Tierra Adentro
Fotografía de Wendelin Jacober, 2017. Recuperada de Pexels.
Fotografía de Wendelin Jacober, 2017. Recuperada de Pexels.

 

Hace un momento, mientras cenábamos, mamá me arrojó su sopa a la cara. La cena caliente que el médico sugirió darle antes de dormir. No alcancé a ver su rostro al hacerlo, ni la velocidad con que salió de la cocina; solo una mancha de caldo naranja, atravesando la mesa como un chorro de pintura que cubría mi ojo izquierdo. 

Luego, ceguera color de sopa, de consomate y pollo desmenuzado, fundiéndome el párpado y las pestañas. Caí al suelo, y a la par de mis gritos escuché que se golpeó con la esquina de la mesa. Imaginé a mi madre en medio del bosque, golpeando la maleza a su paso, esquivando el fango, huyendo de una bestia furiosa en su cueva húmeda, o, más exactamente, en el piso de la cocina. ¡Mamá, no te salgas!, le grité, y a gatas busqué el trapo que suelo colgar en el respaldo de la silla. Quería presionarme el rostro, pero solo acrecentaba el dolor. El caldo asentándose en mis poros, resbalando en mis mejillas, por el cuello, ¿mamá, estás ahí?

Tomé el trapo y lo enjuagué con agua fría. Todo borroso. 

Seguramente así se siente un latigazo en la cara. 

Extendí torpemente el trapo y lo llevé al lado del rostro que sentí desmoronarse. La puerta de la entrada azotaba, una y otra vez, el muro que tenía tras de ella. 

¡Auxilio, me tienen secuestrada!, me pareció escuchar al fondo de la calle. 

De pie junto al fregadero, sofocada por el paño frío, intuí que mamá había doblado la esquina. Cada vez me parecían más lejanos sus gritos suplicando por ayuda. 

El teléfono sonó: doña Tere, de seguro, qué haría yo sin ella. Si no fuera por esa metiche mi mamá viviría extraviada.

—¿Doña Tere, es usted?

—Sí, mija —respondió alterada.

Había encontrado a mamá a un lado de los rosales. Me contó que a pesar de advertirle sobre las espinas, mamá se lanzó hacia atrás, muy segura de sí misma, que ni el impacto lacerante de los tallos evitó que retrocediera. 

Al llegar al jardín de doña Tere, sosteniendo el trapo húmedo sobre mi cara, dejando visible el ojo menos lastimado, vi a mi madre dando vueltas sobre los rosales. Me pareció una niña que jugaba sobre la arena. Desde el suelo me observó curiosa, preguntó mi nombre; de pronto, no era más su secuestradora. Le extendí la mano y preguntó otra vez por mí. Contesté tranquila, tal como respondo a los extraños que me preguntan la hora. 

—Soy Estefanía, mamá, soy su hija.

Mi único error fue darle un plato de sopa. Hace unos días me arrojó un baguette; otro, una cuchara llena de mayonesa. Me di el lujo de olvidar sus costumbres a la hora de comer. Imaginé por un segundo que esta vida no era mía, o que mamá ya no era mi mamá. 

Todas las noches me las paso en vela esperando a que cierre los ojos, pero a los pocos minutos se inclina de nuevo hacia arriba, replicando que ya es hora de comer o de tomar sus medicamentos.  

La he visto frente a la estufa, frente al ropero o la taza del baño, observando fijamente al vacío. Otras veces, desorientada, convencida de que existe una afanosa rutina de pasos que tendría que seguir pero no puede recordar.

Cuando la veo dormir, pienso en una choza vacía, destartalada, sin luz. 

Hay solo una velita que la alumbra toda. 

Los cuartos de mamá, esos que tiene en su cabeza, se van quedando a oscuras. Me imagino cajas sucias y maltrechas, apiladas en un rincón. A veces, me sueño hurgando en cada una: soy una niña y llevó un vestido que una vez le vi a mi prima. Meto medio cuerpo a la caja, hasta el punto de que mis piernas quedan en vertical. En el fondo de la caja están los libros que mi madre me leía, sus zapatos preferidos, sus guantes de poliéster que usaba a la hora de cortar la hierba o cambiar unas flores de maceta. 

