Eric Röhmer, cuentista de la imagen
A los miembros del CCCP, nido de maníacos adorables. Y en especial a Java, maestro de ceremonias.
Los grandes contemplativos son los mejores seres de acción.
André Bazin
Con su aire de marqués antiguo y refinado vampiro, Eric Röhmer le hacía honor a su fama de “cineasta literario”. Era uno de esos genios tímidos que intimidan a cualquier interlocutor. Cuando hablaba, parecía hacerlo consigo mismo; quizás por eso fue tan esquivo con los medios y se negó rotundamente a referir su vida privada o la de sus compañeros. Su autismo era literario. Las treinta películas que constituyen el grueso de su obra le merecieron un León de Oro a este “hermano mayor” de la Nueva Ola Francesa, que hoy cumpliría cien años si no hubiera muerto en París hace diez, poco antes de llegar a los noventa.
Su cine es una infinita correría por los sutiles meandros del deseo amoroso, las relaciones de pareja y el eterno conflicto pascaliano: azar o libre albedrío, pasión o razón. La conocida sentencia de Blaise Pascal es inevitable para ahondar en su autoría: “el corazón tiene razones que la razón no entiende”. Sus personajes proclaman convicciones que pronto están tentados a abandonar y luego se refugian en la indecisión hasta que un golpe de azar revierte su rumbo. “En general, nunca trato de conquistar a nadie a toda costa, y aunque tratara, no lo conseguiría, es mi destino, estoy condenado a la libertad” dice Gaspard, protagonista de Cuento de Verano y personificación de la indecisión voluntaria, de la heroicidad por inacción. En palabras de Röhmer su obra es un constante intento de abordar “una lucha entre la voluntad de infidelidad y la necesidad de fidelidad”1.
Fracasa de nuevo, fracasa mejor
Eric Röhmer encaja a la perfección con la poética del fracaso y el célebre apotegma de Samuel Beckett en Rumbo a lo peor: “inténtalo otra vez, fracasa otra vez, fracasa mejor” [Try again, fail again, fail better]. A diferencia de sus pares de La Nueva Ola (Chabrol, Godard, Truffaut), las primeras diez películas de Röhmer no tuvieron prácticamente ningún éxito comercial. El largometraje que inició su carrera, El signo de Leo, fue financiado enteramente por Chabrol y se rodó en 1959, pero solo vio la luz tres años después. Su recepción fue tímida, casi inexistente. Hasta 1969, luego de una catastrófica proyección en el festival de Cannes2, Mi noche con Maud logró cierto reconocimiento del público gracias a su nominación al Oscar como mejor película extranjera. Curiosamente, Röhmer declaró —un poco en broma y un poco en serio— que el suyo es “cine comercial” porque sus películas nunca recibieron subvenciones del gobierno y tuvieron que sostenerse con lo poco o mucho que recaudaban en las taquillas3. Probablemente él fue uno de los primeros cineastas en crear su propio público, una audiencia fiel y contraria a los fenómenos de masas, interesada en algo más que las controversias o las modas efímeras —y por ello tildada con frecuencia de diletante y burguesa.
Una vida singular: soldado, profesor y crítico de cine
Aunque de joven fue un gran adepto del teatro –en especial de Corneille, Racine y Molière-, Eric Röhmer conoció el mar gracias al cine. Ocurrió en su adolescencia durante una proyección en la plaza pública de Tulle, en una de las cortas secuencias de escenas naturales que permitía el pathé baby, un rudimentario proyector de 9,5 milímetros que funcionaba con el giro de una manivela. Habitualmente los feriantes llegaban con el ocaso al centro de la ciudad e instalaban sus novedosos kinescopios y los pathé baby junto a unos bancos circulares. La puesta en escena le confería cierta alquimia y un aire circense al espacio urbano. Entonces comenzaba la función y esparcía su escarchada magia por doquier: ciclos de Max Linder, Buster Keaton y Charles Chaplin que suscitaron los primeros sueños cinematográficos del futuro realizador y transformaron a ese lector precoz que pasó de las novelas de Julio Verne y la condesa de Ségur a las películas de Jean Renoir y Howard Hawks.
