Tierra Adentro
Máscara de jade en el Museo Arqueológico de Campeche, 2014. Adam Jones. CC BY-SA 2.0.
Máscara de jade en el Museo Arqueológico de Campeche, 2014. Adam Jones. CC BY-SA 2.0.

Vine a buscar la máscara a las ruinas de la fábrica que me indicó el viejo. Dejé el caballo en la antigua estación del ferrocarril y me vine a pie subiendo la loma entre las sombras. El viejo me confesó en voz baja dónde encontrar la máscara, porque estaba seguro de que lo espiaban: ha vivido treinta años con el temor de que los militares vengan por él después de lo que hizo. 

“No quise venderla”, dijo con voz rasposa. “Tienes cara de andar a las vivas, chamaco, por eso sé que la vas a encontrar”. Regresó aquí, a Santa Cruz, y entró a trabajar en la fábrica. Vio los túneles abandonados: antaño los usaban para transportar dinero y mercancías, y ocultó su botín en uno de ellos. Enfatizó que debía venir a buscar la máscara el 2 de febrero; ni antes ni después. Sé muy bien cómo es: la dibujó con todos sus detalles en una servilleta en la cantina donde lo conocí. La encontró en los años sesenta, cuando instalaban el cableado telefónico en la calle Seminario, mucho antes de que empezaran las excavaciones del Templo Mayor. 

“Vi la máscara y oí clarito que me hablaba”, susurró después de beberse la cuarta caguama. “Está hecha de jade. En las cuencas de los ojos tiene conchas nácar como si fueran el iris, y bolitas de obsidiana que te miran como si tuvieran vida. Los dientes son de a deveras, con incrustaciones de turquesa. Es una chulada. Pero te lo juro, chamaco, pude oír su voz en mi cabeza y por eso, sin pensarlo, la envolví en unos periódicos y la eché en mi morral de ixtle. Es como si se hubiera querido ir conmigo. Debes encontrarla y traérmela”.

Subí la loma hasta la barda de piedra de la antigua fábrica. Allá abajo resplandecen las luces de Santa Cruz, un pueblo donde el viejo dice que los graniceros invocan la lluvia con unos teponaxtles y ruegan por que el granizo no mate los sembradíos. Desde acá arriba se ven cúmulos de nubes espesas y blancas cubriendo el volcán que domina el valle, hacia el este. “Pues a lo que te truje. Ya oigo sonar la lana con que voy a forrarme cuando los Vivanco me compren la máscara. No se la pienso regresar al viejo”, pienso.

Trepo el muro de piedra, cuidando de no espinarme con la nopalera. Pego un brinco hasta el suelo y tropiezo con lo que deben ser restos de ladrillo y piedra. Jadeo. Lleva mucho tiempo abandonado este lugar. Hay yerba seca y áspera por todos lados. Las raíces de los árboles trepan entre los paredones. Ya estoy dentro, ahora debo buscar el chingado túnel. 

Está muy oscuro, pero no quiero encender la linterna. Frente a mí se alza una mole gigantesca, en medio de lo que debió ser un patio de maniobras; quizá sea alguna de las antiguas naves de la fábrica. Entro por un vano en el muro de ladrillos, aún en pie, y me animo a encender la linterna. Descubro maquinaria oxidada: telares enormes, turbinas y otros cacharros de metal cuya forma no comprendo. El silencio me aprieta los oídos. Alumbro el suelo de cantera gris y alcanzo a distinguir una especie de resplandor verde. Qué raro. Quizá sean fragmentos de vidrio, de alguna ventana rota. Quiero irme de esta enorme nave, pero cuando estoy por salir de nuevo al patio, escucho voces y pasos. Apago la linterna y me agacho. Espero cinco, diez minutos. Nada. Quizá solo fue el viento entre los sauces. 

La luna asoma un poco y el resplandor que había visto en el piso de la nave se despliega afuera como una luz verdosa, suave, como si se dibujara un arroyo en la superficie del empedrado. Decido seguirlo sin encender la luz. Conforme avanzo se levantan más edificios de ladrillos en ruinas, y se abren pasillos y patios en la oscuridad. No quiero saber a dónde van. Los sauces dibujan sombras extrañas y empiezo a arrepentirme de hacerle caso a ese orate borracho. Escucho susurros otra vez; su famosa historia de la máscara que le habló ya está haciendo estragos en mi cabeza. Oigo a lo lejos el canturreo de una niña, y cuando me vuelvo hacia atrás, la veo cruzar uno de los patios, corriendo en un vestidito blanco.

