a etiquetar aquellos rituales como satánicos. En el rancho detuvieron a cuatro hombres, entre ellos, el dueño.
Una vez identificados los cadáveres, reconocieron al del estadounidense Mark J. Kilroy, estudiante de medicina de 21 años que desapareció tras viajar a México algunos meses atrás. Kilroy fue el verdadero motivo de que la noticia trascendiera en una región donde imperaba la violencia y la impunidad, pues el gobierno estadounidense presionó al gobierno de Salinas, que buscaba mejorar la relación entre ambas naciones, para esclarecer el crimen y encontrar a los culpables.
Los detenidos confesaron que las víctimas eran seleccionadas al azar, pero que Kilroy había sido elegido por ser norteamericano, pues Constanzo había especificado que necesitaba a un hombre con ciertas características para realizar un ritual sumamente importante tras perder una considerable carga de droga. Según los testimonios, Constanzo usaba las columnas vertebrales, los corazones y los cerebros de sus víctimas para realizar rituales de protección e invulnerabilidad para sus famosos clientes.
Mientras tanto, los otros cuatro miembros del culto y sus líderes, Sara y Constanzo, estaban prófugos. Al ser acusados de asesinato, huyeron en auto al centro del país. Algunas semanas después, la policía los ubicó en un edificio de departamentos en la delegación Cuauhtémoc, en la Ciudad de México, urbe en la que asesinaron a otras dos personas.
Sitiados, Constanzo ordenó tirar dólares por las ventanas para atraer a la gente, generar confusión e intentar escapar, pero la policía inició una balacera. Cuando Constanzo se dio cuenta de la imposibilidad de huir, le pidió a uno de los suyos que le disparara a otro de los ahijados y a él y que luego se diera un tiro. Sólo hubo tres sobrevivientes en el departamento. Sara fue una de ellos.
Al día siguiente, los cuerpos acribillados de Constanzo y otro joven encabezaron las publicaciones de nota roja que alimentaron el morbo de los espectadores. Tras la detención, aunque Sara alegó inocencia y declaró que había sido víctima de Constanzo asegurando que la tenía secuestrada, diversas pruebas corroboraron su complicidad y participación activa en los descarnados crímenes.
Cuatro eran los elementos esenciales que unían a los narcosatánicos: juventud, ambición, un nulo respeto por la vida humana y la supuesta impunidad de la que gozaban. En sus líderes, además, se conjugaron las características necesarias para representar sus papeles: el atractivo físico, la inteligencia y la habilidad de manipulación. Vivir sus breves existencias cruzando el límite de lo legal entre millones de dólares fue lo que los sedujo, pues esto les otorgó una exaltación de sensaciones que, de otra forma, no hubieran experimentado jamás.
Los sobrevivientes fueron acusados de homicidio, posesión de armas de fuego, profanación de cadáveres, asociación delictiva, delitos contra la salud y encubrimiento. Uno de ellos se fugó de la prisión, el otro murió poco después. Sara fue condenada a más de 60 años, sentencia que se redujo a 50 al encontrarla culpable solamente de encubrimiento.
Después de once años de encierro y de asistir a un taller de creación literaria, publicó un libro autobiográfico titulado Me dicen la narcosatánica (reeditado por Debolsillo en 2013), en el que afirma su inocencia y acepta que su único crimen fue haber conocido a Constanzo. Además, describe sus experiencias con El Padrino y los terribles abusos físicos, la tortura (como la abrasión de genitales) y violación que sufrió en manos de las autoridades para lograr su confesión. Sara tuvo oportunidad de presentar el libro dentro del reclusorio. Esa tarde apareció sonriente, maquillada, con su larga melena rubia ondulada y un sobrio vestido color rosa pálido.
Éstas son las primeras líneas de su obra: “Desde el 13 de abril de 1989 se me conoce con varios alias, apodos o sobrenombres: la Sacerdotisa, la Madrina, la Concubina del Diablo, la Narcofanática y la Narcosatánica. O, simplemente, Satánica. A partir de ese día, y a lo largo de dos meses, los medios de comunicación, nacionales e internacionales, difundieron mi nombre, mi imagen y mi vinculación con el cubano-norteamericano Adolfo de Jesús Constanzo, alias El Padrino”.
Sara ha respondido diversas entrevistas desde el presidio, entre ellas, una para Univisión, que influyó en el guion de la serie Capadocia (HBO, 2008).
En el 2000, afirmó para La Jornada creer en Dios, haber sido católica y estar interesada en diversas religiones además de la santería, mas no pertenecer a ninguna. Al preguntarle sobre su libro, comentó, desde el Reclusorio Preventivo Femenil Oriente, que todo lo que escribió era verídico y que quizá después escribiría ficción. Sobre Constanzo, afirmó que a pesar de que él pudo haberla matado en diversas ocasiones, nunca lo hizo, y que lo recordaba constantemente. A la pregunta de si desearía poder olvidarlo, respondió: “A veces juego a odiarlo. Pero no lo consigo”.
En 2004, en una entrevista con John Carlin, de El País, Sara relató haberse vinculado con Constanzo debido a su rango de sacerdote en la santería y por su dinero y poder. También, que él mismo la “bautizó” con la sangre de dos animales sacrificados para poder formar parte de la secta. Negó haber involucrado el homicidio en sus rituales y cualquier vínculo con el narcotráfico.
La brutal historia de los narcosatánicos inspiró la película Perdita Durango (Alex de la Iglesia, 1997), en la que dos adolescentes son secuestrados por una atractiva pareja de santeros para sacrificarlos.
A 31 años de los crímenes de los narcosatánicos, Sara, de 55, ha pasado la mayor parte de su juventud recluida y ha defendido su inocencia a lo largo de su recorrido por diversos centros penitenciarios del país, y actualmente purga condena en el penal femenil de Tepepan, donde solicitó su excarcelación para pasar las casi dos décadas que le restan bajo vigilancia.
Su voluntad férrea no ha podido ser doblegada ni con la violencia más extrema, lo que demuestra que su discreción casi total respecto a Constanzo y los crímenes del culto va incluso más allá de lo cognoscible.