También me he soñado su uniforme de cajera. Mamá siempre lo vio como un traje desteñido y triste, por eso se compró varias mascadas que hacían juego con su saco: amarillas, rosas, azules. Las tiento en el fondo de la caja junto a todo lo demás. Sus peinetas, su cosmetiquera repleta de labiales caducos, mis zapatos de bautismo guardados en una bolsa de tul. 

Concebir su mente de luces fundidas me perturba. Me hace pensar que realmente ya no tiene nada adentro, que le hablo a algún fantasma o a una cáscara de nuez. Solo a veces, sin embargo, pareciera que los voltios le vuelven, o como si de pronto esa vela se volviera una inmensa fogata que comienza a alumbrar el resto de su choza. Entonces, me mira, y empieza a hablar de cómo deben cortarse las flores, de sus años de colegio, de una niña que la odiaba y otra que era su mejor amiga. Me habla de peleas entre ella y mi padrino de chiquitos, de los gritos de la abuela, de las fichas de botella en las rodillas y en los codos de los dos, de manazos y coscorrones.

Me cuenta de su empleo en la central, con apenas quince años y también como cajera. 

Allí conoció a papá, era trailero. Diariamente transportaba material de construcción del negocio que recién comenzaba su familia en Monterrey. A veces sus corridas lo llevaban a Saltillo o a San Luis, a veces, a Reynosa. Esas temporadas solo hablaban por teléfono. La vida de papá en carretera era un triángulo, iba y venía como bola de ping pong, y algunas veces demoraba varios días en volver a Monterrey. 

Puede ser que de ese juego de tenerlo algunas veces y otras no, mamá terminara por quererlo de esa forma tan intensa, tan extraña; que aceptara embarazarse, que acordara no salir con nadie más en esas temporadas que papá estuviera fuera.

Junto al fuego de papá, mi madre me confía otras cosas, a veces me las grita o me las cuenta como niña inquieta. Entre risas me relata aquella vez que condujo en carretera hasta Reynosa, sola y sin un mapa. De camino reprodujo por lo menos veinte veces su disco favorito de Pandora. También me dice que, al morir, esta casa será mía. Mía y de Pedro. Pedro fue mi novio en secundaria y hace años que no sé nada de él. En los años posteriores salí con más personas, pero ella no las puede recordar. Eso pasa con mamá, sus recuerdos más antiguos se mantienen casi intactos; los más nuevos, en cambio, se deshacen como polvo. 

Es por eso que se calla de la nada, el fuego de su choza se consume sin aviso y de pronto todo oscuro. Mi madre, otra vez, viviendo con tan solo una velita que le alumbra la cabeza. Todo olvidado de nuevo, arrumbado en cajas imaginarias. 

Le sacudí las rosas del vestido y la tomé del brazo. La conduje a la casa. Todo a una mano, pues la otra sostenía el paño húmedo en mi cara. Moría de ganas por mojarlo nuevamente, o mejor hundir mi rostro en una tina de agua fría. Algunos vecinos se salieron de sus casas, murmuraban “¿y ahora qué le hizo?”, “pobre mujer, ¿estás bien?”, y de pronto mi mamá reía. 

—¡Ya quítate esa cosa de la cara!, ya es de noche, ¡y no hay sol! 

Llegamos a la casa, y como un niño que ha jugado todo el día, mi mamá se fue directo a la cama. No hablamos ni me dio las buenas noches, no me preguntó si quiera el porqué de mi llanto. Aproveché el tiempo libre y busqué mi botiquín de primeros auxilios. Lo vacíe en el piso del pasillo, justo afuera de su cuarto. Comencé a repasar las etiquetas de cajitas de pastillas y de ungüentos, terminé por embarrarme una crema transparente con olor a vaselina descompuesta. La apliqué por todo el rostro con mi mano temblorosa, coloqué un par de gasas sobre el ojo izquierdo y cubrí una parte de mi pómulo y mi frente. 

