Cuerpo, desnudez y literatura en lenguas originarias
Y dijeron los progenitores, los creadores y formadores,
que se llaman Tepeu y Gucumatz:
“Ha llegado el tiempo del amanecer, de que se termine la obra
y que aparezcan los que nos han de sustentar y nutrir […],
que aparezca la humanidad sobre la superficie de la tierra”.
Así dijeron.
Popol Vuh. Las antiguas historias del Quiché
I
Bak’etal: cuerpo humano, cuerpo animal (tseltal).
Del sol,
la luna,
de seres del cielo,
del barro,
de la arena,
del maíz,
de allí venimos.
La genealogía humana, al trazar su devenir, nos lleva a mitos fundacionales que revelan la trascendencia del porqué existimos. Cada cultura comprende una propia respuesta: adorar, cantar, sentir, pensar, convivir, soñar, sembrar, en el orden de lo armónico. Pero también destruir, enfermar, pelear, invadir, matar, en el orden de lo devastador. Es como si ser armoniosos, dicotómicos y divisibles fuera parte constitutiva de lo que somos. Dichas manifestaciones son intrínsecas al cuerpo. Nada escapa de él. Se encarna y compone lo que cada persona es.
Pero la creación corporal no es tan solo humana, sino de todas las formas de vida: el cuerpo del agua, los árboles, las aves, las montañas, los rayos, las entidades anímicas. De allí que, al ser tocados, sufren de una impronta afectiva, porque se trata de cuerpos sensibles compuestos también de un corazón que es inherente a la vida. Lo que afecta a dichos cuerpos también afecta al nuestro. No por nada en distintas culturas se cree que la naturaleza, el inframundo y la humanidad son parte del todo. Y esa unión se encuentra representada en distintos monumentos, estelas y grafías. El cuerpo es la mediación entre el mundo interior y el exterior.
II
K’ux la ya’y ko’tan, la ya’y jbak’etal, k’alal la kijkitay jbajtik:
Sintió dolor mi corazón, mi cuerpo, cuando nos separamos.
¿Qué sería del dolor sin el cuerpo, sin ese lugar donde se somatiza para existir?
Hace un tiempo, pasé por una separación. Fue una situación dolorosa; tanto, que no podría cuantificarla ni medirla, ni siquiera describirla. Tan sólo sé que me provocaba espasmos, insomnio, pesadillas, malestares físicos, escalofríos y mucha falta de apetito. De muchas formas me perturbó. Quizá, sin quererlo, había cierta correspondencia con lo que la otra parte sentía. La dolencia era algo en común que nos vinculaba, pero separados.
Es sorprendente cómo una perdida es capaz de doblegarnos. Por más que lo intentaba, no podía escapar del dolor: estaba arraigado en mi cuerpo y en las extensiones extracorporales que me componen, como mi ch’ulel1. ¿Acaso el dolor era necesario para saber cómo consumía mi cuerpo? A través de él, pude notar las extensiones de mis ojeras, mis ojos rojizos, la resequedad de mis labios, mi cabello alborotado, la flaqueza de mis hombros. No estaba enfermo, pero la desgana me había convertido en un ser moribundo. Sabía que el sufrimiento no era producto del duelo, como cuando alguien cercano fallece, que también tiene una intensidad indecible. Tampoco era producto de una ausencia o desaparición. Era profundo y me tocaba confrontarlo. Un día, lo hice y, después de ciento veinte noches sin poder dormir, descansé. No puedo recordar cómo ni cuándo sucedió; simplemente, una mañana, desperté. Caminé hacia la ventana; levanté las persianas de la habitación y respiré en paz. Afuera, era invierno; un año entero había pasado, pero ya no sentía frío.
¿Qué queda del cuerpo después del dolor? Quizá uno desahogado. Ahora que veo todo en retrospectiva, me asombra la facultad que el cuerpo tiene para sanar. Hay heridas que no fisuran la piel, sino el alma. Heridas intangibles, pero vívidas, que son las que más tardan en cerrar, aunque sus marcas se quedan para siempre. Un hecho real es que no hay un recetario para dichas hendiduras. Cada dolencia es una circunstancia personal y cada quien la sana. Hay algo que lo impulsa; es como una fuerza, un aliento, que surge al interior. Nadie nos lo enseña y, sin embargo, es capaz de llevarnos a flote. A eso se le llama voluntad.
