Tierra Adentro
Ilustración de Laura Velázquez

 

Desde el medioevo árabe, desde Alhacen, conocemos todas las magias de los espejos. ¿Valía la pena realizar la Enciclopedia, el Siglo de las Luces, la Revolución, para afirmar que basta con curvar un espejo para precipitarse en lo imaginario? ¿No es una ilusión lo que nos ofrece el espejo normal, la imagen de ese otro que nos mira desde su zurdera perpetua mientras nos afeitamos cada mañana?

El péndulo de Foucault.

 

Más que nunca en la historia de la humanidad lo real se nos presenta como una experiencia del caos. Los acontecimientos desfilan ante nuestros ojos de manera discontinua, desarticulada e interrumpida. Muchos son sucesos impactantes, urgentes y trascendentales pero nos cuesta no solo digerirlos o comprenderlos en su totalidad, sino dimensionar su alcance a corto o largo plazo. Entonces tratamos de darles un orden, de encontrar una lógica secreta; establecemos relaciones causales para sentirnos tranquilos y sobre todo para conectar nuestras ideas con el imaginario colectivo, para tejer un diálogo con el mundo.

Nuestra afanosa búsqueda de sentido hace que artefactos como la literatura, el cine o los videojuegos –rebozantes de sentido, símbolos y relaciones causales donde hay principio, nudo y desenlace– sean una experiencia paliativa, un masaje para nuestras mentes angustiadas y neuróticas. Umberto Eco creía asimismo que el poder de la literatura reside, por un lado, en la construcción de mundos posibles con una experiencia narrativa unitaria y coherente capaz de explicar la multiplicidad de experiencias sensoriales y cognitivas, y por otro que esta ejerce un poder terapéutico al sumergirnos en universos que, a diferencia de nuestra realidad, sí tienen un sentido completo.

De alguna manera la teoría, la obra literaria y buena parte de la vida de Eco constituyen un intento romántico de conciliar, quizás de mitigar por medio de símbolos, la profunda ruptura que separa al individuo y el mundo que lo rodea: la consciencia de que la vida humana entraña un irreductible absurdo, un sinsentido –como se discutía en las famosas diatribas existencialistas de Sartre y el joven Camus. Su conocimiento enciclopédico y concentrado en el mundo de los libros está a medio camino entre genios obsesos como Borges y George Steiner. Sin embargo, fue un lector voraz tanto de magazines superfluos como de tratados de filosofía del lenguaje, que leía indiscriminadamente. Según los cálculos de sus allegados, la biblioteca de este ex profesor emérito de la universidad de Bolonia con más de 38 doctorados honoris causa comportaba unos 50 mil ejemplares, y muchos eran libros ocultistas, esotéricos o de temáticas “en las que no cree pero que le parece indispensable conservar”1.

Durante sus últimos años solía mantener la rutina propia de un diletante. Poco después de levantarse y tomar un piccolo espresso sentía unas ganas irresistible de fumarse un cigarrillo (durante varios años llegó a fumar alrededor de 60 cigarrillos al día2). Para calmarlas tomaba un cigarro apagado en su mano y realizaba singular ejercicio de gimnástica intelectual; elegía un fragmento entre su biblioteca o sus lecturas momentáneas y lo escribía en las cuatro lenguas que mejor conocía: inglés, francés, italiano y español. Una de sus declaraciones en medio de una entrevista resume su credo personal: “los libros no están hechos para que uno crea en ellos, sino para ser sometidos a investigación. Cuando consideramos un libro, no debemos preguntarnos qué dice, sino qué significa”3.

Ficciones

Los personajes de Umberto Eco suelen responder a dos vertientes: unos creen que hay una verdad y es posible hallarla siguiendo el rigor del método, mientras otros consideran que no se trata de descubrir una verdad sino de construirla. En el primer grupo están Guillermo de Baskerville y Adso de Melk, estos Sherlock Holmes y Watson medievales que buscan el misterioso asesino de unos monjes en un convento benedictino de los Alpes italianos; en el segundo está Casaubón, el protagonista del Péndulo de Foucault, quien trata de descifrar el secreto de los Caballeros Templarios siguiendo los pasos de extrañas cofradías masónicas para encontrar el Santo Grial.

