El asombro en la lentitud. Los dones de la naturaleza en la escritura de Susan Fenimore Cooper
La primavera está en el aire,
en la luz y en el cielo.Susan Fenimore Cooper
Hace algunos años, en un pequeño curso sobre la literatura de la naturaleza escrita por mujeres, debatí con las participantes el propósito del Nature Writing. ¿Nos alecciona? ¿Provoca una reflexión? ¿Denuncia? ¿Describe el entorno al máximo detalle? No creo que exista una respuesta unívoca a cualquiera de estas preguntas, debido a que están formuladas de manera algo tramposa. Además, en los últimos años, la literatura no ha sido inmune a las cada vez más intensas manifestaciones del Antropoceno, con todo lo que aquello conlleva para el género humano y para la biosfera, complejizando todavía más nuestra relación con el entorno. Nos vemos batallando contra la ansiedad climática, culpando a nuestros antepasados y coetáneos por igual, esquivando responsabilidades y colapsando ante la magnitud y la abstracción de la espada de Damocles climática.
En 1850, la editorial neoyorkina Putnam sacó a la luz el libro que hoy en día se considera la primera manifestación de la literatura de la naturaleza: el diario Rural Hours, firmado simplemente “by a Lady”. Su autora, Susan Fenimore Cooper, al margen de los círculos trascendentalistas de Concord, realizó un innovador acercamiento a lo que posteriormente se convertiría en el sello distintivo de la literatura norteamericana: el Nature Writing, popularizado y consagrado por figuras como Henry David Thoreau, John Muir, Mary Austin o Aldo Leopold, entre otros y otras. Fenimore Cooper registró a lo largo de 1848, y de manera minuciosa, todos los fenómenos naturales ocurridos en su pueblo, Cooperstown, situado al norte del estado de Nueva York. Su escritura —diarística, enciclopédica, erudita, divertida, espiritual y, sobre todo, esmerada— trasciende lo personal, envolviendo en su mirada a la comunidad de los seres.
Planteo entonces algunas preguntas menos tramposas que las referidas al inicio: ante la avalancha de la ecoliteratura que versa sobre nuestros problemas actuales, ¿para qué volver al siglo XIX? ¿Qué nos aporta hoy en día una obra publicada hace 175 años? ¿A qué prestar atención en la lectura tan detallada de los lugares que posiblemente ni conocemos? La respuesta a todas estas cuestiones es la misma: la lentitud. La lectura de Susan Fenimore Cooper, más allá de los asuntos que siempre rodean su figura —¿fue o no fue la inspiración para Walden? ¿Qué hubiera sido de ella de no haber tenido un padre famoso? ¿Por qué razones no alcanzó tanta notoriedad como su coetáneo Thoreau?— supone una crónica de una muerte —ambiental— anunciada: una arqueología del desastre por venir. Sin embargo, la antes mencionada lentitud y la mirada honda de la autora también permiten indagar en el asombro que puede, y debe, producir la inmersión en el mundo natural.
Fenimore Cooper, docta en ciencias naturales, no presume de sus conocimientos ni abruma con tecnicismos, más bien se acerca al mundo circundante con una enorme ternura y curiosidad. Los protagonistas de sus observaciones, sean del reino Plantae o del reino Animalia, siempre cuentan con una cierta “personalidad”: los zorzales “son unas criaturas honradas y sencillas, que corretean por parcelas de pasto y caminos cerca de nuestras casas, por lo que en todas partes se las considera amigas” (37); las golondrinas comunes se nos muestran como “unas criaturas muy hacendosas, animadas y de temperamento alegre” (76), ajenas a las trifulcas y ejemplo de convivencia para los seres humanos, mientras que el arce azucarero, más allá de la utilidad de su savia, gracias a sus flores verdes adquiere una “personalidad agradable” (83). Fenimore Cooper, hasta cierto punto, ve en la naturaleza un reflejo o un ejemplo para el género humano. No es casual que acaparen su atención sobre todo las especies que habitan las inmediaciones del pueblo y que la gran parte de su reflexión se centre en las interacciones o las influencias sobre ellas.
