El placer y la memoria
I. El placer
El placer es un artificio de supervivencia. Vulnerable a la muerte, el cuerpo se procura más tiempo en el mundo a fuerza de orillarnos a disfrutarlo. Dios fue el primer conductista: diseñó las complacencias de la carne como un medio para reafirmar la vida.
Habitamos la Tierra condicionados por el humor químico de nuestras neuronas, sí, pero sería injusto concebir al placer sólo en términos de recompensa comportamental. El placer, primero palpado como experiencia sensible, se asienta en la composición vital del individuo gracias a que rebasa los perímetros de lo meramente físico: alcanza a empotrarse en las alturas de lo simbólico tras el paso del tiempo. Las vivencias, los olores, los sonidos, se disfrutan cuando el inconsciente los dota de cierta plenitud íntima, con la que se les permite habitar el cerebro no como elementos solitarios, sino como los astros que articulan una cosmogonía personal.
Vienen a mi mente algunas líneas pronunciadas por Álex Faber, el fascista converso ideado por Antonio Ortuño que narra la novela El buscador de cabezas: “La mayor parte de los hombres somos pequeños autistas reaccionarios. El placer que nos dan las cosas nos llega por costumbre, por acumulación. El mejor sexo es el que se produce a la décima ocasión, cuando el cuerpo contrario no guarda misterios y se convierte en una serie de texturas y agujeros. La mejor agua es la que se lleva consumiendo por años, especialmente si está a la temperatura que nos agrada”.
El placer, contradictorio en su condición de gozo inmediato, parece ser un vicio de la habituación. Aparece ante nosotros con los modos de una cotidianidad dilatada, costumbre venida a más. Para mucha gente, existen ciertas experiencias ─el coito, el consumo de un psicoactivo, etcétera─ cuyo advenimiento justifica la espera de jornadas enteras. La necesidad de complacencia surge, a veces, como la directriz del calendario.
Henry Sidgwick, el filósofo inglés que volcó sus ánimos al utilitarismo, dedicó un tramo de su libro The Methods of Ethics a reflexionar el carácter contraproducente de la búsqueda del placer: rara vez se obtiene cuando uno lo busca deliberadamente.
El placer, entendido como un paliativo involuntario, puede ser tan imponente como escurridizo. Resulta el más grande de los caprichos del cuerpo.
II. La memoria
La memoria es un artificio de supervivencia. La capacidad de recordar nos convierte en animales desterrados del presente, embebidos en un entramado de secuencias traslapadas. Desde luego, esto es culpa de la evolución. Nos adaptamos a nuestro nicho ecológico a fuerza de asimilar los patrones de la naturaleza, conscientes de que en toda experiencia pasada reside una lección que aprender. Memoriosos por defecto, nuestras vivencias van adquiriendo una acumulación de paralelismos.
La memoria resignifica, reinterpreta. Por ella, ciertos pasajes de la vida añejan un regusto puntual: acudimos a los recuerdos placenteros debido a su poder para sustituir imágenes y sensaciones con minuciosidad vívida. Huimos de los recuerdos tortuosos por el mismo motivo.
III. La ausencia
El cuerpo es consciente de sus pérdidas. El síndrome de abstinencia extiende sus dedos por debajo los huesos valiéndose siempre de la misma hostilidad. No importa si el placer ausente es el consumo de un químico o el tacto de otra piel.
“La memoria es generosa en su crueldad”, dice César Aira en la novela El divorcio. De entre todos los ejemplos de esa crueldad que saltan a mi mente, se alza uno con insistencia fantasmal: el de la orfandad de un cuerpo ajeno. El placer suele presentarse como una forma de absoluto; casi siempre lo alcanzamos recorriendo el camino de otros labios, otro sexo. Una vez perdida, el recuerdo de la carne ausente acude a nosotros con tino portentoso: siempre nos encuentra, sin importar nuestros esfuerzos de evasión.
El placer y la memoria suman la cifra de las vidas.
En su binomio está el camino hacia la muerte