“Cálmate, pendejo, fue tu imaginación”, me digo, pese a que claramente escucho su cancioncita bailando en el viento. De repente huele a copal y el camino luminoso y verde serpentea hacia las entrañas de la colina. Pego la carrera para seguirlo, hasta que la oscuridad lo engulle todo y mi corazón pega un brinco de sorpresa. He llegado a los túneles.

Antes de entrar, escucho voces: son hombres, no hay duda. Me escondo detrás de un sauce y, en cuanto una nube descubre la luna llena, veo que se acercan unas gentes. Llevan overoles de mezclilla, sombreros blancos y botas piteadas. El follaje del sauce oculta sus rostros, pero escucho claramente lo que dicen:

—Ya me colmó el buche de piedritas ese canijo del Tuerto. Me amenazó con que va a ir a decirle al jefe nuestro plan.

—Tranquilo, compadre. Le damos un buen garrotazo en la cabeza y lo echamos al río.

—Sí, y que las aspas de la turbina hagan el resto. Nadie lo va a encontrar.

Me asomo para ver quiénes están hablando, pero en un parpadeo desaparecen con dirección al río. “Métete al túnel, no seas cobarde. Los Vivanco ya te prometieron la lana”, me digo. Saco la linterna, aunque me tiemblan las manos. No veo nada en esta tumba que se abre en la loma frente a mis pies. Doy unos pasos hacia adentro y, en lugar de que huela a suciedad, el perfume del copal cobra fuerza. El resplandor verde que me trajo hasta aquí me guía a través de la oscuridad. Ilumino el frente, pero la luz no encuentra el final del túnel. La angustia me aprieta las tripas. El viejo mencionó un baúl y el morral de ixtle. A ver si sigue aquí después de treinta años.

A unos cien metros de la entrada el túnel se vuelve más estrecho. Primero, me veo obligado a agacharme y andar a gatas. Después, comienzo a arrastrarme como gusano y aprieto la linterna entre los dientes. Qué baúl ni qué demonios, aquí no hay nada de eso. Algo me dice que es hora de regresar y mandar la máscara al carajo, pero la lucecita verde y extraña me sigue guiando. Acepto continuar. La voz de la niña se escucha lejana:

Naranja dulce, limón partido,

dame un abrazo que yo te pido…

Estoy sudando como un cerdo. Las paredes de ladrillo comienzan a iluminarse y revelan cosas extrañas, dibujos, formas. Ahora ya no solo es el suelo lo que brilla, sino también el techo. Es del color del jade. Entre la tierra hay ollas de barro, espejos, mazorcas de maíz morado y amarillo. Hay restos de caracoles y conchas marinas, figuras de diosecitos que tienen anteojos y colmillos como Tláloc, y hasta un Niño Dios vestido como labrador. ¿Qué carajos es todo esto?

Mis ojos buscan desesperados el fondo de este maldito túnel hasta que dan con un bulto, parece ser… Sí, eso es: ¡el morral! El viejo no estaba tan loco después de todo. Me tiemblan las mandíbulas y dejo caer la linterna. Sostengo el envoltorio, no me atrevo a descubrir qué es. Cierro los ojos y pienso en la lana que me darán los Vivanco. Ya, a la chingada, voy a comprobar que sea la máscara que vine a buscar y me largo de este lugar embrujado de mierda.

Uno… Dos… Tres…

No puede ser. 

¡Es hermosa!

Como dijo el viejo: una chu-la-da. Voy a tener que agregar un par de ceros más a la cifra por todo lo que me está costando conseguir esta joya. Resulta increíble que haya sobrevivido tantos siglos enterrada para que este chingado viejo la encontrara intacta. Como si hubiera estado destinada a él. Qué locura.

Ahora sí, urge que me largue de aquí. Meto el morral con la máscara en una bolsa negra de plástico. Los rayos de la linterna parecen ondas de agua turquesa sobre los muros. Los susurros vuelven, pero juro que no hay nadie más en el túnel. Debe ser el viento.

¡Carajo! ¿Qué fue eso? Con el sobresalto tiro la linterna y ahora no la encuentro, no sé dónde cayó, pero el resplandor color jade aumenta. Me envuelve el humo del copal, y ahora escucho a mis espaldas y sobre mi cabeza tambores y caracolas. Estoy enloqueciendo: no son cualquier tambor, son teponaxtles. Prefiero mil veces a la pinche niña siniestra que estar escuchando esto. Meto la bolsa en mi mochila y giro en este estrecho túnel hacia la salida. Me estoy asfixiando. Necesito incorporarme, se entumecen mis rodillas, mis tobillos, mis codos. El eco de mi respiración se amplifica, como si hubiera miles de bocas y narices aquí abajo conmigo.

