El infierno (no) son los otros
Breve e incompleta crónica desde Berlín en días de Coronavirus
¿Corona qué?
Justamente hace una semana, el 12 de marzo, mi compañera turcoalemana en un ataque de nerviosismo fue puerta por puerta a decirnos que la editorial donde trabajo ordenaba home office. Se lo dijo a cada uno del Departamento de español, parecía que lo repetía de memoria. Ella lo había escuchado por allí, en alguna reunión. Cuando terminó de avisar, tomó su portátil y se fue. En ese momento me reí. Era impensable. ¿Cómo se va parar esto ahora que estamos por entregar tantas cosas? Un día después, el viernes 13 –no en vano su fama– a las 5 de la tarde, justo cuando más del noventa por ciento de los trabajadores ya ni estábamos en la editorial, se confirmó la disposición.
En la ciudad sucesivamente se anunció el cierre de escuelas, jardines de niños, universidades, museos, grandes almacenes. Se acortaron horarios de supermercados, cafeterías y restaurantes. Comenzó un extraño efecto dominó que terminó en el supermercado y el saqueo de estanterías a diestra y siniestra.
Mi pareja no paraba de recibir mensajes de sus padres que son polacos y todavía tienen muy fresco el recuerdo de la escasez vivida durante la Ley marcial que terminó en 1983. Que si tenemos papel higiénico, que compremos víveres, que no se nos olvide comprar jabón. Enlatados, repiten varias veces. En ese entonces el virus aún parecía ajeno a la rutina. Sí, en las calles se hablaba sobre varios casos en Lombardía, pero eso pasa en Italia, ¿no? Y esa región queda tan lejos de Berlín.
En mi edificio, en el pizarrón de vecinos, alguien deja una lista donde uno se puede anotar para pedir u ofrecer ayuda. Nos damos cuenta, o mejor dicho, me doy cuenta… de que, al menos en mi edificio, no hay ancianos. La lista de ayudantes ha crecido; entusiasmados, varios nos hemos ofrecido para ayudar a hacer la compra y encargos menores. Pero… ningún anciano se ha anotado hasta el momento. Tal vez porque vivo en un barrio compuesto por familias y estudiantes. Tal vez porque piensan que cobraremos nuestra ayuda. No lo sé.
Me doy cuenta apenas el sábado de lo que está pasando. En Alexanderplatz, un lugar que en diez años de vivir en Berlín nunca he visto vacío a las 7 de la tarde, hay algunos turistas, una decena de adolescentes punks, policías y paro de contar. Aunque todo el tiempo la situación estuvo frente a mí, apenas la veo o la quiero ver: la ciudad está en estado de emergencia, se respira miedo, inseguridad, incertidumbre.
18 de marzo
Mientras la canciller Angela Merkel se dirige en un anuncio televisivo a la nación, los memes y videos en torno al coronavirus no dejan de llegar a mi celular. Entre ellos me escribe Álvaro, el huésped colombiano que hace dos semanas pasó por Berlín y se quedó con su novia en mi piso. Desde Medellín me comenta que han puesto a los adultos mayores en cuarentena. Casi al mismo tiempo, una tía en México ha reenviado al grupo de la familia un video de Arabia Saudita donde se ilustra el porqué es importante desinfectarse las manos (explicado todo en árabe, por supuesto).
Y yo en Berlín, escuchando a Merkel. En un mensaje que roza los doce minutos, la canciller pide sensatez y moderación a la población. Sí a tener reservas en casa, a disminuir el contacto social, a cuidarse. No a las compras de pánico, a la irresponsabilidad social.
Apela a la solidaridad que se necesita en estos días y para recalcar sus frases recurre a la historia. “Desde la Reunificación”, dice y se corrige ella misma, “no, desde la Segunda Guerra Mundial, Alemania no ha tenido un desafío de esta magnitud que precise tanta solidaridad en la sociedad”. Y va entonces al grano: ya no habla de luchar contra la pandemia, sino de ralentizar su propagación “en su paso por Alemania”. El Estado asume su tarea, seguir gobernando. Y la población tiene que asumir la suya, porque se quiera o no, el show debe continuar y la economía sigue siendo el motor de todo en este país. Así que a disminuir el contacto social (por tiempo indefinido) y a seguir trabajando de ser posible desde casa, por cierto, ahora hay que hacerlo con los niños al lado.
Son las 7 de la tarde, los días por fortuna son mucho más largos, el invierno va en picada total y en los parques el pasto reverdece. Este es el momento que hemos esperado los 3,5 millones de habitantes de Berlín para quitarnos el abrigo, quemarlo o guardarlo en las profundidades del sótano y entonces, salir a recuperar las calles y las plazas. Pero se nos pide, como en todo el país, que en lugar de eso, nos quedemos en casa y seamos sensatos.