Con mi ojo, el derecho, me he puesto a vigilar a mi mamá. No he mirado nada más en una hora. 

A ratitos se da vueltas, hace bola sus almohadas. En momentos como este me pregunto si también se habrá olvidado sobre cómo hay que dormir. 

De la nada, arroja las cobijas, se pone de pie. Gira varias veces sobre sí como un fantasma que ha perdido el rumbo. 

—Tenemos que ir, Fanicita —me dice angustiada, cadavérica—, vamos allá, al terrenito, hay que echarle agua a las matas, a los rosales. 

Pero acabada su frase el corredor desaparece, desaparece el techo, los muros, y estamos  las dos juntas en la entrada de nuestro terrenito, el día que mi madre firmó las escrituras. La veía desde abajo, pescada de su mano sudorosa. Y a pesar de las sombras de los árboles podía contemplarla por completo. Su rostro era feliz, como de niña. Llevaba varios meses sin hablar de mi papá. Sin traerlo a colación a cada instante. 

El terrenito, como le llamábamos, era una extensión minúscula de tierra entre dos casas igual de pequeñas. Estaba en Apodaca. Esa Apodaca vacía, una nada de kilómetros y kilómetros, muy pequeña para ser una ciudad. O al menos no lo parecía. Había pocos semáforos y varias calles sin pavimentar. No tenía restaurantes, ni cines, ni cafés. Pero no nos importaba. Incluso repleto de escombros y basura, mi madre siempre supo que el terreno, así de chiquitito, era lo mejor que había tenido en mucho tiempo. Lo que ambas habíamos tenido en mucho tiempo. 

Primero, me aclaró, tenía que limpiarse. Mantendríamos en pie el árbol de la entrada. Mamá se imaginó una casa acogedora, con grandes ventanales que atrajeran la luz de la mañana. Y claro, un extenso jardín en la parte de atrás, porque allí, según dijo, había buena tierra. 

Meses después, mandamos levantar la barda, protegimos el terreno de gatos y coyotes y de pronto el césped nuevo comenzó a nacer. Se extendió por todo el suelo y, en medio del jardín, mi mamá plantó rosales. Prendieron de volada. A principios de marzo, nunca antes o después, debíamos podarlos con cuidado. 

—En diagonal, mi Fanicita —me insistía—, ¿o quieres que el agua se estanque en la herida del tallo? 

A veces me excusaba torpemente, le explicaba que no podía cortarlos porque el sol me molestaba. 

—Entonces ponte esto —me decía. Me ponía sobre el rostro su trapito del sudor—. No busques pretextos, Fanicita, corta bien las flores. 

Hasta el día de hoy no logro entender cómo una empleada bancaria pudo mantener dos propiedades (nuestro terreno y una casa a una hora de distancia que mi padre nos había dejado), pero lo cierto es que cada adquisición para el terreno traía consigo un nuevo préstamo, nuevas deudas por pagar, más visitas a la casa de mi tío Daniel, que en aquel entonces comenzaba a prosperar en el negocio de la compra y venta de carros usados.

Cuando cumplí los doce, y exprimiendo al máximo sus poquísimos ahorros, mamá levantó los primeros muros. Nunca imaginamos que un cuartucho en obra negra podía provocarnos tanta satisfacción. Sus ventanas carecían de marcos al igual que su única puerta,    y el piso descuidado asentaba tanta tierra como un desierto color gris.

Algunas veces, mientras regaba las plantas con la manguera, me entretenía contando los blocks de la construcción: 373. Ni más, ni menos. Imaginaba qué otras formas podía tener nuestra casa con la misma cantidad de blocks. Y si no me gustaba el resultado, comenzaba de nuevo. Jugué a eso muchas veces. 

Y el cuarto. El cuarto, en sí, nunca pudo llamarse cuarto. Situado al fondo, pusimos una taza de baño cercada con tablas que dejaron los albañiles. No era mucho, pero se usaba dignamente cuando hacíamos pequeños días de campo junto a la familia de mamá.

