En una de mis escenas favoritas de la literatura mexicana, dos mujeres —la falsa y la traicionada— se encierran en un cuarto impropio para inventar un lenguaje que termina por aterrorizar a un narrador poco fiable —el dueño de la casa— quien busca sentirse acompañado en la posible complicidad de un lector desprevenido y, así, juntos, irrumpir en la habitación y despertar de la pesadilla.