A sus cuerpos dispersos
I
SU ESPOSA lo había sujetado entre sus brazos como si pudiera alejar a la muerte de él.
Él había exclamado:
—¡Dios mío, soy hombre muerto!
La puerta de la habitación se había abierto, y él había visto afuera a un gigantesco camello negro de una sola joroba, y había escuchado el repiqueteo de las campanas de su arnés al tocarlas el viento. Luego un enorme rostro negro, coronado por un gran turbante negro, había aparecido en el umbral. El eunuco negro había entrado a la habitación, moviéndose como una nube, con una cimitarra gigantesca en la mano. La Muerte, Destructora de Placeres y Desgarradora de la Sociedad, había llegado al fin.
Negrura. Nada. Él ni siquiera sabía que su corazón se había detenido para siempre. Nada.
Entonces sus ojos se abrieron. Su corazón latía con vigor. Era fuerte, ¡muy fuerte! Todo el dolor de la gota en sus pies, la agonía de su hígado, el tormento de su corazón, habían desaparecido.
Había tanto silencio que podía oír la sangre que corría por su cabeza. Estaba solo en un mundo sin sonido.
Una luz brillante llenaba todo el espacio con intensidad uniforme. Podía ver, pero no entendía lo que veía. ¿Qué eran esas cosas que estaban sobre él, a su lado, debajo de él? ¿Dónde estaba?
Intentó incorporarse y sintió pánico. No había ninguna superficie sobre la cual sentarse, pues estaba suspendido en la nada. Su intento de incorporarse lo hizo girar hacia adelante, muy despacio, como si estuviera en un baño de melaza. A treinta centímetros de las puntas de sus dedos había una barra de un metal rojo brillante. Descendía desde lo alto, desde el infinito, hacia el infinito. Intentó sujetarla, pues era el objeto sólido más cercano, pero algo invisible se le oponía. Era como si una fuerza empujara contra él y lo repeliera.
Lentamente, dio un giro completo. La resistencia lo detuvo, con las puntas de los dedos a unos quince centímetros de la barra. Enderezó el cuerpo y avanzó un par de centímetros. Al mismo tiempo, su cuerpo comenzó a girar sobre su eje longitudinal. Inhaló con un prolongado zumbido. Aunque sabía que no tenía asidero, no pudo evitar agitar los brazos, presa del pánico, en un intento de sujetarse de algo.
Ahora estaba boca abajo… ¿o boca arriba? Fuera cual fuese la dirección, era la opuesta a la que tenía al despertar. Pero eso no importaba. “Arriba” y “abajo” de él, la vista era la misma. Estaba suspendido en el espacio, y un capullo invisible e insensible impedía que cayera. A dos metros “debajo” de él estaba el cuerpo de una mujer de piel muy pálida. Estaba desnuda y era completamente lampiña. Parecía estar dormida. Tenía los ojos cerrados, y su pecho subía y bajaba con suavidad. Tenía las piernas juntas y extendidas, y los brazos a los costados. Giraba despacio, como un pollo en un espetón.
La misma fuerza que la hacía girar, lo hacía girar a él también. Se apartó lentamente de la mujer y vio otros cuerpos desnudos y lampiños: hombres, mujeres y niños, dispuestos ante él en hileras que giraban en silencio. Sobre él giraba el cuerpo desnudo y lampiño de un negro.
Bajó la vista para observar su propio cuerpo. Él también estaba desnudo y sin vello. Su piel estaba lisa, y los músculos de su abdomen eran prominentes, y sus muslos estaban marcados con músculos jóvenes y vigorosos. Las venas azules que antes sobresalían como montículos de topos ya no estaban. Ya no tenía el cuerpo del endeble y enfermo hombre de sesenta y nueve años que, apenas un momento antes, había estado moribundo. Su centenar de cicatrices había desaparecido.
Entonces se dio cuenta de que no había viejos ni viejas entre los cuerpos que lo rodeaban. Todos parecían tener alrededor de veinticinco años, aunque era difícil determinar su edad exacta, pues sus cabezas y sus pubis desprovistos de pelo los hacían lucir mayores y más jóvenes a la vez.
