Terapia familiar: en el corazón de la selva
Creer que uno se vuelve loco y creer que uno se muere son experiencias terapéuticas y sanadoras, por más extravagante que parezca.
Antonio Escohotado
En el fondo, todas las familias son disfuncionales. Siempre hay desacuerdos, resentimientos o frustraciones que permanecen ocultos y, por lo general, los implicados se van a la tumba con ellos. La falta de comunicación crea un malestar constante que suele llenarse con más silencio.
“Quizás ese sea el motivo de este viaje, aliviar ese malestar”, pienso cuando la imponente sinuosidad del río Putumayo, afluente del Amazonas, aparece cinco mil metros por debajo de mis ojos. Es una enorme serpiente dorada que atraviesa la espesura con decenas de riachuelos ondulando a cada lado. Voy a bordo de un pequeño avión ATR 42 junto a mi familia —padre, madre y hermano— mientras oigo el ruido de las hélices disminuir su intensidad. Comienza el descenso. También viajan con nosotros mi cuñada y su mejor amiga, ambas estadounidenses. Nos dirigimos hacia Puerto Asís, en el bajo Putumayo.
Este viaje familiar no es un paseo tradicional. No venimos a dormir plácidas siestas o a beber mojitos frente a un paisaje amable y doméstico, sino a internarnos en la selva amazónica para participar en una ceremonia de ayahuasca. Días antes habíamos comenzado una rigurosa dieta sexual y alimenticia que dispuso nuestros cuerpos para recibir el yagé, el brebaje ancestral, de la manera más apropiada posible. Mi hermano y yo ya hemos tenido varias experiencias con el bebedizo y creemos que es importante incluir a la familia en ese proceso. Convencer a mis padres, que están separados desde hace más de diez años pero siguen manteniendo una muy buena relación, no fue nada fácil debido a su educación religiosa, conservadora, y sobre todo por su miedo al qué dirán. Pasamos horas tratando de deshacer los mitos y prejuicios que la mala prensa, las habladurías y los estafadores han creado en torno al uso de esta planta.
—¿Pero y qué pasa si no vomito? ¿Me muero? —preguntaba mi papá, irónico y condescendiente.
— ¡No, no! Lo más normal es vomitar pero hay excepciones… Y las pocas muertes por sobredosis fueron provocadas por plantas ajenas a la ayahuasca y ocurrieron por culpa de gente irresponsable que lo tomó y lo suministró sin ningún conocimiento, sin dieta y en ambientes ajenos a la bebida…—respondí, eligiendo con cuidado mi tono y mis palabras. —En estas ceremonias todo está bien organizado.
—Yo no quiero chiflarme ni ver elefantes rosados— replicó mi mamá, provocadora.
—Nadie se vuelve loco con la ayahuasca, solo en extraños casos puede despertar la enfermedad latente de una persona. A veces uno cree que se vuelve loco, y después, con el tiempo, se acuerda y le da risa. De hecho, la mayoría de las alucinaciones suceden cuando tienes los ojos cerrados, y en el fondo son construcciones de tus propias emociones, las verdades reprimidas de tu mente —cerró magistralmente David, mi hermano, biólogo de formación y artífice del viaje.
Él planeó los pormenores de nuestro recorrido, consiguió el alojamiento en la casa del Taita Oso, un reconocido chamán de la amazonía colombiana, y nos anunció que la ceremonia estaría presidida por su tío, el Taita Querubín, líder espiritual del pueblo Cofán conocido como el “mayor de los mayores” por sus ciento seis años de edad. Asentada en el bajo Putumayo, entre la frontera que separa Colombia y Ecuador, esta ignorada etnia[1] se cuenta como un número más dentro de los 102 grupos indígenas de Colombia y sobrevive desde hace siglos en un territorio fuertemente golpeado por varios frentes: por un lado, el atroz conflicto armado que no termina del todo; por el otro, la acción invasiva de las compañías petroleras; y para completar, las decenas de grupos narcotraficantes que operan sus laboratorios en los alrededores.
Este triple foco de violencia ha traído innumerables situaciones dramáticas: desde la destrucción del patrimonio cultural autóctono, pasando por la explotación organizada de sus pueblos bajo el yugo de las multinacionales, hasta llegar al reclutamiento y la muerte “accidental” de miles de jóvenes campesinos e indígenas, víctimas y actores en el fuego cruzado del país. De hecho, la comunidad indígena Siona, vecinos del pueblo Cofán, ha sido declarada en peligro de extinción como víctima de los combates entre las FARC, los paramilitares y el ejército colombiano[2]. Para completar, la construccion de un oleoducto transfronterizo por parte de la compañía inglesa Amerisur, y su versión ecuatoriana, Petroamazonas, ha recrudecido los enfrentamientos. Resulta indignante que la Agencia Nacional de Hidrocarburos, adscrita al Ministerio de Minas de Colombia, haya otorgado una concesión sobre un territorio declarado área protegida y resguardo indígena. Como es de suponer, los gobiernos de Colombia y Ecuador defienden los intereses de la petrolera, mientras los grupos insurgentes asientan minas antipersonales en la tierra y amenazan a los indígenas con tomar represalias si ayudan al bando enemigo.
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Al bajar del avión siento una patada de viento caliente en la cara, como si entrara de repente a un baño turco y su vapor me asfixiara enseguida. Recogemos nuestros morrales, ligeros como nos habían recomendado, y salimos del aeropuerto hacia la plaza central del municipio. Son las once de la mañana y el bochorno se extiende aunque el cielo está bastante nublado.
Puerto Asís es una pequeña comunidad ubicada a ochenta kilómetros de Mocoa, la capital de la región. Desangrada por la violencia y al margen de la mano del gobierno, este caserío subsiste miserablemente pese a la vasta cantidad de dinero que representa la extracción de petroleo, la minería y la siembra de hoja de coca. Caminamos entre casas a medio construir, mercados erigidos en medio del fango y calles mal pavimentadas que se inundan con el más tímido chubasco. Mientras nos adentramos, vamos sintiendo la intensidad del olor a gasolina, que es el producto más barato del sector y explica por qué todo el mundo anda en motocicleta.
Mis padres caminan atrás, a paso tranquilo, y conversan como dos buenos amigos. Después de un noviazgo de una década, un matrimonio católico de veinticinco años y una empresa de comercio de quince (con dos bancarrotas), habían terminado por separarse. Se mantuvieron a distancia por tres años y luego decidieron reconstruir su relación como padres de dos hijos y, sobre todo, aliados en su día a día. Mi madre comenzó a trabajar en una tienda de artesanías y ha salido con otros hombres sin poder hablar de un noviazgo; mientras que mi padre entabló una nueva relación, tuvo una hermosa niña —que ahora tiene poco menos de tres años— y continuó con el comercio de frutas. Me da gusto verlos compartiendo tiempo de calidad, pero al percatarme de que vamos tarde, los apuro un poco.