Mi tío nos llevaba varias tapas de carne, cervezas e incluso varios juegos de sillas de jardín para ahorrarnos la vergüenza de pedir que se sentaran en el césped o en las tinas. Alguna vez me pareció que presumía. Mis primos lo jalaban de los brazos cuando estaban aburridos o también  se columpiaban en sus piernas. 

Me invitaban a jugar con ellos sobre la pick up de mi tío, que usualmente estacionaba justo en frente del terreno. Saltábamos sobre la caja de carga y hacíamos crujir el acero que la protegía. Julieta, mi prima un par de años menor, se bajaba de inmediato si veía que salía su papá. Una de tantas veces le lanzó un puchero y él la sacó de allí, como de costumbre, sujetada en un abrazo. 

La llevó de nuevo adentro, y ella me observó sonriente. Por encima del hombro de mi tío me alzó sus cejas rubias y engreídas. Me enfadé muchísimo. Le sostuve la mirada hasta que ambos se perdieron en las sombras del jardín. Me sentí un poco tonta. ¿Por qué me enfadaba así? En ese entonces ya me había convencido de que nada era mejor que 373 blocks apilados. Nada mejor que el polvo gris que suavizaba el suelo del cuartucho. Y también nada mejor que aquel jardín. Toda la familia, incluido el tío Daniel, chuleaban los rosales, nuestro cuarto incompleto, toda la estructura que, ya lo rumoraban, iba que corría para  ser una casita de verdad. 

Nadie vio lo que venía. 

Todos ignoramos que los guantes de jardín de mi mamá estaban sepultados bajo el lodo. Sus discos de Pandora en la hielera. Su mirada atravesándome en silencio a la hora de comer la carne asada. 

Yo también lo ignoré en algún momento. Incluso me reí junto a mis tíos y mis primos. Pero es que allá cada cosa me gustaba: la hierba mala del jardín, la buena de los rosales. Las manos repletas de cadillos y de espinas, hasta el trapo de mamá que me cubría todo el rostro bajo el sol. El constante aroma a cemento. Nuestro eterno piso inconcluso.

Por eso fue tan duro venderlo.

Una cajera bancaria no puede mantener dos propiedades, mucho menos si está desempleada. Mucho menos si recibe una miseria del gobierno cada mes. 

Jubilaron a mi madre a sus cincuenta años. Sus errores al vestirse, por ejemplo, ya auguraban el desastre de ese día en el trabajo. 

Todo comenzó con las mascadas. Primero, olvidadas en su cama, hechas bola en los bolsillos de su saco, amarradas a su oreja, hirviendo en la tetera justo al borde de un incendio. Su cara despintada, pálida. Su pelo por adentro de la blusa. La clave para entrar a su trabajo que tuvieron que cambiarle cuatro veces. Y finalmente, un traspaso de ochocientos pesos al que mi madre le sumó tres ceros más. 

Policías. Directivos. Médicos. Trabajadoras sociales. 

Acababa de cumplir mis veinte años cuando supe que mi madre estaba enferma para siempre. Luego de varios exámenes, comenzaron sus consultas. Me pidieron invertir su tiempo en ejercicios de atención cognitiva y memoria. Mamá no quiso nada. Alegaba, entre sollozos, que el terrenito ya estaba condenado. Su hermano no sabía sobre flores, sobre tierra, sobre nada de esas cosas. 

—¿Lo notaste, Fanicita? —me dijo alguna vez saliendo de consulta—¿que siempre sé muy bien el camino al terrenito? Ese nunca se me olvida, ¿verdad, Fanicita?, ¿lo has notado?

—Sí, mamá, claro que sí.

—Es algo natural en mí, Fanicita —comenzó a explicar mientras buscaba su pañuelo entre la ropa—. ¿Te he contado de esa vez fui solita a Matamoros a ver a tu papá? 

—No, mamá, no me has contado —le dije fingiendo interés— pero ahorita me platicas, ¿sí?