Alguna vez se había jactado de no conocer el miedo. Ahora, el miedo le arrancó el grito que se había formado en su garganta. Su miedo lo oprimía y le exprimía su nueva vida.
Al principio se pasmó por seguir con vida. Luego, su posición en el espacio y la disposición de aquel nuevo ambiente paralizaron sus sentidos. Veía y sentía a través de una ventana semi-opaca. Al cabo de unos segundos, algo se abrió en su interior. Casi pudo escucharlo, como si la ventana se levantara de pronto.
El mundo tomó una forma que él podía percibir, aunque no podía comprenderla. Por encima de él, a ambos lados, por debajo, hasta donde alcanzaba la vista, había cuerpos flotantes. Estaban dispuestos en hileras verticales y horizontales. Las verticales estaban separadas por barras rojas, delgadas como palos de escoba, una a treinta centímetros de los pies de los durmientes y otra a treinta centímetros de sus cabezas. Cada cuerpo estaba a unos dos metros del cuerpo de arriba, el de abajo y los de los lados.
Las barras subían desde un abismo sin fondo hasta un abismo sin techo. El vacío gris en el que desaparecían las barras y los cuerpos, arriba y abajo, a diestra y siniestra, no era el cielo ni la tierra. A lo lejos no se veía nada más que la opacidad del infinito.
A un lado había un hombre moreno de rasgos toscanos. Al otro, una mujer india, y más allá, un hombre corpulento de aspecto nórdico. Fue hasta su tercer giro que pudo distinguir qué era lo que resultaba tan extraño en aquel hombre: su brazo derecho estaba rojo a partir de un punto debajo del codo. Parecía faltarle la capa externa de la piel.
Unos segundos después, a varias hileras de distancia, vio el cuerpo de un varón adulto al que le faltaban la piel y todos los músculos de la cara.
Había otros cuerpos que no estaban completos. A lo lejos atisbó vagamente un esqueleto, con un revoltijo de órganos en su interior.
Continuó girando y observando mientras su corazón aterrorizado azotaba su pecho. Para entonces ya comprendía que se encontraba en una cámara colosal, y que las barras de metal irradiaban alguna fuerza que, de algún modo, sustentaba y hacía girar a millones, quizá miles de millones, de seres humanos.
¿Dónde estaba ese lugar?
Por supuesto, no era la ciudad de Trieste, del Imperio austro-húngaro, en 1890.
No se parecía a ningún cielo o infierno sobre el que hubiera leído u oído hablar, y eso que creía conocer todas las teorías sobre el más allá.
Había muerto. Ahora estaba vivo. Toda su vida se había burlado de la idea de la vida después de la muerte. Ahora no podía negar que se había equivocado, pero no había nadie que le dijera: “¡Te lo dije, condenado infiel!”
De entre todos los millones de personas, sólo él estaba despierto.
Mientras giraba a una velocidad estimada de una vuelta completa cada diez segundos, vio algo más que lo hizo ahogar un grito de asombro: a cinco hileras de distancia había un cuerpo que, a primera vista, parecía humano. Sin embargo, ningún miembro de la especie Homo sapiens tenía cuatro dedos en cada mano y cuatro en cada pie. Ni una nariz y unos labios negros y coriáceos como los de un perro. Ni un escroto con muchas pequeñas protuberancias. Ni unas orejas con esas extrañas circunvoluciones.
El terror se desvaneció poco a poco. Su corazón dejó de latir tan rápido, aunque no volvió a su ritmo normal. Su cerebro se descongeló. Tenía que salir de esa situación, en la que estaba tan indefenso como un cerdo en un espetón. Tenía que encontrar a alguien que pudiera explicarle qué hacía en ese lugar, cómo había llegado y por qué estaba ahí.
Decidir fue actuar.
Recogió las piernas y dio una patada, y esa acción, o más bien la reacción, lo impulsó un par de centímetros hacia adelante. Una vez más, pateó y avanzó en contra de la resistencia. Sin embargo, al hacer una pausa, se vio desplazado de nuevo a su ubicación original, y sus brazos y piernas fueron empujados con suavidad hasta volver a su posición rígida original.