La plaza central de Puerto Asís es plomiza como el resto del lugar. Solo sobresale un monumento compuesto de tres estatuas de cobre; un soldado con el rifle arriba, un colono mirando al horizonte y un cacique con su atuendo ceremonial. En su base se lee “Centenario de Puerto Asís”. Al atravesar la plaza nos abordan varios conductores y ayudantes de transporte ofreciéndose en llevarnos.
—Vamos para Orito —digo, tímido, pero más me tardo yo en hablar que uno de los ayudantes, el más avezado, en agarrar mi maleta y proponer una tarifa de grupo. Aceptamos sin convicción pero con ganas de seguir nuestro camino. En menos de cinco minutos estamos dentro de una moderna Van gris que se interna en el follaje.
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El paisaje que encontramos frente a nosotros es desigual. Pasamos, de una carretera semi-pavimentada a una trocha enlodada, y luego a un sendero arenoso con pedrusco en varios tramos. A cada lado nos cobija una arboleda de yarumos y cedros macizos. A veces se ven potreros con humildes casonas donde se practica la ganadería. Entonces recuerdo esos extraños huecos que había visto desde el avión cuando miraba la selva. Pienso en una larga conversación que sostuve con mi hermano acerca de la ganadería. Según él, a pesar de los beneficios materiales y la activación económica a corto plazo que genera esta práctica, conlleva una serie de graves problemas como la deforestación, la erosión de los suelos y un desperdicio de agua descomunal. De acuerdo con el DNP (Departamento Nacional de Planeación), Colombia tiene 6,6 millones de hectáreas de tierra irrigable. Sin embargo, solo se utiliza el 3% de las hectáreas con potencial para las plantaciones y el 23% de tierra apta para actividades agrícolas, mientras que en la ganadería se usa el doble de terreno[3].
Los altibajos del camino me provocan un mareo cada vez más fuerte. Siento como si estuviera sobre una balsa, como si navegara por el mar agitado. En la parte delantera de la camioneta, mi madre y mi padre hablan, divertidos por la hermosura del panorama. A mi lado, mi hermano, su esposa y su amiga, duermen tiernamente.
Poco antes del atardecer le pido al conductor que se detenga porque ya no aguanto más. Bajo de la camioneta, avanzo unos pasos hacia la zanja y trato de tomar un poco de aire. En ese momento escucho un ruido profundo que resuena fuertemente y continúa zumbando dentro de mi cabeza: es el canto agudo y sostenido de cientos de pájaros. Todos los demás salen del vehículo y observan el espectáculo. Delante de nosotros hay una ciénaga poblada por garzas blancas —garcillas bueyeras, según averigüé más tarde— y coronada con altas palmeras. Al observar detenidamente, nos percatamos de que las ramas de los árboles albergan decenas de estas aves y el color plateado de sus plumas se funde con el de las nubes pálidas.
—Esos pájaros siempre vienen aquí en esta época del año. Todas las tardes se ponen a cantar. —dice el conductor.
—Seguramente las ciénagas y los pantanos les sirven de humedal… —explica mi hermano.
Entonces una leve llovizna que se acercaba desde las montañas comienza a rocear la zona. El sol termina de caer y se oculta tras la cordillera. Un arcoíris de postal se pinta en nuestro panorama. Regresamos al auto y seguimos avanzando hacia Orito. Yo he olvidado mi náusea por completo.
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Orito es un lugar desconocido para el mundo, excepto quizás por una marcha multitudinaria realizada en 1996 por diversas comunidades campesinas e indígenas —Cofán y Siona, entre otras— para protestar por el ausentismo del gobierno, las minas antipersonales[4] en el territorio, las consecuencias de las fumigaciones con glifosato sobre los cultivos y los habitantes del sector. El dilema se resume en una frase de los afectados: …aquí la coca ha sido Ministerio de Educación, de Salud, de Agricultura, etc. En pocas palabras la mata de coca aquí ha sido el estado.[5]
Esa noche nos quedamos en uno de los tres hoteles de Orito. Es un pequeño edificio de ásperas baldosas, paredes blancas y algunas plantas, que huele a limpiador floral barato. No vamos a cenar afuera, solamente comemos unas manzanas y tomamos jugo, pues lo más recomendable es acentuar la dieta los días anteriores a la ceremonia para facilitar el paso de la ayahuasca por el estómago. Cada habitación tiene dos camas así que nos repartimos en parejas y yo comparto el cuarto con mi padre. Antes de dormir, él enciende la televisión como es su costumbre desde que lo conozco. Yo trato, sin éxito, de avanzar en mi lectura de Las Cartas de la Ayahuasca, una serie epistolar con la que William Burroughs y Allen Ginsberg dan cuenta de sus correrías en Colombia, Panamá y Perú durante la primera mitad de los años cincuenta. Pocos minutos después, escucho los suaves ronquidos de mi padre. Tomo el control del televisor y bajo el volumen cuidando en dejar un sonido perceptible para no despertarlo. Observo el gesto de vulnerabilidad en su cara, expuesta a la luz blanca del televisor. Sus arrugas se acentúan como esas pequeñas comisuras de un tronco que la lluvia y el viento van formando poco a poco. Intento recordar su rostro cuando estaba joven, pienso durante unos minutos en la muerte y en el inevitable temor que se antepone a su aceptación. Comprendo que cuando lo tome, el yagé me hará regresar a esa fuente de angustia.
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Al día siguiente nos levantamos y nos preparamos temprano. A las diez llega Luis, uno de los asistentes del Taita Querubín, en una vieja camioneta Ford bien equipada para la trocha. Calvo, de rostro bonachón y ojos negros, Luis nos sonríe y le da un abrazo a cada uno de nosotros, como si nos conociera desde antes.
—¡Qué maravilla! Toda una familia que viene a tomar remedio. —Sentencia. Suban sus maletas y acompáñenme a buscar unas cosas para la casita.
Yo prefiero viajar en la parte trasera de la camioneta para tomar un poco de aire. Pasamos rápidamente por el mercado, subimos un kilo de naranjas, cinco garrafas de agua y varios bultos de verduras. Luego vamos a la plaza, donde recogemos una pareja que también viene a la ceremonia y salimos de ahí. La trocha que se adentra en la selva no es tan hostil como uno podría imaginarse. De hecho, los caseríos aledaños están bastante bien conectados a pesar de los problemas de agua potable y electricidad que vive la comunidad varias veces al año. Al atravesar uno de los tres puentes que dejamos atrás, veo un grupo de colegiales que caminan, probablemente hacia sus casas. Uno de ellos saca un smartphone y me toma una fotografía, mientras mi figura va alejandose en la camioneta. Pienso en hacer lo mismo, pues los jóvenes conforman un bello cuadro vespertino junto a la espesura y el río abajo, pero al final me arrepiento.
