Mariposa Nocturna
¿Tú, cuando sueñas que bailas, no rompes el paso, no vuelas con prisa a diferencia de cuando corres en los sueños? Porque ahí el sonido es lento, es mortuorio. Pero en este caso, yo soñé que bailaba y mi paso era constante.
—No, Agnes, yo no sueño —dijo muy convencida de que el humo que exhalamos era puro.
—¿Alguna vez te preguntaste por qué no tengo un ombligo como el tuyo, o por qué no me lo implantaste?
—No, tampoco es importante que lo sepas.
Yo sabía que era importante, pero ella lo negó todo, negaría mi existencia si pudiera hacerlo, pero estaba aquí, vuelta, hecha, doblada, sin un número con el cuál soñar.
Yo soñaba todas las noches, pero era claro que no me habían creado para esa tarea. ¿Entonces estaba descompuesta?
Me dijo que saliera de mi caja de fuego mientras cortó el cable que me sostenía a una máquina.
Salí y volé alto contra el viento, el aire que me pegaba como si fuera una lluvia de piedras. Podía percibir la textura, pero mi creadora no me había dado la capacidad de sentir frío; solo me dio unos ojos, unas manos con las que desbarataba los cuerpos de aquellos hombres que soltaban en la noche. Y nada más.
¡Qué comience el juego!, decía. Y todos los integrantes del coven encendían sus llamas para poder ver. El campo estaba poblado de ellos, valientes asesinos, violadores, pero ahora no se veían tan valientes como cuando cometían sus pecados.
Me veían surgir de mi escondite y salir bailando, para después ir en son de violencia infinita.
La violencia se paga con violencia, decía mi creadora. ¿Pero qué era yo si no un monstruo de su creación? Uno que se desfiguraba de noche, solo de noche, para que ellos pudieran dormir. Pero en ese instante me veía bella, completa, con el vestido cubierto con la sangre de aquellos hombres, esos que la tierra engendró para traer el mal.
Después de terminar con ellos y comerme sus corazones, el verdadero alimento para mí, mi creadora me pidió que bajara de mi vuelo alto para que los espectadores pudieran admirarme. Me vi en un espejo que tenían como altar; hasta ese momento jamás lo había hecho y vi que me hicieron con manos, piernas, garras para matar. Pero este era mi cuerpo, y también el cuerpo de ellas, las que fueron asesinadas por esos hombres, cada uno de los que me comí.
¿Cómo les digo que todavía tengo hambre?
Llegué después de mi vuelo nocturno a la guarida y tenía sed y tenía hambre. Mi creadora me trató de conectar a mi caja de fuego. La toqué, le agradecí por darme la vida, pero le atravesé el pecho y saqué su corazón para comérmelo también. Ella me había hecho sin reflejo y sin ombligo, por tanto, sin alma. Debió pensar en que mi alimento, la carne humana, algún día no sería suficiente o que, tal vez, al hacerme de este modo había creado a un monstruo que no sabía llorar.
Ella se levantó. Entonces lo supe, ella tampoco era humana.
¿Qué eres entonces?, le dije. Ella respondió que era una bruja, y yo no entendí nada, pensé que las brujas preparaban brebajes, comían niños o los sacaban de entre las piernas de las mujeres que no los deseaban. Ella sonrió y dijo que no todas las brujas son así; algunas saben hacer prisiones mentales, saben de venganza. Pero ella, ella era de las malas, de las que matan y destruyen todo a su paso. Me dijo que desde niña quiso ser así.
Pero si me había creado también a mí, era de las que construyen monstruos como yo para mantener el equilibrio; entonces no podía ser tan mala, ¿no?
Yo era una mujer, una especie de arma, y a las mujeres jamás se les había relacionado con armas. Pero el útero para mí era el arma más poderosa del mundo, la sangre y la vida, como la muerte y la tierra. Todo vuelve a su ciclo, todo vuelve. Así que volé, me dejó ir, me dejó ser la vengadora y me dio un nombre, Agnes, Agnes la sacerdotisa de la noche.
Agradecí tener alas porque volé, volé muy lejos y alto, y lo encontré, al hombre que le había hecho daño a la bruja. Al hombre con el nombre bíblico que yo debía matar. Pero esta vez no lo hice rápido, aún con mis garras y dientes, no me lo comí, lo dejé correr, lo dejé llorar, algo que según él no sabía hacer. Le hice pasar hambre, agonía, me comí a sus hijos y luego, cuando estaba rendido y pidiendo la muerte, le saqué el corazón para que viera cómo lo devoraba.
Me fui esa misma noche. Todo el pueblo estaba en llamas, y busqué una cueva para dormir muchos años hasta que de nuevo fuera necesaria mi presencia en el mundo de los humanos.




