Ch’ailub: sabor a humo
Paa tsa’an cafe ra telimu,
nta’á paa uvi ka´nu
yutu káka lasu.
Papá siempre olía a café y té limón,
sus manos eran como árboles.
Nadia López García
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Ch’ailub: ahumarse.
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Apenas el sol se asoma y una línea delgada de humo sale de la casa: es la señal de que la lumbre se ha encendido. Se estaciona en los bordes del cielo como una manta que cubre al pueblo. La leña quemada es lo primero que se distingue, después los aromas de los alimentos que se preparan para comenzar la jornada. La mañana inicia siempre así, con sabor.
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Descubrimiento: primero el fuego. Después el humo. Luego la receta.
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El humo es uno de los ingredientes gastronómicos que devienen de tiempos antiguos. La gente encontró en él una forma de conservar el estado de ciertos alimentos, además de notar que servía como un condimento especial para darle un sabor distintivo a la comida. En una mayoría de los pueblos del presente donde se cocina con la fogata, se come con el sabor a humo.
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¿A qué sabe el humo? No es ácido ni amargo, tampoco dulce, menos umami. Es acaso un sabor inefable al lenguaje del gusto. Es cierto que el humo transmuta de la materia que lo provee. Según el tipo de madera o rama que se utilice, se obtiene una esencia particular: sabor a roble, sabor a pino, sabor a cerezo, sabor a caoba, sabor a una montaña entera. Se impregna para darle aroma y paladar a las cosas. Se percibe, entonces, con el olfato.
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En medio de la cocina de mis tías hay un fogón, en tseltal le llaman sch’amubil k’ajk’, es decir, “el lugar del fuego”. Alrededor de él se colocan las sillas pequeñas para que la familia pueda calentarse por las mañanas y en los días gélidos. También se colocan las mesas para compartir los alimentos en las horas concertadas. Arriba del fogón penden unas varillas donde se colocan los comales y las cubetas que se caracterizan por el tizne de sus lados. Allí mismo se cuelgan los pedazos de carne que se ahúman mientras se cocinan las cosas.
En el corredor de la cocina se encuentran apilados los pedazos de leña que se disponen para encender la lumbre. Prender el fuego es todo un arte. Hay quienes lo logran rápido con pocos soplidos. Y otros que tardan de más hasta quedarse sin aliento. La creencia de la prontitud depende de la fuerza interior, del fulgor que emana del corazón de quien sopla. Se dice que la gente que es apasionada y querendona tiene dicha virtud. “K’ax lek ya me’intes te k’ajk’e. Qué bien enciendes el fuego”, me dice una tía para convencerme de que tengo el don, aunque en el fondo yo sepa que fue cuestión de suerte.
El humo es lo primero que aparece al prender la fogata. Los ojos lo recienten cuando crece la humareda, se enrojecen y eclipsa la vista. Al instante surgen las lágrimas y no hay nada que pueda contenerlas. El humo es más efectivo que la cebolla, que la dolencia, cuando de llorar se trata.
El sch’amubil k’ajk’ es el corazón de una casa. Sin él la casa se percibe incompleta. Allí se rememoran y se escuchan los recuerdos, se aprende a reconocer a quienes viven con nosotros. Esa es la causa de que al sentir el humo se reaviven ciertas memorias, memorias que encienden el alma.
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Cocinar con leña es distinto a cocinar con carbón o con estufa. Y no me refiero únicamente al procedimiento, sino a la sazón, pues la madera resalta el sabor de los platillos. Puedo reconocer la textura de ciertas comidas que he probado como el pats’ (tamal) y sus formas, es decir, el chenk’ul waj (tamal de frijol), el petul (tamal de frijol entero), el bak’sit (tamal de frijoles enteros), el nup’il waj/ nolbil waj (tamal con frijoles), el noroch’ (tamal de frijol molido) y el tonkos/ xojbil waj (tamal de elote). También el sabor ahumado del ya’lelal chichil (caldo de tomatillo), el jsamet tomut (huevo en comal), la takin sit waj (tostada hecha a la brasa), la juybil mats’ (masa con chile), la ch’uybil waj (memela) y la ch’ilbil bak’ sakil (pepita dorada de calabaza). Cuando los pruebo me trasladan siempre a un recuerdo donde el humo aparece, acaso como presencia de lo que alguna vez existió. El humo, para mí, ha adquirido un tono nostálgico, pues me hace vulnerable ante el deseo de querer volver al tiempo en que estuve con aquellas personas que se aparecen en las bocanadas perpetuas en mi lengua.
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Desde pequeño he comido entre el humo. Estoy habituado a él. Reconozco las formas que toma cuando la luz del sol se filtra en las rendijas de la cocina; se mece, ondula y serpentea. Cuando se suspende, se convierte en una estela traslucida que opaca la visión. Quizá, así, aprendí a comer llorando.
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Mi abuela lloraba cada que encendía la lumbre.
Un soplo, un leve quejido.
Ella decía que el fuego ahumaba sus ojos
y despertaba sus nostalgias pretéritas.
El humo era un espíritu,
una visión de las cosas perdidas,
que humedecía sus párpados.
Con los dedos recogía sus lágrimas,
las tiraba en la ceniza.
Así evaporaba su llanto.
Ahora que enciendo la lumbre,
mi abuela renace en mis ojos,
mis lágrimas saben a ella.
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Un remedio para fortalecer al ch’ulel y bendecir las cosas que se estiman es soplando el humo del incienso en todo el cuerpo de la persona, los espacios y objetos. La gente cuenta que el humo es el aliento de los ajawetik, y es a través de la exhalación e inhalación de este que se deposita en aquello que se protege. Sahumar es la acción de proteger a nuestras entidades anímicas.
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El humo es la metáfora de todo lo que desvanece: el tiempo, las cosas, las personas, los recuerdos. Es sinónimo de lo fantasmal. La metonimia de lo efímero.