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A juzgar por la posición del sol es mediodía cuando llegamos a la casa del Taita, una finca rodeada de árboles de más de cincuenta metros de altura que se encuentra junto a una especie de ciénaga. La humedad es tal, que en cuestión de diez minutos estoy empapado en sudor. Bajamos las maletas, la comida y entramos al hermoso terreno, de aproximadamente una hectárea de extensión. El espacio está dividido entre un alojamiento grande, una cocina al exterior con dos comedores, unos inodoros para el baño y una zona cubierta junto a la pradera, lugar que parece destinado a las fogatas y reuniones. En la parte posterior hay una casona donde los artesanos exhiben sus collares, pulseras, una bella pedrería y algunas prendas de ropa con diseños alternativos. Al lado, un hermoso lago da hacia un follaje verde y profundo que no termina nunca. Un zumbido constante, provocado por millones de insectos y animales, vibra alrededor y envuelve toda el área.
El alojamiento es un amplio espacio cubierto con un techo de zinc que intensifica el calor al recibir el impacto del sol. Tiene unas sesenta hamacas colgadas, unas junto a otras, divididas en dos hileras que marcan la separación entre hombres y mujeres. Mi padre saca de su morral una hamaca industrial que me pasa y me ayuda a colgar de ambos lados. luego, yo le devuelvo el favor. Me detengo varias veces para secarme el sudor, o siquiera para escurrirlo. Del otro lado, mi madre, mi cuñada y su amiga realizan la misma operación. Finalmente, cada uno se acuesta en su hamaca para probarla. Por un momento me pregunto cómo será pasar la noche en el mismo espacio con decenas de desconocidos bajo el efecto de la ayahuasca. Me consuelo pensando que en situaciones así uno abandona sus manías y, por simple pragmatismo, regresa a su funcionamiento más natural.
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La reunión comienza hacia las tres de la tarde. Somos unas cincuenta personas, sobre todo colombianos. Hay también algunos ecuatorianos, argentinos, un par de australianos, estadounidenses y, desde luego, venezolanos. De todos ellos podría decirse, a priori, que son viajeros en busca de sensaciones y experiencias profundas, en su mayoría personas de carácter sereno, comprendidos entre los 25 y los 50 años y tienen una clara inclinación hacia la espiritualidad. También nos acompañan algunos familiares del Taita, miembros de la etnia Cofán y varios ayudantes para la ceremonia. Todos estamos reunidos en el prado, frente al alojamiento. La noticia del día es la llegada de Querubin Queta Alvarado, el reconocido chamán y respetado líder social de 106 años de edad cuya sola presencia es un símbolo tan poderoso que funge como bisagra entre campesinos, pueblos indígenas y agentes del gobierno comunitario. Según Luis, el Taita no tardará en llegar, pues el avión que lo lleva a Puerto Asís ya había despegado.
—Buenas tardes para todos —empieza el Taita Oso, un hombre afable, alto y corpulento que lleva muy bien su sobrenombre y viste una camisilla blanca y un collar repleto de semillas y adornos de chaquiras—. Hoy estamos reunidos para tener nuestra ceremonia de yagé con el taitica Querubín, el mayor de los cofanes.
En ese momento, me percato de que mi cuñada, Stephanie, y su amiga, Lindsay, tendrán problemas para comprender lo que dice el hombre, pues a duras penas articulan frases en español. Entonces, comienzo a realizar una traducción simultánea bastante limitada por mi inglés mediocre.
—En el campamento contamos con todo lo necesario para brindarles una buena asistencia durante la toma. Cualquier cosa que necesiten pueden consultarme a mí o a otro ayudante de la casa —continúa el Taita Oso.
—Les recordamos a las mujeres que tienen o tuvieron recientemente su luna, consulten con la abuela y se den un baño especial con hierbitas si quieren participar de la ceremonia… Comenzaremos en las horas de la noche, mientras tanto pueden descansar en las hamacas —culminó.
Brevemente, explico a Stephanie y Lindsay algo que seguramente mi hermano ya les había advertido: la tradición de la ayahuasca quiere, en algunas tribus como la cofán, que la mujer se abstenga de tomarla cuando tiene su menstruación. Según varios chamanes y ayudantes de los rituales, eso se debe a que la presencia del flujo sanguíneo en el cuerpo de la mujer lo calienta de tal manera que sus emisiones de temperatura y su carga energética —con el mismo principio termodinámico en que se basa la práctica del reiki— ejercen un efecto negativo sobre el Taita. Sin embargo, también he oído decir a otros practicantes de los rituales de ayahuasca, menos afianzados a la tradición ancestral, que las razones de esta proscripción pasan por relaciones de poder y dinámicas de dominación patriarcal.
Stephanie y Lindsay se van inmediatamente hacia el alojamiento, por lo cual entiendo que alguna de ellas, o quizás ambas, tienen su período en esos días. El sol se esconde tras las montañas y la ceremonia no tarda en comenzar.
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La ayahuasca es un bebedizo de color marrón preparado a partir del arbusto de la Chacruna (Psychotria viridis) y las lianas del Bejuco de oro (Banisteriopsis caapi). Es difícil precisar el momento exacto de sus primeros usos, pero el reporte más antiguo de las ceremonias está registrado en La historia de las misiones de la compañía de Jesús, un informe escrito por el teólogo e historiador español José Chantre y Herrera, en 1637. Su nombre en quechua, ayawaska, significa “la soga de los espíritus” y evoca un mito de diferentes cosmovisiones amazónicas según el cual esta medicina posee una soga que permite al espíritu salir momentáneamente del cuerpo sin perder su vínculo esencial.
Producto de una juiciosa cocción líquida, la bebida toma la textura espesa de un jarabe de color marrón pero se diluye en agua para facilitar su ingestión. Cuando no se combina con miel, su sabor es extremadamente amargo y puede ser difícil de tragar. Su poder psicotrópico viene de una sustancia vegetal llamada Dimetriltriptamina, conocida como DMT —que puede conseguirse en forma de polvo para fumar, con un potente efecto alucinógeno de poca duración—. Según el psiquiatra norteamericano Rick Strassman, el DMT se produce naturalmente en el cuerpo humano —en la glándula pineal—, especialmente en momentos de umbral como el orgasmo y la muerte[6]. En un sentido estricto, la ayahuasca no es una sustancia alucinógena, sino enteógena, esto quiere decir que las visiones provocadas por ella son percepciones internas —no externas— y se producen al tener los ojos cerrados. Este poder evocador e introspectivo recuerda el espléndido pensamiento de Jung: La iluminación no se alcanza fantaseando con figuras de luz sino haciendo consciente la propia oscuridad[7].
