Tierra Adentro

Es de noche y llueve como si el mundo nunca hubiera llorado. Nana llora; sé que lo hace porque la escucho maldecir con la voz rota, mientras corremos entre perros flacos y charcos de agua sucia. El frío me hace estornudar. Ella siempre me dice que no debo andar afuera sin suéter, pero parece haberlo olvidado. Llegamos a una tienda al mismo tiempo que un señor en moto. Deja las llaves puestas y entra a comprar. Nana me ordena: sube. La abrazo y escapamos. En la carretera, los árboles nos dicen por dónde ir.

Al rato doblamos en una entrada del bosque. Casi no puedo ver el camino. Las gotas bajan por mis cachetes y hacen que mis pestañas aleteen como una mariposa asustada. Dejamos la moto detrás de unos troncos tirados y seguimos a pie. Siento el sonido de los búhos en la espalda y me tranquilizo. Nana alumbra con una lámpara y yo la sigo sin soltarme de su blusa. A cada paso, el lodo se mete en mis tenis. Imagino los dedos ahí dentro, ahogándose de tan sucios y pegajosos y las uñas negras de tierra. Me gusta la lluvia.

Nana destapa con la luz una cabaña entre enredaderas. Tiene muy buena suerte: encuentra las llaves del candado bajo el tapete. Estoy contenta, pero el frío no me deja sonreír. Creo que, con el pelo escurrido, parezco una sopa de espagueti. La casita es como la de los siete enanos; nosotras somos del tamaño de Blanca Nieves. El aire huele a lagartija muerta, el suelo está tapado por grillos tiezos. Caen chorros del techo. Hay un colchón en el piso. Entre las dos lo sacudimos hasta que el polvo nos hace toser.

Acerca tus manos, dice Nana cuando prende la chimenea.

Y después de un Padre Nuestro frente al fuego, dormimos.

Cuando pasó lo que pasó, me volví loca. Entendía que había sido muy difícil para Nana sacarme de la fiesta de mis papás. Tenían todo listo: las velas, los dibujos en el suelo, los libros, los invitados. Estoy segura de que les arruinó la noche. No era la primera fiesta que hacían, pero sí la primera a la que me dejaban pasar. Varias veces escuché en la madrugada, desde mi cuarto, los gritos y las risas. No podía dormir con tanto ruido. Cuando le preguntaba a Nana qué pasaba en el estudio por las noches, me decía que no podía hablarme de eso y mejor rezábamos.

En la mañana, Nana me observa y, aunque tiene lagañas, sus ojos siguen siendo de borrego. Le digo que tengo hambre. Quiero un vaso de leche bien fría y un croissant de jamón con queso. Ella sonríe triste y dice que es hora de irnos. Quita una tabla del piso, saca un cuaderno con direcciones anotadas. A lo lejos, oigo los pájaros del bosque y pienso en sus nombres. Me despido de la cabaña y salimos a buscar la moto. Hay ramas en el suelo, hojas y arañas que se sostienen de su tela. Encontramos la moto donde mismo. Nana tarda en prenderla. Cuando al fin lo logra, seguimos por la carretera y, solo hasta que vemos más gente, paramos a cargar gasolina. Me da unas galletas.

Come algo, dice.

¿Qué iba a pasar en la fiesta, Nana?, le pregunto.

Tus papás tienen creencias malas, mi niña.

¿Malas cómo?

Malas, mi niña.

¿Como eso de que si sales al jardín acabando de comer se te enchueca la boca? ¿O que si ves mucha tele se te salen los ojos?

De otro tipo, mi amor.

Mmm.

Nana me besa la frente. 

Volvemos al viaje en la moto y luego de una hora descubro nuevos edificios. Ya estamos en otra ciudad, más gris, más aburrida. Muchas personas esperan un camión. Intento aprenderme de memoria las calles por si nos perdemos, pero Nana está muy segura del rumbo y, si tiene dudas, no se detiene, porque ella toma las decisiones en movimiento. A veces la escucho hablar. No lo hace conmigo, habla con ella misma. Se dice cosas. No puedo preguntarle mucho. Si algo me enseñó fue a no interrumpir una conversación de adultos.

