Panna María
I
LAS CHICAS DEL HORATIO, 1907 NO ERA en Bridgeport ni en Horatio House donde Christina vivía junto a otras nueve mujeres; era en un edificio de ladrillo con lámparas de cobre en el tejado. Sus cornisas parecían caer desde un cielo marrón y las ventanas eran pequeños puños de tenue luz azul. Era un castillo oscuro de la calle Treinta y Siete. Un castillo lleno de polacos.
Panna María, el agujero más sucio de todo Manhattan. Las ratas y los bribones polacos caían sobre sus víctimas desde las escaleras de emergencia. En un mes, Christina se mudaría a aquel infierno.
Había caminado desde la Avenida Once para explorar Panna María. Pero las ratas no aparecían y los bandidos polacos debían de haberse escabullido por la azotea de cobre. ¿Dónde estaban las putas que infestaban la casa? Esas mujeres con la cara embadurnada de lodo rojizo y que no se ofrecían desde las ventanas, como las brujas alrededor de Horatio House, ni cobraban frente a la puerta principal. El castillo estaba cerrado. Nada entraba ni salía de ahí. Vio un bombín en el sótano y escuchó el balido de una cabra. Era todo el movimiento que Panna María podía soportar.
Regresó a la Once, donde las brujas estaban paradas frente a las ventanas. Los vendedores de carbón iban de puerta en puerta. Los ropavejeros olfateaban algún trueque. Los ciegos manoseaban la falda de Christina, quien tenía que ir sacando dedos de su corsé. Empezaba a sentirse como en casa. Christina dio un centavo para las vacas del establo que estaba detrás de su dormitorio; le gustaban esos vientres henchidos y la leche que abastecía a los pobres de Hell’s Kitchen. Las vacas eran criaturas confiables; la despertaban todas las mañanas con su mugido.
Era Kitty Matlock, la chica que había desertado de la universidad para convertirse en cuidadora, dejando atrás un pasado en Bridgeport, Connecticut, de salseras y cremeras de porcelana. En Horatio House no tenían salseras: el gravy se servía en un tazón común y corriente.
Los escarabajos roían sus calcetas. Tenía una cama austera, de monja, y a nadie se le otorgaba una almohada apropiada. Se entretenía con los hombres que metía a escondidas a su dormitorio y los llevaba a la esquina más oscura de un pasillo, donde se ponía una almohada de crin de caballo debajo de las nalgas. Tenía un catálogo de sinvergüenzas por amantes: ropavejeros, ayudantes de carniceros, vagabundos y barrenderos de la lechería. Aullaban bajo su ventana cuando querían estar con ella. Kitty los dejaba entrar por el sótano antes de que despertaran a “la autoridad”: las enfermeras en jefe que la habrían corrido a patadas del dormitorio. Restregaba su cuerpo contra aquellos hombres una o dos veces, con la crin de caballo arañándole el trasero. Ellos se arrullaban en su frente llamándola amor o querida y a gritos le proponían matrimonio en la febril ansia de tenerla. Y ella tenía que contestarle al ayudante de carnicero:
—No puedo casarme, soy una monja. Cuando Christina se cansaba de él, la hermana Caroline y la hermana George, sus cómplices, consolaban al muchacho.
—¡Una seductora, eso es lo que eres! —decía Caroline.
—Kitty es una femme fatale —la corregía George.
Las tres monjas se escapaban del dormitorio con el propósito de tomar cerveza en el salón para mujeres de McNulty’s. Era lo más cercano a una cantina socialista. Las mujeres podían beber y fumar sin tener que estar acompañadas por un hombre.
Las monjas fueron a McNulty’s después de la expedición de Christina a Panna María. Caroline y George tenían curiosidad de saber de ese país de polacos concentrado en un solo edificio. ¿Qué podía decirles Christina? “Vi un bombín en el sótano”, que era lo único que se había movido en el edificio. El infierno necesitaba una enfermera, pero ella no podría haber sido asignada a Panna María sin su papá, el rey republicano.
Oh, kitty, kitty, kitty cat.
El barman, Henry, se empeñaba en molestar a Christina. Derramaba cerveza en su falda, ponía la barbilla cerca de su escote y le espetaba procacidades.
—Vamos al cuarto de atrás, ¿quieres, amor? ¿No te das cuenta de que estoy loco por ti?
—Vete al diablo —respondió Caroline, mientras la hermana George soplaba el humo de su cigarro en los ojos de Henry.
Christina descubrió un escarabajo prendido a su falda y lo arrojó a la escupidera. Era 1907 y podía hacer lo que quisiera.
Henry se molestó. No resultaba propio de una dama sacarse animales de la ropa.
—Es una pervertida —dijo —. Esa zorra tiene bichos por todo el cuerpo.
Y así dejó de estar enamorado de Christina Matlock. Henry sabía quién era su padre, el rey Rufus, y esperaba enamorar a la enfermera para volverse su yerno. Tendría una vida holgada si se casara con una millonaria, pero no se le acercaría si resultaba ser una depravada. Seguiría sirviendo cerveza en el McNulty’s hasta que pudiera encontrar a otra enfermera mejor.
George tomó la mano de Christina.
—Te extrañaremos.
—Pero si sólo me voy a la calle Treinta y Siete, por Dios.
—Kitty, ¿no tienes miedo?
—¿Por qué? Papá contrató a los demócratas para cuidarme.
—Son tan asquerosos como los polacos —dijo Caroline—. Y el doble de sucios.
—Eso es lo mejor de todo —George iba por su quinto tarro de cerveza—. Kit va a arreglar Manhattan. Se postulará para alcalde con el apoyo de las mujeres.
—El apoyo de las mujeres no existe —dijo Caroline.
—Seduciremos a cada político del país, empezando por el papá de Kit, para que nos den su voto.
Las tres monjas rieron mientras eructaban por tanta cerveza. Henry miró de reojo el salón de las mujeres.
—Zorras. ¡Ni siquiera les interesan los hombres! George abrazó a Caroline:
—Siempre perteneceremos al Horatio, pase lo que pase. Después de nueve o 10 cervezas, las novicias salieron del McNulty’s trastabillando bajo la luz de los faroles. Bien podrían haber sido un trío de prostitutas, pero iban vestidas con la blusa violeta y el tocado azul de las muchachas del convento. La hermana Caroline iba cantando canciones procaces acerca de un granjero que tenía una enorme herramienta que iba de una vaca a otra. Y estas vacas lascivas cantaban el coro:
Granjero Brown, granjero Brown, Ordéñanos, ¿quieres, cariño? No nos quites tu herramienta.
Christina se tambaleaba por la calle y cantaba con sus hermanas. El único hombre con el que se casaría era el granjero Brown. Su padre era el rey republicano; su madre, Mathilde la Loca, estaba muerta.
Las hermanas regresaron al convento. Se vieron obligadas a entrar por el sótano, por una ventana rota cercana al establo. La autoridad cerraba con llave las puertas a las ocho. El tocado de George se arrugó al pasar por el vidrio roto.