La ayahuasca es una puerta de entrada hacia una experiencia metafísica, es la intersección entre lo biológico y lo trascendental, así como una fuente extraordinaria de autoconocimiento. Sin embargo, sus atributos demandan un uso responsable, en condiciones apropiadas, y con el respeto que merece una planta de semejante potencia. Utilizada en tratamientos contra la depresión y el alcoholismo, la planta despierta por igual las dudas, las angustias y los miedos más profundos arraigados en la psique de un ser humano. Quizás debido a esto, también Jung solía advertir después de sus estudios con LSD y mescalina: Ten cuidado con la sabiduría que no te has ganado[8]. Desde luego, la ayahuasca no es una panacea. Tampoco se trata de una solución permanente a todos los conflictos internos de una persona. Al contrario, es más bien una exposición, una revelación de tales conflictos. Por esta razón, la claridad del propósito y la convicción son fundamentales para tener una experiencia enriquecedora y provechosa.
Hacia las nueve de la noche aparece el Taita Querubín. Es un hombre moreno, pequeño, de ojos semirrasgados, un rostro amable y pueril que me hace pensar en un bebé oriental. Demuestra esa vejez tenue que acompaña a los varones a partir de los setenta años y permanece plasmada en su cuerpo por el resto de sus días. Viste varios collares, entre ellos uno compuesto de dientes de tigre. Su cabeza está adornada con un hermoso penacho de plumas coloridas. Todo está listo, y después de una oración conjunta en la cual nos deseamos una hermosa ceremonia y mucha fortaleza, comienza el ritual.
Se forman dos filas, una de hombres y otra de mujeres. A la cabeza de cada una se ubican los asistentes o allegados de la comunidad Cofán, seguidos de las personas que ya han bebido ayahuasca en otra ocasión. Al final van los primerizos, como mis padres y Lindsay. Mientras espero en la fila comienzo a sentir un vacío punzante en la boca del estómago, esa profunda sensación de nerviosismo que me aborda cuando voy a presentar un examen importante, cuando voy a entrar en contacto con una mujer que me gusta mucho o segundos antes de lanzarme por un tobogán. Esta ansiedad me embarga porque la ayahuasca siempre entrega una experiencia nueva, majestuosa o demóniaca, y nunca se sabe con seguridad qué va a ser. Trato de pensar en otra cosa, intento concentrarme en la pregunta, el propósito, o el asunto esencial de mi vida que quiero indagar y comprender tras la ingestión del bebedizo. Pienso en mi presente y decido preguntarle al Yagé si estoy en el lugar indicado o si debo buscar otros horizontes.
En el centro del alojamiento, el Taita Querubín y el Taita Oso ofrecen la medicina. Avanzo poco a poco hasta llegar a los chamanes. El Taita Oso sirve un poco menos de media taza en una totuma de madera y el Taita Querubín bendice con oraciones y conjuros el recipiente antes de ponerlo en mis manos. Lo recibo respetuosamente y lo bebo de un solo trago. Su amargura es tan impresionante que retuerce mis nervios, me pone la piel de gallina. Tomo un poco de aire y salgo del alojamiento de inmediato. Siento un mareo que me hace tambalear al dar los primeros pasos y recuerdo el incomparable poder embriagador de la bebida. Busco un cigarrillo en el bolsillo de mi saco para espantar el sabor de mi boca. Levanto la vista e intento ver las estrellas pero una gran nube lo impide. Luego de encender un pielrroja me dirijo con cuidado hacia el descampado.
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Ya en la pradera veo a mi padre calentando sus manos frente a la fogata. Me acomodo junto a él, y le pregunto cómo está. Responde que bien, que solo siente un leve mareo. Al poco tiempo se nos une mi hermano, que viene con una sonrisa dibujada en la cara. Durante varios minutos los tres nos quedamos hipnotizados observando el fuego, esa inacabable fuente de crepitaciones y magia, como años antes permanecimos noche tras noche frente al televisor después de cenar. Era un silencio parecido, quizás menos fraternal y sincero que el de ahora.
Dos jóvenes llegan y se sientan en un tronco que yace acostado delante de nosotros. Uno de ellos saca su armónica y empieza a sonar una melodía sutil y dulce. Pienso de nuevo en mi padre, que hace poco volvió a ser papá ya que, como expliqué antes, su novia dio a luz a Sofía, una hermosura que ya tiene casi dos años de edad y que, más que mi hermanita, yo la veo como a mi ahijada. Me resulta hermoso y noble que mi madre, lejos de una reacción previsible, no solo haya aceptado sin problema ese hecho, sino que además haya consagrado una relación de amistad tan fuerte con mi padre y su novia después de su separación. Es una fortuna tenerla con nosotros en este viaje familiar y ver el amor tan especial que le profeza a Sofía, un amor semejante al que siente por sus propios hijos —mi hermano y yo—. Entonces la veo llegar justamente a ella, mi madre, desde el alojamiento. Seguramente acaba de beber y debe estar sintiendo los primeros efectos de “la chuma”, como muchos llaman a la borrachera de la ayahuasca[9].
—Hola, má. ¿Cómo vas? —pregunta mi hermano.
—De maravilla, mi amor —responde—. Deberían ponerse algo más abrigado y venir a dar una vuelta —Nos invita a los tres.
Me parece una buena idea. Al levantarme, el mareo es más leve que antes pero ya siento el yagé circulando por mi estómago, removiendo lugares insospechados de mis intestinos y mis tripas. Mientras paseamos los cuatro en grupo, vamos conversando un poco. Mi padre repite que no siente nada extraño por el momento, apenas una leve impresión de ebriedad. Mi madre, en cambio, está muy animada y habla de la hermosa noche pese a que el cielo sigue bastante nublado. Vemos a muchas personas caminando directamente hacia sus hamacas, y algunos pocos saliendo a buscar el aire y el calor de la fogata. El sonido de los insectos sigue latente, como un telón de fondo que mantiene la atmósfera selvática y el olor de la humedad en el aire.
