Tierra Adentro
Fotografía de Wenuan Escalona

“Las plazas, las calles austeras, los edificios bajos, los talleres sin muros, estaban colmados de vitalidad y actividad. Mientras caminaba, Shevek sentía la presencia de otra gente, gente caminando, trabajando, conversando, rostros que pasaban, voces que llamaban, cuchicheaban, cantaban, gente viva, gente que hacía cosas, gente en movimiento”.

Abbenay, una de las comunidades odonianas del satélite Anarres, es una ciudad de trabajadores. En Los desposeídos, Úrsula K. Le Guin muestra dos mundos en espejo: Urras y su luna Anarres. En uno, la monarquía y el capitalismo conviven en un equilibrio desigual; en el otro, la subsistencia depende de una economía anarcocomunista, regida por una estricta división del trabajo orientada a satisfacer las necesidades colectivas.

El modo en que las sociedades trabajan —y cómo se organizan en torno a ese trabajo— es, para Le Guin, una exploración ética. En Urras, el miedo al monarca silencia y conspira; en Anarres, la hostilidad del entorno obliga al sacrificio, pero permite la justicia. La autora no presenta solo una crítica política, sino una meditación sobre la capacidad humana para organizar el mundo.

Más que un recurso temático o un leitmotiv, las formas de producción atraviesan la ciencia ficción como una corriente subterránea que alimenta sus posibilidades. El trabajo no solo construye ciudades: también crea mundos posibles. Algo semejante ocurre en Tiempo de Marte, de Philip K. Dick, donde el conflicto entre colonos y terrícolas revela tensiones económicas disfrazadas de nostalgia y decadencia. Pero si Dick aborda la colonización con tintes psicológicos, otros autores latinoamericanos proyectan estas mismas preguntas hacia una dimensión más cruda, cruel incluso.

Exploración

Antes de cultivar yerbajos en páramos de tierra infértil o de extraer minerales en el cráter de un satélite, es necesario explorar. Reconocer rutas, trazar mapas, comandar una nave o ser comandado dentro de una. En Persistencia, el peruano José B. Adolph narra ese momento inaugural de la expansión humana: la transición entre la búsqueda de nuevos recursos y el establecimiento de asentamientos en planetas hostiles.

“Gobernar la nave se hace cada vez más problemático. Los hombres están inquietos; sólo la más ardua disciplina, las más dulces promesas, las más absurdas amenazas mantienen a la tripulación activa y dispuesta”, dice el narrador del cuento.

El trabajo aquí no es la siembra o la construcción, sino el dominio de lo desconocido. La exploración como forma de producción: de datos, de experiencia, de sentido. Una producción previa, sin la cual no hay asentamiento ni civilización posible.

Conquista

De la exploración a la conquista. En Crónica del gran reformador, Héctor Chavarría imagina una historia alternativa: ¿y si los mexicas hubieran derrotado a los españoles? ¿Qué tipo de civilización habría nacido?

Cuatro trabajadores, un médico, un ingeniero, un escritor y un socorrista, son los artífices de un nuevo orden. En esta ucronía, la guerra no es el único motor de la expansión: también lo son la organización, la técnica, la ciencia.

“Muchas de las cosas que hicieron siguen siendo enigma, pero con su ciencia, sus costumbres y su personalidad influyeron definitivamente en la formación de nuestra cultura y civilización”, escribe el cronista, quien aclara que la victoria del Imperio mexica fue alcanzada por hombres, no por dioses.

El trabajo no solo construye el presente: reescribe la historia. La conquista de “los pueblos bárbaros de Europa” se realiza con la espada, sí, pero también con el esfuerzo organizado, la ingeniería, el conocimiento acumulado. La tecnología y la producción se convierten en herramientas de hegemonía cultural.

Explotación

No la del asentamiento primitivo ni la del imperio naciente, sino la de una estructura ya cristalizada, jerárquica, sofocante. En La garra perpetua, del uruguayo Tarik Carson da Silva, la sociedad está dividida en castas, regida por algoritmos y controlada por una élite que perpetúa su dominio a través del conocimiento y la crueldad.

El doctor Selmer debe “producir un hecho irrefutable e imprescindible para la clase dominante, que obligara a la miserable clase a asimilarlo forzosamente”. La producción científica se vuelve herramienta de exclusión: crea verdades que legitiman el orden establecido y eliminan la resistencia.

La explotación alcanza su forma más siniestra. Enanos macrocefálicos y morpólipos hipersexuales son usados como sujetos de experimentación, aniquilados sin remordimiento. “El cuerpo de un enano era igual al de un hombre común; y para injertos, superior”. El conocimiento médico, lejos de liberar, sirve para justificar la barbarie.

Se les llama muchachos porque Selmer los asocia a los esclavos negros del siglo XIX. Como ellos, pronto son forzados a satisfacer las perversiones del amo. El trabajo, reducido a obediencia ciega y golpes, se convierte en castigo corporal, en explotación biológica, en mercancía. Un Sistema de las Oportunidades.

Enfermedad

Cuando la producción y la explotación alcanzan su límite, los sistemas no colapsan de inmediato: se degradan. Nuestro mundo muerto, de Liliana Colanzi, muestra ese desgaste.

Un contrato de por vida con la Lotería marciana. El desierto es lo único que queda después de tiempos más felices en la Tierra. “Éramos satélites girando eternamente alrededor de lo perdido”, dice la protagonista y narradora del cuento.

La colonización de un planeta no es un paseo agradable, sino una forma de exilio. La locura y la enfermedad rodean a quienes buscan escapar de su pasado. “¡La aventura más grande después del descubrimiento de América!”, aunque para los colonos se trata más bien de un Gran Sinsentido: trabajar para la muerte.

Resistencia

La resistencia no surge como un acto heroico, sino como un cortocircuito en los mecanismos de obediencia. Una robot reconoce lenguajes de programación arcaicos. Recuerdos difíciles. Borra “las reglas de autopreservación de sus circuitos”. Busca la espiritualidad que le ha sido negada en medio de las dunas de arena artificial y plásticos que rodean a una vieja plataforma petrolera.

Aunque “su cerebro positrónico no le permitía pedir ninguna explicación a la autoridad”, la robot encuentra la emoción de lo extraño. Se maravilla ante la aparición de lo bestial: una anomalía orgánica dentro de un mundo regido por el trabajo automatizado y la obediencia.

La ciencia ficción latinoamericana no trata el trabajo como metáfora, sino como hecho material que organiza territorios, cuerpos y futuros. El trabajo atraviesa todas las etapas de la vida social: funda civilizaciones, perpetúa desigualdades, produce enfermedades y, en ocasiones, abre posibilidades de fuga. En estos cinco relatos, trabajar no es solo construir o conquistar: es sostener sistemas complejos, la mayoría de las veces contra el propio interés de quienes trabajan. Repetir viejos ciclos de violencia, con nuevas tecnologías y bajo las mismas lógicas de explotación y emancipación, en el desierto marciano.