Ambos grupos representan a su vez dos formas distintas de leer los signos: la clásica, según la cual los símbolos conducen al hallazgo de la verdad porque todo elemento material tiene su correlativo abstracto; y la moderna, que carece de certezas, puntos de anclaje y cuya única motivación reside en la voluntad del individuo que la teje. El modelo de la primera es la alegoría, donde cada idea responde a un dibujo o un símbolo; el de la segunda es justamente el péndulo del físico francés León Foucault, un artefacto que muestra cómo el centro va cambiando debido al movimiento del suelo y se balancea entre dos extremos que se entienden como los polos de la condición humana: la razón y la pasión. Guillermo de Baskerville es consciente de ese peligro, que ironiza en sus diálogos con Adso de Melk:

Comprendí que, cuando no tenía una respuesta, Guillermo imaginaba una multiplicidad de respuestas posibles, muy distintas unas de otras. Me quedé perplejo.

—Pero entonces –me atreví a comentar–, aún estáis lejos de la solución…

—Estoy muy cerca, pero no sé de cuál.

—¿O sea que no tenéis una única respuesta para vuestras preguntas?

—Si la tuviera, Adso, enseñaría teología en París.

—¿En París siempre tienen la respuesta verdadera?

—Nunca, pero están muy seguros de sus errores.

—¿Y vos? –dije con infantil impertinencia–. ¿Nunca cometéis errores?

—A menudo –respondió–. Pero en lugar de concebir uno solo, imagino muchos, para no convertirme en el esclavo de ninguno.4

Todo arte es un proceso de imitación (mímesis) de la realidad. La música imita el sonido de la naturaleza, así como la escultura imita la pose de los seres y las cosas. Cada proceso creativo está supeditado a un lenguaje –ya sea visual, auditivo o literario. A diferencia de la comunicación, que aspira a una presentación inmediata de las cosas que nombra, el arte tiene una finalidad estética, trata de embellecerlas por medio de recursos de estilo que de cierta manera también las desfiguran.

Ya los antiguos griegos y los iconoclastas musulmanes, entre otros, desconfiaron de la ficción imitativa al prohibir la representación de lo divino en cualquiera de sus formas. No deja de fascinar (por su extrañeza) que el emperador Justiniano II haya ordenado acuñar monedas de oro con el rostro de Jesucristo en el reverso, pero tampoco extraña que su producción no durara mucho por ser considerada un acto blasfemo y hereje. Representar algo equivale, pues, a tergiversarlo, extrapolarlo, deformarlo. Esta desconfianza en la semiología artística es una idea constante en la obra del erudito italiano, que juega con ella hasta llevarla al paroxismo.

Las novelas de Eco están construidas como artefactos rebozantes de alegorías, símbolos y posibles relaciones entre sus pequeños detalles –por ejemplo el segundo capítulo (o día) de El Nombre de la Rosa (1980), que tiene más de treinta páginas pero sólo es una minuciosa descripción de la enseña de la abadía donde ocurren los hechos. El lector puede recorrer el relato como un delirante conspiracionista, buscando conexiones insospechadas a cada instante, o como Sherlock Holmes, guiado por la más lúcida hermenéutica. Esta apertura de las obras ejerce un doble efecto; supone una cierta libertad en la lectura pero a su vez le abre las puertas a la claustrofobia propia de un laberinto.