Llegamos al lago que está frente a la casona de los artesanos. Entonces viene Stephanie, que se había quedado hablando con la joven australiana después de la primera toma. Nos cuenta que Lindsay está en su hamaca y dice no haber sentido nada de nada. Sin embargo, Stephannie y mi hermano la conocen bien, aseguran que una experiencia como esta la puso frente a algo que no puede controlar y eso la asusta tanto que se ha refugiado en la negación.
—¡Hijos, Hijos! ¡Miren allá arriba! —exclama mi madre casi gritando.
Levantamos la cabeza y nos encontramos con una asombrosa bóveda de un negro profundo que parece espolvoreada con esquirlas doradas. Las nubes han quedado atrás y ahora los astros brillan con tal intensidad que mis ojos comienzan a tejer visiones. Serpientes coloridas sobrevuelan el cielo a la velocidad de una estrella fugaz. Fascinada, mi madre ríe de contento. Por un segundo me pregunto si comparte conmigo la alucinación que me deslumbra.
—¡Miren, hijos! ¡Miren! —Repite, pero esta vez viene uno de los asistentes del Taita y nos advierte que hablemos más bajo porque muchas personas están descansando en el alojamiento. Mi madre se disculpa con el rubor de un niño que ha hecho una travesura. Luego se frota los brazos, trata de cubrirse más con el manto que lleva puesto y nos repite que vayamos a ponernos algo para el frío.
—Ella es la que tiene frío y ya nos hizo abrigar a nosotros —responde mi padre.
Todos reímos, tratando de hacer el menor ruido posible. En ese momento siento un leve retortijón en el abdomen y comprendo lo que eso significa. Le aviso a mi padre que voy a vomitar y me interno en el follaje, cuidando de usar mi linterna para hallar un lugar apropiado. Encuentro unos arbustos pequeños a unos cuantos metros del lugar y me pongo en cuatro patas. Las palmas de mis manos se mojan al tocar la hierba. Oigo en los alrededores a otras personas que ya están vomitando. Una extraña emanación tenebrosa me rodea. Miro hacia el suelo y advierto una vieja alucinación que me alteró mucho durante mis primeras ceremonias de yagé: es una mujer que lleva un vestido largo y el cabello suelto. De repente, la mujer abre sus ojos y desde todos sus poros comienzan a brotar millones de gusanos que se revuelven, amenazantes. Pese a la potencia de la visión, me calmo fácilmente porque ya conozco esa alucinación y no puede asustarme de nuevo. Entiendo que ha empezado el proceso en que los neurotransmisores de la ayahuasca se activan en mi cuerpo y una lucha psicológica de mi mente contra mis propios miedos —desde los más superficiales hasta los más vívidos—se va a librar durante las próximas horas.
Un potente chorro de vómito sale disparado desde la boca de mi estómago y cae en la base de los arbustos, salpicando un poco mis manos y mi mentón. Entonces siento una música primitiva, muy similar a la producida por el birimbao —o arpa de boca—, envolviendo los rincones de mi mente. Me hago consciente de los pixeles o puntos microscópicos que componen las imágenes que observo. Veo surgir y desaparecer sucesivamente por cada uno de esos puntos unos signos tribales semejantes a los escarabajos. De pronto me sorprendo a mí mismo diciendo sucesivamente palabras en inglés y francés, lenguas que conozco pero que no utilizo naturalmente. Mi ritmo cardiaco se acelera y entonces recuerdo mis primeras ceremonias, en especial una con el Taita Universario Queta, chamán de la misma etnia, quien me dio un consejo y me reveló una verdad a la cual me aferro como un amuleto en momentos difíciles: “Siempre hay que estar parado en la raya, amiguito…” me dijo una noche como aquella en que no podía sobreponerme a la sugestión de mis alucinaciones y estuve tiritando y lanzando leves quejidos durante horas. En esa misma ocasión, horas más tarde, Universario me descubrió un secreto que a la vez es un dato sencillo y una verdad esencial: Ti suiyivi, me dijo, al calor de la fogata, lo que en su lengua natal se traduce como “Estoy solo”.
Me reconforta pensar en la presencia espiritual de varios chamanes, ancestros y parientes de la comunidad Cofán, intuyo sus fantasmas revoloteando por toda la casa y protegiendo la ceremonia. Recuerdo que el término “chamán” —que proviene de una etnia siberiana y se asimila a la palabra pajé—, significa “el hombre que encarna toda la experiencia”[10] y entiendo, o creo entender, que en las experiencias rituales la colectividad reencuentra su unidad y todos somos uno.
Entonces una segunda contorsión me empuja a vomitar. Esta vez expulso el resto del líquido que había ingerido. En ese momento percibo la dilatación de mis pupilas y comienzo a visionar la imagen de varias personas, una encima de otra, como si fuera un collage infinito y en movimiento. Comprendo que son personas que se encuentran en otros espacios y momentos, no los logro identificar pero entablamos una estrecha conexión, un vínculo profundo que rebasa los sentidos y se parece a eso que Jung llamaba la percepción extrasensorial.[11] En resumen, siento como si mi cuerpo fuera un órgano más del macrocosmos conformado por ese grupo de gente. De pronto la visión se deshace y da lugar a otra más potente: distingo una inmensa central tecnológica en donde cientos de seres humanos sentados en sillas, rodeados por computadores y pantallas se encuentran ensamblados a una serie de dispositivos electrónicos. Todos tienen la boca completamente abierta, que está ocupada por una ancha sonda magnética y los conecta con los aparatos. Sus ojos también permanecen abiertos, percibiendo las gamas multicolor de un prisma que sale de las pantallas y los mantiene en estado de alienación. Unos tratan de hablar pero sus bocas están completamente llenas, saturadas, sin espacio alguno para articular palabra.
***
No estoy seguro de cuánto tiempo transcurre mientras permanezco postrado en cuatro patas. Calculo que pasan entre veinte minutos y media hora. Escupo los últimos rezagos de líquido en mi paladar. Siento que vienen desde lo más hondo de mis entrañas, que siguen removiéndose y dan paso a un inmenso alivio. Entonces el olor a tierra me parece más profundo que nunca. Respirar por la nariz o por la boca se ha vuelto delicioso, pues el frescor del aire es tan dulce como antes fue amargo el brebaje. En ese momento oigo un canto que se acerca poco a poco, y aparece el taita Oso. Ese hombre enorme, de figura imponente, pasa delante de mí y sopla un sahumerio de hierbas en mi cara. Luego canta un rezo y su voz llega a lo profundo de mi angustia y la apacigua. Enseguida mi madre pasa a ver cómo estoy y, desde el suelo, le hago entender que todo va bien y le pido que me deje solo. Hago un esfuerzo para mirar a mi padre, a lo lejos, que también recibe el mensaje. Sigo postrado un buen rato. Me siento ligero y tranquilo. Una reconfortante brizna me espolea. Vuelvo a oír el amable zumbido de los insectos. Al fondo, la suave música de la armónica conserva la atmósfera ritual —y yo pienso que es la calma que sucede a la tormenta—.