Con 17 años, Röhmer logra la admisión a las clases literarias en el prestigioso liceo Henry IV. Allí recibe cátedra del gran filósofo Alain, quien lo sumerge en la literatura de sus futuros autores de cabecera: Proust, Víctor Hugo y Balzac. En 1942, en plena ocupación nazi, Rohmer sirve en un “agrupamiento juvenil” del ejército francés durante un año, con la suerte de que nunca lo llaman a pelear en el frente. Pocos meses más tarde, aprueba el concurso de profesor de letras (que había reprobado en tres ocasiones) y se muda a un hotel del quinto distrito de París para trabajar en una preparatoria. Probablemente durante esos momentos de efervescencia escribe su única novela, Elisabeth, publicada en 1946 bajo el pseudónimo de Gilbert Cordier y cuya autoría no reconoció sino hasta su reedición, en el año 2000. Hasta los treinta años, el verdadero nombre de Eric Röhmer fue Jean-Marie Maurice Schérer. En los cineclubes, donde se hizo amigo de Bazin y los entusiastas de la Nueva Ola, todo el mundo lo conocía como “Momó”, contracción amical de “Maurice”. Entonces se le ocurrió para firmar la publicación de sus primeros ensayos y críticas cinematográficas como “Eric Röhmer”. El origen del pseudónimo es incierto pero alimenta un juego de máscaras. Se cree que viene de Sax Röhmer, un escritor británico conocido por su saga de relatos de aventura. Curiosamente, Röhmer tampoco era el verdadero nombre de aquél novelista.
Lo cierto es que durante los años sesenta y setenta, Röhmer se forjó a pulso una reputación de creador perfeccionista, neurótico y literario. En poco tiempo el personaje rebasó a Schérer y en el cementerio de Montparnasse, hoy día, figuran los dos nombres en la lápida.
Cine de autor
La obra atípica y personal de Eric Röhmer encarna un concepto clásico de la crítica que hoy es moneda de uso corriente en cocteles y cineclubes: “el cine de autor”. ¿Qué quiere decir en realidad, y por qué Röhmer es su emblema? La expresión viene de un artículo4 de François Truffaut publicado en los míticos Cuadernos del cine. “No hay obras, solo hay autores”, dice Truffaut citando a Giradoux. En síntesis, las películas no solo deben juzgarse como un espécimen cinematográfico, sino también y sobre todo como parte de la producción de un autor. “Lang, Hitchcock, Hawks, Rosellini y Renoir” nunca crearon por pedido, siempre contaron sus historias, construyeron su propio universo audiovisual. Son más que realizadores, son autores de películas [auteurs de films].
Desde esta perspectiva cinematográfica, cada filme es uno de los órganos que compone un gran cuerpo llamado Autor. Por su parte, el espectador-crítico solo logrará asir todo el sentido de un “filme de autor” si está familiarizado con su obra y es capaz de detectar sus recurrencias y contrapuntos. Evidentemente, tomar al pie de la letra esta noción puede resultar excesivo y de un cierto elitismo intelectual. Quizás mejor valga la pena entenderla como lo que fue: el manifiesto de una generación de críticos de cine que se volvieron directores.
A pesar de todo, un hombre estricto como Röhmer lleva la autoría del cine a un extremo insólito. Para él es indispensable concebir y escribir sus películas. Sus personajes hablan un francés literario, sostenido, clásico (y quien dice clásico dice “de cierta clase”, con el refinamiento y estilo que eso supone). Asimismo, Röhmer es dado a la improvisación en muchos aspectos, el azar es parte de su fórmula mágica de creación.
Prefiere, por ejemplo, no conocer bien a sus actores hasta el inicio del rodaje. En Cuento de Verano el elemento central de la película es una canción sobre la errancia y el viaje que el actor principal, Melvil Poupaud, compuso durante los primeros días de la filmación porque Röhmer ni siquiera sabía que tocaba la guitarra. No asombra que un director así declare que detesta las interpretaciones psicoanalíticas porque reducen la libertad individual y considera que uno puede actuar guiado por la intuición o por ciertos reflejos sin perder por ello un ápice de su libre albedrío. En lo demás, Röhmer es un tipo riguroso, casi neurótico. Alguien a quien no le importa en lo más mínimo cambiar su plan de rodaje mientras espera, durante días, una lluvia torrencial que necesita para filmar la escena de un atardecer nublado.
El cuentista de la imagen: análisis de una cinematografía
Hay dos razones evidentes para sostenter que Röhmer es un Autor. Primero, su coherencia y cohesión temática saltan a la vista; segundo, su estrecha relación con el relato literario es especial. La esencia de la filmografía de Röhmer se estructura en tres ciclos que realizó en un lapso de casi cuarenta años: Cuentos Morales (6 películas), Comedias y Proverbios (6 películas), y Cuentos de las Cuatro Estaciones (4 películas).