Llegamos a un lugar que Nana llama el barrio. Las casas tienen los cristales rotos y las paredes pintadas con letras grandes, como si fueran hechas para los ojos de un gigante. Estaciona la moto afuera de un portón. Me dice: ven, vamos. Y me jala. Al subir las escaleras me cuenta que creció en esa vecindad con una hermana a la que ya no ve. Dice que está muy cambiado. 

Un amigo de Nana nos espera arriba; tiene aretes en las orejas como yo y bigote. Dice que podemos quedarnos solo esa noche y abre la puerta. Adentro, le pregunta a Nana si cuando escapamos ya habían iniciado la ceremonia. Así la llama, ceremonia. Nana responde que no sabe, que entró por mí al escuchar los cánticos, y le muestra al señor las tijeras con que amenazó a los invitados de mis papás.

¿Sabes a quién veneran?

Sí, dice y se acerca a su oído.

Te estará siguiendo.

Lo sé, dice Nana y empieza a llorar.

El cabello de Nana le llega a la espalda. Me gusta peinárselo y que luego me haga una trenza como solo ella sabe hacerlas. Siempre quise tener tanto cabello para poder esconderme, como si entrara a una casa miniatura o un caparazón. Nana, cuando llora, mete la cabeza hacia adentro y el cabello baja a su pecho, le cubre la cara chiquita de pájaro triste. Eso quiero hacer un día: que mi cabello me cubra por completo y me abrace.

Me dan una sopa con pocos fideos y prendo la tele mientras ellos hacen llamadas. Despacio, se me cierran los ojos. Me duermo en un sillón que huele a cigarro y al que se le sale la esponja. Más tarde, alguien me tapa con una cobija.

Al despertar, ya es otro día, aunque aún no amanece. Nana está sentada en el rincón, sobre el suelo, con los ojos rojos, abrazando sus rodillas. Le pregunto si está bien y voltea rápido, asustada, como si se hubiera olvidado de mí.

Es hora de irnos, dice y me lleva a lavar la cara.

Su amigo le entrega unos billetes y Nana le pregunta si no hay otra cosa que hacer. 

Es tarde, dice, quizás a la monja se le ocurra algo.

Pregunto quién es la monja. Nadie contesta. Ellos se abrazan, se dan un beso en la boca y bajamos por las escaleras.

Papá me había prometido que, después de la fiesta, iba a darme un regalo. Al entrar al estudio esa noche, el olor a hierbas me provocó náuseas. Había libros sobre una mesa de madera, libros grandes que nunca me dejaron leer, y gente que iba a cenar de vez en cuando y a veces me obligaban a saludarla. Esos señores de corbata. Esas abuelas de aretes brillosos. Mamá dibujó la estrella en el piso; otro de los invitados se puso contento de verme y dijo que me iba a divertir. Prendió las velas en cada punta de la estrella y pronunció algo en un idioma que no era inglés ni francés. Cuando me pusieron al centro, papá me preguntó si estaba lista para conocer al Rey. Yo dije que sí con la cabeza.

En el camino, Nana no dice nada. Veo un campo de flores amarillas; esquivamos ovejas que van en grupo a comer pasto. Paramos afuera de una iglesia. Es un pueblo, según Nana, donde los caballos aún pueden pasearse solos. Se acerca a tocar la puerta de madera. Una monja sale y me mira como si le hubiera roto su vajilla. Nos dice: pasen.

En la iglesia hay figuras colgadas de santos, y una cruz gigante hasta arriba. Luego un patio con una fuente y jardineras. En otro cuarto, varias monjas comen calladas y, al darse cuenta de que estamos ahí, una de ellas nos trae un plato de frijoles con arroz. Salen todas.

¿Cuántos eran en la ceremonia?, pregunta la monja.

No sé, tal vez ocho o diez, contesta Nana.

La monja, que parece un pingüino, va por su Biblia y se la da a Nana.

Para que las proteja, le dice.

Un libro no nos va a salvar.

Nana extiende su cuaderno con direcciones. Se lo muestra y le pregunta si alguna de esas personas podría hacer algo. La monja dice que tal vez en el seminario, pero eso está a tres días en moto.