Después de unos minutos me limpio la boca, me incorporo y regreso con mis padres, que han vuelto a sentarse junto a la fogata. Mi madre luce cansada. La abrazo, le repito que no hay de qué preocuparse y me disculpo por haberla alejado hace un rato. Soy consciente de una leve repulsión que me provocan su instinto y su fuerte apego maternal. Ella me cuenta que vomitó y se siente mejor, pero dice que no quiere irse a dormir sabiendo que nosotros seguimos despiertos. Agrega que Stephannie se fue a recostar en la hamaca y que Lindsay por fin sintió el efecto de la bebida.
—La niña está contenta, está hablando con la abuelita, la esposa del Taita —me dice.
—Tu hermano ya vomitó la segunda y ahora va por la tercera —anota mi padre, inquieto. Lo miro a los ojos y sonrío. Alcanzo a percibir la música de una guitarra que proviene del alojamiento.
Dejo atrás a mis padres, que continúan hablando entre ellos. Doy unos pasos y me doy cuenta de que he recuperado el equilibrio. Al entrar en el recinto admiro la luz tenue de varias velas que ilumina el lugar con un fulgor naranja. Hay un grupo de seis personas conformando un semi-círculo alrededor del Taita Querubín. Mi hermano y Stephanie están entre la audiencia. Un joven que luce una cola de caballo y viste una ruana de lana dirige la melodía con su rasgueo galopante. De pronto, su canto nítido y afinado esparce un buen ánimo en el lugar. Su canción es de una belleza inocente, de una poesía hermética como la de tantas canciones fraternales que se entonan en las ceremonias religiosas:
Busco caminos colmados que sean directos,
los pastos creciendo, los bosques mojados, todo en perfección.
Tierras que marcan los pasos, no existen fronteras
y abres las puertas de tu percepción
Cuando llegue la tormenta, a tus raíces vuelve
sembradas soportarán la conmoción.
Por un momento siento que el ritmo de la música envuelve todo el lugar, como si la energía de las personas que están allí, aunque reposen en sus hamacas, aunque apenas se enteren de lo que sucede, se uniera en una poderosa tonada ceremonial. Mi hermano canta animado, Stephanie sonríe y aplaude. La temperatura de mi cuerpo aumenta y siento un golpe de ebriedad creciendo adentro de mí. El aura del Taita alcanza una intensidad increíble, su presencia irradia una devoción para mí desconocida hasta entonces. De pronto empiezo a zapatear y la alegría me invade por completo. Por fin entiendo que la comunión de las gentes en torno al ritual no es solo una idea romántica, que los cuerpos realmente entran en la misma frecuencia gracias a la música y al canto.
De pronto, el Taita Oso llega al alojamiento y el Taita Querubín se levanta muy despacio con la ayuda de un asistente. Ambos se reúnen en la esquina donde hay una olla grande con la preparación de ayahuasca y comienzan a servir otra toma. Varios se dirigen a recibir el remedio mientras el joven de la cola de caballo no para de tocar la guitarra. Mi hermano invita a Stephanie pero ella se niega. Luego me mira a mí. Yo no quiero ir pero en el fondo sí quiero. Finalmente me decido y lo sigo. Lo observo beber con un poco de dificultad, espero hasta que el Taita Oso me llama. El hombre me sonríe paternalmente, me sirve una taza, esta vez menos llena que la anterior, y me la vuelvo a beber de un solo trago. Entonces recibo las bendiciones del Taita Querubín y regreso donde estaba para seguir disfrutando la música.
Algunas personas se levantan de las hamacas y van por su segunda toma. Mientras hacen la fila, observo a Lindsay, que charla con mi madre en el espacio femenino del alojamiento. Mi hermano está sentado en posición de flor de loto, justo frente a mí. Tiene los ojos cerrados y una sonrisa en la cara. Yo lo imito. Se escucha el sonido de una armónica irrumpiendo en la habitación. Su acompañamiento a la guitarra es melodioso, amable al oído. Paso algunos minutos concentrado en la música, respirando lentamente, esperando una alucinación o el momento decisivo del alivio.
***
El retumbe de unos pasos que se alejan me saca del trance. Abro los ojos. Mi hermano se ha ido. Ya no queda frente al Taita Querubín más que el Taita Oso y el joven de la cola de caballo, ambos en una actitud de sosiego y recogimiento. Entonces siento el regorgitar del brebaje en mis intestinos. Al levantarme tambaleo y, de no ser por una viga que se alza a mi lado izquierdo y detiene mi caída, me hubiera estrellado aparatosamente contra el suelo. Me incorporo como puedo y salgo al descampado, hacia el mismo lugar donde vomité la primera vez.
El clima ha disminuido bastante y presiento que la bóveda celeste está totalmente despejada. Incluso los insectos y las plantas parecen descansar frente a la pesadez de la noche. Deben ser las tres o cuatro de la mañana. Al acurrucarme siento el borbollón que sube por mi estómago, mi garganta y termina en la base de unos arbustos. Respiro profundo y me fuerzo un poco a expulsar el resto de líquido que sigue dentro de mí. No muy lejos de allí oigo a otra persona vomitando y levanto con esfuerzo la cabeza para confirmar mi hipótesis: es mi hermano.
Entonces una vívida alucinación se apodera de mí. Veo colores bailando en forma de serpientes –no muy distintas de los alebrijes— que van y vienen, salen de mi boca, vuelven a entrarme por una oreja, luego salen por la otra y regresan por mis fosas nasales. Maravillado, trato de abrir los ojos pero entiendo que esta vez la lucha será más fuerte. Caigo al suelo y vomitó repetidamente pequeñas cantidades. Al fondo, escucho los cantos rituales y las bendiciones del Taita Querubín, pero también distingo la voz de mi hermano, que murmura cosas incomprensibles, como si hablara otra lengua. Durante varios minutos trato de levantarme un poco pero el mareo, la lluvia de imágenes y la borrachera me mantienen a raya. Me sorprendo bostezando, vomitando, riendo y llorando casi simultáneamente.
Entonces oigo la voz de mi madre acercándose. Entiendo que se dirige a mi hermano y al no obtener una respuesta de su parte continúa solicitándolo:
–David, responde, David.
–Despierta por favor, David.
–Pipe, ¿Cómo estás, hijo?
–Hijo, responde por favor.