—¡Mierda de rata! —musitó—. ¡Ojalá que la autoridad tenga la cama llena de cucarachas y de mierda de rata!
Subieron a oscuras a su dormitorio; no podían permitirse encender una vela. Las enfermeras en jefe aparecerían resoplando, creyendo que la noche de brujas había llegado.
Las novicias no podían irse a dormir sin fumar un cigarro, así que compartieron uno en el baño. Caroline eructaba por tanta cerveza. Se desvistieron, buscaron a tientas los camisones y se metieron en la cama. Las demás chicas del dormitorio se burlaron de ellas:
—Las tres señoritas de la casa.
—Ay, cállense —dijo George.
—Las tres apestan; estoy a punto de reportarlas con la autoridad.
—Atrévete, querida, y te mando a vivir con las vacas.
Esas peleas ocurrían todas las noches: Caroline, George y Christina contra todas las demás monjas de Horatio House. Eran unas singulares perras, todas ellas. Un ejército de enfermeras en la Avenida Once. Ninguna había nacido en Nueva York. Las chicas del Horatio venían de lugares muy diversos: Connecticut, las dos Carolinas, Maine; entre el montón había dos de Minnesota. Eran hijas de ricos que se prometían a sí mismas ayudar a los pobres. La autoridad no aceptaba a nadie cuya sangre no fuera, al menos, un tanto azul.
El linaje de Christina en los Estados Unidos era más viejo que la Revolución, pero eso no evitó que su madre se volviera loca. No había ninguna seguridad en la pureza de sangre. Hubiera preferido ser polaca, sin sangre con la cual soñar. ¿Necesitarían las brujas polacas una chica más? Se cambiaría el disfraz de monja y sería aprendiz de las putas de Panna María.
II. EL HIJO DEL ZAR
—¡Panna Matka! ¡Panna Matka! ¡Ya llegó!
La rodearon chicas gordas y holgazanas, en bata, con tartaletas de fresa entre los dientes. Sus gargantas se estremecían por el esfuerzo que hacían al masticar; parecían gansos de largos y agitados cuellos blancos. Podías atiborrarlas de pasteles, pero no llevarlas al matadero. Los gansos de Matka eran demasiado valiosos.
Los alemanes adoraban a una mujer rolliza. Llegaban del club demócrata local con un tarro de cerveza y preguntaban por la chica más gorda de la casa. No habrían podido seguir viviendo sin Matka y su brigada polaca.
—¿Quién llegó? —les preguntó Matka a Henryka y a Filys, sus ayudantas.
—Stefan, el zarévich.1
Y comenzaron a reír. No estaban encantadas con Stefan Wilde, su pequeño zar, quien les cobraba la renta a Matka y a todos los demás polacos del edificio.
—Matka, ¿deberíamos empujarlo por las escaleras? Es tan escuálido que se romperá el culo.
Matka calló a las chicas. La llamaban Panna Matka porque era como un general para ellas, una madre superiora que gobernaba el pequeño convento del séptimo piso. Los alemanes las hubieran asesinado mucho tiempo antes si no hubiera sido por Panna Matka. Se arrojaba contra los demócratas borrachos con un sartén o con un bastón si trataban de engañar o de hacer daño a alguna de las chicas. ¿Quién podía confiar en los alemanes? Primero te besan y manosean, y, una vez satisfechos, empiezan a golpear.
—Adelante —gruñó Matka—, déjenlo entrar.
Y las chicas salieron bailando de la habitación con sus rebanadas de pastel en la mano.
Stefan Wilde apareció en la puerta, con una rosa cubierta de hollín en la mano. Daba igual lo que Stefan llevara: ya fuera una fl or, un sombrero o un pañuelo, siempre estaría lleno de carbón. Era una criatura que pertenecía al sótano. No estaba hecho para la luz del sol ni para visitar el séptimo piso. Funcionaba mejor abajo de las escaleras.
A Matka la flor le dijo todo. Stefan no había ido por negocios. No tenía ningún plan nuevo para ella y sus chicas.
Murmuró su nombre: Elizabeth. Se sentía inseguro con el cuello lleno de hollín y una rosa en la mano. Ella sonrió y él lo tomó como una señal para desvestirse. Dobló sus pantalones chocolate en el respaldo de una silla mientras miraba de reojo las arrugas. El sombrero seguía adornando su cabeza. Stefan Wilde no podía correr ningún riesgo en el cuarto de una puta. Cuando se acostó en la cama de la mujer, llevaba puesta su ropa interior de franela, tan llena de hollín como el resto de su atuendo. Tenía negras las plantas de los pies. Había nacido en un depósito de carbón.
Ella soltó las cintas de su bata y se metió debajo del edredón con Stefan. Matka tenía 35 años, pero los policías y los políticos la preferían en lugar de las blondinkas2 a las que Stefan arrastraba de los barcos de inmigrantes hasta la calle Treinta y Siete. Era una morena con alguno que otro pliegue debajo de las caderas. No era la suya precisamente una cintura de avispa. Tenía un vientre prominente, surcos de piel madura y unos senos que podrían llenar de leche el Tammany Hall.3 Pero Matka estaba muy ocupada cuidando el negocio del séptimo piso y reconfortando a niños fieros como Stefan Wilde.
Incluso bajo el sombrero se podía ver la satisfacción en su rostro; gruñía de placer al sentir a Panna Matka. Stefan tenía los ojos tan abiertos como los de un leopardo mientras la trepaba para penetrarla. Su boca estaba abierta. Contuvo un estornudo. Su ropa interior, llena de plumas y polvo, raspaba la piel de Matka con cada embestida de su cuerpo.
Matka recibía cientos de promesas de los demócratas del Tammany: que la sacarían de ese basurero para instalarla en una mansión en la parte baja de la Quinta Avenida; que tendría agua caliente y baño privado, y que no tendría que correr hasta los fétidos inodoros del patio. Todas las ventajas modernas para Elizabeth Warszawa, el lirio polaco, pero ella prefería aquel horrible lugar donde vivían todos los polacos, rodeado de cervecerías alemanas e irlandesas, establos y mataderos. Y prefería a Stefan Wilde.
Él nunca compartía ni un cigarro con Matka, ni se quedaba acostado junto a ella. La negativa de Stefan ante la cortesía más elemental era como una declaración de amor. Matka estaba convencida de que él estaba aterrado por la música escrita entre gemidos y el escalofrío enquistado debajo de su ropa.
Comenzó a provocarlo:
—¿Cuándo nos vamos a casar?
—El próximo año —le contestaba mientras se ponía sus pantalones chocolate, pero con un gesto extraño en los labios. Wilde era un poeta; había estudiado gramática inglesa y sabía dónde iban los puntos y las comas. Había llegado al grado más alto de la escuela pública. El poeta estaba en problemas. Tenía un ligero temblor en sus ojos cafés.
—Elizabeth, deberíamos irnos de Panna María.
