Sobre fantasmas y corazones
No existe en la vida humana cosa tan performática como el amor. Bueno, quizá una: su preludio. El coqueteo llega a convertirse, un día sí y el otro también, en un acto que no avanza por sí mismo, sino por la idealización de lo que debería ser: platonismo de arrumacos y galanteo. A menudo, el cortejo consiste en pretender formas y modos ajenos. El enamorado tiene por norma la precaución, avance milimétrico con el que busca mostrarse interesado sin ser obsesivo, mesurado sin ser apático. Sufre de una disonancia cognitiva socialmente aceptada.
Pienso en esto mientras me restriego el sudor de las palmas en el pantalón. Como si alguien me persiguiera, como si una mano anónima buscara cercenarme la yugular, miro a ratos detrás de la banca sobre la que estoy sentado. Aunque esto es peor, me temo, que esperar la muerte: espero a mi cita.
No recuerdo la mano de qué amigo en común hizo que termináramos agregándonos en Instagram. De contestarnos las historias pasamos al mensajeo cotidiano y después a todo lo demás. Quisiera creer que me entrometí en su vida por aburrimiento o por despecho existencial, incluso por ganas de salir del marasmo de mi habitación y volver a sentirme emocionado al tocar contornos ajenos. Pero la incomodidad de la espera se cuaja en mis sienes y me obliga a concluir lo contrario: estoy aquí porque ella me gusta, a secas. Quisiera tener las ganas o el valor o el descaro de decírselo sin rituales de por medio.
También desearía que no hubiera un velo cortés entre su entrecejo y el mío para decirle que me molesta. Me molesta haber gastado fuerzas que no tengo en elegir la ropa que me pondría para cenar con ella. Me molesta llevar una semana cuidando la gramática de mi afecto en los mensajes que le escribo con tal de no asustarla o asustarme a mí también. Me molesta tener que mesurar la intensidad de mis aficiones para no lucir como el patán pretencioso que me encanta ser dentro de las cuatro paredes de mi comodidad. Me molesta sentirme nervioso, desconcertado ante su rostro diminuto que hasta ahora sólo he visto tras los pixeles de una pantalla.
Y me molesta la culpa con la que me torturo la conciencia sólo de pensar en que bien podría largarme de aquí antes de que sus pasos alcancen la quietud de esta banca. Pensar en que podría cancelar la cita anteponiendo una excusa tan incómoda como imbécil que me haga merecer su desprecio y me libre del suplicio de quererla.
Pensar en que estoy a un botón de distancia.
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Quien haya emprendido la odisea de buscar pareja en internet sabe que la vida se va en ghostear o ser ghosteado. Las aplicaciones, en medio de su caótico algoritmo de caras y biografías, han promovido una curiosa ecología del desapego: dinámica de descartes y reconquistas exprés.
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Supongo que hubo un tiempo en el que desaparecer de la vida de alguien implicaba fingir la muerte o cambiar de identidad —incluso, por qué no, mudarse a unos cuantos kilómetros de distancia—. Desvanecerse ante los ojos del otro solía ser un ritual que implicaba atravesar por rupturas escandalosas o, al menos, lidiar con la incomodidad de la confrontación emocional. Acaso la singularidad de las relaciones contemporáneas reside en su aptitud para disolverse con el mínimo de los esfuerzos: una simple negligencia de comunicación.
El intercambio asíncrono, milagro de la vida virtual, ha permitido potencializar la formación de vínculos a cambio de diluir su intimidad. Hay un componente simbólico en las relaciones que se forman a distancia —muy abstracto, quizá— que las muda hacia un plano distinto de la configuración emocional, convirtiéndolas en una suerte de interacción paralela en la que el alejamiento puede ocurrir con la misma rapidez que tuvo el primer contacto.
