El compositor de Dios
El teólogo alemán Hans Küng definió las sinfonías de Anton Bruckner como el resultado de una ascesis musical: “Para él, la música es el lenguaje del corazón, y su corazón tenía una fe profundísima; con frecuencia oraba a su ‘amado Dios’ mientras componía”.1 Nacido el 4 de septiembre de 1824 en Viena, la personalidad musical de Bruckner se desarrolló muy lentamente —estrenó su primera sinfonía a los 44 años— en el contexto de la Europa posrevolucionaria y, por ende, obsesionada con restaurar el antiguo orden social. El siglo XIX vio nacer el neogótico, la neoescolástica y el neogregoriano, que perfilaron en alguna medida la primera mitad del siglo XX. La batalla cultural de los papas de la época se libró también en el campo de las artes: san Pío X contribuyó como ningún otro a propagar el mito fundador de que el canto gregoriano debía imponerse en la liturgia de toda la Iglesia por ser ese el modus orandi de los antiguos cristianos romanos. Lo haya hecho consciente o no, hoy sabemos que el gregoriano es un estilo que no surgió en los siglos VI y VII, concretamente bajo el pontificado de san Gregorio Magno —a quien debe su nombre—, sino en los siglos VIII y IX, en el contexto político del emperador Carlomagno. Fue él quien, en un afán de consolidar la cultura del imperio, ordenó la unificación del culto cristiano por medio de una liturgia monódica que pronto se arraigó en las abadías francas y germanas, el canto gregoriano.
Es, pues, la batalla cultural sobre la “auténtica” música sacra el escenario donde Anton Bruckner madura su talento como compositor y organista, y logra, aun tratándose de un hombre de fe profunda pero infantil, componer al margen de la ortodoxia musical de su siglo. Entendió como pocos que el lenguaje de la fe es inefable y que la música era uno de los tantos medios como el misterio de Dios puede percibirse sin necesidad de entenderse. Y es que la experiencia religiosa comparte con la experiencia estética la característica de no dirigirse a un objeto ni a un hecho, sino a una totalidad impregnada de sentido a la que solo puede accederse mediante una disposición afectiva. Uno no percibe la belleza como cualidad específica de un objeto, sino en la situación concreta en la que tal objeto acontece. Así, tanto la experiencia de lo bello como la de lo sacro devienen conocimientos que afectan a quienes han desarrollado una cierta sensibilidad existencial. Hay saberes que se aprenden no tanto con los sentidos sino con la vida toda.
Quienes estudian las composiciones brucknerianas desde la musicología a menudo señalan que sus sinfonías conforman una sola obra desarrollada en nueve momentos, cada uno pensado como la mejora del anterior. Esto obedece a dos rasgos obsesivos de la personalidad del autor: una suerte de trastorno compulsivo que lo obligaba a revisar y modificar constantemente su música, y su incapacidad para construir y mantener relaciones socioafectivas sanas. Bruckner fue una persona solitaria en extremo, que hizo del órgano su vía de contacto con la realidad y, en consecuencia, también su modo de oración predilecto. Para quienes somos creyentes, su figura destaca no solo por su excepcionalidad respecto del gregorianismo típico del catolicismo decimonónico, sino por constatar en su estilo un ansia de lo sagrado de proporciones grandilocuentes. Una melancolía estética que contrasta con su generación: muertos los grandes exponentes de la tradición musical protestante, Bach (1750) y Handel (1759), el romanticismo expuso un proceso de secularización que también atravesó lo estético, abanderado por Schumann y Beethoven. Se componía entonces al margen de las propias convicciones religiosas, y muchas veces en abierta confrontación hacia ellas. El lenguaje musical de Bruckner, en cambio, con todo lo complejo que es, no esconde sus pretensiones de oración, muestra de lo cual es la firma que suele acompañar sus partituras: O.A.M.D.G (Omnia ad maiorem Dei gloriam), “todo para la mayor gloria de Dios”.
La espiritualidad de Bruckner no musicaliza cuestiones teológicas como quien reflexiona una doctrina. No es tampoco un apologeta que hace de la batuta un arma. Lo que logra el autor es más bien una expresión de la fe que se mueve lo mismo en el terreno de lo profano como en el de lo sacro, teniendo siempre presente la superioridad de este último. Sirva de ilustración la famosa anécdota de que, sabiendo que se encontraba al final de su vida, y que la conclusión de su Novena sinfonía sería imposible, Bruckner rechazó indignado la propuesta de convertir su Tedeum en el último movimiento de la obra. Algo dedicado a Dios no podía tratarse como suplemento de nada. El Tedeum constituía un auténtico canto de alabanza —uno que “imitaba las lenguas de los ángeles”, en palabras de Gustav Mahler—, que recogía la antigua tradición de la Iglesia para expresarla en una soberbia orquestación.
Anton Brucker sufrió un infarto el 11 de octubre de 1896. De acuerdo con su última voluntad, sus restos fueron embalsamados y enterrados bajo el órgano de la abadía de San Florián, al norte de Austria. Fue allí donde se desarrolló profesionalmente como organista y desde donde comenzó sus primeras composiciones. Fue también allí donde buscaba el refugio espiritual que lo mantenía con vida luego de recurrentes crisis depresivas. En su sarcófago mandó labrar el último verso del Tedeum, que fue su última profesión de fe: Non confundar in aeternum, “no me veré defraudado en la eternidad”.