No hay tiempo, dice, y besa la cruz que trae colgando del cuello y también se la da. Las otras mujeres escuchan detrás de una ventana.

Huye hasta donde puedas, hija.

Le pone la mano en la cabeza, cierra los ojos y deja salir murmullos. Yo no dejo de comer, aunque los frijoles con arroz no sean mi comida favorita. Nana también cuchichea frases y juntas, con la monja, hacen una oración que suena chistosa, como conjuro de magia. Al terminar, nos acompaña a la salida. Nana me toma de la mano, me sube a la moto y le promete a la monja que encontrará la forma de salvarme. 

Cuando llegamos a la siguiente ciudad, nos detenemos en un puesto de periódicos. La foto de Nana está en la primera hoja y la mía también. Creo que papá ha empezado a buscarnos. Nana deja la moto en la banqueta y vamos a pie.

Agacha la cabeza, me dice.

Entramos al baño de un McDonald’s y, encerradas, Nana saca las tijeras. Le digo que tengo hambre, pero ella toma un mechón de su cabello y lo corta. Los cabellos caen pesados en la taza. Así sigue hasta quedar pelona. No parece Nana, aunque sé que es la misma que me cuida. Dice que es mi turno y le pido por favor que no, pero insiste. Lloro; suenan los cortes metálicos. Al tocarme la nuca, ya no hay más cabello. Salimos a la calle. Cuando pasamos por una ventana, pienso que ahora sí nos parecemos, Nana y yo, y entonces no es tan malo. Abandonamos la moto en un callejón. 

En la noche, nos quedamos debajo de un puente; otros señores sin zapatos duermen al lado. El cielo quiere llover, pero no cae ni una gota, solo hace viento.

Duerme, dice Nana, y lo hago acostada en sus piernas.

En la mañana, caminamos una media hora hasta llegar a un mercado. Huele a tripas y caca. Hay cabezas de puercos sobre una mesa larga; las moscas se detienen, intentan meterse en su nariz. Vamos al fondo. En el pasillo de las hierbas, una viejita vende veladoras, semillas y flores raras. Nana le cuenta un poco de lo que hemos hecho. La viejita pregunta si mis papás saben dónde estamos, y Nana le contesta que no. Entonces agarra unas hojas secas, las muele en sus manos hasta que se hacen polvo; se lo echa a Nana en la cara.

Hablas con verdad, dice la viejita, vas a tener manifestaciones pronto.

Le vuelve a echar lo que queda de polvo.

La quiere a la niña, le dice a Nana, y tú no piensas entregársela. Pero no puedes pelear. El trabajo que haremos será contigo.

Nos mete a un cuartito en la parte de atrás. Hay frascos, varias figuras de la virgen y una calaca que tiene un manto negro encima. La conozco porque Nana tenía una estampa de ella escondida en la caja de los zapatos. 

La viejita prende unas velas gruesas y con un ramo de hierbas en la mano, que mueve como si fuera una sonaja, canta canciones que no son para jugar. Después camina alrededor de Nana, le da golpecitos con las hierbas, bebe de uno de los frascos y le escupe a la cara. Prende una fogata alrededor de Nana, como si fuera a cocinarla, pero no la quema.

Revélate, dice.

Nana pone los ojos en blanco. Su cuello se tuerce y las manos se le doblan. Empieza a saltar y no se cansa, lo hace más y más alto. Suelta un grito que mueve los frascos. La viejita le vuelve a pedir que se revele y la piel de Nana se llena de arrugas; ahora tiene los ojos amarillos.

Habla, dice la anciana.

Nana abre la boca y vomita una bola de pelos. Nana habla pero no es ella, es otra cosa, la voz de un animal o una tormenta:

No te pertenece.

La viejita escupe más agua sobre el piso y la fogata se levanta. Golpea con las hierbas, que solo parecen hacerle cosquillas, pues Nana (o esa voz que sale de ella) se carcajea y le dice que está cerca de nosotras. El fuego se apaga con un gran soplido. Nana comienza a llorar. Se desvanece en los brazos flacos de la viejita.

Encomiéndate, le dice, no pude hacer nada.

