Tierra Adentro
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“Este género artístico, en lo que se refiere a la lengua, es el más próximo al terreno de la conversación social. Todo lo presentado por él vive en las costumbres de la época y del pueblo.”1

Desde los años 90, se ha promovido en la traducción el respeto por la alteridad cultural. Nuevas voces cuestionaron las prácticas etnocéntricas que promueven la fluidez del texto meta, la invisibilidad del traductor y la homogeneización de los textos, y salieron en defensa de la finalidad ética de la labor traductora: albergar la otredad. En el teatro, por ser un género híbrido, que se escribe, pero que ha de representarse ante un público, la producción de textos más inteligibles para los espectadores hace más difícil la resistencia a la ‘domesticación’ de la literatura dramática.

En 1976, en la conferencia de Lovaina, Bélgica, André Lefevere declaró que los estudios de traducción debían independizarse de los estudios literarios y lingüísticos para analizar los textos desde su red de signos culturales. Desde entonces, Lefevere y Susan Bassnett desarrollaron este enfoque en diversas publicaciones. El giro cultural, como se llamó este cambio de paradigma, alejó a la disciplina de las metodologías prescriptivistas tradicionales y puso énfasis en los procesos culturales que motivan la traducción y que se ven afectados por ella.

Una vez apoyada por los estudios culturales, la traducción, como disciplina, se alejó de la concepción hegemónica y elitista de la cultura (que se sostenía en la dicotomía entre alta y baja cultura), para llegar a la noción de culturas, en plural, y al cuestionamiento del canon literario. El valor de los textos se comenzó a observar como una construcción cultural, y no como algo intrínseco. Se volvió necesario pensar en la traducción como un mecanismo de manipulación cultural en el que se desenvuelven dinámicas de poder que determinan qué se traduce, cuándo y cómo. Pero no fue sino hasta los años 90 que se instauró oficialmente el giro cultural en los estudios de traducción.

En La invisibilidad del traductor, Venuti habla sobre un concepto muy utilizado en la tradición anglosajona para evaluar las traducciones literarias: la fluidez. La búsqueda de la fluidez y la ilusión de la transparencia, es decir, que las traducciones se adapten al lenguaje contemporáneo y a los valores culturales de sus receptores de forma que no puedan identificar el origen extranjero del texto fuente, es un problema cultural, ya que las traducciones no reflejan las diversidades culturales de los textos fuente y se fomenta una cultura monolingüe y limitada.

La fluidez hace desaparecer la otredad, lo extranjero, porque domestica el lenguaje, y lo adapta a sus propias particularidades gramaticales y léxicas, al tiempo que cambia los referentes traducidos por unos más cercanos a los de la cultura de llegada, lo que borra las particularidades del autor y la cultura de origen. Esto es justamente lo que para Berman constituye una falta a la finalidad ética de la traducción, que es permitir la entrada de lo extranjero para que el lector pueda aceptarlo. Así, el traductor debe brindar al lector “el goce genuino de obras extranjeras”2.

El fin de la traducción es que el lector sienta la esencia de autor, un autor proveniente de otra cultura, tal vez de otra época. Si arrancamos al autor de su contexto, lo transformamos en el vecino de al lado y aplanamos su vocabulario y su discurso para no dejar oír su acento, estamos robando al autor su verdadera identidad y al lector la oportunidad de conocerla.

Ahora, al leer una novela, el lector puede ir y venir a placer, tiene tiempo de meditar, de investigar, de leer las notas a pie, etcétera. En cambio, el espectador de teatro experimenta la obra de forma pasiva y no tiene control sobre su velocidad y su desarrollo, no puede regresar si no entiende algo y no tiene más información que la que recibe a través de sus sentidos durante la puesta en escena, además de las escasas notas que haya recibido en un programa de mano.

Entonces, no parece factible traer la extrañeza de un texto traducido a un espectáculo teatral. Y es por eso que muchos traductores de teatro consideran que se debe buscar equivalentes locales de lo que dice el texto original para que la lectura (por parte de los actores, en este caso) sea fluida, de modo que se lea y se escuche ‘natural’.