En El Pendulo de Foucault (1988) la sobreinterpretación de la sobreinterpretación conduce a una investigación de secretos que no existen –y es precisamente su inexistencia lo que los vuelve interesantes. Bajo la premisa de que “desde cierto punto de vista en este mundo todo tiene que ver con todo” se puede fundamentar casi cualquier cosa. La trama de la novela expresa un falso silogismo, esto es, un falso argumento implícito entre dos postulados. Si pudiera reducirse, éste sería algo como: “existe una sociedad secreta con ramificaciones en el mundo entero que trama un complot para expandir el rumor de que existe un complot universal”. Eso explica por qué Eco sostenía animadamente que él había inventado a Dan Brown antes de que este existiera, e incluso cuando precisaba con sorna que “en realidad Dan Brown no existe”5. En efecto, el secretismo es un principio fundamental de los cultos mistéricos y herméticos. Su función en el juego de poderes consiste en ocultar para seducir, para atraer la atención. Así funciona el morbo en la política, en el amarillismo mediático, en los juegos de azar e incluso en el juego infantil del “Yo sé algo que tú no sabes y no te lo voy a decir”. El riesgo de esta excesiva búsqueda de sentido donde no hay más que hechos inconexos puede conjurar razonamientos que colindan con la más abominable locura:

El resto es sólo ingenio. Inventa, inventa el Plan, Casaubon. Es lo que han hecho todos, para explicar los dinosaurios y los melocotones. He comprendido. La certeza de que no había nada que comprender, ésa debía ser mi paz y mi triunfo. Pero estoy aquí, habiéndolo comprendido todo, y Ellos me buscan, convencidos de que puedo revelarles el objeto de su sórdido deseo. No basta con haber comprendido, si los otros se niegan a aceptarlo y siguen interrogando. Me están buscando, deben de haber encontrado mis huellas en París, saben que ahora estoy aquí, aún quieren el Mapa. Y por mucho que les diga que no hay mapas, seguirán queriéndolo6.

Aparte de su temática, las tramas de Umberto Eco fascinan por su artificiosa estructura. Sus libros suelen ser escritos por uno de los personajes, son versiones de versiones como Don Quijote de la Mancha, están sujetos a supuestos, falseamientos e interpretaciones no sólo del lector sino de los eventuales copistas o escritores; son marañas de ficción sobre ficción como los palimpsestos antiguos donde se escribían y sobrescribían las cuentas, los pensamientos y las leyes humanas. El nombre de la rosa, por ejemplo, es el descuidado diario de Adso de Melk, está dividido en días u horas monásticas y escrito en retrospectiva a la investigación de los asesinatos, que se cometen cada día.

Por su parte, El péndulo de Foucault es el frenético relato de un delirio “conspiranoico” asociado al esoterismo y las sociedades secretas, separado en 120 secciones que se derivan a su vez en los diez “sefirot” o emanaciones de la inteligencia infinita en la Cábala hebrea. Lo interesante en ambos casos es que las narraciones están sujetas a erratas e inconsistencias por parte de los personajes que las escriben. De hecho, el propio autor pone en entredicho su veracidad por medio del tono paródico. Y es que, para Eco, tanto la semiología como la literatura, actividades esencialmente humanas, fluctúan entre la mentira y la risa, pues sólo el ser humano sabe mentir y reír –por mucho que las reacciones nerviosas de los monos guarden una insospechada semejanza con la risa humana.

La semiología como terapia

Para Umberto Eco investigar los signos y los símbolos es, así como la lectura y la creación literaria, un proceso terapéutico. ¿Por qué? Porque al ordenar lo que antes parecía caos, al “penetrar en el bosque de símbolos y encontrar el camino”, siempre se crea una sensación de completud, una katarsis liberadora –no en vano nos embarga un extraño bienestar interior después de una buena conversación, una buena lectura o de escribir una carta sincera. Dicho atributo se encuentra tanto en la comprensión como en la expresión, pues ambas son, en el fondo, creación de sentido.

Así pues, describir el sentido de un mensaje provoca bienestar porque supone la ejecución de un proceso dialéctico, algo que en semiología se conoce como descodificación y recodificación. Cuando somos conscientes de dicho fenómeno, sostiene Eco7, entendemos que la comunicación es un fenómeno relativo y específico que demanda ciertas aptitudes para ser comprendido y ejecutado. Entonces sabemos que es posible darle una dirección, adaptar e individualizar ese universo de signos y símbolos en la transmisión del mensaje.