La huella distintiva de la escritura de Fenimore Cooper, y su aportación a las ciencias naturales, es la atención que presta a las hoy denominadas “especies invasoras”. Antes de que fueran acuñados este término y el de “biosfera antropocena”, la autora no deja de dedicarles amplios espacios en su obra a las especies de aves y de plantas que expulsan a las nativas de sus territorios habituales. Las que llama las “malas hierbas” son merecedoras de este calificativo independientemente de su aspecto bello o poco agraciado; lo que destaca Fenimore Cooper es la molestia que causan al desplazar a las especies americanas e identifica claramente la mano humana en dicho proceso: “Ciertas plantas de esta naturaleza —el lampazo, el cardo, la ortiga, etcétera— son conocidas por adherirse más especialmente al camino del hombre” (133). Defensora de los ecosistemas —veinte años antes de que el biólogo alemán Ernst Haeckel acuñara el término “ecología”—, percibe en las especies foráneas una amenaza y también la inevitable consecuencia de la globalización.
Esta atención prestada a las “malas hierbas” no le pasó desapercibida a Charles Darwin. En una carta dirigida al botánico estadounidense Asa Gray, fechada de 6 de noviembre de 1862, el científico escribe:
Hablando de libros, estoy leyendo uno que me agrada, aunque es un libro muy inocente, a saber, “El diario naturalista de la señorita Cooper”. ¿Quién es ella? Parece una mujer muy inteligente y da un relato excelente de la batalla entre nuestras y sus malas hierbas. ¿No les hiere su orgullo yanqui que los azotemos tan confusamente? (Darwin, párrafo 2).
Darwin, a pesar de considerar algo “inocentona” la escritura de Cooper, reconoce el mérito de su observación naturalista y alude a ella en otras cartas al mismo destinatario, en febrero de 1862 y en enero de 1864. Además, en su primera carta, elogia indirectamente el estilo y la plasticidad del lenguaje de la autora: “El Libro ofrece una imagen extremadamente hermosa de uno de sus pueblos; pero veo que su otoño, aunque mucho más hermoso que el nuestro, llega antes, y eso es un consuelo.” (párrafo 2).
Siguiendo el mismo hilo de los cambios observados en los ecosistemas cercanos a la autora, nos podemos aventurar a constatar que Fenimore Cooper ya describe los primeros síntomas del cambio climático. El 23 de marzo anota:
Existe una cierta leyenda extendida por el pueblo según la cual el clima ha experimentado un cierto cambio desde la llegada de los primeros colonos: cuentan que las primaveras se han hecho más inciertas y los veranos, menos cálidos; eso dicen las personas mayores que conocen el lugar desde hace cuarenta años (31).
Aunque posteriormente pone en cuestión estas suposiciones, no sería exagerado pensar que desde la primera década del siglo XIX hasta la fecha en la que Cooper recoge las palabras de sus vecinos, la revolución industrial y especialmente el desarrollo de los ferrocarriles y de la industria en la costa este harían sus estragos en el clima y se volverían visibles para la agricultura.
Al mismo tiempo, la autora pone de manifiesto de manera bastante explícita otros fenómenos nocivos para los ecosistemas: la tala de árboles y la caza excesiva. El 27 de marzo Cooper observa una bandada de palomas silvestres (Ectopistes migratorius) y dice: “esta primavera tenemos solo unas pocas” (33). De nuevo, la crónica del ecocidio que se avecina. En comparación con las temporadas anteriores, “los números que vimos entonces no fueron nada en comparación con la multitud que visitaba el valle todos los años en su historia más temprana” (34). Considerada como un alimento y materia prima de los piensos para los animales de granja, esta especie de paloma fue sometida a una caza intensa a lo largo de todo el siglo XIX. Tan solo cincuenta años desde la publicación del Diario rural,la última paloma migratoria fue abatida en Ohio, mientras que el último ejemplar en cautividad falleció en 1914.
