Resentida
Habito esta casa llena de humedad: un silencio avanza hasta corroer la pintura. Pago una renta carísima y tengo la menor esperanza de que el casero venga a componer nada. Sumisa, veo crecer las figuras de cal descompuesta. En algún lado leí cómo “el resentimiento es una humedad del alma”, pero no creo que sea igual a las humedades de esta casa. Resentir implica convicción, funciona sin forma o espectáculo, va hacia adentro. Nace desde un contacto con la injusticia y a través del dolor.
Entiendo que suenan falsas las palabras que intentan traducir nuestros rencores. ¿Por qué algunos sentimientos merecen salir al mundo y otros no? ¿Cómo domesticar la rudeza del alma? Hay estados emocionales sombríos por fuera de la cordura, acechamos al otro desde pedanterías que maltratan o licúan la bondad humana. No aplaudo darle paso a lo infame: “cada uno se divierte como puede, y va hacia el diablo por su propio camino”. Eso piensa Hazlitt en su ensayo “El arte de odiar”. Ahí muestra cómo cuesta mucho sostener la alegría porque un estado feliz puede llegar a engañarnos; resentir, en cambio, logra alejarnos de la seducción volátil: sin algo que odiar, perderíamos el veneno del pensamiento. La vida se convertiría en una charca de no sentirse agitada por el choque de intereses contrapuestos y las pasiones desordenadas de los hombres. El bien puro pronto se vuelve insípido, falto de variedad. El dolor es un agridulce que jamás harta.
El resentimiento es una tesitura mucho más honda que la de los celos, la rivalidad o la envidia. Intuyo que mientras florece, vemos el mundo de otra manera, algo pasa y un hongo crece por dentro: aparece en el límite de lo que se puede mostrar, a modo de vuelco en las vísceras. Resentir es enconcharse, tener cascabeles dentro del cráneo y ver crecer las murallas. Hay que encontrar la salida, hurgar la herida purulenta.
El oficio de la escritura es táctico, carece de glamour, igual que el resentimiento. Rodeada de misterios, vive empujando voluntades insatisfechas. En ocasiones, desde un loco afán, es posible dirigir la violencia hacia otras miradas: ladrillo tras ladrillo, armamos espacios chiquitos de algo enorme proclive al derrumbe, pero no importa porque la escritura no es total. Algo puede estar desaliñado o incompleto y aun así ser poderoso. Escribir es ir hacia abajo, hasta el fondo de lo incómodo.
Aunque resulta difícil domesticar la malignidad cuando es inventiva, urge escribir sin pudor sobre moralidades dudosas. En nuestros adentros burbujea un cuerpo primitivo, en desbandada, andamos sin trabas, como aquel animal de caza devuelto a sus instintos. Ojalá nadie resulte supeditado a razón de sus emociones, mi estado de ánimo, por ejemplo, depende de azares menudísimos. Arbitrarias como somos y en plena batalla contra la jaula doméstica, sin esos sentimientos no entenderíamos la ternura y la existencia sería insoportable.
Nada puede salvarme de mí, pero en algo hay que emplear el excedente de bilis. Deseo menguar el naufragio cotidiano: si algo se pudre puedo recurrir a la ficción. Entendí que el resentimiento enseña algo y es mejor que la indiferencia. Confieso que estoy resentida, quiero replegar la materia rota de la vida, llenar esta casa de flores blancas.