Frenético, pataleando y moviendo los brazos como un nadador, logró avanzar hacia la barra. Mientras más se acercaba, más potente era la fuerza que se le oponía. No se dio por vencido. Si se rendía, volvería al punto inicial, y sin fuerzas para volver a empezar. No estaba en su naturaleza rendirse hasta haber agotado todas sus fuerzas.
Estaba respirando con dificultad; tenía el cuerpo cubierto de sudor, sus brazos y piernas se movían como si estuvieran inmersos en una densa gelatina, y su avance era imperceptible. Entonces, las puntas de los dedos de su mano izquierda tocaron la barra. Se sentía dura y caliente.
De pronto, supo hacia dónde era “abajo”. Cayó.
El contacto con la barra había roto el hechizo. Las redes de aire que lo rodeaban se rompieron en silencio, y él se desplomó.
Estaba lo bastante cerca de la barra para sujetarla con una mano. Al detenerse tan de pronto su caída, se golpeó dolorosamente la cadera contra la barra. La piel de su mano ardía al deslizarse sobre la barra; se aferró a la barra con la otra mano, y se detuvo.
Frente a él, al otro lado de la barra, los cuerpos habían comenzado a caer. Descendían con la velocidad de los cuerpos que caían en la tierra, y cada uno mantenía su posición y su distancia original con los cuerpos de arriba y de abajo. Incluso seguían girando.
Fue entonces que el soplo del aire sobre su espalda sudorosa lo hizo dar la vuelta sobre la barra. Detrás de él, en la hilera vertical de cuerpos que había ocupado antes, los durmientes también caían. Uno tras otro, como lanzados metódicamente por una trampilla, caían girando con lentitud. Sus cabezas pasaban a pocos centímetros de él. Tuvo suerte de no ser derribado y precipitarse al abismo con ellos.
En solemne procesión caían los cuerpos. Uno tras otro se desplomaban a ambos lados de la barra, mientras las demás hileras, de millones y millones de cuerpos, dormían.
Se quedó mirando un rato. Luego comenzó a contar cuerpos; siempre había sido un ávido enumerador. Sin embargo, desistió al llegar a tres mil uno. Después de eso, sólo siguió contemplando la catarata de carne. ¿Hasta qué altura inconmensurable estaban apilados? ¿Y hasta dónde podían caer? Sin quererlo, los había precipitado cuando su toque perturbó la fuerza que emanaba de la barra.
No podía trepar barra arriba, pero sí podía bajar. Comenzó a dejarse caer, y luego miró hacia arriba y se olvidó de los cuerpos que caían a su lado. En algún lugar en lo alto, un zumbido empezaba a empequeñecer el silbido de la caída de los cuerpos.
Una angosta embarcación, con forma de canoa y hecha de una sustancia de color verde brillante, estaba hundiéndose entre la columna de los cuerpos que caían y la columna contigua, de cuerpos suspendidos. La canoa aérea no tenía soporte visible, pensó él, y una medida de su terror fue el hecho de que no se detuviera a pensar en lo cómico de esa idea: no tenía soporte visible. Como una embarcación mágica de Las mil y una noches.
Sobre el borde de la embarcación apareció un rostro. La barca se detuvo, y el zumbido cesó. Otro rostro apareció junto al primero. Ambos tenían cabello largo, negro y lacio. En un momento, los rostros se retiraron, el zumbido se reanudó y la canoa continuó descendiendo hacia él. Se detuvo a un metro y medio sobre él. Sobre la proa verde estaba grabado un pequeño símbolo: un espiral blanco que giraba hacia la derecha. Uno de los ocupantes de la embarcación habló en una lengua con muchas vocales y un cierre glotal que aparecía con frecuencia. Sonaba como alguna lengua polinesia.