—¿No te gusta la Décima Avenida? Tienes un harem de blondinkas. Eres el príncipe de Nowy York. 4
—Los polacos siempre hemos tenido que comer mierda. Los rusos nos conquistaron una vez; ahora los alemanes nos tienen en sus manos. Elizabeth, tomaremos el ferry hasta Hoboken y pondremos casa en algún lugar por allí.
—Sólo si te casas conmigo —respondió Matka. Stefan se rascó la oreja.
—¿Por qué casarnos? Viviremos juntos, comeremos helados.
—El helado no le sienta bien a una vieja solterona.
—¿Y quién es una vieja solterona? Elizabeth, eres bellísima.
—Quiero tener un hijo.
Stefan se caló el sombrero hasta la punta de la nariz.
—No puedo ayudarte con eso. Adiós. —Te vas a arrepentir, Stefek.
Iré corriendo a la iglesia a pedirle a Dios que te lance un rayo al sombrero.
—Fallará —dijo Stefan—. Dios se mudó a Aaron Burr Hall. Está demasiado ocupado contando dólares como para andar mandando rayos.
Se levantó el ala del sombrero con dos dedos y Matka vio sus ojos. El café se había hecho cenizo. Todo él era hollín. Sus ojos, su mandíbula y sus uñas eran como leche ennegrecida; Matka debe haber asustado al poeta con el asunto del matrimonio.
—Panna Stara5 —musitó—, soy una vieja solterona.
—Te voy a buscar marido —dijo el de los ojos oscuros.
Ella le lanzó un zapato que golpeó su brazo. Un sonido se articuló en la garganta de Stefan Wilde que podría haber sido un susurro de amor. Lo mataría si se atrevía a burlarse de ella.
—Señor Piel y Huesos, ¿quiere que su Elizabeth se case con otro?
—No —respondió—. Usted es mi señora.
Ahí estaba Matka, a un paso del matrimonio. El poeta se había comprometido. Ya tenía un prometido. Stefan Wilde se puso de un pálido enfermizo. No podía respirar en el séptimo piso. Necesitaba su depósito de carbón, el aire viciado y húmedo del sótano.
Fue a visitar a su maestro, Peter Charney, al 607.
Peter llevaba puesto un abrigo. Le gustaba acampar en sus habitaciones, como soldado de infantería. Tenía una tetera rusa o samovar, pero no quería una estufa. El único zyd6de Panna María se había autoexiliado de los judíos del centro de la ciudad. No pudo asentarse con ellos en Hester Street. Había sido oficial del ejército polaco; los rusos habían permitido a la gente de Varsovia tener una unidad fantasma y habían puesto a Charney al frente para burlarse de los polacos y de todo lo polaco. Le concedieron derechos y privilegios. Charney montaba a caballo y podía vigilar los inmundos distritos de la zona norte de la estación Vienna, aquel barrio llamado Nalewki, hogar de obreros, bandidos y judíos. Entraba a Nalewki acompañado de un tambor y seis mosque teros, jóvenes campesinos lo suficientemente tontos para acompañar a Peter Charney. Reprendían a las prostitutas, les exigían permisos a los pordioseros y detenían peleas, hasta que tanto los goyim o gentiles como los judíos se rebelaron contra su unidad y arremetieron a golpes contra Charney y su caballo. Charney quemó su uniforme (salvo el abrigo) y huyó hacia Panna María y los Estados Unidos.
En el campamento de Peter te sentabas sobre botellas de leche y tomabas el té sin añadidos ni pasteles. Siempre era tiempo de guerra en la casa de Peter. Charney no creía en nada más que en la lucha. “Antinomias —repetía—. Monárquicos y realistas, republicanos y demócratas, Aleksander Hamilton y Aaron Burr.” Hamilton era su héroe. Charney le enseñaba a Stefan Wilde historia norteamericana haciendo un recuento de las peleas entre Aaron y Aleksy sobre cuál de los dos debía gobernar los Estados Unidos. Un rey elegido, como George Washington, o el dictador Aaron Burr y la plebe del Tammany Hall.
Era algo que confundía a Stefan, porque los demócratas eran llamados republicanos en la época de Aaron Burr. Era capaz de citar de memoria cada detalle del duelo de Aaron: cómo había cruzado el Hudson en un bote de remos para ver a Aleksy en Weehawken Hill; la capa que vestía Aleksy en el sitio del desafío, y cómo ésta se enredaba en sus pantorrillas. Aleksy no limpiaba su pistola; tenía el pelo ensortijado y sus manos eran muy pequeñas. No dispararía contra Aaron Burr. Apuntó el cañón hacia los árboles. Aleksy fue un idiota al morir así, disparando a unos mirlos que reposaban en unas ramas.7 El maestro no estaba de acuerdo.
No podía dejar de llorar por Aleksy. Y Stefan tenía que discutir con su maestro.
—Aleksy era un trepador social —dijo—. ¿No se había casado con una mujer rica?
—¿Y qué ventaja tiene casarse con una pobre? Anda, descalifícalo porque le gustaba la ropa fina. Los hombres bajitos tienen que ser elegantes, si no ¿quién se fijaría en ellos?
Stefan no había ido a discutir hoy. Le gustaba imaginarse a Aleksy con unos pantalones chocolate. Su maestro preparó un té de un color rojo sangre. Esa sangre no era producto de la viscosidad de la mermelada. Era la herrumbre de la tetera lo que teñía el agua del té.
Stefan se terminó el té. Le dijo adiós al soldado judío y salió hacia el vestíbulo. Se había olvidado de Aaron Burr; estaba pensando en la matka que había perdido. Su madre había muerto antes de que él cumpliera dos años. Tuvo una sucesión de tías, mujeres de vellosas barbillas que le jalaban las orejas y que le daban pucheros infames para comer.
Las lámparas de gas irradiaban una tenue luz azul en el hueco de las escaleras. Stefan tuvo que andar a tientas, temeroso de pisar a algún niño en aquel lóbrego pozo. Los chiquillos vagaban frente a las puertas abiertas y se perdían por el edificio, o bien morían de tos ferina.
Algo gris subía por la vuelta de la escalera. No podía ser el bombín de un niño. Era demasiado alto. Aquel sombrero gris sobresalía muy por encima del barandal. Era el sombrero de fieltro de su jefe; era el sombrero de Herman O’Flahertie, el casero, encargado del bar y presidente de los Aaron Burr.
—Stevie, ¿estás cobrando la renta? No es correcto que andes por las escaleras todo el tiempo. Te van a salir bolsas en los ojos. No quiero que te enfermes por mi culpa. Tengo varios chicos polacos en el club. ¿Quieres que pongamos a alguno a prueba?
—Asustaría a los niños si aparece alguien nuevo. ¿Por qué molestar a la gente?
—Es tu territorio, Steve, Panna María no sería lo mismo sin ti, pero toma un poco de sol antes de que te conviertas en un sastre judío.
***
—Matka, es el mestizo.
Así era como llamaban las muchachas a O’Flahertie. Todos los demás lo llamaban el Alemán.8 Su madre era alemana y su padre irlandés, pero su sangre irlandesa no lo ayudaba. En la Décima Avenida, cualquiera con algo de alemán en él era siempre un alemán.