“Es ist ernst”, dice la canciller, esto es cosa seria. Volteo a ver otros países, Francia que “perdona” cuentas de alquiler, electricidad y agua a su población. España que cesa actividades y multa a los corredores por poner en riesgo a los demás al salir a hacer deporte. China que mandó a construir en tiempo récord un hospital. Corea y sus estrictas normas de control. Polonia y su temprano cierre de frontera con Alemania. No importa cuál sea el país, se critican las medidas, su tardanza o lo prematuro de la decisión, su realización o el costo. Lo que hacen los gobiernos se siente diferente en la calle.
Desde el sábado pasado no tomo el transporte público, que según se ve, va vacío. Uso la bicicleta o la moto. El único contacto real que tengo ahora con la ciudad es el camino al trabajo. Las avenidas principales están desiertas en las acostumbradas horas pico. En las calles, a veces se ven corredores en parejas, dejando la distancia recomendada entre ellos. Esta semana, quien madrugó tiene papel higiénico en casa. Yo espero que mi último rollo alcance unos días más.
A la redacción vamos todavía cuatro personas: mi jefa, el compañero berlinés que siempre viene en bici y el chico español que tiene a cuestas la entrega de un proyecto importante y aún no sabemos qué le dará primero, si coronavirus o burn out. Todos conservamos las distancias. A pesar de que estamos en el mismo piso, cada uno permanece en su despacho, a puerta cerrada y preguntando todo por mensajería instantánea.
Hay que cuidarnos, decimos, nos disculpamos unos a otros porque encontramos tan rara esta nueva situación y sí, porque no queremos enfermarnos sea o no grave la infección.
En recepción persona que entra, persona que saluda y se despide de la recepcionista. En el comedor, agradecemos el esfuerzo que están haciendo los cocineros. En el supermercado de vez en vez se escucha que alguien agradece a quien resurte las estanterías o atiende las cajas. Nos damos cuenta de que la redacción no se cuida sola, la comida de la cafetería la prepara alguien y los estantes no se llenan solos en el supermercado.
Las conversaciones laborales con compañeros que trabajan en Alicante o en Valencia se van llenando de detalles personales donde cuentan del hastío que se les va acumulando por estar en casa. Pero al final todas terminan igual: “Cuídate”.
He acumulado más de sesenta memes, videos y chistes sobre el coronavirus. En algunos compruebo feliz que el tipo de humor germano se acerca peligrosamente al mexicano, donde una situación trágica que se puede volver angustiosa, se ridiculiza completamente. “Todos contra el coronavirus. Participa en la cadena humana contra esta enfermedad. Mano a mano.” Me pregunto si son germanos quienes hacen estos chistes o son habitantes de otro origen. Me pregunto también si es importante saber quién lo hizo y por qué me importaría saberlo.
No creo que esté recibiendo y enviando tantos mensajes por el encierro parcial que hay en la ciudad. Durante el invierno, donde la gente se queda en casa por decisión propia y no por imposición sanitaria, no pasa lo mismo. No tenemos esa necesidad compulsiva de ver las noticias, mandar memes, escribirles a los amigos o familia para saber si están bien o si necesitan algo. Esa necesidad viene de otra parte.
Entre las conversaciones con amigos y con compañeros de trabajo, descubro conforme pasa esta semana que todos le tememos a lo mismo, a la masa: esas personas que vacían las repisas en los supermercados, que van nerviosas por la calle, que trasmiten miedo y lo hacen contagioso.
Curiosamente, gracias a este estado de emergencia, veo también a las otras personas, a esas que, como hoy, han dejado un paquete abierto de papel higiénico en el rellano de la escalera con una nota: “Si te hace falta, toma lo que necesites” para que cualquiera en el edificio se sirva. A quienes tuvieron el gesto antes yo les decía vecinos, ahora que los puedo ver, sé que son la familia chilena del primer piso. Tienen dos hijos y a juzgar por su semblante es evidente que en estos días no han dormido nada bien.
Ahora
No sé si en Berlín vamos a hacer caceroladas tan conmovedoras como las que se organizaron en balcones italianos y que han dado ya la vuelta al mundo, como el coronavirus. Tampoco sé si el gobierno alemán consiga su meta: detener el ritmo de contagio para conseguir dar asistencia médica a los afectados con la infraestructura que se tiene. Yo espero que sí, pero la verdad, no tenemos buenas cartas.
Además, una vez solucionado el problema sanitario queda la cuenta pendiente de destrozos económicos por la falta de productividad. Habrá que ver quién la paga.
Lo que sí creo que va a pasar en estas semanas –porque todavía falta bastante– es que vamos a conseguir ver cosas que habíamos olvidado. Algunos de nosotros aquí en Berlín, en Ciudad de México, en Coímbra, en Madrid, vamos a recordar que las relaciones personales se cultivan y se riegan a diario, que el vecino de al lado tiene un nombre, que el dibujante valenciano con el que trabajas desde hace diez años adora a su perro o que una caricia virtual de tu familia es un apapacho certero en la distancia. Vamos a recordar que el mundo no está lleno de gente, sino de personas.