Tierra Adentro
Portada de "Una habitación propia", Virginia Woolf. Editorial Alma, 2023. Ilustración por Gala Pont.
Portada de “Una habitación propia”, Virginia Woolf. Editorial Alma, 2023. Ilustración por Gala Pont.

En una de mis escenas favoritas de la literatura mexicana, dos mujeres —la falsa y la traicionada— se encierran en un cuarto impropio para inventar un lenguaje que termina por aterrorizar a un narrador poco fiable —el dueño de la casa— quien busca sentirse acompañado en la posible complicidad de un lector desprevenido y, así, juntos, irrumpir en la habitación y despertar de la pesadilla. Pero esta irrupción no llega, y si, además, quien lee rechaza la invitación del narrador, la pesadilla pronto deviene en risa.

Quizá la escena me gusta por morbosa: no me es difícil imaginar qué hacen esas dos mujeres para divertirse tanto, aunque no tenga acceso a los detalles. O tal vez me atrae porque es fácil imaginarme a mis amigas como la falsa y la traicionada, y aquellos momentos, cada vez más escasos y distantes, en los que nos refugiamos en un cuarto (también impropio: hoteles, la casa de la pareja, la habitación subarrendada, un carro) para reír e inventar formas de comunicarnos que pocos entienden. Es probable que solo me guste porque promueve la imagen de dos mujeres que solo tienen que cerrar la puerta para aterrorizar a un narrador pretencioso.

La escena es una de las pocas en la literatura mexicana donde dos mujeres ríen y no rinden cuentas a nadie. También es una de las muchas donde la consigna feminista del cuarto propio aparece de manera tangencial para afirmar lo que Virginia Woolf escribiera en 1929: para que una mujer escriba se necesitan ciertas condiciones materiales como dinero y un espacio propio. Y amigas, se necesitan amigas, porque al final La cresta de Ilión no es una novela sobre la escritura, sino sobre la amenaza constante de que la producción de las mujeres que escriben tiende a desaparecer sistemáticamente en los resquicios de la historia. Por ello, en la novela se forma una colectiva llamada las emisarias, cuyo objetivo es combatir esta epidemia y, en este caso, rescatar a Amparo Dávila del olvido. Estas mujeres, juntas, dan la impresión de estarse obligando a entrar en un estado de aparición que las vuelva reales otra vez, aunque esto solo ocurra en el escenario que forman ellas mismas.

Desconozco si el ensayo “Con la ventana abierta”, de Gloria Gervitz, publicado en 1985, es el primero en la literatura mexicana en desdibujar la consiga del cuarto propio. Quiero suponer que no, pero si es el más viejo en la genealogía que repaso aquí para pensar las diferentes aproximaciones que las escritoras mexicanas han ensayado sobre el cuarto propio. Gervitz sugiere dos cosas que me parecen productivas: una es la relación del cuarto propio con el miedo y la culpa. Para la autora, hay “una especie de memoria ancestral que permanece” que nos acosa y produce estos afectos que paralizan. No da una respuesta. De hecho, insiste en que en realidad ella está llena de preguntas y no tiene ninguna solución. De ahí, la necesidad de abrir la ventana y orear el espacio.

La segunda cosa es que Gervitz señala que “[p]ara realizar grandes cosas se necesita olvidarse de uno mismo, pero para olvidarse es necesario estar antes convencido de que ya se ha encontrado. Y las mujeres están aún demasiado ocupadas en buscarse”.1 Más de quince años después, en La cresta de Ilión, la falsa y la traicionada logran deshacerse del miedo y la culpa rescatando (o desedimentando diría Rivera Garza)2 la memoria de un pasado (utópico o no), donde el género no es matriz de poder —la falsa le dice constantemente al narrador: “te conozco de cuando eras árbol”,3 quien algunas veces responde tocándose el pene y otras veces la cresta ilíaca—, sino de placer. Si esa memoria ancestral de la que habla Gervitz ya no es permanente, sino solo una pequeña capa de sedimento que el lenguaje tiene la capacidad de reimaginar para espantar el miedo, las mujeres en La cresta… aún están ocupadas en buscarse porque hay una epidemia de desaparecidas.