III
Ma ndo’yo: mi cuerpo (hñöhñö)
¿En qué medida las personas contemplamos y reconocemos nuestro cuerpo?
Reconocerlo no implica que una persona pueda describir las formas de sus manos, las profundidades de sus hombros o costillas, sino que sea consciente de que habita un cuerpo donde se encarnan la experiencia, las emociones, los afectos, los deseos, los vínculos, el lenguaje; “todo lo que, finalmente, constituye el cuerpo en un ser pensante, sintiente y viviente”2. El cuerpo es tan cotidiano que lo damos por hecho, pero es a través de él que se constituye lo que cada persona es. Delmar es un cuerpo-persona. La señora de los tamales es un cuerpo-persona. Quienes leen son un cuerpo-persona. No podemos pensarnos, concebirnos ni sentirnos sin nuestro cuerpo; nos pertenece. “El cuerpo en tanto encarna [a cada persona], es la marca del individuo, su frontera, de alguna manera el toque que lo distingue de los otros”3.
El cuerpo no es una entidad abstracta ni un concepto ininteligible. Es, ante todo, vida. Es verdad que tiene múltiples dimensiones desde las cuales se piensa, como su condición biológica, cultural, social, filosófica, onírica, simbólica, anímica, mítica; como se le quiera ver. Después de todo, el cuerpo “es estimable y permanente presencia, condición de posibilidad del ser. Cotidiano, mesurable, inteligible, pero incomprensible, casi siempre”4. Veamos, entonces, nuestra composición propia.
En el plano de lo cotidiano, el cuerpo es donde se esculpen los abrazos; donde se asienta el cansancio después de una extensa jornada laboral; donde se percibe la alegría cuando alguien sonríe; donde las “mariposas” revolotean en el estómago ante la presencia de quien se estima; donde se perciben los sabores y aromas de un postre recién horneado. Todo pasa por el cuerpo, incluso lo que indirectamente nos trastoca, como las fuertes impresiones, la rabia y la indignación “ante el dolor de los demás”5. Es el cuerpo-persona el que percibe; el que es percibido; el que reconocemos en su narrativa, en su representación.
El cuerpo es susceptible de volverse relato. Pero la singularidad de cómo se describe, ineludiblemente, sucede a través de la lengua en que se le nombra. El mundo semántico de cada idioma, y su componente cultural, hacen del cuerpo una poética.
IV
Notlakayo noaxka, notlakayo notlal:
Este cuerpo es mío, mi cuerpo es mi territorio6 (mexicano)
Es un hecho que la palabra “cuerpo” tiene nominación propia en las miles de lenguas que se hablan en el mundo: karada, body, corpo, körper, vücut, mom, jaqui janchi, bätyal… Pero es posible que en algunos idiomas tenga un sentido mayor que trasciende el plano fisiológico, como sucede con la lengua mexicana, pues, al decir tlakayo, alude al cuerpo y también a la sombra de la propia persona, una sombra que es mas notoria cuando se proyecta con la luz del sol. Esto, además, contiene dos dimensiones del cuerpo: el nakoyo, es decir, “el cuerpo-carne”, y el tonal, el cuerpo-espiritual.
El cuerpo se convierte en una figura simbólica, pero también poética. Ambas dimensiones corporales aparecen en algunas literaturas escritas en lenguas originarias como algo que no puede disociarse ni siquiera en su escritura. Una muestra de ello es el poema “Bi’l tib di’s nagal / Cántame un poema”, escrito por el poeta zapoteco Ángel Aristarco Alonso. Hacia el final de dicho escrito, el làd mén (cuerpo-gente), en tanto cuerpo y alma, metaforiza el espacio donde las palabras producen un efecto al ser dichas. Así como existen algunas que hieren, también hay las que abrazan, fortalecen, alimentan las extensiones anímicas:
Nzo di’s ndlì nabe’s lazo’ mènd,
na nzoy, nabe’s ntaxe’na mènd,
xaga nak xki’slà, Xnednit.
Hay palabras que hacen bien al cuerpo,
y otras, que alimentan al alma,
como las tuyas, Xnednit7.