Desde luego, toda comunicación está mediada, entre otras cosas, por condiciones ideológicas (en qué creen los hablantes), biológicas (cuál es su género, su estado de salud, etc.) y socio-económicas; pero el acto de comunicar tiene en sí mismo el poder de revolucionar las circunstancias que lo producen, de sospechar la reacción y modificar la conducta de los oyentes. Por eso no basta con entender el código o la lengua, es fundamental conocer las condiciones que rodean el proceso de comunicación. Asimismo, en la novelística de Eco se da cuenta no solo de un relato central, sino sobre todo de la historia del manuscrito, casi siempre objeto de enmendaduras, transcripciones y traducciones, que han ido modificando deformando o reconstruyendo su significado en su largo periplo histórico.

Gracias a las investigaciones de Eco en La estructura ausente (1969) se concibió un nuevo tipo de signo que permitía analizar la avasalladora cantidad de información que comenzó a circular con el cine y se multiplicó con el internet. Al entender una nueva variante del ícono que diera cuenta de la reapropiación de las imágenes para recodificar su sentido se superó la clásica concepción de Charles Sanders Pierce según la cual los íconos imitan a sus referentes, lo cual equivale a decir que las cosas se parecen a los símbolos que adoptan. Sim embargo con su mención de la “pluricodicidad” Eco abrió la posibilidad a un ícono de evocar realidades distintas e incluso contrarias en función del contexto. Por ejemplo, al recordar la célebre escena de Pulp Fiction en la que Vincent Vega (John Travolta) espera en la sala del departamento de Mía Wallace (Uma Thurman) y abre los brazos en señal de desconcierto –sin duda un recurso histriónico cercano al gag–, se recordará también que dicha escena fue reutilizada en diferentes contextos (en un proceso de ready made cuyo precursor más conocido sin duda es Marcel Duchamp) como si fuera un pastiche. Ese procedimiento se convirtió, sin más, en uno de los mecanismos más privilegiados en la uso de gifs y memes, dos fenómenos que reinventaron los procesos de codificación y recodificación en la comunicación digital.

El dispositivo publicitario

La publicidad y los medios de comunicación han llevado las posibilidades de la comunicación hasta el límite, pues comprendieron que al controlar “las circunstancias de recepción de un mensaje”8 podían anticipar la respuesta del público ante el mismo. Así funciona, a pequeña escala, el sistema publicitario de las redes sociales –especialmente de Facebook, Twitter e Instagram– donde se agenda un calendario con el contenido que verán los usuarios – “amigos” o “seguidores” – durante semanas, meses o años. El contacto lingüístico queda reducido a un mecanismo mercantil de alienación, control e imposición del poder.

No extraña entonces que, como afirma Eco, en cualquier acto comunicativo subyace siempre un sentimiento de desconfianza. Además de supeditar los intercambios a una relación socio-económica, existe la sensación de que el entramado de signos del cual nos servimos para comunicar “no sea del todo el mundo” –una preocupación platónica plasmada en diálogos como Fedro o de la escritura y en la famosa alegoría de la caverna–, y por otro lado siempre tendremos el temor de una sombra que nos indica que lo más importante de la comunicación es algo que “sucede a las espaldas” de la comunicación misma, en una especie de inconsciencia cultural.

En Los límites de la interpretación (1990) Eco trata de cercar el problema. Su análisis estudia los problemas culturales e históricos a los cuales se somete la comunicación. Lo que entendieron los lectores medievales de la Biblia es sin duda radicalmente distinto a lo que entienden los actuales y de lo que, muy probablemente, entenderán los futuros. Además, hay versiones apócrifas que han sido trastocadas, reinterpretadas, traducidas (bien y mal), lo cual ha modificado sustancialmente su sentido. Pese a ese entramado de procesos complejos, que se suma a las intenciones ideológicas (políticas, religiosas, económicas) de los exégetas de la Biblia, su interpretación sigue teniendo límites. De su lectura no podríamos suponer, digamos, que Zéus es el dios regente del éter.