Abruptamente, el capullo invisible reapareció en torno a él. Los cuerpos que caían comenzaron a descender con mayor lentitud, hasta detenerse. El hombre, junto a la barra, sintió que la fuerza se cerraba sobre él y lo levantaba. Aunque se aferró a la barra con desesperación, sus piernas se elevaron, y su cuerpo las siguió. Pronto quedó mirando hacia abajo. Sus manos se desprendieron de la barra; sintió que también perdía su sujeción a la vida, a la cordura, al mundo. Comenzó a flotar hacia arriba y girar. Pasó junto a la canoa aérea y se elevó sobre ella. Los dos hombres que la tripulaban estaban desnudos, tenían la piel morena, como árabes yemeníes, y eran apuestos. Sus rasgos eran nórdicos, similares a los de algunos islandeses que él había visto.
Uno de ellos levantó una mano, en la que sujetaba un objeto metálico del tamaño de un lápiz. Miró por encima del objeto, como si fuera a usarlo para disparar algo.
El hombre que flotaba en el aire gritó de rabia y de odio y de frustración, y sacudió los brazos para nadar hacia la máquina.
—¡Los mataré! —gritó—. ¡Los mataré! ¡Los mataré! El olvido volvió a caer sobre él.
II
DIOS ESTABA de pie sobre él, que yacía sobre la hierba junto a las aguas y los sauces llorones. Yacía con los ojos muy abiertos, débil como un recién nacido. Dios estaba golpeándole las costillas con la punta de un bastón de hierro. Dios era un hombre alto de mediana edad. Tenía una larga barba negra y bifurcada, y vestía el mejor traje de domingo de un caballero inglés del quincuagésimo tercer año del reinado de la reina Victoria.
—Estás atrasado —dijo Dios—. Hace mucho que pasó la fecha para el pago de tu deuda, ¿sabes?
—¿Cuál deuda? —preguntó Richard Francis Burton. Se pasó los dedos por las costillas para cerciorarse de que aún tuviera todas.
—Me debes la carne —respondió Dios, volviendo a golpearlo con el bastón—. Sin mencionar el espíritu. Me debes la carne y el espíritu, que son una misma cosa.
Burton se puso de pie trabajosamente. Nadie, ni siquiera Dios, iba a golpear a Richard Burton en las costillas y salirse con la suya sin pelea.
Dios ignoró los inútiles esfuerzos de Burton, sacó un gran reloj de oro del bolsillo de Su chaleco, abrió la pesada cubierta grabada, miró las manecillas y dijo:
—Muy atrasado.
Dios extendió Su otra mano, con la palma hacia arriba.
—Paga, señor. De lo contrario, me veré obligado a ejecutar.
—¿Ejecutar qué?
Cayeron las tinieblas. Dios comenzó a disolverse en esa oscuridad. Fue entonces que Burton notó que Dios se le parecía. Tenía el mismo cabello negro y lacio, la misma cara árabe de ojos oscuros y penetrantes, los pómulos altos, los labios gruesos y la barbilla prominente y partida. En Sus mejillas se veían las mismas cicatrices largas y profundas, testigos de la jabalina somalí que le perforó la mandíbula en esa batalla en Berbera. Sus manos y pies eran pequeños, en contraste con Sus anchos hombros y Su enorme pecho. Y tenía el largo y grueso bigote y la barba bifurcada por los que el beduino había llamado a Burton “el Padre de los bigotes”.
—Te ves como el diablo —dijo Burton, pero ya Dios se había convertido en una sombra más entre las tinieblas.
III
BURTON aún dormía, pero estaba tan cerca de la superficie de la vigilia, que tenía conciencia de haber soñado. La luz empezaba a remplazar a la noche.
Entonces abrió los ojos, y no supo dónde estaba.
