Tierra Adentro
Ediciones Era, libro electrónico

Decir que un libro pertenece a la “narrativa del desierto” suena como a un juego editorial, una trampa concebida para llevar al lector a esas novelas duras, a esos cuentos de violencia y paisajes abiertos y narcos destruyendo todo el Mundo habitable. En el desierto parece, según los publicistas culturales, no existir espacio para el amor ni, para la dicha o para el crecimiento (la transformación) de los hombres. El desierto es muerte, nos han dicho.

Luis Jorge Boone (Monclova, 1977) se ha hecho famoso por ser un escritor que transita entre los grandes géneros. Me explico: tanto en sus cuentos, pongamos por ejemplo Largas filas de gente rara (FCE, 2012), Cavernas (Era, 2014), como en sus poemarios Traducción a lengua extraña (FETA, 2007), Bisonte mantra (Era, 2017) o su último Contramilitancia (Atrasalante, 2020), se percibe la tesitura de un escritor de oficio, de un letrista preocupado en la forma y el contenido, por la alta calidad de aquello que llamamos “Alta Literatura”, sin olvidarse de la cultura pop con la que ha crecido.

Boone es también novelista, y aunque hasta ahora no ha escrito teatro, pareciera que sus intereses nos llevan también a la dramaturgia y la puesta en escena, como demuestra el escenario concreto y al mismo tiempo turbio de “Las glorias del cine al alcance de todos”, relato con el que cierra Suelten a los perros (Era, 2020), cuentario ganador del Premio Nacional Agustín Yáñez 2019.

El más reciente libro de Luis Jorge Boone, tengo que decirlo, es una gozada. No hay espacios realmente superfluos en ninguno de estos cinco relatos, que funcionan con una estructura pareja que da muestras de su conocimiento en cuanto a la construcción de un libro de cuentos. A diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos, donde muchos cuentarios se construyen con aquellos textos que se publican en revistas de todo tipo, en Latinoamérica existe la concepción de un libro redondo, conformado por historias que, a pesar de ser autónomas, buscan la cohesión de algo que bien pudiera llamarse “cuentario”.

Construir un libro así no es sencillo. ¿Bajo qué aspectos debe entenderse la cohesión de estos relatos? Otra vez, pensando en la tradición anglosajona, existen libros que sí funcionan de esta manera, y que por lo mismo en ocasiones se toman como novelas, tal es el caso de algunos libros de Alice Munro y Joyce Carol Oates; o de casos particulares como el de Winesburg, Ohio de Sherwood Anderson y Knockemstiff de Donald Ray Pollock, donde se conjuntan una serie de historias en las que los personajes se entrecruzan en un mismo paisaje o ciudad. En Suelten a los perros no ocurre lo mismo con exactitud, sin embargo, la presencia de Coahuila, específicamente la región monclovense, se manifiesta como escenario, paisaje, y hasta mismo personaje que cobra vida para explicarle al lector que el desierto es todo menos muerte, aunque exista el dolor y las heridas también supuren veneno.

El primer relato, “Mi vida con las plagas”, narra la historia de un hombre que debe enfrentarse con el destino, cuya forma es la de una rata, uno de esos animales inmundos y gigantescos, salido de una pesadilla propia de la CDMX o de la mente de Stephen King (en muchas ocasiones me he preguntado cómo hubiera sido la obra del escritor de Maine de haber nacido en Azcapotzalco). Aquí se atisba la picaresca de un hombre que no es ese “heredero de los cazadores de mamuts”, ni tampoco un espécimen propio del cine norteamericano, donde en cualquier película el personaje hombre puede desatascar una tubería, arreglar una chapa o el motor de su automóvil viejo.

El “héroe” del primer relato no es un resolvedor de conflictos, sino un simple ser humano que pasa por la desgracia, que habita, o más bien sobrevive, la casa en obra negra de su hermana, quien le cobra una renta miserable porque así puede ahorrar en lo que su vida se acomoda. Un maestro que le pregunta a sus alumnos cómo harán uno de los exámenes que no ha querido, ni podido, preparar. Un divorciado que acude a la llamada chingativa, siempre chingativa, de su ex.