El carácter inevitablemente impersonal del flirteo en redes —su existencia en un espacio ausente, su arquitectura hecha de vacío— permite cierta facilidad para evadir el roce de las conversaciones incómodas y posibilita eludir la fatiga de construir acuerdos. Faculta al amante para desaparecer porque, de cierto modo, nunca estuvo ahí.
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Mientras me revuelvo en mi propia culpa, alcanzo a atisbar otra opción. No tendría por qué sorprenderme saber, en unos cuantos minutos, que ella se me adelantó en la huida. Podría sacar el teléfono del bolsillo de mi pantalón para hurgar en nuestro chat y darme cuenta, sin sobresaltos o tristezas, incluso sin rencor, que su foto de perfil ya no es visible, ni mis mensajes entregables. Una plegaria que sale del interior de mis tripas ruega para que así ocurra.
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Ser cobarde no es un pecado. El amor, bestia que lo deforma todo, que lo consume todo, que lo acapara todo, tiene la fuerza suficiente para derrumbar cualquier tipo de ímpetu, cualquier seguridad ante el mundo. El amor nos convierte en alienados obsesivos, animalitos ingenuos, niños encaprichados. ¿Qué somos ante él sino un ademán de impotencia?
Amar implica conseguir valor entre las fibras de la propia carne para plantarse ante el otro y darle el derecho de que nos exija un pedazo de nuestra existencia a cambio de un pedazo de la suya. ¿Quién no se acobardaría ante las pautas de un canibalismo espiritual semejante?
Los motivos para desparecer de la vida de quien se ama suelen ser los mismos que se esgrimen para quedarse en ella: se busca evadir el conflicto, encontrar la tranquilidad, abrazar el sosiego del mundo íntimo. Puede que la mayor diferencia entre el ghosteo y la ruptura en forma no resida en el mecanismo con el que se realiza cada uno, sino en los efectos posteriores a su acontecimiento. El abandonado, a diferencia del que termina una relación por mutuo acuerdo, atraviesa un duelo que carece de la calidez de la empatía. La ausencia que sufre está marcada por el signo de la confusión y de los conflictos irresueltos.
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No me avergüenza admitir que soy un reaccionario sin remedio. Si bien convengo en que toda relación y su posterior ruptura deberían llevarse a cabo abrazando el respeto de los sentimientos ajenos, a menudo sospecho que incluso las acciones más nimias durante los inicios del cortejo han adquirido una carga de compromiso anticipado.
Cada vez es más común toparnos con amigos que nos cuentan, con resentimiento, cómo fue que su ligue de semana y media los ghosteó luego de hacerles love bombing. ¿No será que buena parte de la gente que acusa a otra de haberle hecho love bombing o ghosting está instrumentalizando el lenguaje para justificar su despecho?
Funa por delante, me atrevo a decir que, en muchas ocasiones, quienes se alarman ante el ghosteo no hacen otra cosa más que proyectar los remanentes de la moral judeocristiana de sus abuelitos. Pienso, vaya, en la siguiente equivalencia:
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Mis temores se cumplen: la veo llegar. Supongo que no me dejó recogerla en su casa para evitar que conociera su dirección o para guardar el comodín terrible de cancelar a última hora. Pero eso no importa ya. Aquí está y camina hacia la banca con pasos desentonados.
Sonríe como si contuviera medio litro de vómito entre gañote y boca.
—¿Te sientes bien? —le pregunto después de besarle la mejilla.
—No —responde sonriendo con más fuerza.
Se sienta a mi lado mientras apacigua el tórax. Compartimos un silencio extraño durante medio minuto antes de que me devuelva la mirada y se sincere, sonriendo aún:
—Pensé seriamente en decirte que no podría venir porque mi abuelita estaba enferma.
Mi estómago se tranquiliza de golpe. De pronto los rostros que merodean el centro comercial me parecen amistosos; los perros, simpáticos; el aire, exquisito. Me levanto de la banca y le señalo el camino hacia el restaurante, ofreciéndole mi mano libre. La toma.
Pinta bien el resto de la noche.