En su artículo La traducción teatral contemporánea, Cristina Vinuesa habla sobre su experiencia como traductora teatral y describe su proceso ante la obra Cocina y dependencias de Agnès Jaoui y Jean-Pierre Bacri. En su reflexión, cuenta la anécdota de tener que traducir una escena en la que uno de los personajes traía un postre a una cena veraniega, une bûche de noël, un postre francés navideño. Vinuesa cuenta que su decisión fue “salvar la escena con una equivalencia cultural”3y españolizarlo como “roscón de reyes”4 cuando el personaje hace alusión a lo original que fue su aportación, por ser junio. Así, el público pudo entender la hilaridad del parlamento.

Uno de los defensores de la traducción mediante equivalencias es Eugene Nida, lingüista estadunidense que, como parte de su labor misionera, realizó traducciones bíblicas para las comunidades que visitaba. Para Nida, la mejor manera de traducir es la equivalencia dinámica, que busca el referente natural más cercano al del texto original para lograr en el receptor del texto traducido una reacción similar a la que hubiera tenido el lector del texto original, aunque ello implique más ajustes formales y de contexto.

Esto significa que, si en el texto original tenemos a un sujeto comiendo un hotdog en Nueva York, en la traducción para un lector mexicano lo encontraremos comiendo tacos en la Ciudad de México, en una especie de ‘teoría de la liberación teatral’. En cuanto a la traducción de teatro, este enfoque ha sido aceptado y adoptado por el carácter oral de la literatura dramática, al punto en el que se aboga abiertamente por invisibilizar al traductor:

Max Beerbohm considera que el fallo garrafal de muchos de los que traducen obras dramáticas es la falta de naturalidad en las expresiones, de forma que hacen que el lector sea ‘extremadamente consciente’ de que aquello es una traducción […] parece como si su máxima aspiración fuera encontrar frases que el lector medio nunca utilizaría.5

Susan Bassnett, además de haber impulsado el giro cultural, es una de las personalidades más prolíficas en el estudio de la traducción teatral (que ha sido bastante menos explorada que otras áreas de la traducción, tanto técnica como literaria). Bassnett considera que la evaluación de las traducciones desde el punto de vista de su funcionalidad en el escenario es cuestionable ya que, al no existir una forma de medir esa funcionalidad, lo único que logra es servir como un pretexto para que el traductor manipule el texto libremente, tal vez incluso en detrimento del sentido de la obra original o de la intención del autor.

Este tipo de libertades pueden resultar en el sacrificio de la forma del texto, de las estructuras sintácticas que apoyan el sentido del mensaje, en favor de equivalentes semánticos que se acoplen a la cultura de llegada. Un texto teatral es un punto de partida. A veces el texto es modificado durante los ensayos o puede ser que la obra haya sido concebida en el escenario y escrita después –incluso hay textos teatrales que no fueron creados para actuarse.

El director hace una lectura de la obra y conjura la visión que quiere realizar. Hay escenógrafos, vestuaristas e iluminadores que trabajan hacia esa visión, pero que también pueden hacer sugerencias o propuestas de acuerdo con su área de especialidad. Y están también los actores que, al encarnar a los personajes y pronunciar los diálogos, les imprimen algo de ellos mismos. De las interpretaciones de todas estas personas (y del presupuesto de la producción) nace el espectáculo teatral como lo conocemos. Además, el traductor es solamente una de las personas involucradas en el proceso teatral y, como tal, no le corresponde decidir sobre la interpretación del texto en el escenario, sino solamente al sistema lingüístico elegido.

Mucho se ha discutido sobre la existencia de redes de significado ocultas en los textos. En el teatro, esta idea se sustenta en el método actoral de Stanislavsky, que sugiere que los actores descubren, a través del texto, una situación emocional subyacente de los personajes, que puede o no concordar con lo que expresan verbalmente. Y para los traductores las implicaciones de la existencia de este subtexto crean un desafío imposible en cuanto a su decodificación desde el idioma fuente y recodificación en el idioma meta.