Una de las potencialidades del cuerpo es que en él convergen todas las emociones y sensaciones que revelan lo que nos conmociona, nos estremece y perturba. A través de él, interpretamos lo que otras personas sienten y viceversa. Un ejemplo de ello es la atracción que descubrimos por alguien. Reconocer dicha existencia puede producir las más insólitas reacciones desde las profundidades del alma, como sentir el corazón acelerado, la voz entrecortada, la sudoración de las manos, el hormigueo en el estómago, los suspiros consecutivos. Manifestaciones corporales que se traducen en alegría, ansiedad, nerviosismo o temor, lo que sea que la presencia de la persona promueva. El cuerpo puede quedarse inmóvil, pero también es capaz de crear estrategias de seducción para suscitar la correspondencia y el encuentro. Así surge el deseo. Puede disimularse el gusto, el interés, pero nunca el deseo: es incontenible. Se desea el abrazo, la caricia, el beso, el sexo.
Somos seres deseantes, sin embargo, esto no supone que el deseo logre materializarse ni expresarse; puede ser eterno y silencioso si jamás se revela. Entonces, imaginamos distintos escenarios, hasta que un buen día luchamos con nuestra incertidumbre para intentar descubrir si el afecto puede ser mutuo. El intercambio de miradas es el preámbulo de ello. La condición cultural de la mirada aparece y, al ser nombrada, suscita un modo particular de mirar. Esto se devela en una práctica que, en tsotsil, se llama elombail, es decir, “ver a la persona que te gusta” con intenciones claras de seducir o despertar la atención. En castellano, se traduce como “coqueteo”, tal como se lee en uno de los poemas escritos por la poeta tsotsil Angelina Suyul8, donde el encuentro se expresa como un deseo entre dos personas que buscan sentirse:
Li tsebal antse
tsk’an ta stijlube xaneb,
smeltsanbe stsots k’u’tak,
tsots ta sk’anbe sk’obtak yo’ sjitun xch’ut.
Li kerem vinike
yo’nton ya’i ta anil x-ak’bat yip snopben,
slapbe yabtel sbijil k’obtak,
tsk’an li tsebal ants yo’ xva’tsaj li xch’ulnae.
Ella quiere acompañar sus pasos,
confeccionar sus trajes de lana,
exige las manos de él para soltar su enagua.
Él
con premura necesita que exalte sus ideas,
lucir la sabiduría de sus manos suaves,
requiere de ella para levantar su santuario.
El cuerpo puede sentir la más grande dicha y también la más honda miseria. Nada escapa de él. Recordemos que la materialidad anatómica no siente por sí sola, sino mediante el significado que atribuimos a las cosas que nos trastocan. Justo eso nos convierte en personas sintientes. No hay cuerpo vacío ni desposeído de dicha virtud que, vale la pena aclarar, no es propia de la especie humana. Existen seres de la fauna y la flora que también sufren de afecciones externas, pero la manera en que comprenden lo que sienten escapa de las formas en que la humanidad ha construido el lenguaje. El dolor de las flores es un idioma indescifrable, así como la alegría de las abejas. Podemos atribuir significados a lo que percibimos, aunque estos siempre serán sentimientos humanizados. De allí la imposibilidad de saber cómo un tulipán es afectado por el aleteo de un colibrí, por ejemplo. Pero el cuerpo, el nuestro, sí puede comunicar lo que experimenta, incluso intentar darle un nombre a lo inédito. Las emociones pueden promover la invención de lenguajes.
En algún momento, mi abuelo Domingo me contó cómo eran los tiempos cuando él iba a las fincas en búsqueda de unos centavos para subsistir. En sus recuerdos, aparecía todo el maltrato sufrido. Lo escuchaba mientras sus ojos enrojecían y sus puños cerrados contenían una fuerza como si quisiera golpear a alguien. “K’axon ta moso te nameye, tulan te wokolil te maneye. Fui mozo [esclavo] hace tiempo, antes había mucho sufrimiento”. Su cuerpo rememoraba las afecciones; mantenía arraigadas las sensaciones de aquellos tiempos cruentos. Lo contado por mi abuelo, sin ser dicho en estas palabras, implicaba no ver a los cuerpos como personas, sino como cosas, como instrumentos, es decir, cosificados.
