La mosca y el horror corporal
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En 1956, George Langelaan publicó un relato que trataba sobre un científico que lograba desarrollar un mecanismo de teletransportación. Al principio todo parece ir bien, pero en algún momento él decide ser sujeto de pruebas y algo sale mal. El resultado es que, al salir del dispositivo una vez ejecutada la teletransportación, son dos nuevos seres: una pequeña mosca con el cuerpo del científico, y un hombre adulto con cabeza de mosca. En años recientes, Los Simpson hicieron su propio homenaje a esta historia clásica de la ciencia ficción. Pero antes de eso, en 1958, el director Kurt Neumann la tradujo a la narrativa audiovisual y estrenó la primera adaptación en blanco y negro, y con recursos tecnológicos propios de su época.
Fue en 1986 cuando David Cronenberg se lanzó a hacer una nueva adaptación, ya no en blanco y negro, ya con más recursos tecnológicos. Pero lo que hizo que esta versión se convirtiera en un nuevo género cinematográfico, fue una pequeña variación con respecto al relato original: en vez de dos individuos quiméricos, al final del experimento sale solo el científico con su ADN amalgamado con el de la mosca. Desconozco si Cronenberg imaginaba la manera en la que rompería el paradigma de las sensaciones corporales trasmitidas a partir de imágenes, pero sin duda lo hizo.
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En 1818, contra todo lo que se pudiera pensar, Mary Shelley publicó Frankenstein o El moderno Prometeo, novela gótica que, sin saberlo ella, sentó las bases del horror corporal en la literatura. Luego hubo una clara línea dentro de la literatura, siendo H. P. Lovecraft uno de los primeros en experimentar con la palabra escrita. En el camino se crearon muchas figuras de las mitologías específicas de cada región (vampiros, licántropos, zombis y toda clase de criaturas). Solo un elemento debían tener en común: ser presas de alguna transformación corporal, o que el daño potencial fuera que sus víctimas la sufrieran.
Los años siguientes dejó de hablarse al respecto, y en la década de 1980, con La mosca, de Cronenberg, se dejó sobre la mesa lo poco explorado que estaba este recurso. Fue Linda Williams, académica y crítica de cine, quien planteó el brinco: en un artículo escribió sobre el melodrama, la pornografía y el horror corporal, líneas de narrativa audiovisual que llamó géneros de exceso.
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Una vez que empezó a hablarse de géneros “no realistas” en la literatura, inició también la categorización de todo eso que se hacía desde diferentes formas de expresión artística fuera de ese realismo. En la producción editorial, se creó un gran grupo que ahora se nombra ficción especulativa, y dentro quedaron las clasificaciones que entraban en la ficción. Fantasía, realismo mágico, ciencia ficción, utopía, ucronía, solarpunk, apocalíptica, steampunk, horror corporal… Tanto la cantidad de subgéneros como su organización dependen de la perspectiva y del estudio que se haga al respecto. La adaptación de La mosca de 1986 entra por completo en el horror corporal, body horror en inglés. A partir de la crítica se determinó que, para entrar en este subgénero, cualquier tipo de narrativa debe cumplir con la característica de que las alteraciones o distorsiones del cuerpo (mutaciones, enfermedades u otras transformaciones) estén marcadas por una pérdida de control consciente.
En La mosca, Seth Brundle no percibe cambios en su corporalidad una vez que sale del dispositivo que lo ha teletransportado, sino hasta un par de días después: aparición de pelos gruesos en la espalda, hambre constante, deseo sexual elevado, un estado de alerta casi permanente. Lo siguiente es lo aterrador: Seth se descarna a pedazos, literalmente. Inicia una aberrante colección de los trozos de sí mismo que van cayendo por ahí. Oreja, mandíbula, un dedo. Seth no siente dolor, pero la pantalla transmite a quien contempla la pregunta: ¿qué sentiría yo si se me cayeran los dientes, uno a uno, así, de la nada? Otro planteamiento interesante es el personaje de Veronica, pareja de Seth, quien está embarazada. Cuando se entera, empieza a tener sueños en los que da a luz a una larva, algo no humano. Desconozco si sea la misma semiótica para los varones, pero entre mujeres que hablamos al respecto, la pregunta común es si estaríamos dispuestas a gestar un ser no humano. ¿Cómo alimentarle con mi sangre? ¿Cómo permitir que se mueva dentro de mí? ¿Cómo ceder mi cuerpo a su desarrollo? ¿Cómo llamarle sangre de mi sangre?
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¿Cómo sentiría si por cualquier circunstancia mi cuerpo mutara, se modificara o perdiera el control sobre él? ¿Cómo me haría a la idea? ¿Cómo me sobrepondría? ¿Cómo terminaría por aceptarlo y cederlo, en tanto tuviera conciencia de ese destino? Los géneros especulativos nos ofrecen recursos extraordinarios por improbables; el horror corporal, una posibilidad en particular. Y, sin embargo, en el fondo nos plantean dilemas humanos. El miedo a las respuestas legitima dicha condición.