Afortunadamente, para los que ejercemos esta profesión, Bassnett y otros académicos, como Egil Tornqvist, han llegado a la conclusión de que la existencia de un texto interno de estas características implicaría una decodificación distinta por parte de cada persona y habría entonces una infinidad de variantes, por lo que nunca podría ser el mismo en un texto fuente que en el texto meta. Además, la noción de subtexto es una convención exclusivamente occidental, por lo que su aplicación en la traducción teatral sería, en el mejor de los casos, limitada.

Bassnett posiciona al traductor frente a su materia de trabajo: el lenguaje. Debe entonces el traductor avocarse a la atención de los signos lingüísticos y extralingüísticos que se encuentran en el texto para facilitar el contacto entre sistemas teatrales. Para lograrlo, por supuesto, su labor estará restringida por las características de la cultura de llegada. Por ejemplo, Ducis’ tuvo que borrar algunas escenas de Hamlet para ponerla en escena, porque la sociedad francesa de su tiempo las hubiera considerado de mal gusto.6

Una buena forma de abordar la traducción teatral podría ser la que propone Eric Bentley en la introducción de El círculo de tiza caucasiano: que tal vez las primeras publicaciones de obras extranjeras deberían ser traducciones muy literales para después producir adaptaciones en las que se busquen equivalentes. De hecho, eso fue lo que hicieron él y Brecht con esta obra. Brecht le solicitó a Bentley una traducción palabra por palabra, que fue publicada en 1948 por la University of Minnesota Press, y en ediciones posteriores se publicaron cambios realizados al texto en inglés. Bentley comenta que, en ese proceso, fue de mucha ayuda la puesta en escena de la Universidad de Harvard en 1960.

Una versión literal de una obra extranjera nos lleva a visitar al autor en lugar de traerlo a nosotros. Nos permite conocer más de él, de su contexto y de su pensamiento creador. El traductor puede añadir notas para aclarar puntos que así lo requieran por las diferencias entre las culturas de partida y de llegada o por una imposibilidad de traducción, por ejemplo, de un juego de palabras. Pero las palabras estarían ahí, a disposición de lectores y directores para ser interpretadas, ahora sí, desde y para su contexto sociocultural. Entonces sí podemos hablar de encontrar equivalencias que permitan una lectura disfrutable e inteligible, sin sacrificar la otredad de autor y la extrañeza de su creación, al tiempo que se deja abierta la posibilidad para el desarrollo creativo de los artistas de la escena.

A fin de cuentas, ninguna traducción es algo definitivo y el texto teatral no es una obra terminada, sino que se culmina en la conciencia del espectador. En realidad, el texto puede manipularse y puede tener muchas intenciones originales, mediatas y finales. Es como una partitura que, con la limitación propia del lenguaje, esta ahí, esperando ser interpretada. Entonces el traductor tiene que ser consciente que es un medio para llegar a un fin y que no le corresponde realizar la adaptación, pero sí darle las herramientas al lector o al director para poder desarrollar su propuesta y definir en qué clave va a tocar esas notas.

 

 

 

  1. Schleiermacher, Friedrich. Sobre los diferentes métodos de traducir. Trad. V. García Yebra, Gredos, Madrid, 2000, pp. 100-101.
  2. Schleiermacher, Friedrich. Sobre los diferentes métodos de traducir. Trad. V. García Yebra, Gredos, Madrid, 2000, p. 101.
  3. Vinuesa, Cristina. La traducción teatral contemporánea:¿una traducción literaria, escénica, sociodiscursiva, corporal? Ilustración a través de Juste la fin du monde de Jean-Luc Lagarce. Estudios de Traducción, 2013, vol. 3, p. 289.
  4. Ibíd.
  5. Nida,Eugene. Los principios de la correspondencia. Hacia una ciencia de la traducción. Trad. E. Nida y M. Elena Fernández-Miranda, Cátedra, Madrid, 2012, p.167.
  6. Bassnett, Susan. Still Trapped in the Labyrinth: Further Reflections on Translation. Constructing cultures: Essays on literary translation, 1998, p. 93.