Los Cuentos morales retoman el título de un clásico de la literatura juvenil del siglo XVIII: Cuentos morales para la instrucción de la juventud, una compilación de la escritora Jeanne-Marie Leprince donde figuran conocidos relatos como La Bella y la Bestia o El príncipe Encantador. Sin embargo, a diferencia de estas narraciones, las películas de Röhmer no tienen una intención moralizante sino moral.
En vez de juzgar, ponen en escena el problema sin tomar partido. Intentan descifran las costumbres y tendencias de la sociedad en cuestiones tan diversas como el vestir, las conversaciones en la mesa o la vida erótica. Por ello, Röhmer se siente más cerca de escritores como Balzac o Víctor Hugo, que de moralistas como La Rochefoucauld o el propio Pascal. Aunque se fundamenta en la ética judeo-cristiana, su cine no pontifica desde un pedestal, más bien trata de reformular una serie de dilemas universales que dividen el alma humana.
Otra de las singularidades de los Cuentos Morales es su unidad narrativa: un hombre busca a una mujer pero encuentra a otra, y duda hasta volver al fin a la primera. La voluntad, las convicciones de los personajes y el azar son los motivos filosóficos de esta serie. Debido a un azar (Röhmer admira profundamente la poesía de Mallarmé, su Golpe de dados), el personaje masculino está tentado a deponer sus principios por el influjo del deseo, pero su voluntad o nuevamente el azar acaban reconduciendo sus pasos hacia la ética de sus fundamentos iniciales. Las conversaciones de los protagonistas ocurren a la manera de complejos diálogos que se debaten entre la sexualidad y la filosofía:
Adrián: Encontré la definición de Haydé : es una coleccionista. Colecciona tipos. Haydée, si te acuestas con todo el mundo así, sin pensarlo siquiera, eres la escala más baja de la especie, la repugnante ingenua. Ahora bien, si estás coleccionando de forma sistemática, con obstinación, o sea, si es un complot tuyo, las cosas son completamente distintas.
Haydé : No soy una coleccionista. Estoy buscando, para tratar de encontrar algo. Y puedo equivocarme, por cierto.
Daniel : Ella no colecciona, toma lo primero que encuentra. (…)
Haydé: Tú también, tú raspas.
Daniel: Yo soy un bárbaro. Si me acosté contigo, fue sin ninguna intención.
Haydé: Eso es completamente ilógico: me reprochas de tomar cualquier cosa y tú presumes de hacer lo mismo.
Daniel: Tú no eres bárbara, no tienes derecho de comportarte igual. Yo sí, siempre hay que estar matando algo en algún lugar. Que me haya acostado contigo o no, es exactamente la misma cosa. Me acosté contigo desde el primer segundo en que te vi.
Por cierto, el coleccionista realmente es un pobre ser que solo piensa en acumular. Nunca logra satisfacerse con un objeto. Siempre le hará falta el conjunto. ¡Qué lejos estamos de hablar de algo puro!
La segunda serie, Comedias y Proverbios, al contrario de Cuentos Morales, explora las calamidades de la vida cotidiana y sentimental desde la mirada femenina. ¿Qué es el amor y la felicidad? esa la gran pregunta que intentan resolver sus personajes, y ya no lo hacen desde una moral religiosa sino basados en su credo personal e íntimo. “Quiero encontrar el gran amor”, afirma Marion, en Paulina en la playa, “En el pasado me dejé llevar por un hombre que me persuadió de que me amaba y de que yo lo amaba, y le creí. Pero eso no era amor, eso era fidelidad. Le di un gran peso a la fidelidad, aún lo sigo haciendo. Pienso incluso que no hay amor sin la creencia de que es eterno. Pero claro, uno tiene derecho de equivocarse”.
Un paisaje sonámbulo que le hace honor al realismo poético de Marcel Carné enmarca la atmósfera de este ciclo, y al mismo tiempo pone en escena el pintoresco ambiente francés de los años ochenta —las seis películas de Comedias y Proverbios se filman entre 1981 y 1987. Röhmer establece aquí una forma libre, de menos apegos formales, de mayor improvisación y saltos hacia la ironía cómica. Como las piezas tragicómicas del poeta romántico Alfred de Musset, cuyo título emulan, la estructura de Comedias y Proverbios también parte de un dicho sentencioso y edificante: cada película ilustra un proverbio o una citación tomados de la literatura clásica, de la tradición oral o incluso inventados por Röhmer.
En Paulina en la playa, por ejemplo, el proverbio es “Quien habla mucho, se burla de sí”. Entre los personajes destaca Henri, un donjuanesco cuarentón de elocuente discurso libertario, que él mismo se encarga de sabotear con sus arrebatos seductores y termina en completo ridículo. El brillo de su cobardía y abyección recuerdan el Don Juan de Molière; en especial la réplica de Sganarelle ante una de las mujeres que reclama la presencia de Don Juan para saber si al fin se va a casar con ella: “No tema, Señora, mi Señor se casará con usted tantas veces como usted quiera, es algo que hace muy bien”, responde el sirviente.