El tono ascendente y chillón de sus palabras me hace comprender que está muy preocupada. Volteo a ver y creo reconocer a mi padre a un lado y a mi hermano acostado boca abajo. No puedo estar muy seguro porque además de ser miope, me encuentro a varios metros de distancia, pero comienzo a sentir temor cuando escucho que mi madre va a llamar al Taita porque David no reacciona. Mi padre se percata de mi presencia, se acerca y me pregunta si estoy bien. Asiento con la cabeza y cuando voy a preguntarle por mi hermano no logro musitar palabra. Una segunda oleada de mareo y visiones me asalta, agacho mi cabeza nuevamente y cierro los ojos.
Por un momento cuya duración desconozco no oigo nada de lo que sucede a mi alrededor, como cuando estalla un petardo y después solo escuchas un silbido agudo y continuo. La imagen de una telúrica batalla hace aparición en mi mente: el nacimiento de mi hermanita ocurre en vivo y en directo frente a mí pero luego siento que sucede adentro de mí, como si yo la estuviera pariendo, como si todo el universo la estuviera pariendo en conjunto. El ritmo de mi respiración aumenta de nuevo e imagino el parto como una experiencia límite entre la vida y la muerte. Entiendo –o creo entender– cómo la madre ofrece su vida en un tributo de amor infinito que da lugar al milagro de una nueva existencia.
Por un instante logro desconectarme de esta visión y tomo aire, pero justo en ese momento veo a mi hermano tendido en el suelo. A su lado, el Taita Oso ejecuta fuertes rezos y echa humo de sahumerios sobre él. Entonces recibo toda la angustia de mis padres y la siento en mi propia piel: mi pánico llega al paroxismo cuando concibo la idea de que mi hermano ha sufrido un infarto y el Taita está tratando de revivirlo a unos cuantos metros de mí –y yo no puedo siquiera moverme. Imagino lo que vendrá después de esto: escándalos por el uso de la planta, la culpa por la permisividad de mi familia, las exequias, el funeral… Desde lo profundo de mi horror, recuerdo que mi hermano nos manifestó varias veces que su última voluntad sería donar sus órganos a algún un paciente en espera y que su cuerpo fuera enterrado en la base de un frondoso árbol. De pronto, la alucinación intrauterina del parto de mi hermana regresa con toda su fuerza. Sin embargo, esta vez no siento amor, sino sufrimiento y la desesperación se apodera de mí. Comienzo a relinchar como un caballo, hago fuerza con todas las extremidades y lanzo quejidos de angustia. Entonces veo la cabeza de mi hermana saliendo de las entrañas mismas de la tierra, oigo su agudo llanto de recién nacida, y paralelamente siento que mi hermano acaba de exhalar su último hálito y ahora su espíritu vuela hacia la espesura. Rendido, pongo mi cara contra el césped mojado y me dejo caer por completo.
***
En un estado de umbral entre la vigilia y el ensueño, siento la presencia de mi hermano, siento su alma manifestándose desde unos árboles que se encuentran a unos tres o cuatro metros de mí:
–Hermano, no te puedes morir así, no es justo con nosotros.
–La muerte es la ley natural de las cosas, la impermanencia –responde su voz.
–¿Por qué contigo todo tiene que irse al extremo?
–Es la vida. No hay puntos medios en la vida, todo es perfecto. Desde que venimos sabemos que nos vamos a ir, pero la seriedad que le ponemos a nuestros propios juegos nos distrae de lo esencial.
El sonido de unas leves pulsaciones que van aumentando y provienen de las profundidades de la tierra me saca de mi enajenación. Tengo los ojos entreabiertos, la oreja izquierda contra el césped y aquellos latidos incesantes me llevan a pensar en el corazón, ese pequeño motor que nunca se detiene, que acompaña la existencia humana de principio a fin. Ya no escucho la voz de mi hermano desde la espesura del follaje. Abro los ojos, me incorporo lentamente y con mucho trabajo. Me percato de que el amanecer ha derramado su claridad sobre todo el campamento. Deben ser las cinco o seis de la mañana.
Allí donde lo vi por última vez, mi hermano está sentado hablando tranquilamente con mi padre y Stephanie. Luce tan agotado como yo y tiene el rostro pálido. Varios asistentes se pasean por el descampado, algunos comentan su experiencia de la noche anterior. El sonido de los pájaros tempraneros nos saluda y el rocío comienza a secarse bajo la luz del sol. El Taita Oso llega al descampado y nos avisa que la curación colectiva comenzará dentro de cinco minutos. Voy al encuentro de mi hermano y juntos nos dirigimos hacia el lugar donde antes estuvo la fogata. No me animo a decirle nada, pero presiento que él también vivió esa intensa conexión a su manera.
Minutos después, las casi sesenta personas que asistieron a la ceremonia nos acomodamos en un gran círculo. El Taita Oso nos pide retirarnos los abrigos para dejar que el sahumerio, la hoja de ortiga y el agua bendecida hagan lo suyo. Luego inicia una plegaria colectiva de agradecimiento por el buen desarrollo de la ceremonia. Entonces, tras una serie de conjuros y oraciones en lengua cofán, el Taita Querubín pasa soplando el humo del copal y el palosanto en el rostro de cada uno de los presentes, y después escupe gotas de un líquido fresco en el cual se distingue la menta y la hierbabuena por el olor que dejan sobre la piel. El Taita Oso y dos de sus asistentes pasan realizando rezos y cantos que se entremezclan en el aire. En mi abdómen, las tripas se remueven y siento su vibración. Ver a mi padre, a mi madre, a mi hermano y su esposa, me produce una profunda emoción. Las lágrimas brotan de mis ojos y reflexiono sobre la ayahuasca como ritual terapéutico. Al igual que el psicoanálisis, la terapia familiar por medio del teatro o las sesiones de charla grupal en familia, el yagé favorece una mejor comprensión y comunicación a partir del conocimiento de uno mismo y de sus propios límites. Entiendo que la ceremonia me permitió comprender un poco mejor mis apegos familiares, en especial la devota admiración hacia mi hermano, la función negativa de mi madre como ente transmisor de miedos y la relación de serena paridad con mi padre.
Al terminar la curación, se siente una ligereza y una calma especial en el ambiente. En el fondo y guardando las diferencias, me digo que el ritual implica los mismos principios que una típica reunión en occidente: ebriedad, emociones o tensiones fuertes pero momentáneas, comunión, liberación y catarsis. Mis padres, uno al lado del otro, lucen más serenos que mi hermano y yo. Trato de imaginar lo que una experiencia semejante les ha aportado en su relación de padres y amigos.