Para Gervitz “hemos vivido fragmentadas” y “necesitamos tiempo para alcanzarnos”.4 Más de treinta años después, Margo Glantz agrega, en “La querella de las mujeres”, que es necesario disponer del propio cuerpo para poder escribir. No dice si este cuerpo es armonioso, pero la idea de hacer del cuerpo algo propio supone cierto grado de cohesión. ¿Será que nos hemos alcanzado? Para aludir a la cuestión del cuerpo propio, Glantz cita a Alice Walker, escritora afroamericana, quien a su vez se preguntaba qué hacer con Phillis Wheatley, una esclava que ni siquiera se poseía a sí misma y que de haber sido blanca, habría sido fácilmente considerada una intelectual superior en su tiempo. La cita de Walker le sirve a Glantz para repetir la pregunta: “¿pueden hoy todas las mujeres del mundo disponer de su propio cuerpo?”.5 El problema radica en que Glantz borra, accidentalmente o no, la materialidad del cuerpo en la que insiste Walker, en un intento —a mi juicio, fallido— por compensar la fragmentación de la que habla Gervitz. Sin embargo, al despojar al cuerpo de su materialidad, este se desintegra. Habría que aclarar que la insistencia en lo material no supone olvidar la identidad performática —el narrador de La cresta… constantemente busca respuestas en su cuerpo, pero la materia orgánica no determina su género —. Más bien, se trata de insistir en que, si bien la identidad es algo que se hace a través de actos repetidos y performáticos, y no algo que se es, para ese quehacer lo material del cuerpo importa.

Publicado un año antes que el ensayo de Glantz, en “Feminismo sin cuarto propio” (2020), Dahlia de la Cerda sugiere que desde la fragmentación se teoriza de una forma mucho más compleja. Para esta autora, la consigna de Woolf significa privilegios “de clase y raza y epistémicos” y por ello propone teorizar desde los zulos. Un zulo es un agujero que sirve para muchas cosas y no solo es un espacio de escritura. Tampoco es un lugar limitado ni fijo: puede ser la paca en un domingo, la banqueta afuera del mercado, el comedor compartido en una casa. Para de la Cerda, el problema de teorizar desde el feminismo de los cuartos propios es que este tiende a insistir en que la respuesta está en que todas nos unamos en torno a la opresión de tener vulva, invisibilizando las diferencias que marcan otros cuerpos, especialmente aquellos atravesados por la raza, la clase y la educación.

Alejándose un poco del marco tradicional de las identidades como eje central para repensar el concepto del cuarto propio, Karen Villeda y Cristina Rivera Garza proponen pensar la habitación como un lugar impropio. Publicado en el 2018 como parte de la antología Tsunami, editada por Gabriela Jauregui, en “La primera persona del plural”, Rivera Garza señala que el cuarto propio no existe, ya que, en realidad, se trata de una habitación de todas: “un espacio y tiempo vueltos posibles gracias a la intervención de otros, de muchos más, en nuestro entorno”.6 Para escribir, no solo necesitamos a nuestras amigas, sino también a toda una comunidad que, de manera colectiva, influye y facilita la creación de espacios creativos. Además, Rivera Garza sugiere que la importancia vital y política del cuerpo es lo que une a los diferentes feminismos, pero aclara que este cuerpo es, en todo caso, siempre colectivo. Al cerrar su ensayo, cita a Sara Ahmed, quien afirma que vivir una vida feminista implica cuestionarlo todo. Y entonces, ¿cuándo descansa el cuerpo de la feminista?, pregunta Rivera Garza. La autora tampoco ofrece una respuesta clara, pero sí plantea      que el acompañamiento mutuo podría ser una forma de descanso.   En fin, el cuarto impropio es una comunidad “dispersa” y “ocasional”,7 un lugar efímero de cuidados, que se forma para resistir condiciones y ambientes pocos favorables. 

Más que teorizar sobre la habitación impropia, Karen Villeda escribe tres ensayos que se intercambian con ilustraciones de María Magaña y pequeñas estampas que sirven como preludio a los textos más largos.8 Villeda escribe sobre Leonora Carrington, Virginia Woolf y Norah Borges. En el caso de Carrington, realiza una revisión de sus cuentos; con Woolf, examina la noción del cuarto propio en relación con el fascismo; y con Borges, genera una reflexión sobre la vanguardia y la invisibilización de la participación de las mujeres. Tres ejercicios de acompañamiento que invitan al lector a crear su propia lista de escritoras que lo acompañan. A la manera de Sara Ahmed con sus kits de supervivencia feminista, para Villeda, la habitación impropia puede ser una biblioteca, que te acompaña y te abraza. Finalmente, para Olivia Teroba, el cuarto propio es simplemente un lugar seguro, un apoyo desde donde se pueda sostener la escritura.9