Desde entonces, el llanto de mamá se escuchaba en todas partes. Mientras le daba un baño o la hora de cenar. Mi tío Daniel nos dijo que el terreno quedaba en buenas manos, que tenía grandes planes para él. Por muchos años no volvimos a sacar el tema. Excepto aquellas veces que la mente de mi madre se encendía como un foco. 

Casualmente, hablaba del terreno, y a los pocos minutos también de mi papá. Cuando cumplí los ocho años, papá nos dejó de ver. Para entonces dirigía los traslados del negocio familiar, administraba un almacén y algunas ferreterías fuera de Monterrey. Recuerdo que papá era moreno, grande, con su pelo permanentemente gris por los residuos del cemento y el aspecto anubarrado de los hombres fumadores. De joven, sin embargo, dice mi mamá que era muy flaco y orejón, con los dientes bien blanquitos porque eso de fumar le vendría con el tiempo y el estrés que traen los viajes, la familia y los hijos. 

Venía a visitarnos los fines de semana y en cumpleaños; otras veces, de mañana, cuando yo estaba en la escuela. De regreso, podía percibir el olor de sus cigarros en los muebles, en la ropa y en el pelo de mamá. Sus visitas arrasaban nuestra casa como un tráiler que levanta tierra y polvo en la autopista. Jamás le avisaba a mi mamá cuándo vendría nuevamente. Ambas parecíamos racimos empolvados, plantas secas en la espera de algún día ser regadas otra vez.

Mamá conocía bien la angustia de las matas cuando no las riegas. 

Con el tiempo me enteré que mi papá, por así decirlo, ya no era mi papá. Mamá me explicó que un señor no puede andar en varias casas, que además andaba malo de su pierna, y que por eso decidió quedarse en una nada más. En una que quedaba “muy muy lejos”, replicó. 

—¿Ay, Fanicita, no me digas que jamás te platiqué de tu papá?

—No, mamá, jamás —solía responderle— pero sígale, mamá, sígale. 

Un día mi mamá me pidió que me alistara, me dijo que iríamos allá, al terrenito, pues mi tío había planeado una cena para inaugurar la nueva casa de su hijo. No lograba recordar la última vez que manejamos hacia aquel rumbo.  Habían pasado años. Incluso antes del incidente del banco, mi madre cancelaba compromisos por tan solo aproximarse a aquella dirección. Pero ese día la vi lúcida, feliz, y no me atreví a negarme. 

No quedaba nada de aquel municipio rural, lleno de lomas y campos abandonados, que había conocido en mi niñez. Ahora estaba repleto de centros comerciales, de parques y fraccionamientos. No reconocí ninguna casa, ninguna avenida; por eso, cuando paré el carro, tuve que apoyarme en el gesto de tristeza de mi mamá para saber que por fin habíamos llegado. 

Nuestro terreno descuidado ya no existía, era más bien una casa amplia, bonita, que nunca pudimos poseer. Su fachada era blanca y moderna, como las casas de playa de los programas de televisión. Rehicieron la entrada y extendieron un pasillo que daba hasta el jardín. Prolongaron también el cuarto que construimos. Nuestra eterna obra inconclusa. A los 373 blocks que solía enumerar le agregaron muchos más. Era imposible contarlos por encima de su fina capa de  yeso y esa pintura blanca que hacía juego con los muebles color beige del recibidor. Escuché a mi tía alegar que su diseñadora de interiores se tardó casi tres meses en traerlos de McAllen. Que al encontrarlos una tarde en el aparador se los pudo imaginar bañados por la luz que nacía del jardín trasero. También imagino a su hijo y a su nuera tomando el desayuno en una inmensa mesa de vidrio, reluciente, adornada en el centro por rosas recién cortadas. Sentí escalofríos. 

Abrimos una puerta corrediza y salimos al patio, los rosales seguían igual.

—Acuérdese, comadre —le dijo mamá en voz muy baja—, que los rosales se podan una vez en marzo y otra más en invierno.