La cosificación aparece también en la narrativa. Se trata de un recurso literario que, contrario al erotismo, intenta cuestionar la disociación del placer corporal con el afecto. Usar el cuerpo de alguien para la satisfacción, más que el vínculo “amoroso”. En el fondo, esto puede interpretarse como una denuncia; como una manera de visibilizar, acaso, una realidad existente en las comunidades y relaciones del presente. En el más reciente libro del narrador zoque Jaime Sakäsmä9, Tumtumjamapä natzkuy. Terrores cotidianos (Coneculta, 2023), el autor plantea la vida de varios personajes atravesados por la violencia, la enfermedad, el rencor, la traición y la esperanza, donde el punto en común es la búsqueda del amor en medio de una sociedad moralizada, que rechaza y recrimina el afecto de dos personas del mismo sexo. Entre la búsqueda de la libertad y el ocultamiento, los personajes cuestionan sus prácticas y deseos, las consecuencias de dejarse sentir o disponerse al placer del otro. Uno de ellos aparece en el cuento “Joko/ Humo”, donde el personaje Sergio Arenas se lamenta de los resultados médicos y se pregunta si estos se deben a los encuentros sexuales con Pablo o con alguna otra persona.
[…] te mayakuy ketpa’äjka, jinte nmusijoy ukka kipsokyutye yä’ä jatmitapä, ukka eyapä’is njawi’is tzyinu yajk tzäjktyopapä wyitise, tzyäjktyopapä ti, jyojki’ajkuy.
Ni silencio, sólo pujidos, estertores, la angustia de estar vivo. De no saber si es conciencia esto que fluye o si es el semen de otro imbécil que busca hacer de ti una extensión de su cuerpo, su ocio, su vacío.
El wit10 sufre; se devela frágil, pero también reclama. En Tumtumjamapä natzkuy: terrores cotidianos, la corporalidad es donde se incrustan las vivencias de la vida real, acaso como anécdota, testimonio o meramente fabulación. Estas son algunas de las características que se encuentran en la literatura contemporánea, donde varios eventos cotidianos de la realidad social se trasladan al cuento, al ensayo, a la novela y poesía. Aparecen de manera verosímil; tanto, que podría tratarse de acontecimientos vividos por quien escribe. Problemáticas como el crimen organizado, el feminicidio y la desaparición forzada ya no pasan inadvertidas. Ello es muestra de lo que puede leerse en libros de narrativa como La ira de los murciélagos de Mikel Ruiz (2021) y la compilación Yayijemal ts’ibetik: cuentos con cicatrices (2023), donde quienes escriben, cuestionan las adversidades de la vida que no escapan del cuerpo.
Este breve recorrido no es más que para reflexionar sobre las posibilidades literarias que la experiencia corporal suscita. Experiencias reales, ficticias o metaficticias, que resuenan con nuestra vida una vez que las leemos. Sentimos extrañeza o correspondencia, interés o indiferencia. Después de todo, cada cuerpo es un universo, y sólo quien lo habita reconoce lo que hay dentro de él.
El cuerpo es nuestra casa.
- Generalmente traducido como alma, pero que también significa conciencia, lenguaje, aliento.
- Méndez-Gómez, Delmar Ulises, “Jbak’etaltik: nociones del cuerpo entre los jóvenes”, en Narrativas Antropológicas, año 4, núm. 7, 2023, pp. 7-20
- Le Breton, David, Antropología del cuerpo y modernidad, Buenos Aires: Nueva Visión, 2002, p. 11.
- Guzmán, Adriana, Revelación del cuerpo. La elocuencia del gesto, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2016, p. 19.
- Sontag, Susan, Ante el dolor de los demás, Barcelona: Debolsillo, 2010.
- Agradezco a Mayahuel Xuany por compartirme esta bella frase.
- Aristarco Alonso, Ángel Xaja nsa’ lazo’ mènd / Vuelo de ensueños, Oaxaca: Colectivo Editorial Pez en el Àrbol, 2022.
- Suyul, Angelina, Yip yo’nton Jmeme’tik U. Rebelión de la Luna, Querétaro, Pinos Alados Ediciones, 2022.
- Sakäsmä, Jaime, Tumtumjamapä natzkuy. Terrores cotidianos, Chiapas, Coneculta, 2023.
- “Cuerpo”, variante del zoque de Copainalá.