No me queda más
“Yo tenía una esperanza
en el fondo de mi alma
que un día te quedaras tú conmigo”
Regina entró al cuarto de servicio con los puños apretados y ganas de romperlo todo, excepto la radio cubierta con calcomanías de los Looney Tunes. Lo suyo no era un berrinche cualquiera, como tantas veces le había señalado su abuela al verla con la cara roja y los ojos anegados en lágrimas. Lo que sentía era un dolor genuino, comparable a la vez que cayó sobre los rosales haciéndose daño en todo el cuerpo. Aquel sentimiento era un chorro de merthiolate recorriendo una herida abierta en algún lugar que no alcanzaba a ver. Antes de desatar su ira sobre el burro de planchar y la pila de periódico viejo, miró fijamente la radio, la colocó entre sus manos y como si de una lámpara maravillosa se tratara, invocó la sonrisa de Chayo y el brillo de sus ojos negros.
“¿Cómo te imaginas que es mi papá?” le preguntó Regina a Chayo mientras esta humedecía la ropa que estaba a punto de planchar.
“Seguro que es guapo porque tú eres muy linda” contestó la joven de tez tersa y morena, y Regina sintió que el corazón le explotaba en medio del pecho.
Chayo decía que el tiempo pasaba rápido y el quehacer era menos pesado si escuchaba música, así que prendía la radio y sintonizaba su estación favorita. Regina adivinaba el transcurrir del tiempo por los ciclos de lavado, mientras Chayo tallaba los cuellos de las camisas con dedicación. Bidi bidi bom bom cantaban a una sola voz mientras la ropa bailoteaba en el agua jabonosa.
No todas las tardes transcurrían entre risas y zapateos. Había días en los que un extraño pesar se apoderaba de ambas, así que callaban y se miraban con ojos tristes mientras escuchaban la radio y el locutor anunciaba la próxima canción.
Una tarde especialmente fría, a punto de caer un aguacero, Regina vio llorar a Chayo mientras cantaba “No me queda más” en voz de su amada Selena. Quiso consolarla, pero desistió al comprender que Chayo abrazaba una tristeza que solo le pertenecía a ella.
A la abuela no le gustaba que pasara tanto tiempo en el cuarto de servicio, pero tampoco la quería adentro de la casa hurgando en los cajones, curioseando en el botiquín o improvisando casas de campaña con las sábanas. Por suerte, Regina tenía al naranjo con sus bichos y a Chayo tejiéndole trenzas en el cabello mientras le contaba sobre los fantasmas que habitaban en el rancho.
Los ciclos de lavado transcurrieron con rapidez y llegó el día de su séptimo cumpleaños. La abuela preparó un pastel de tres leches que Regina compartió de mala gana con sus primos en una tarde caótica de gritos y serpentinas. El día adquirió un brillo especial cuando Chayo se acercó a Regina y le entregó un paquete amarrado con un cordel. El abrazo entre ambas creó una burbuja que las protegía de la brutalidad de los juegos de los niños y de los gritos de la abuela. Regina abrió el paquete con apuro y encontró una chamarra de mezclilla con un Pedro Picapiedra bordado en la solapa, y de inmediato se convirtió en su regalo favorito.
Fue muy difícil convencerla de sacarse la chamarra para lavarla. Chayo le prometió que se la entregaría esa misma tarde. Mientras la prenda bailaba en círculos suaves junto al resto de la ropa sucia, Regina aprovechó para visitar el cuarto de su abuela, quien dormía profundamente con la boca abierta. Se quitó los zapatos y atravesó el cuarto en puntillas hasta llegar al buró. Abrió un cajón, deslizándolo con cuidado, y tomó el alhajero a mitad de un ronquido para después salir del cuarto hecha un rayo.
Regina se encerró en el baño y dispersó las joyas sobre el tapete blanco, donde parecían dulces cubiertos en papel dorado. Eligió una gema delicada con un brillo discreto, parecido al que emitían los ojos de Chayo luego de una canción triste de Selena. Convencida de su buen gusto, distribuyó las demás alhajas en los compartimentos de la cajita y regresó a la habitación de la abuela. Esperó paciente en la puerta y aprovechó un ronquido largo para regresar el alhajero a su sitio.
Regalarle el anillo a Chayo, así sin más, habría sido una descortesía. Regina esperaría hasta el día siguiente para comprar alguna cajita o envoltura llamativa en la papelería de la escuela.
La noche cargada de ensoñaciones pasó con rapidez. En cuanto sonó la chicharra del recreo, Regina corrió a la papelería y descubrió satisfecha una pequeña caja de cartón corrugado con una minúscula flor en la tapa.
Al llegar a casa de la abuela, Regina caminó lentamente al cuarto de servicio, sacando la cajita de su mochila y apretándola con manos sudorosas. Caminó por el pasillo custodiado por macetas con helechos y lavanda, ensayando cuidadosamente las palabras que le diría a Chayo y en donde no cabían todo el amor y la admiración que sentía hacia la muchacha. Una vez que cruzó el umbral que separaba el pasillo del cuarto de servicio, Regina descubrió la ausencia de Chayo y la pesadumbre le llegó como un golpe en la boca del estómago.
De regreso en la casa, encontró a su abuela en la cocina, parada junto a la estufa calentando un guiso con papas. Regina preguntó por Chayo con la mirada puesta en el fuego que asomaba por la hornilla. La abuela contestó con una seriedad inusitada que Chayo se había ido y no regresaría, que había encontrado un trabajo mejor en una casa grande, lejos de ahí. Regina le dio la espalda a su abuela y caminó de nuevo al cuarto de servicio en donde tantas tardes había cantado y bailado con el corazón lleno de dicha. Entró con los puños apretados y la firme intención de romperlo todo, excepto la radio cubierta con calcomanías que encendió con la esperanza de que la voz del locutor, la música o alguna canción le recordaran aquel nombre que Chayo había mencionado en sus historias de fantasmas, el del rancho donde creció junto a sus seis hermanos y al que regresaba de vez en cuando para visitar a sus padres. Regina cerró los ojos con fuerza y repasó muchos nombres, hasta que uno hizo eco en su mente, El Copal, pero no recordaba si el rancho estaba en Celaya, Irapuato, o en algún otro municipio.
La abuela roncaba en el sillón de la sala cuando Regina visitó el refrigerador; tomó la bolsa con jamón, una gelatina y un yogurt de fresa. Envolvió la cajita de cartón corrugado que contenía el anillo con su suéter del uniforme, y lo metió en la mochila. Caminó por más de una hora hasta llegar al bulevar y preguntó a un señor que vendía periódico por un camión que la llevara a El Copal. El hombre negó con la cabeza. Cansada, Regina se acomodó en la raquítica sombra de un poste, cuando un imponente auto de color azul se acercó a la banqueta. La señora que manejaba usaba enormes lentes oscuros y una mascada cubría su cabello.
Mientras Regina ocupaba el asiento del copiloto y acomodaba su mochila y la radio entre sus piernas, comenzó a sonar “Como la Flor” en la radio del coche. La niña recordó aquella tarde en la que Chayo la tomó de las manos y le dio un giro tras otro. Esa vez la canción terminó al sonar el timbre de la secadora y sus carcajadas, que también eran música, flotaron como burbujas por el cuarto de servicio.