Pero nadie la escuchó. Para el resto de los invitados, mamá no era más que una vieja enferma que debías aplacar con una sonrisa. Por eso a mí me gusta escucharla cada vez que puedo, no como aquel día en que nadie la miró ni siquiera inclinando su palma, mostrando el ángulo exacto en el que el tallo de la rosa tiene que ser cortado.

Recuerdo haberla tomado del brazo, decirle “vámonos, no me agrada estar aquí”, y ella obedeció enseguida. Pero al cruzar la puerta corrediza que nos llevaba al interior de la casa, se zafó de mi mano y corrió con dirección a los rosales.

Sus rosales. Nuestros rosales.

Se dejó caer en ellos.

—¡Estefanía —me gritó mi tía— agárrala, qué esperas! 

Mi prima y su hermano, junto al resto de la gente, ocultaron sus risas tras fingidos ademanes de preocupación. Yo, no pronuncié palabra alguna. Ese era el momento de mamá. Se estaba restregando en los rosales, se rompía en carcajadas. El único gesto amable que recibió aquella noche fue mi caminar pausado, mi fingido intento por jalarla del vestido y retrasar, lo más que pude, el acto vergonzoso de arrastrarla sobre el pasto húmedo. Mi madre estaba inmóvil, casi muerta, pero con la sonrisa de quien mira un espectáculo de luces. 

—Ahí quedó tu mami, Fanicita —sigue recordándome mi tío Daniel cuando llama por teléfono.

—Y yo también quedé, tío —contesto— pues desde entonces no me separo de ella. 

La acuesto, la levanto, la siento, la baño. La escucho. Aunque de vez en cuando quisiera ignorar su lucidez, ese breve lapso en que el fuego en su cabeza se enciende e ilumina de nuevo todas sus habitaciones, recordando mi nombre y mi parentesco. Y aunque de pronto estará de nuevo a oscuras, en una choza vacía a punto de derrumbarse, yo seguiré consciente, en mi choza perfectamente alumbrada, amontonando sus cajas y las mías. 

El solo pensarlo me llena el cuerpo de pesadez. 

La observo justo ahora, a través de un ojo húmedo, rodeada de ungüentos, con su vista de fantasma sobre mí, y me pregunto si una espina no se habrá quedado ahí, en su carne o en su vestido. 

¿Le dolerá? ¿O será que el dolor comienza en la memoria? Si es así, a veces yo también quisiera ser una cáscara de nuez. 

—Fanicita —me pregunta, arrugando su batita contra el pecho— ¿y si pasamos el domingo allá, en el terrenito? Llevamos yeso para la pared y luego la pintamos. 

—No, mamá —le contesto sosteniéndome la gasa— usted necesita estar cómoda y allá no hay  muebles, ni sillas, ni un buen baño. Allá no hay nada, mamá. 

—Ándale, qué te cuesta —me dice con voz de niña—, los rosales ya han  de estar bien muertos.

—Bueno, bueno. Vamos, entonces. Pero cuando se mejore, ¿le parece?

Y ella se queda en silencio. Sonríe cuando digo que ahora mismo iré a llevarle un edredón. Se recuesta, pero lentamente. La cubro hasta la barbilla y asiente a una pregunta que no hice. Ahora solo me preocupa el desayuno de mañana, sobre el piso sucio y pegajoso de la cocina, cuando señale, alarmada, las ámpulas de mi rostro. 

*Este cuento apareció originalmente en el libro Mujer con botarga (Editorial An.alfa.beta, 2024). 


Autores
(Monterrey, 1992). Narradora, docente y promotora cultural. Tiene una licenciatura en Letras por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Fue becaria del Centro de Escritores de Nuevo León 2021 y beneficiaria del Programa Jóvenes Creadores (antes FONCA) generación 2022-2023. Autora del libro de cuentos Mujer con botarga (Editorial An.alfa.beta, 2024). Aparece en las antologías Cotidiano: antología de minificción mexicana (Editorial Infinita, 2020), Tercera Antología de Escritoras Mexicanas (Ediciones El nido del fénix- Escritoras MX, 2020) y Chicalotas. Reunión de narradoras del noreste (Funámbulo, 2024).