A Fenimore Cooper tampoco se le escapa la paulatina tala de árboles en las inmediaciones del pueblo y, aunque sea una constante en sus diarios, la entrada del 11 de marzo refleja la honda impresión que deja la desaparición de los pinos:
Nos aguardaba una buena decepción: durante el invierno, y sin nosotros saberlo, habían talado varios pinos nobles y antiguos por los que sentíamos mucho aprecio1; unos tocones horrendos y montones de astillas eran lo único que quedaba donde antes esos hermosos árboles habían agitado durante tanto tiempo sus perennes brazos. La tala de estos ejemplares parece haber modificado considerablemente el carácter de los campos vecinos, y es que con frecuencia ocurre que un solo grupo de árboles tiene el poder de alterar el aspecto general de hectáreas de tierras circundantes (27-28).
De la cita anterior, al margen de la clara acusación de la desaparición sibilina de los árboles, rescato el componente emotivo de la entrada, trasversal en la obra de la autora, si no en todo Nature Writing. En el prefacio, Fenimore Cooper justifica sus “numerosas y nimias observaciones sobre asuntos del campo, que a posteriori se rememoran placenteramente junto al fuego, y se comparten quizá, de buena gana, con amigos” (17). He aquí la clave de la escritura de la naturaleza: la observación, la atención, el apego y la comunidad. No sabemos quién acompaña a la autora en sus numerosos paseos y quiénes son estos amigos que comparten con ella los hallazgos naturales, pero lo que sí podemos descubrir en su escritura es una perspectiva sobre la comunidad biocéntrica e incluyente. No es casual su calificación de las familias de animales y de plantas como “tribus”, la consideración del regreso del zorzal en primavera como motivo de “contento para toda la comunidad” o su rebelión contra los usos populares de algunos nombres de plantas como ofensivas para ellas:
Algunas personas la llaman [la flor de estrella (Trientalis americana)] pamplina de canario, nombre que supone un insulto para la planta, y para el sentido común de toda la comunidad; y es que se trata de una de las flores del bosque más refinadas, nada en absoluto que ver con las pamplinas, ni con los canarios (107).
Antropomorfizaciones aparte, las cuales abundan en la escritura de Fenimore Cooper, sobre todo las referentes a las aves, es notoria la actitud de cariño —sí, ¿por qué no usar esta palabra al hablar del entorno natural?— y de agradecimiento por las oportunidades de deambular por los entornos del pueblo. La autora elige caminar, caminar y caminar. Se dirige a los lugares conocidos y apreciados —el lago se vislumbra como uno de sus parajes favoritos, a veces tan impresionante como una obra de arte, a veces brumoso y lejano—, pero no se aburre de los caminos, se desvía y busca en cada paseo una novedad o una reafirmación de la armonía.
Siempre que leo pasajes como este: “El verdor se ha acentuado varias tonalidades durante las últimas veinticuatro horas; todos los árboles muestran ahora el toque de la primavera, salvo robinias y zumaques” (89), siento cierta perplejidad y una especie de envidia. No se trata de un anhelo —absolutamente injustificado— por los tiempos pasados o un deseo de meterme en una cabaña en el bosque al estilo de Thoreau, sino de la posibilidad de evadir la sobreestimulación sensorial ineludible de la Ciudad de México —la escritura de estas páginas se ve acompañada por el Bésame mucho sempiterno y cansino, las ambulancias y los cláxones que solamente demuestran el pésimo manejo del autocontrol y la autoestima—. El diario de Fenimore Cooper está impregnado de la humildad biosférica y de la habilidad para sentipensar que permite no solamente agudizar la mirada cuando es necesario, sino procesar y valorar las experiencias sin distracciones para, posteriormente, verterlas en las páginas con toda su riqueza de tonalidades y detalles.