***
Cuando regreso al alojamiento, Stephanie y Lindsay vuelven del baño. Ambas lucen radiantes pese a las dificultades de la noche. Aparentemente la abuelita, esposa del taita, las ayudó a darse una segunda limpieza con ruda y otras plantas florales. Exhausto, como todos, busco mi hamaca y caigo dormido en menos de un minuto. Duermo sin interrupción durante varias horas, de las que solo recuerdo una resonancia de los ronquidos que expide mi compañero de al lado, los cuales no me impiden descansar plácidamente.
Al despertarme, tengo bastante sed. A juzgar por el calor y la posición del sol, debe ser la una o dos de la tarde. Agarro la cantimplora y bebo un largo trago de agua fresca. Me siento ligero y alegre. Mi padre se acerca y sin decirnos nada nos fundimos en un cálido abrazo. Me cuenta que mi madre por fin ha podido descansar y que sigue dormida como un lirón. Lo veo tranquilo, comprendo, sin que me lo diga, que anoche confrontó muchos de sus prejuicios sociales y miedos como padre. Entonces me pregunta si quiero comer algo porque están preparando el desayuno. Como no tengo ningún apetito, decido quedarme un rato más en la hamaca.
Ya despierto por el clima y el buen reposo, retomo uno de los libros que hay en mi mochila. Se trata de Las Enseñanzas de Don Juan. Intento encontrar alguna conclusión o epílogo para lo que vi la noche anterior, sin conseguirlo. Sigo un pasaje particular en el que Carlos Castaneda, ese desconocido antropólogo sudamericano que estudió y vivió buena parte de su vida en Estados Unidos, llega al cenit de su aprendizaje chamánico bajo la tutela de Don Juan, el poderoso brujo de la comunidad Yaqui de Sonora. En el fragmento, el maestro explica que la finalidad última de todas las prácticas chamánicas es la búsqueda del conocimiento. No obstante, advierte que el conocimiento está limitado por el tiempo y lo transitorio:
Ser hombre de conocimiento no tiene permanencia. Uno no es nunca en realidad un hombre de conocimiento. Más bien, uno se hace hombre de conocimiento por un instante muy corto, después de vencer a los cuatro enemigos naturales.
Esos cuatro enemigos, explica Don Juan a su aprendiz, son una especie de etapas que recorre cualquier persona en su búsqueda existencial: el miedo, la claridad, el poder y la vejez. Dichos obstáculos se superan desafiando su aparente solidez. Después de superar el miedo, hay que cuestionar la claridad, y luego hay que desafiar el poder, comprender su condición efímera e impersonal. Finalmente llega el enemigo implacable, la vejez:
(…) Si el hombre se sacude el cansancio y vive su destino hasta el final, puede entonces ser llamado hombre de conocimiento, aunque sea tan solo por esos momentitos en que logra ahuyentar el último enemigo, el enemigo invencible. Esos momentos de claridad, poder y conocimiento, son suficientes.
Al terminar el pasaje, sigo presa de sus evocadoras palabras, y de pronto veo a mi hermano asomar su cabeza por un lado de la hamaca. Las hojas y las fibras del pasto aún abundan en sus cabellos, pero tiene la sonrisa de quien realmente ha descansado cuerpo y mente.
–¿Cómo estás, hermano? –me pregunta. ¿Vamos a comer algo, no?
[1] ONIC, Pueblos Indígenas en Colombia, consultado el 9 de octubre de 2018. https://www.acnur.org/t3/pueblos-indigenas/pueblos-indigenas-en-colombia/
[2] https://www.elespectador.com/noticias/nacional/los-guardianes-del-yage-acosados-una-petrolera-articulo-673366
[3] Consultado el 20 de octubre de 2018 en https://es.mongabay.com/2017/01/la-ganaderia-extensiva-esta-acabando-los-bosques-colombia/.
[4] Información actualizada en el artículo: https://www.elespectador.com/noticias/judicial/los-guardianes-del-yage-confinados-por-la-violencia-articulo-754137
[5] Tomada de https://www.las2orillas.co/a-2la-coca-no-es-el-unico-problema-que-padece-el-putumayo/ y consultada el 21 de octubre de 2018.
[6] Strassman, Rick, DMT The Spirit MoleculePark Street Press, Rochester,Vermont, 2000.
[7] La citación completa es : « La iluminación no se alcanza fantaseando con figuras de luz sino haciendo consciente la propia oscuridad… lo que no se hace consciente se manifiesta en nuestras vidas como destino.” JUNG, Carl, Las relaciones entre el yo y el inconsciente, Paidos, Madrid, 1973.
[8] Citado por el reconocido psicólogo Jordan Peterson en su entrevista acerca del uso de alucinógenos y sus riesgos. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=77lQpHaD43k
[9] En ecuador, la palabra “chuma” se refiere a cualquier tipo de ebriedad en un contexto familiar.
[10] THEROUX, Paul, En busca de la Ayahuasca y otros desvíos, ensayos y reflexiones, Almadía, Ciudad de México, 2019, p. 10.
[11] En una de sus múltiples teorías sobre los fenómenos metafísicos, Jung expone la posibilidad de una conexión extrasensorial entre individuos o entes, fenómeno que prefigura la relatividad del tiempo y el espacio a un factor determinante: la psique humana: “Como cabía esperar, se hicieron todos los intentos posibles por negar a fuerza de explicaciones esos resultados, que rayan en lo milagroso y en lo simplemente imposible. Mas todas esas tentativas se estrellaron contra los hechos: hechos que hasta ahora no han podido refutarse. Los experimentos de Rhine nos han enfrentado con el hecho de que hay sucesos que se relacionan experimentalmente, es decir, en este caso, significativamente, sin que sea posible demostrar que tal relación es de índole causal, ya que la “transmisión” no manifiesta ninguna de las propiedades conocidas de la energía. En consecuencia, incluso puede dudarse de que en realidad se trate de una transferencia”. En JUNG, Carl Gustav, La interpretación de la naturaleza y la psique: la sincronicidad como un principio de conexión acausal, Barcelona, Paidos, p. 35. Consultado el 9 de noviembre de 2018 y disponible en: http://www.formarse.com.ar/libros/librosJung/JungCarlGustavLaInterpretacionDeLaNaturalezaYLaPsique.PDF
Bibliografía
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Obra completa de Carl Gustav Jung. Volumen 8. La dinámica de lo inconsciente: Sincronicidad como principio de conexiones acausales. Sobre sincronicidad. Página 436, § 849. Madrid: Trotta, 2004.
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Burroughs, William, Las Cartas de la Ayahuasca, Anagrama, Barcelona, 2019.
Strassman, Rick, DMT The Spirit Molecule Park Street Press, Rochester,Vermont, 2000.