Matka tuvo que gritarles a aquellas blondinkas gordas.
—Apúrense, ¿sí? A Su Alteza no le gusta esperar y va a querer comer unos bollos con el té.
Las rubias se encogieron de hombros.
—Tenemos pasteles de semilla de amapola.
—¡Idiotkas! —les dijo—, a él no le gusta la comida polaca. Henryka, ve a la esquina y compra bollos irlandeses.
—¿Puedo mandar a Tbilisi?
—¡Ve tú!
Tbilisi era un viejecito que había sido raptado por los rusos después de la insurrección polaca de 1863 y obligado a vivir en el Cáucaso. Los rusos le tumbaron los dientes y el viejo tuvo que escapar a los Estados Unidos con algunos dedos de menos. No era muy listo; no podía contar ni escribir en ninguna lengua, pero era un buen mozo para las chicas, un mensajero que podía ir por helado. Sólo que no era capaz de diferenciar un pan de un rábano encurtido. En la panadería irlandesa le robaban hasta los pantalones y llenaban su ropa interior con veneno para ratas. Y el Alemán acababa por no tener nada para remojar en el té.
Era el pretendiente más perseverante que Matka tenía. O’Flahertie la cansaba cuando le hablaba de nidos de amor. Tenía cinco pequeños alemanes en casa y una esposa de gruesos tobillos. Él prometía deshacerse de ellos por Panna Matka. Ella podría vivir con él, arriba de la Sociedad Aaron Burr, en los cuartos donde se guardaban las viejas boletas y los libros electorales. Los demócratas habían prometido sacar toda la basura.
Tbilisi llevó al Alemán a su habitación. El anciano tenía la boca llena de saliva. Estaba pensando en los Estados Unidos. Stefan Wilde lo había prendido justo al salir del barco, entre un cargamento de rubias. El único atisbo del Nuevo Mundo que Tbilisi tuvo fue un viaje en el tren elevado de la Avenida Nueve. Había ido del Cáucaso a un burdel en la calle Treinta y Siete. O’Flahertie le dio 10 centavos y cerró la puerta.
—¿Cómo estás, amor?
—Tan bien como una prostituta barata puede estar.
El Alemán sonrió. Tenía un rizo sobre la frente que le gustaba a Matka; le encantaban los copetes.
—No eres una prostituta. Eres una empresaria, dueña de su propio negocio.
—¿Entonces dónde están los libros de cuentas y los registros?
—Éste no es lugar para recibos. Tu forma de trabajar es al contado, así no tienes demasiados comprobantes.
O’Flahertie se puso a olisquear por la habitación.
—Está el rastro de Wilde en el aire: carbón y sudor. ¿Le das pastel gratis? Tu pastel, Elizabeth.
Matka tuvo ganas de estrellarle un candelero entre los ojos. Era su puta, no una cabra de su granja. ¿Qué derecho tenía el Alemán de tener celos de sus favores? No le importaba contar los dólares que ella ganaba para él en esa habitación, pero rezongaba como un santurrón si percibía el olor de otro hombre en el cuerpo de Matka. No era tonta. Se había quitado del cuerpo el polvo de carbón de Stefan antes de que el Alemán llegara. Las muchachas habían cambiado las sábanas mientras Matka sacudía el edredón y escondía la rosa llena de hollín de Stefan en el armario. Pero le gustaba su aroma. Debajo de todo el hollín, Stefan olía a Polonia.
El Alemán sollozó arrepentido:
—¡Lizzie, trabajar tanto no es para ti! ¿No te ofrecí una casa?
Sus lamentos eran como la súplica de un mendigo. No estaba solamente detrás del pastel. Podía tener rubias y morenas con nalgas perfectas como lunas y pies más pequeños que los de Panna Matka. El Alemán tenía la enfermedad de los príncipes y los comerciantes poderosos: no era capaz de dominar a Matka, así que lo llamaba amor. Así es como le parecía a la filosofka de la calle Treinta y Siete.
Estaba besándola en la garganta.
—Por Dios, ¿vendrás a vivir con un hombre? Podría obligarte, contratar a un par de chicos para que te arrastraran del cuello.
—Pues hazlo. Tendrás una mujer de piedra en tu cama.
—Te voy a arruinar el negocio, ¿me escuchas?
—Arruínalo —le contestó ella—. Siempre hemos sido pobres, y tú serás pobre con nosotras.
La mitad de su cara estaba cubierta bajo la bata de Matka. Era como un niño perdido buscando una familia milagrosa que lo consolara y lo hiciera sentirse fuerte. No podía encontrar a esa familia con los de la Aaron Burr ni en los tobillos anchos de su mujer. Tenía que salir de su hogar e ir a un burdel en un alto edificio de ladrillos a punto de derrumbarse bajo la carga de cobijar a una colonia de polacos.
Tbilisi abrió la puerta con toda la prudencia de un chico que había pasado tanto tiempo encerrado. A Matka no le importaba, el viejo podía mirarla a escondidas; pero si el Alemán se daba cuenta, el anciano reposaría en el cementerio para palomas que los chicos de Panna María habían construido en el patio trasero; para encubrir a Tbilisi, Matka se prendió del cabello del Alemán.
***
Stefan Wilde estaba teniendo una tarde maravillosa: había estado en las escaleras cerca de una hora, y persiguió la espalda de una chica hasta que ella volvió a meterse rápidamente a su cuarto. Rescató a un abuelo que tenía el pie atrapado en las escaleras. Había jugado rayuela con las muchachas del segundo piso y extravió la teja con la que jugaban. Las chicas le reclamaron tan fuerte que fue de puerta en puerta suplicando a los vecinos hasta que encontró la tapa de una botella para remplazar la piedra. Les dijo adiós y bajó al sótano. Unos niños harapientos dormían en el depósito de carbón; se abrazaban entre ellos para mantener su temperatura. La tarde estaba muy entrada como para asustar a aquellos chiquillos poniendo cara de monstruo.
Estuvo rondando entre los cuartos de los polacos que no podían pagar la renta. Nadie había sido desalojado de Panna María. Si la catástrofe llegaba, te llevabas tus muebles a los cuartos debajo de las escaleras. Stefan no tenía que dar cuentas al casero una vez que se iba más allá de la planta baja. Él era el príncipe del cuarto de carbón. Había instalado lámparas de seguridad, así que su sótano no era un sepulcro inhabitable.
No era el único príncipe. Tenía que competir con los mayores de la Sociedad de Ayuda Mutua. Estos ancianos ocupaban la mayor parte del espacio de Wilde; podían haberse metido en cualquier otra parte del edificio, pero aborrecían las ventanas, los pasamanos y el olor del jabón para lavar la ropa. Eran reflexivos, revolucionarios del Viejo País, y no se les podía molestar con problemas cotidianos.
Stefan llamó a su puerta. Un ruido se ahogó entre la madera, algo como un hipido enorme, un resoplido de aire, polvo y aire fétido.