La prosa de Boone transita entre el marasmo de la decadencia, pero también en el humorismo sereno de aquel hombre derruido y que aun así peregrina en el desierto hirviente o gélido del paisaje humano: Monclova, Coahuila, la cercanía de la frontera, el desierto y las dunas, el lugar de la tristeza y de la risa. Boone nos recuerda que algunos de sus libros son “narrativa del desierto”, sin por ello hablar de la violencia o los tiroteos y los cuerpos aventados en la carretera. No siempre la ira de la bala contra el cuerpo, del cuchillo contra el cuello, es todo lo que habita en el desierto. También en él existe la violencia interior, el horror interior,  la risa, la esperanza y la ignominia de una vida simplona llena de pequeñas tragedias.

“Quimeras por la mañana” es quizá uno de los relatos más bellos y complejos del libro, junto con “Cien fotografías iguales”, pues el budismo se mezcla con la pérdida de un proyecto en pareja: el matrimonio, y los detritus que no lo son, ciertamente, sino frutos luminosos que sirven como guías para buscar, en el páramo, la luz de la mañana. Es un hombre, otro hombre de mediana edad, otra vez divorciado, otra vez en Coahuila, es cierto. Mas, ¿no es ese hombre cualquiera de los lectores, sea hombre o mexicano o coahuilense o lo que sea? Ese hombre que ha dejado de vivir en una parte del Mundo para llegar a las charcas de la “medianía”, de la existencia donde se ha perdido casi todo en una separación, pues ese todo es una niña, la hija del protagonista, que se mueve entre los palacios de la nueva pareja de la exesposa y el propio universo del padre. La belleza se encuentra en una decisión, en la alabanza a todo lo que significa la conexión de uno con los otros, de esos otros con uno, de uno con uno mismo. La belleza se encuentra en la desconexión, incluso en la de los pensamientos, cuando se apaga todo ante una mañana inminente, con las manos al volante y una carretera infinita situada justo en medio del desierto. Otra vez el desierto, pero en esta ocasión no está vacío.

Me resulta complicado definir si existe una emoción imperante en Suelten a los perros. Es un libro melancólico, es cierto, pero no todo es tristeza o desarraigo o aceptación de la pendejez de uno. Las historias son de crecimiento, sin que el coaching barato tenga participación alguna, aunque uno de los personajes del libro decida ponerse los tenis y salir a correr, y con ello, pese a ello, baje la panza y su vida vuelva a ser lo que el común de los mortales llamaría “vida estable”.

No se encuentra el lector ante un libro del abismo. Aquí no hay desgarraduras superfluas diseñadas para la lágrima fácil, ni para la degradación del cuerpo y el alma ni siquiera para gozar, cual masoquistas, con el dolor y el sufrimiento extremos. Lo que hay en Suelten a los perros es pura humanidad convertida en prosa, donde el atisbo del horror se conjunta con la aceptación de la derrota, con el pesar de una carrera que nunca se levantó del todo, con el divorcio y la desconexión, con la confrontación de un universo cotidiano que aun así muestra puntos insidiosos en cada una de las habitaciones en las que nos desenvolvemos. Hay incluso un espacio para el terror y el misterio, donde un amante asiste a la galería de una fotógrafa que ha desaparecido sin explicación alguna, y ha dejado detrás, una especie de epitafio o quizá la muestra de que lo sobrenatural existe, y que levantar el velo siempre conlleva un castigo.

Aunque los personajes no se entrecrucen y no haya conexiones ente las historias, Suelten a los perros, bien podría haberse llamado Monclova, Coahuila, y como los libros de Anderson o de Pollock, tampoco nos hablaría realmente de un punto geográfico y en el tiempo del Mundo, sino de aquellos que son como nosotros, y que viven, sufren y a veces se ríen de las pendejadas que hacen. Un libro del desierto pero no del corazón humano vacío, sino del que incluso en la ficción encuentra el resuello del anhelo y el calor de la risa o las cosquillas del deseo.