Al salir, Nana me aprieta con su mano. Quiero preguntarle qué es lo que pasó, por qué escupió esas cosas; ella acelera el paso.

¿Estás enojada? ¿Vamos a casa ya?

No, mi niña, ya no vamos a volver a casa.

Caminamos no sé cuántas cuadras, hasta que entramos en una estación del metro. Cuando llega el tren, nos metemos y, ya de noche, jugamos a las escondidas en un rincón. Somos invisibles. Las personas entran y salen con maletines, mochilas y bolsas; no cabe nadie más. Luego se bajan todos y Nana y yo nos quedamos otra vez solas. Las luces del metro no se apagan. Pasan horas, todo es blanco, como en un sueño. El vagón se queda vacío y Nana dice: duerme. Estiro las piernas a su lado, pero no duermo. Entonces ella mueve la cabeza y se rasguña el cuello como si algo le lastimara por dentro. Un sonido la distrae. Nana se levanta despacio, busca debajo de los asientos. Desesperada, se arroja al piso.

¿Nana?

Vuelve con una rata en las manos y se la lleva a la boca. Le muerde la panza y la rata chilla. Nana le quita la cabeza de un solo bocado; tiene los labios manchados de sangre y cachos de pelo gris entre los dientes. Mastica los huesos. Nana come rata viva. Me levanto y tropiezo. Nana abre los ojos, tiembla, y su cara no tiene color. Me pregunta si también tengo hambre.

¿Vas a darme rata?

No contesta. Salimos del vagón y Nana vomita en una esquina. Su mano se siente rasposa y fría.

No me aprietes, le digo.

Algún día tendrás que olvidarlo todo, me dice, y su voz me suena rara.

Nana me lleva casi arrastrando hasta la orilla del andén y ahí me aprieta fuerte, tan fuerte que siento que me falta aire; es como si algo oscuro se me subiera encima. El túnel se ilumina cuando aparece el metro y Nana abre la boca, me mira con los ojos grandes, y antes de que pueda preguntar nada se tira a las vías. El tren chilla al intentar frenarse y me tapo los oídos y me agacho. Cierro los ojos, como cuando quiero esconderme en mi cama y no despertar nunca. La gente grita y se echa para atrás; yo también doy pasos torpes hasta chocar contra una columna fría. Varias personas bajan a las vías, otros, corren hacia la salida.

Pero hay un hombre vestido como los amigos de papá, que sale del tren y se detiene a unos metros de la gente. Me mira muy quieto, sin soltar su maletín, y creo que sonríe con sus dientes delgados de gato. Se acerca hacia mí. A cada paso, se va haciendo más pequeño. Cuando quedamos de frente, no sé cómo ha podido hacerlo, somos de la misma estatura. Sus ojos amarillos me tocan; es tan viejo y blanco que podría ser transparente. Pasan unos segundos sin decirnos nada. Hasta que abre la boca: 

¿Quieres volver a casa?

Sí, le digo.

Dame la mano entonces.

Y se la doy porque, aunque tengo miedo, creo que conoce el camino de regreso. Y sin que nadie nos lo impida, bajamos a las vías y nos metemos en la oscuridad.


Autores
Nació en Cuernavaca, Morelos, en 1988. Es escritor y músico. Estudió ciencias de la educación en la UAEM. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de narrativa (2018) y del FONCA en la categoría de Creadores con Trayectoria (2024). Algunos cuentos suyos se encuentran publicados en antologías y medios nacionales como Gatopardo, La Tempestad, Luvina, Laberinto, e internacionales como la revista española Quimera y The South Carolina Review. Coordinó el proyecto Breve manual del libro fantástico (UAM, 2020). Ha publicado los libros de cuento Orquesta primitiva (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015); Cuando las luces aparezcan (Paraíso Perdido, 2020/2023; XI Premio Nacional de Narrativa “Ramón López Velarde” en 2018); El hombre crucigrama (UNAM, 2023; Mención Especial por el Banco de Libros de Venezuela y mencionado en el listado de lo mejor de LIJ por la Fundación Cuatrogatos) y, recientemente, Umbral (UAM, 2024), por el cual recibió el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima 2025.