Lo logré, cómo chingados no. Voy de regreso por fin. Unos cuantos metros de arrastrarme como gusano y luego me pondré de pie, llegaré a la salida, brincaré la barda. Correré cuesta abajo hasta las ruinas de la estación del ferrocarril, me treparé al caballo y a la chingada. 

No, no puede ser. El túnel está resultando más largo de lo que recuerdo. Por más que me arrastro no encuentro la salida. Creo que me sangran las rodillas. Me he rasgado el pantalón. Al fondo se distingue un resplandor. En qué momento la noche se ha convertido en un día luminoso, no lo sé, pero estoy seguro de que faltan horas para el amanecer. A lo mejor es la luna llena que ha avanzado en el cielo. Me acerco a la luz y los teponaxtles retumban con más fuerza. Debo estar loco.

Una multitud grita y canta en cuanto salgo del túnel oscuro. No estoy en el patio de la antigua fábrica, sino en la cima de la loma, sobre una plataforma de piedra. Frente a mí se alza el volcán que domina el valle, despejado de nubes. Su cima está nevada y por sus faldas corren ríos y manantiales. En la ladera de la colina donde estoy rezan unos tipos frente a una alta cruz de madera, entre el humo de copal que arde en los braseros. La luna parece un sol engullido por la ceniza. No es de noche ni de día. Hojas de milpa rodean la cruz, huele a alcohol, a rosas. La colina se estremece cada vez que vibran los caracoles.

Quiero volver al túnel, cuando delante de mí aparece el viejo de la cantina: “Dame la máscara, chamaco”. En lugar de sentir terror, quiero reírme, explicarle que estaba a punto de llevársela, que no he querido jugarle sucio ni hacerle trampa. Pero la sonrisa desaparece de mi cara al ver que, aunque es el mismo viejo, emana de él un aire solemne y amenazante. De una botella empieza a rociar agua en mi dirección. La piel me arde. Abro la mochila, saco el envoltorio y le entrego el morral. No entiendo nada.

El viejo trae brazaletes con cuentas de jade. Desenvuelve la máscara, la sujeta entre ambas manos ceremoniosamente y me la coloca. Se adhiere a mi piel de alguna forma y me asfixia, no puedo ver nada. Escucho cánticos, murmullos lejanos. Cuando logro mirar a través de los ojos de obsidiana, veo que la luna llena palidece y una luz grisácea, enfermiza, cubre el cielo. 

Un grupo de sombras se acerca al altar donde están la cruz y las hojas de maíz, y extienden sus ofrendas. Se arrodillan, cantan, alzan sus manos hacia la colina y así descubro que, al pie de esta, se encuentra la enorme figura de un Niño Dios. Está vestido con un traje hecho de granos de mazorca y tiene anteojeras, como Tláloc; agita con su mano una larga palma seca, como las del Domingo de Ramos y, como si lo obedecieran, las nubes comienzan a arremolinarse sobre nuestras cabezas. De la tierra sube un olor a humedad y comienza a caer una tenue llovizna. El Niño Dios gigante sonríe. El ritmo de los teponaxtles retumba en mis costillas.

Ahora lo recuerdo: es 2 de febrero. El viejo me mira y susurra, con la misma voz rasposa que tenía en la cantina: “Debes pedir la lluvia para el maíz, debes pedir que el granizo no quiebre sus tallos. Ocuparás mi lugar, chamaco, y cuidarás la máscara hasta que encuentres al siguiente guardián, así como yo te hallé a ti. Y él, dentro de treinta años, entregará tu carne, así como tú harás con la mía”.

Un grupo mixto de sombras sujeta al viejo y lo conduce en silencio hacia el Niño Dios. Lo ahúman con copal y lo rocían con agua de rosas. Una vez listo, el dios toma el cuerpo del anciano con una de sus manos, mientras con la otra agita las nubes de lluvia. 

Los demás contemplan la escena. Grito con todas mis fuerzas, pero la maldita máscara de jade engulle mi voz. Nadie me escucha, estoy paralizado bajo esta llovizna, bajo este cielo tejido por la luna, en que no es de noche ni de día. “Hay que darle la ofrenda, hay que hacerle sacrificio para tener lluvia y maíz”, cantan las sombras, mientras veo con horror que el Niño Dios comienza a arrancar con sus dientecitos los brazos del viejo.

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