Si bien Diana del Ángel no parte explícitamente de Virginia Woolf, como sí lo hacen las demás autoras aquí citadas,10 sí propone una metáfora que, inevitablemente, replantea la consigna del cuarto propio: “hacer(nos) casita”.11 Esta metáfora, que surge de la costumbre entre mujeres de cubrirse mutuamente cuando vamos a hacer pipí en espacios públicos, es una manera de plantear la negociación que ocurre en espacios marcados por la diferencia. Del Ángel sugiere la importancia de encontrar un mínimo en común haciendo eco de las ideas de Gabriela Damián Miravete: “la puesta en marcha de un lenguaje distinto para nombrarnos y nombrar nuestras historias.”12 El hacer(nos) casita es un “gesto de acuerpamiento” espontáneo que convoca a las mujeres a juntarse y cuidarse en situaciones de peligro. Es un lugar seguro situado en la praxis de “encontrar un nos(otras) donde quepamos todas”.13 El paréntesis, en este sentido, puede leerse como una referencia a lo material de la diferencia, a ese otras que también es un nos(otras) pero sin un cuarto propio que (nos)contenga. Desde la primavera violeta, han surgido muchas maneras de hacer(nos) casita para poder alcanzarnos, que modifican cómo escribimos y para qué lo hacemos. Creo que si hay algo que agregar a la conversación es que se está poniendo en marcha una forma distinta de escribir y compartir lo que se escribe, que a su vez está creando espacios que necesitan ser pensados desde la genealogía teórica del cuarto propio. Pienso específicamente en la red de librerías independientes y feministas que en los últimos años se ha posicionado como un lugar seguro, una forma colectiva de acuerpar a quienes escriben y leen. Mientras muchas librerías cierran sus puertas porque vender libros nunca ha sido un negocio, estos espacios se mantienen, en parte, por un esfuerzo colectivo que incluye a quienes escriben, editan, distribuyen, enseñan y leen libros. Lugares como U-tópicas en la Ciudad de México, El traspatio en Morelia, o La meiga en Mérida, son escenarios conectados donde se teoriza y se pone en práctica, desde una posición feminista, la creación de un lugar seguro para que sigamos escribiendo, leyendo y construyendo nuevas maneras de acuerparnos. Quizá ya es tiempo de pensar no en un cuarto o un zulo, sino en ese hacer(nos), en las emisarias que construyen escenarios conectados para volvernos reales y hacer(nos) casita.

  1. Gervitz, Gloria, “Con la ventana abierta”. Revista Iberoamericana 51, 132-33, 697-705, 1985.
  2. Cristina Rivera Garza, Escrituras geológicas, Madrid, Iberoamericana, Vervuert, 2022.
  3. Cristina Rivera Garza, La cresta de Ilión, México, Tusquets Editores, 2002.
  4. Ibid.
  5. Margo Glantz, La querella de las mujeres, Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2021.
  6. Cristina Rivera Garza, La primera persona del plural, Tsunami, Ed. Gabriela Jauregui, México, Sexto Piso, 2018, p 164.
  7. Ibid
  8. Karen Villeda, Habitaciones impropias, México, UNAM, 2023.
  9. Olivia Teroba, Un lugar seguro, México, Paraíso perdido, 2021
  10. Pareciera que la práctica de escribir en comunidad es mucho más difícil que imaginarse un cuarto (im)propio. Ninguna de las autoras mencionadas hace referencia a ninguno de los textos aquí citados, incluso cuando utilizan la misma metáfora o comparten la misma idea. Habría que hablar del privilegio epistémico que supone citar a escritoras hegemónicas y no, del Norte global, mientras no se se cita (¿se leerán entre ellas?) a la contraparte      mexicana ni latinoamericana. Este privilegio epistémico parece afirmar que en el Sur global no se teoriza o, por lo menos, la teorización es insignificante, y por ello preferimos nombres como Gloria Anzaldúa y Sara Ahmed. Si bien Diana del Ángel cita a dos pensadoras mexicanas (Marcela Lagarde y Gabriela Damián Miravete), pareciera que cuando se trata de articular el cuarto propio se hace desde un espacio muy reducido y la pequeña ventana solo apunta a Estados Unidos. 
  11. Diana del Angel, Hacer(nos) casita, Tsunami 2, Ed. Gabriela Jauregui, México, Sexto Piso, 2020, p 99.
  12. Ibid
  13. Ibid