—¡Vete al diablo! No queremos sopa de pepino —le estaba ladrando John Kwiecinski, el cabecilla de los ancianos. John creía que era alguien del Praga, un restaurante polaco que les llevaba la comida cada hora.
—No soy del Praga, John.
—Entonces, lárgate.
Stefan no pensaba hacerle caso al señor. Entró al santuario de John. No había guardaespaldas que se le echaran encima o le rompieran la cabeza. Los viejos estaban desarmados. Tenían dólares, arenque, vodka, ciruelas pasas y hogazas de pan negro. Estaban sentados en almohadas, inspeccionando todo con las manos. Stefan sentía una incómoda agitación a su alrededor, un remolino de botas, dedos y gorros de piel. Los arenques desaparecían en boca de los ancianos, que, desdeñando las servilletas, se limpiaban la barba con billetes.
Los viejos producían la ilusión de ser dieciséis hombres dominados por la furia del hambre. Sólo eran cuatro: Jerzy, Tymodeusz, Jakub y John, sin una sola cana en la nariz. En realidad, los viejos estaban en la plenitud de la vida. Pan Jakub, el mayor, era un patán de 45 años.
Vivían en su mansión del sótano con cien gatos. Los gatos eran de Jakub y John, quienes ya habrían convertido el espacio debajo de las escaleras en una enorme tienda de mascotas y en un criadero de gatos si no hubiera sido por Stefan Wilde. Stefan quería los cuartuchos para los viejos y los pobres. A los ancianos no les importaba; tenían los bocadillos del Praga y sus cien gatos.
—Ven, gatita, ven, ven con Jakub.
Y veinte de esos animales se desperdigaban por las almohadas, lamían a Jakub, se restregaban en él dócilmente, lo arañaban y ronroneaban. A los viejos no les gustaba tener machos a su alrededor, sólo gatas con bigotes color crema y pelaje oscuro y tupido.
Stefan ni se molestaba con Jerzy, Jakub o Tymodeusz; estos patanes egoístas estaban sordos para Panna María y el sufrimiento de los polacos. Tenía que apelar al cuarto patriarca, Pan John, quien todavía tenía olfato para la política.
—John, creo que es tiempo de alejarnos de los de la Aaron Burr. Este tipo, O’Flahertie, no hace nada por nosotros. Los demócratas son una carga.
Los ancianos quebraban huesos de pollo para los gatos. El crujir de los huesos al romperse sonaba como una herida en el aire polvoriento.
—Entonces, pequeño arrendador —siseó John—, ¿deberíamos pedirles ayuda a los republicanos?
—No, podríamos empezar una revolución, John.
Los ancianos resoplaron:
—Revolución.
Hasta los gatos parecían burlarse de Stefan, arqueando el cuello y mirándolo fijamente con profundos ojos azules y verdes.
Ahorcaré a estos gatos. Lo juro.
—John, ¿y qué si les dejamos de pagar a los Aaron Burrs? Tenemos suficientes cabezas duras en el edificio como para poder empezar. La Décima Avenida se convertiría en una calle polaca.
—Deja que O’Flahertie siga al frente. Es mejor así.
¿Qué había pasado con el ímpetu del viejo? Veinte años antes, Jerzy, Tymodeusz, Jakub y John habían sido los intelectuales de Kartofel, un pueblo de agricultores de papas al este de Varsovia, en la Polonia rusa. En Kartofel había un príncipe malvado, Michael Chelnik, cuya banda de rufianes, los Chelnikis, robaban a los campesinos sus cosechas y los mataban de hambre.
En ese entonces John no tenía ni un cojín para sentarse. Se metió entre los Chelnikis y mató al príncipe. Los rusos lo acusaron de ser un anarquista, pero no pudieron encontrar ni a John ni a sus amigos. Los cuatro anarquistas llegaron a Nueva York, se metieron en los terruños inhóspitos de la calle Treinta y Siete, se escondieron en un sótano y comenzaron a fundar una colonia de polacos.
La colonia dormía bajo una manta alemana. ¿Cómo podía Stefan pensar en la insurrección de Panna María mientras el señor John se cubría con ella? Era como si los ancianos estuvieran sometidos por algún brutal hechizo, y Stefan Wilde no era capaz de descubrir aquello que los condenó a quedarse en el sótano con sus gatos.
Viejas solteronas. Tía Jakub, tía John.
Una silueta palpitó desde las sombras. Stefan escuchó un gemido. Un atisbo rubio se acercó a él. Era Henryka desde arriba, que gimió de nuevo.
—¡Santo cielo! ¡Stepanchik, ven!
Tenía el rímel corrido; por el miedo, parecía un maniquí vuelto a la vida.
—Matka no puede controlarlo, está loco.
—¿Quién está loco?
—El mestizo.
—Dice que el Alemán se ha vuelto loco —Stefan tradujo para los ancianos—. ¿Escuchan? O’Flahertie está fuera de control. Henryka, ¿qué es lo que ha hecho?
—Está tratando de matar a Tbilisi.
—¿Atacar a un viejo inofensivo?
—Stepanchik, por favor, lo va a matar mientras hablas.
—Ya voy —dijo Stefan tras calarse el sombrero. Salió con Henryka; los gatos se dispersaron ante la cercanía de sus pasos. Los ancianos regresaron al coma en el que estaban, masticando pescado salado y no pensando en nada que no fueran sus gatos y los dólares.
Stefan se apresuró entre la hilera de cuartos traseros. Su bombín creció considerablemente merced a la luz mortecina. Tropezó con un armario y cayó sobre el regazo de un polaco. “Perdóname, Pani.” Henryka tuvo que jalarlo para sacarlo de allí.
—Deprisa.
—Ya voy, pero todavía no me dices lo que el Alemán quiere de Tbilisi.
—Su vida. Es el castigo por mirar mientras O’Flahertie fornicaba.
—¿Herman estaba con Elizabeth, y Tbilisi estaba mirando?
—Stepanchik, mueve las piernas.
Llegaron a la entrada del sótano y emprendieron la larga subida. Henryka no podía seguirle el ritmo al sombrero. Era demasiado gorda. Acostarse con los demócratas no le había enseñado a negociar con las curvas de las escaleras.
Stefan podía escuchar a las chicas gritando en el segundo piso. Los escalones estaban atestados de gente que también había escuchado los gritos. Era como vivir en un baño público. Nada era sagrado en Panna María.
Stefan subió las escaleras con un oscuro presentimiento en los huesos. Dos rubias le salieron al paso:
—Entra, Stefan.
Entró en la madriguera de las putas. Las habitaciones de Matka estaban invadidas por chicas con la saliva escurriendo por sus labios debido a los gritos proferidos. Tbilisi yacía con el cuello contra el piso. Lo pisaba el Alemán, vestido con la ropa interior más fina. Atenazaba la quijada del viejo con el pie descalzo. La sangre se arremolinaba entre los dedos del pie de O’Flahertie. El cráneo de Tbilisi chocaba contra la pared cada vez que el Alemán lo pateaba.