Sobre él había un cielo azul. Una suave brisa corría sobre su cuerpo desnudo. Su cabeza sin cabello, su espalda, sus piernas y las palmas de sus manos reposaban sobre la hierba. Volvió la cabeza hacia la derecha y vio una planicie cubierta de un pasto muy corto, muy verde y muy denso. La planicie ascendía suavemente a lo largo de un kilómetro y medio. Más allá de la planicie había una cadena de colinas que empezaban pequeñas y se volvían más altas y escarpadas, y más irregulares en su forma, conforme avanzaban hacia las montañas. Las colinas parecían extenderse unos cuatro kilómetros. Todas estaban cubiertas de árboles, algunos de los cuales resplandecían con tonos escarlatas, azules, verdes brillantes, amarillos fogosos, y vivos rosas. Más allá de las colinas, las montañas se alzaban abruptas, perpendiculares, e increíblemente altas. Eran negras y de un verde azulado, y parecían estar hechas de una roca ígnea vidriosa, con enormes manchas de liquen que cubrían al menos una cuarta parte de su superficie.
Entre él y las colinas había numerosos cuerpos humanos. El más cercano, a sólo unos metros de distancia, era el de la mujer blanca que había estado debajo de él en aquella columna vertical.
Quería levantarse, pero se sentía entumecido y torpe. Por el momento, lo único que pudo hacer, y con un gran esfuerzo, fue volver la cabeza hacia la izquierda. De ese lado había más cuerpos desnudos, en una planicie que descendía hasta un río a unos nueve metros de distancia. El río tenía aproximadamente kilómetro y medio de ancho, y al otro lado había otra planicie, de alrededor de kilómetro y medio de extensión, que subía hacia unas estribaciones cubiertas de árboles, y luego las montañas negras y verdiazules, gigantescas y escarpadas. Ese lado era el este, pensó, aturdido. El sol acababa de salir sobre la cima de una montaña.
Cerca de la orilla del río se alzaba una estructura extraña. Estaba hecha de granito gris con vetas rojas, y tenía forma de hongo. Su ancha base no podía tener más de metro y medio de altura, y la cabeza del hongo tenía un diámetro de unos quince metros.
Logró levantarse lo suficiente para apoyarse en un codo.
Había más hongos de granito a lo largo de ambas orillas del río.
Por toda la planicie había humanos calvos, colocados a intervalos de un metro ochenta. La mayoría aún estaban tendidos de espaldas, mirando al cielo. Otros comenzaban a moverse, a mirar a su alrededor, e incluso a sentarse.
Él también se sentó, y se palpó la cabeza y la cara con ambas manos. Estaban lisas.
Su cuerpo no era el cuerpo arrugado, correoso y marchito de sesenta y nueve años que yaciera en el lecho de muerte. Era el cuerpo de piel suave y músculos poderosos que tenía a sus veinticinco años. El mismo cuerpo que tenía cuando flotaba entre las barras de metal en aquel sueño. ¿Sueño? Parecía demasiado vívido para ser un sueño. No era un sueño.
Ceñía su muñeca una tira delgada de un material transparente, conectada a una correa de quince centímetros del mismo material. El otro extremo de la correa estaba sujeto a un arco metálico, la agarradera de un cilindro de metal grisáceo con una cubierta cerrada.
Ociosamente, sin poder concentrarse porque su mente estaba entorpecida, levantó el cilindro. Pesaba menos de medio kilo, así que no podía ser de hierro, aunque estuviera hueco. Tenía treinta centímetros de diámetro, y más de setenta centímetros de longitud.
Todos tenían un objeto similar sujeto a la muñeca.
Tambaleante, con el corazón empezando a retomar su ritmo mientras sus sentidos se espabilaban, se puso de pie.
Otros también estaban levantándose. Muchos tenían la cara floja, o helada de asombro. Otros parecían temerosos. Sus ojos, muy abiertos, daban vueltas; sus pechos subían y bajaban con rapidez; respiraban en jadeos. Algunos temblaban como si un viento helado soplara sobre ellos, aunque el aire tenía una tibieza agradable.
Lo extraño, lo verdaderamente insólito y aterrador era el silencio, casi absoluto. Nadie decía palabra; sólo se escuchaba el siseo de la respiración de los que estaban cerca de él; el chasquido de un hombre que se daba una palmada en la pierna; el silbido quedo de una mujer.
Estaban boquiabiertos, como a punto de decir algo.