Además de tales aspectos interpretativos, Eco vuelve varias veces al problema del lenguaje local y del argot. Incluso en las esferas más locales, la comunicación engendra un posible hermetismo. El albur mexicano, por ejemplo, está orquestado de innumerables símiles de doble sentido (el camote es el pene, la concha es la vagina, los huevos son los testículos, etc.) y cada albur funciona a partir de un octosílabo que reduce o amplifica la comunicación hacia un metafórico acto sexual. Hablarle al otro se vuelve entonces desplegar una tentativa de fornicar con él, humillarlo ante el público, someterlo en un coito donde el código patriarcal a su vez evoca nuevamente el espectro de un campo de poder y cierta forma fantasmática de la depredación. “Todo se trata de sexo, menos el sexo, que se trata de poder”, diría Oscar Wilde.

Sin embargo, ante esta avalancha de control y sobrecarga publicitaria que toca la afectividad de los individuos –no hay que olvidar, como recuerda Gilles Lipovetski, que las redes sociales, a imagen y semejanza de los demás marcos de comunicación, son ante todo “plataformas emocionales” donde los usuarios no sólo crean vínculos afectivos o profesionales sino sobre todo reconstruyen su propio ego9–, hay estrategias de reapropiación. La alienación inherente a los anuncios puede desmontarse por medio de la descodificación, como en el caso los memes o de las obras de arte que reconstruyen, deconstruyen y destruyen –así como, siglos antes, lo hacían las caricaturas obscenas del César en las paredes del imperio Romano –mensajes (publicitarios, informativos, etc.) y, al pasarlos por el filtro de la ironía burlesca o de la crítica, entablan un diálogo que puede, incluso, llevar su significado hacia el extremo opuesto del mensaje inicial. En la enmarañada urdimbre de la comunicación, la creación simbólica despliega una forma especial de redención para los seres humanos.

  1. Consultado el 10 de febrero de 2021 en “Umberto Eco: el hombre que lo sabía todo”, disponible en línea en:  https://www.eleconomista.com.mx/opinion/Umberto-Eco-El-hombre-que-lo-sabia-todo-20160221-0002.html
  2. Así lo reveló en una célebre entrevista concedida a Paris Review, disponible en:  https://www.theparisreview.org/interviews/5856/the-art-of-fiction-no-197-umberto-eco
  3. Retomado del compendio de declaraciones, frases y fragmentos realizado por el periódico colombiano “El Heraldo” con motivo del fallecimiento del escritor: https://www.elheraldo.co/tendencias/umberto-eco-en-10-frases-244534
  4. El nombre de la Rosa, p. 416, traducción de Ricardo Pochtar. Disponible en línea en: http://mastor.cl/blog/wp-content/uploads/2015/08/ECO-El-Nombre-De-La-Rosa.pdf
  5. https://www.clarin.com/ideas/umberto-eco-dan-brown-entrevista_0_ryjzPewsvme.html
  6. En Eco, Umberto, El Péndulo de Foucault, Editorial Lumen, 1989, p. 505.
  7. Consultado el 11 de febrero de 2021, en González Martínez, Juan Miguel, “Los procesos de codificación múltiple en el discurso artístico, musical y literario”, disponible en línea en: file:///C:/Users/Dell/Downloads/Dialnet-LosProcesosDeCodificacionMultipleEnElDiscursoArtis-204922.pdf
  8. Eco, Umberto, La estructura ausente, Editorial Lumen, 1986, p. 374 http://www.maraserrano.com/MS/articulos/eco_estructura_ausente_OCT_11.pdf
  9. “No es solamente la comunicación mercantil la que está centrada en el afecto (…) Su éxito [de las redes sociales] es inseparable de la posibilidad de expresar estados afectivos, sentimientos y pasiones en la esfera de las relaciones privadas. Cientos de millones de personas en el mundo se emplean cotidianamente en ponerse en escena, encantar a sus amigos, proyectar una imagen favorable de ellos mismos, atraer la atención sobre sí, pensando en “likes” que halaguen su ego”. En Lipovetski, Gilles, fragmento de Gustar y emocionar, traducido del francés de: http://salon-litteraire.linternaute.com/fr/la-selection/content/1946548-gilles-lipovetsky-extrait-de-plaire-et-toucher?fbclid=IwAR2p5h_97sja37WAOJrr-7wyAkZf4D-79dqwxnT5LYvLg8AtoDDMaFEtep4