Mientras lo golpeaba, el Alemán conversaba con Elizabeth.
—Cálmate, mujer, ¿quieres? No estoy hecho de hojalata.
Matka seguía golpeándolo con una escoba y aparecían pequeñas marcas azules en la espalda del alemán, quien parecía disfrutar la perseverancia de la mujer, hasta que aparecieron nuevas marcas de un color azul casi morado.
—Lizzie —graznó—, voy a llamar a la policía.
—¿Vas a dejar de patear a ese pobre viejo?
—Así aprenderá a no espiarme —bramó el Alemán con los dientes apretados. Estaba teniendo un día de campo en casa de Matka y seguiría pateando hasta que la luna y el cielo cayeran por la ventana y le suplicaran para que se detuviera. Pero no fue la luna a la que encontró. El regocijo de sus ojos se menguó.
—Ah, el mismísimo hombre en persona. No recuerdo haberte invitado al pícnic, Steve.
Al Alemán se le amargó la boca. Olvidó a Tbilisi y la escoba de Elizabeth. El polaco le estaba arruinando la diversión.
—Vete al sótano, Steve. Éste es un asunto privado.
—¿Puedo llevarme al viejo? Se lo devolveré dentro de una hora, después de sacarle los dientes y lavarlos con agua fresca.
—Grandiosa idea —dijo el Alemán—. ¿Conque un indulto, no? ¿No te dije que te largaras?
¿Cómo podía Stefan desdecirse delante de Matka y sus chicas? ¿Acaso no era él su jefe, Stepan Stepanchik? Si no podía protegerlas en su propio terreno, ¿cuál era su valor?
Stefan murmuró una palabra larga:
—Zarévich.
—¿Qué es eso?
—Soy el hijo del zar. Yo soy el que manda en este negocio.
—Ésas sí que son noticias, Steve. ¿Te volviste loco?
—Ya basta con tu pie, no lo patees.
O’Flahertie obedeció al zarévich por un instante. Una inclemente furia se apoderó de él. Tomó a Stefan por las orejas y lo aventó encima de Tbilisi. Ni siquiera se molestó en darle una patada. Lo estampó contra la pared. El regocijo volvía. Metió el pie entre los muslos del viejo, buscó hasta que encontró a qué asirse y sacó al viejo que estaba debajo de Stefan Wilde, quien seguía colgando en el aire.
Fue un espectáculo extraordinario para las muchachas, que nunca habían visto al hijo de un zar suspendido de las orejas. Gritaron y ulularon hasta que Matka susurró detrás de ellas, de modo que el Alemán no pudiera escucharla: “Idiotas, ayuden al viejo”. Y sacaron pañuelos, pomadas y un cántaro del lavabo.
El Alemán dejó caer al zarévich.
—¿Ya te arrepentiste, Steve?
Las orejas de Wilde ya no existían; en su lugar, sentía sendos zarpazos que abrasaban ambos lados de su cara. Los zarpazos lo cegaban. Stefan parpadeó. Su boca era un cilindro del que salía un espumarajo rojizamente oscuro.
—Habla.
—Zarévich.
—¡Ah, la misma cantaleta! Deberías reprimir esa canción, Steve, no te hará ningún bien. Yo soy el dueño, tú trabajas para mí.
—Zarévich.
—Eres un bufón. Arrepiéntete, Steve. No serás el primero que se muere en este cuarto. ¿Te acuerdas de Fingal, el otro alemán? Los republicanos lo contrataron para rellenar las urnas… ¡en mi distrito! Era una trampa para ridiculizarme. Yo no podía tolerar eso, ¿o sí, Steve? Engañamos a Fingal para que subiera al séptimo piso. Ya sabes que estaba enamorado de Matka. Lo sacamos de la cama de Matka, no queríamos sangre en la alfombra. Y la asfixia es lo mejor. Le estrujé la garganta, le destrocé la tráquea y esperé hasta que los ojos se le pusieran morados. Ése fue el final. Busqué una corbata y un collar nuevo para Fingal; necesitaba acicalarlo un poco, ¿qué podía hacer? No puedes ir por ahí con un muerto por Manhattan, la gente se quedaría mirando. Aunque nunca llegó a salir del edif cio. Lo metimos en el montacargas y le dimos un paseo. Fingal yace ahora en el sótano. Has bailoteado encima de su esqueleto dos veces al día. Pero ése no es el punto. Tenía una razón para planchar al viejo. Podría haber sido el fantasma de Fingal detrás de la puerta; Fingal o algún sicario de otro distrito. Tienes que sufrir si te agarran mirando las pelotas del señor O’Flahertie.
Tuvo suerte de llegar al final de su historia. Matka había empezado a apalearlo con la escoba. Él no entendía este fervor. ¿No había soltado ya a Tbilisi? ¿Qué más quería Matka? Claro, estaba encariñada con su mensajero. Steve era su hom brecito. ¿Y el Alemán? Él tenía que ir después de su propio empleado, contentarse con migajas.
—No hubieras venido. El sótano es tu casa, Steve. No tienes nada que hacer en el séptimo piso.
—Zarévich —dijo Stefan—. Mi casa.
O’Flahertie usó el talón para golpearle la parte posterior de la cabeza. Después saltó sobre el zarévich con ambos pies.
Disfrutó la debilidad de la carne de Wilde, el crujir de los huesos, el aire que salía de la nariz del zarévich en cortas y regulares exhalaciones.
Matka no podía impedir que O’Flahertie siguiera utilizando sus artimañas. Entre más lo golpeaba, más alto saltaba contra el Alemán. Hubiera podido hacer que en su espalda se dibujaran montañas azuladas por los golpes, y el Alemán no se doblegaría.
—Eres muy torpe, amor. Un poco más fuerte, ¿sí? Matka consiguió meter la escoba entre los tobillos del Alemán y trató de hacerlo caer de espaldas. Éste tuvo que esquivar la escoba para poder seguir con el castigo. Ni se inmutó; tenía el aliento de una ballena.
Esperó el sonido indicado; un silbido y un estertor que indicarían que el pecho del zarévich estaba a punto de romperse. Una más, dos más, tres patadas más.
Una mirada oscura lo contemplaba. Sintió unos pelillos sobre él, los bigotes de un gato. El señor había subido desde el depósito de carbón. Era John Kwiecinski.
—Hola, John. ¿Vienes a ver a Matka? —dijo, mientras se preparaba para saltar encima de Stefan Wilde—. ¿O a rescatar al zarévich?
Sus tobillos esquivaron la escoba. Se aferró al cuerpo de Wilde y se balanceó con los talones como si maniobrara un bote en aguas turbulentas.
—¿Quieres rescatarlo?
El señor de los ancianos comenzó a marcharse.
—Es una pena —murmuró por encima del hombro.
—¿Qué? —Que Stefan tenga que morir, es tu mejor capital. Si lo pierdes, Alemán, no volverás a ver ni un centavo de Panna María. Es el héroe de estos rumbos; ayuda a todos los que están en apuros. Tendrás una revuelta en puerta, y eso se verá mal en las encuestas.