Y el último ciclo, acaso el mejor logrado, es Cuentos de las cuatro estaciones. Una escena vale más que mil palabras: en Cuento de Otoño, un grupo de amigos debate sobre la reencarnación como una noción de lo sobrenatural que reside en el seno de todas las grandes religiones. ¿Es incompatible creer en la reencarnación y ser católico? “Sí, es incompatible porque no es una idea moral, suprime la responsabilidad. Uno puede ser responsable de una vida, no de muchas”, responde Loïc, culto librero católico y ex amante de Félicie, la apasionada protagonista de la película, quien, de repente, decide intervenir en la trascendental conversación: “No estoy de acuerdo. Yo creo, por el contrario, que si el alma vive a través de varios cuerpos entonces puede irse perfeccionando poco a poco, y eso no suprime la responsabilidad”.
Rodadas durante los años noventa, las cuatro películas que componen Cuentos de las cuatro estaciones no solo manifiestan la madurez de un lenguaje cinematográfico sino también una síntesis impecable de los motivos recurrentes en la cinematografía de Röhmer. Desde luego, a esto se suma la magistral intervención de actores que se volvieron emblemas del cine francés como Marie Rivière o Melvil Poupaud.
Todos los elementos se orquestan de manera exquisita: los memorables planos de caminatas en la playa o el bosque, las secuencias plano/contraplano que enfatizan la importancia del espacio, el dominio absoluto de la poética visual del fuera de campo (lo más importante es precisamente lo que no nos muestra la cámara, pero nos lo sugiere el plano).
En Cuentos de las cuatro estaciones, el término “cuento” toma un sentido literario, próximo a la leyenda, a los cuentos de hadas y al relato imaginario en general. El verano, el otoño, el invierno y la primavera son el telón de fondo, el marco simbólico en este cosmos röhmeriano; cada estación implica una forma distinta de desamor, fidelidad o de azar. El magistral contrapunto que ocurre entre guión, interpretación y dirección logra una profundidad única en el cine mundial. Y Röhmer funge como un cuentista de la imagen. El espectador llega a sentir que los personajes realmente se transforman y lo cuestionan desde el otro lado de la pantalla con sus penetrantes dudas. Sus cuentos audiovisuales no solo entretienen, sino que persuadan y a veces espantan, pero la “moraleja” nunca es clara ni definitiva, responde a los prejuicios o a la historia sentimental del cinéfilo.
Si Eric Röhmer sigue y seguirá siendo un cineasta indispensable, es quizás en razón de su alquimia cinematográfica. La austeridad de su puesta en escena, su presencia casi invisible en el set, la inclusión del azar y la improvisación como ingredientes de una fórmula mágica donde todos los elementos reviven la dimensión artesanal del artista visual. Su figura recuerda la de esos itinerantes proyeccionistas que montaban, con modestia y rigor, los artilugios necesarios para exhibir por primera vez ese mar que nos ha hecho soñar en algún momento de nuestras vidas..
- Röhmer, le plus jeune cinéaste francais [Röhmer, el más joven cineasta francés], consultada el 25 de febrero de 2020. Disponible en francés en : https://www.telerama.fr/cinema/rohmer,-le-plus-jeune-cineaste-francais,n6096463.php
- La película fue proyectada después de un aburrido cortometraje acerca de un gato que entra a una iglesia. Por una desafortunada coincidencia, varias secuencias de la película de Rohmer suceden también dentro de una iglesia, razón que suscitó la burla y la desaprobación del público, como recuerda el actor Jean-Louis Trintignant en una entrevista. Fuente en línea: https://www.lefigaro.fr/festival-de-cannes/2017/05/04/03011-20170504ARTFIG00255-le-festival-de-cannes-une-corvee-pour-jean-louis-trintignant.php
- Röhmer, le plus jeune cinéaste francais [Röhmer, el más joven cineasta francés], consultada el 25 de febrero de 2020. Disponible en francés en : https://www.telerama.fr/cinema/rohmer,-le-plus-jeune-cineaste-francais,n6096463.php
- Ali babá et la politique d’auteurs se titula el texto de Truffaut, que aparece en la edición de Cahiers du Cinéma de febrero de 1955. Las imágenes de la versión original están disponibles en: https://tcf.ua.edu/Classes/Jbutler/T440/AuteurTheory.php