Por todo ello, la experiencia de la lectura de Nature Writing, por lo menos la mía en particular, puede llegar a presentarse como un proceso paradójico. Leer la ecoliteratura en el camión con dirección a Santa Fe. Leer los diarios de la naturaleza contra los retos lectores, contra la cantidad de lecturas y las medallitas que nos colgamos al final de cada año y que exibimos en nuestras redes sociales. Leer acerca de los cambios estacionales cuando estos casi ya no existen. Leer y googlear cómo es un pájaro gato, un camachuelo purpúreo, ampelis americano o un pibí oriental, o cómo son las hojas y las flores del aro dragón o del trilio granate. Leer y pensar en nuestra propia alfabetización ecológica.
Uno de los días más radiantes referidos por Fenimore Cooper es el 9 de mayo. Ya en plena primavera, la autora y sus acompañantes se encuentran con un auténtico festín para cualquier aficionado a la ornitología: golondrinas, mosqueros, zorzales robín, azulejos orientales, jilgueros, gorriones, gavilanes, pescadores martín, reyezuelos y carboneros, todos ellos revoloteando cerca de un riachuelo. Sin embargo, lo que acapara casi toda la entrada del diario son unos “hermosos forasteros”: unas avecillas desconocidas por la autora que se posan y vuelan entre los arces rojos. Ante tal sorpresa escribe: “Estábamos de lo más ansiosos por descubrir de qué ave se trataba, ya que en esas circunstancias, resulta mortificador no ser capaz de dilucidar la cuestión” (87). La observación se hace con detenimiento, curiosidad, ternura y humor. Finalmente,
una tercera vez, alzó el vuelo, y tras pasar cerca de nosotros lo más rápido posible, sin duda palpitándole extraordinariamente el corazón por la osadía de su hazaña, logró al final cruzar el puente, y pronto lo perdimos de vista entre los arbustos de la ribera (88).
La autora llega a la conclusión de que puede tratarse de una reinita palmera, aunque no descarta que fuera otro pájaro, pero ante todo en sus páginas registra cada movimiento, por pequeño que fuera, de los pajaritos y sus interacciones con ella. La sorpresa realmente grata de ver un ave nueva, el deseo del conocimiento y el placer de la observación rezuman de las páginas del diario.
La actitud de Fenimore Cooper ante el mundo circundante, según la terminología muy posterior a su obra, se podría calificar como biofílica: activamente busca la naturaleza, se envuelve en sus ritmos y la entiende. Como creyente, la autora teje entre las páginas de su diario un discurso de agradecimiento por la naturaleza como consuelo ante la maldad del mundo y duda de que el género humano haya merecido tanta bondad reflejada en la hermosura de la naturaleza. ¿Sería esta la parte que Darwin calificó como “inocentona”? Sea como fuere, en Diario rural confluyen la trascendencia, la ciencia y la tranquilidad, así como una mirada atenta y tierna que, al fin y al cabo, pone entre las manos del público lector desde hace más del siglo y medio una obra holística y reflexiva.
Nunca he ido ni seguramente vaya a Cooperstown y no creo que conozca sus bosques —o lo que queda de ellos—, pero seguiré desafiando el tiempo y la realidad que me rodean con lecturas en las que las palomas migratorias siguen surcando los cielos, donde la belleza del mundo natural y la tranquilidad no son mercadotecnia de la renovación espiritual barata, y donde el tiempo no se mide en semestres y depósitos, sino en hojas que crecen y se marchitan. Espero haber respondido a las preguntas tramposas.
Darwin, Charles. “To Asa Gray. 6 November [1862]”. Darwin Correspondence Project, University of Cambridge. https://www.darwinproject.ac.uk/letter/?docId=letters/DCP-LETT-3796.xml. Accedido 5 de enero de 2025.
Fenimore Cooper, Susan. Diario rural. Apuntes de una naturalista. Trad. Esther Cruz Santaella. Logroño: Pepitas de calabaza, 2018. Impreso