El Alemán desconfió.
—¿Es tu sobrino el zarévich?
—¿Él? Nos estarías haciendo un favor si acabaras con él. Este socialistucho oculta a pobres en el sótano bajo tus narices.
—¿Conque robándome, no? ¿Por qué no debería mandarlo a la tumba?
—Ya te dije, Alemán. Es el capitán de tus inquilinos. Los polacos jamás votarán sin Stefan Wilde. Lastímalo y perderás todo tu apoyo en la zona. A mí no me importa.
Y el señor John se subió en el zarévich, junto al Alemán.
—Él me pertenece —dijo el Alemán, frunciendo el ceño con una mueca de ira bajo la piel—. ¡Vete!
John se bajó, pero se detuvo sobre las rodillas de Stefan.
—Hay vodka en el sótano, Alemán, de 40 grados de alcohol. Acabamos con el socialista y celebraremos con vodka.
—Buena idea, pero creo que dejaré vivir al hombrecillo… hasta las elecciones.
O’Flahertie se bajó del cuerpo de Stefan y buscó su ropa. Las mujeres llegaron con diferentes cosas y él se marchó con John. Matka bramó en cuanto los escuchó en el rellano de la escalera.
—Cierren la puerta.
Las chicas titubearon.
—¿Y si llega un cliente, algún demócrata importante?
—Que se quede con las ganas.
Contempló a Tbilisi para asegurarse de que el viejo seguía en Panna María y no donde las almas muertas tienen que esperar. Después fue hacia Stefan, el zarévich. Estaba a punto de asistirlo cuando éste abrió un ojo.
—¿Es verdad?
Su voz la sorprendió. No esperaba que hablara. Sus labios se estrecharon como boca de pez.
—¿En verdad ayudaste a O’Flahertie a matar al otro alemán?
Matka tenía que ser astuta.
—¿El otro alemán?
—Fingal.
—No recuerdo ese nombre.
Los ojos de Stefan se hundieron y Matka se sintió desolada.
—¿Ese Fingal? —respondió—. Me acuerdo que había engañado al Alemán… se robó algunos votos… Fingal vino… estaba loco por Henryka.
—El Alemán dijo que era por ti.
—Por mí y por Henryka… por las dos.
—¿Y las dos vieron lo que le hizo a Fingal?
Frunció el ceño al zarévich, que estaba junto a sus pies.
—¿Es esto un juicio? —preguntó Matka.
—No —dijo ásperamente, con el cuerpo lleno de ruidos. Estaba tirado en el suelo de Matka con arrugas en el chaleco y fuego bajo la camisa. Su piel se estremecía con el recuerdo de O’Flahertie. Tenía un ruido en el pecho más profundo que la tos ferina que plagaba el edificio. Le costaba articular hasta la palabra más simple.
—Había dos encima de mí… el Alemán y John… como cómplices.
—¿Cómplices? Estás loco. Si no hubiera sido por John estarías muerto. Logró detener al Alemán. Se lo llevó a beber.
—Fingal —murmuró Stefan.
¡Fingal, siempre Fingal! Era la matrona de un burdel polaco en medio de un territorio alemán e irlandés. ¿Cómo podría meterse en política? O’Flahertie era el dueño del séptimo piso. Ella estaba enamorada del otro alemán, en verdad. Fingal le compraba peinetas y prendedores, y caramelos para las chicas. Aunque en realidad no era por los regalos. Fingal era consciente de la difícil situación de Matka. Él pagaba por su compañía y no le molestaban los tratos que una puta debe tener con diferentes hombres tan sólo para ser la que te ama durante una hora, hasta que el siguiente llega a la puerta.
¿Cómo podría saber las intenciones de O’Flahertie? Estaba debajo de la colcha, entrelazada con Fingal, que estaba en la febril cúspide de la pasión, con la carne trémula, cuando O’Flahertie entró con dos golpeadores. El Alemán se volvió hacia ella y plantó un dedo en sus labios; anudó una corbata alrededor del cuello de Fingal, que no podía creer que su placer se revirtiera contra él tan deprisa. Se levantó de la cama como un caballito de mar herido, con los brazos en su propio cuello mientras O’Flahertie enroscaba la corbata; los dos matones lo sujetaban por la cintura, casi como un amante lo haría, y el esperma de Fingal se derramó en el vientre de Matka. El esperma de un hombre muerto.
Las chicas estaban preparando el té. “Stepan Stepanchik”, tarareaban, mientras pelaban dos limones para el té del zarévich. Tenían mermelada, pasteles y panes alemanes. Se peleaban entre ellas para alimentar a Stepan Stepanchik. Matka podría haberlas mandado de regreso a la cocina, pero ellas sabían bien cómo tomarle el pelo a su hombre para hacerlo reír.
Los ojos del zarévich se postraron en ella. Su cara se ensombreció; la vio como una asesina. Ella estaba loca por él, el último de sus pretendientes, el del sótano, con hollín en las mangas, sin interés en ganar dinero para sí y para su pro metida, Panna Matka. Poeta que trabajaba como esclavo para otra gente, Stefan lamió la mermelada y miró hacia la pared. A ella le hubiera gustado empujarle la base del pan en los labios hasta que le prometiera casarse con ella, pero estaba convaleciendo y su boca podría romperse.
Matka lo dejó allí, con la mermelada y el té, y salió a la habitación de enfrente. Cerró la puerta y se fumó un cigarrillo turco; tenía un vaso de aquella amarga cerveza que les gustaba a las blondinkas. Kvass. 9 Subió los pies al alféizar y trató de conformarse con las comodidades que tenía: un armario lleno de corsés y abrigos, y comida para un ejército de chicas.
Matka se distrajo con una vena que sobresalía de su tobillo, justo al lado del hueso. ¡Panna Stara! ¿Su nariz se haría más grande? Moriría como una solterona, sin dientes; como una puta en Nueva York.
II
Horatio House.
Las vacas detrás del dormitorio empezaban a mugir, pero no fue eso lo que despertó a Christina, sino la Enfermera Nell. Estaba de pie junto a la almohada de Christina con la actitud de comandante en jefe, sacudiendo a Kit.
—Levántate, gansa borracha. Sé dónde andas por las noches; comiendo ostras en el club de los anarquistas. Gracias a Dios que te vamos a regalar a los polacos, porque si no tendría que azotarte. Levántate, mujer. Tu padre te está esperando.
¿Qué quería su papá? Nunca había visitado el convento hasta ahora.
El puño de Nell estaba cerca de la garganta de Christina.
—Te va a invitar a desayunar. Vístete.
Christina pensaba en pan con mantequilla. Podía librarse de la avena de la mañana si su papá estaba ahí. Le agradeció a Nell y corrió a lavarse la cara; después tuvo que forcejear con sus cajones por toda la ropa interior que tenía.
Su padre estaba abajo en el vestíbulo con Darcy Braun, patrono de Horatio House y presidente de la Liga de los Ciudadanos. Braun había emprendido una cruzada contra todo tipo de vicio. Las brujas de la Avenida Once cerraban sus ventanas cuando Braun andaba por allí. Había prometido terminar con su carrera de prostitutas, pero miraba a aquellas mujerzuelas como si fuera un ladrón de caballos buscan do disimuladamente qué robar; además, se asomaba a los dormitorios durante las inspecciones para ver debajo de los camisones de las monjas.
Papá llevaba su abrigo de invierno, hecho de pieles plateadas. Ella podía imaginarse las intrigas que afloraban dentro y fuera de esos grandes bolsillos y esos faldones largos. Si lo miraba detenidamente a la cara, comenzaba a fantasear con asesinarlo. Había abandonado a su madre en Bridgeport y la había dejado ahí como a una muñeca vieja, mientras él se procuraba un imperio en Manhattan y alentaba a la loca de Mathilde a que se uniera a las Hijas de la Revolución Americana.10
—¿Cómo está mi pequeña? —preguntó papá.
—Disfrutando la opulencia.
Es decir, la avena y la Enfermera Nell, pero no se quejaría con su papi.
—Vamos al Café Ópera —dijo papá.
—No sabía que el Ópera fuera para desayunar.
—No es, pero para nosotros sí.
El carruaje de papá estaba fuera, sobre la Avenida Once.
Christina subió a la parte alta; papá adoraba viajar cerca del cochero. El tránsito se detuvo para dejar pasar al caballo de papá. El viejo King Arthur se ponía nervioso con los tranvías y con cualquier otro animal, pero los llevó hasta el Café Opera.
El maître estaba todavía en mangas de camisa. Vivía encima del restaurante.
Se sentaron en la terraza mientras el maître subía y bajaba las escaleras con huevos al plato, fiambres y enfriadores de champán; encendió el comedor principal para que papá no tuviera que desayunar en penumbras.
Christina echó cátsup a sus huevos y mostaza alemana a la carne. Papá se rio.
—Darce, has arruinado los gustos de mi hija con lo que sirves en Horatio House.
—Tonterías. Les dan de comer de todo.
—Sí, menudencias de pollo y potaje.
Papá llamó a alguien escaleras abajo:
—¡Édgar, mi hija muere de hambre!
Édgar estaba en el piso de abajo. Christina vació el frasco de mostaza; hubiera comido mostaza hasta que se le reventaran las fosas nasales. Era una joven rebelde.
Édgar les llevó otra charola de fiambres y se paró detrás del Jefe Matlock.
—Ve abajo, ¿quieres? —ordenó Matlock.
Édgar se fue con las botellas vacías entre las manos, sosteniéndolas como si fueran cuellos de ganso.
Braun eructó en el puño de la camisa y clavó sus ojos enrojecidos bajo el uniforme de Christina.
—Matka. El nombre de la señora es Matka.
Christina se rascó el muslo. Tenía champaña en la nariz, pero no podía emborracharse frente a su papá; tomaba la champaña a sorbos y sentía el fantasma de su madre sentada en el hombro de su padre. Mathilde la Loca, cubierta por su sudario, remendaba mitones para las Hijas de la Revolución Americana.
—¿Y esta Matka tiene algún lugar?
—Panna María —dijo Darcy—. Matka está a cargo de todas las brujas.
—No la asustes, Darce —dijo su padre mientras sacaba otra botella de la hielera de Édgar.
—Rufus, no puede ir con los ojos vendados, va a entrar al burdel más grande del lado oeste.
—Ya —dijo papá—, pero Matka no va a reclutar a mi hija.
Darcy entrecerró sus ojos enrojecidos.
—No es eso —y palpó el regazo de Christina durante un segundo—. Vamos a arruinar a mamá gallina, arrestaremos a su prole entera. Niña, ¿vigilarías a esa vaca gorda por nosotros?
—¿Cuál vaca gorda?
Darcy abrió sus ojos enrojecidos.
—Matka. Su especie va a desaparecer.
—También los republicanos, los demócratas y la Liga de Ciudadanos —dijo Matlock—. No tendremos tu ciudad de oro por otros 30 años, Darce.
—La tendrás antes de eso. Estaremos en la Luna para 1917. Y después iremos a Marte. No hay lugar para Matka.
—¿Por qué no? Los marcianos preferirían tener a Matka a contar con todos tus Ciudadanos… Querida, puedo decirle a Édgar que vaya a una panadería judía para que te consiga algo con semillas de amapola.
Kit hubiera sido capaz de sumirlo en las semillas de amapola en la primera oportunidad que hubiera tenido.
—Gracias, papá, pero estoy satisfecha. El rey republicano tiró la servilleta sobre la terraza y apareció Édgar. Christina elogió el desayuno que Édgar había preparado de la nada e increpó a su padre en cuanto se hubieron acomodado en la parte alta del carruaje.
—Trabajó como un perro, ¿no podías haberle dado las gracias al hombre?
—¡Por Dios, niña! —dijo Matlock levantándose el abrigo plateado—, yo fui quien lo trajo al Ópera. Soy dueño de una parte de ese lugar, al igual que Darce.
Este adelanto de Panna María de Jerome Charyn se publica con permiso del Fondo de Cultura Económica.
- Del ruso, “hijo del zar”.
- En la lengua rusa, rubia o blonda. Designa a las mujeres procedentes de Europa del Este.
- Se conoce así a la organización emanada del Partido Demócrata de los Estados Unidos que tenía bajo control las esferas de la política en Nueva York (su sede) y catapultaba a los inmigrantes —sobre todo a los irlandeses— interesados en ocupar puestos públicos, funciones que cumplió desde su fundación, en 1786 —seguida por su reconfiguración como la Tammany Society en 1790—, hasta 1967, año de su desaparición.
- Nueva York en polaco.
- “Virgen vieja”, en polaco.
- “Judío”, en polaco.
- Alexander Hamilton y Aaron Burr, políticos de principios de siglo en Nueva York, se citaron a un duelo el 11 de julio de 1804 en Weehawken, Nueva York. Si bien no se sabe quién disparó primero, lo cierto es que la bala de Burr hirió el abdomen de Hamilton, mientras que el tiro de éste fue a dar contra una rama, haciéndola caer sobre la cabeza de su oponente. Se dice que Alexander Hamilton erró su tiro a propósito.
- En el original, “Dutch”. Así se conocía a los partidarios de los demócratas durante el siglo XIX, así como, según se lee en el texto, a los inmigrantes o nativos con ancestros alemanes, quienes junto con los irlandeses formaron parte de la historia decimonónica del Partido Demócrata.
- Bebida alcohólica muy popular en el este de Europa. De baja gradación alcohólica, se prepara con harina de centeno y malta.
- En el original “DAR”, Daughters of American Revolution. Asociación fundada en 1890 con la misión de reclutar mujeres capaces de probar que tienen ancestros que hayan participado en la guerra de independencia de los Estados Unidos, con el fi n de promover la “preservación histórica, la educación y el patriotismo”.