Comenzaron a moverse, mirándose a la cara; a veces extendían la mano para tocar a alguien. Arrastraban los pies descalzos, se volvían hacia un lado, hacia el otro, miraban las colinas, los árboles cubiertos de enormes flores de vivos colores, las montañas imponentes y cubiertas de liquen, el río verde y destellante, las piedras con forma de hongo, las correas y los recipientes grises de metal.
Algunos se palpaban el cráneo desnudo y la cara.
Todos estaban absortos en algún movimiento mecánico, y en silencio.
De pronto, una mujer se puso a gemir. Cayó de rodillas, echó atrás la cabeza y los hombros, y aulló. Al mismo tiempo, ribera abajo, alguien más aulló.
Fue como si esos dos gritos fueran señales. O como si fueran las dos llaves de la voz humana, y acabaran de abrirla.
Los hombres, mujeres y niños comenzaron a gritar o sollozar, o desgarrarse el rostro con las uñas, o golpearse el pecho, o caer de rodillas y levantar las manos en señal de oración, o tirarse al suelo y tratar de hundir el rostro en la hierba, como avestruces, para no ser vistos, o rodar de un lado a otro, ladrando como perros y aullando como lobos.
El terror y la histeria se apoderaron de Burton. Quería arrodillarse y rezar para salvarse del juicio. Quería misericordia. No quería ver el rostro cegador de Dios aparecer sobre las montañas, un rostro más brillante que el sol. No era tan valiente ni tan inocente como antes había creído ser. El juicio sería tan aterrador, tan completamente definitivo, que no podía soportar pensar en eso.
Una vez había tenido una fantasía en la que estaba ante Dios, después de morir. Como ahora, era pequeño y estaba desnudo en medio de una vasta planicie, pero estaba solo. Entonces Dios, enorme como una montaña, había caminado hacia él. Y él, Burton, se había plantado y desafiado a Dios.
Aquí no había Dios, pero aun así Burton huyó. Corrió por la planicie, apartando a empujones a hombres y mujeres, rodeando a algunos y saltando sobre otros que rodaban en el suelo. Mientras corría, aullaba: “¡No! ¡No! ¡No!” Sacudía los brazos para defenderse de terrores invisibles. El cilindro sujeto a su muñeca giraba y giraba.
Cuando jadeaba tanto que ya no podía aullar, y sus brazos y piernas colgaban, pesados, y sus pulmones ardían y su corazón parecía estallar, se tiró al suelo bajo el primer árbol.
Al cabo de un rato, se sentó y miró hacia la planicie. El ruido de la multitud había pasado de los gritos a un sonoro parloteo. La mayoría hablaba, aunque no parecía que alguien escuchara a los demás. Burton no podía distinguir ninguna palabra individual. Algunos hombres y mujeres se abrazaban y besaban como si se hubieran conocido en su vida anterior y ahora se estrecharan para confirmarse mutuamente su identidad y su realidad.
Había algunos niños entre la multitud. Sin embargo, ninguno era menor de cinco años. Al igual que sus mayores, no tenían cabello. La mitad de ellos lloraban, fijos en su lugar. Otros, también llorando, corrían de un lado a otro, mirando las caras que se alzaban sobre ellos; era obvio que buscaban a sus padres.
Burton comenzaba a respirar con más facilidad. Se puso de pie y se dio la vuelta. El árbol bajo el cual se encontraba era un pino rojo (a veces llamado, erróneamente, pino noruego) de unos sesenta metros de altura. A su lado había otro árbol, de una especie que jamás había visto. Dudaba que existiera en la Tierra (estaba seguro de que no se encontraba en la Tierra, aunque en ese momento no podía dar razones específicas). El árbol tenía un grueso y nudoso tronco negruzco, y muchas gruesas ramas con hojas triangulares de casi dos metros de largo, verdes con bordes escarlata. Tenía unos noventa metros de altura. También había árboles que parecían robles blancos y negros, abetos, tejos y pinos.
Aquí y allá había macizos de altas plantas parecidas al bambú, y donde no había árboles ni bambú crecía hierba de un metro de altura. No se veían animales. Ningún insecto, ningún pájaro.
Miró a su alrededor en busca de un palo o un garrote. No tenía la menor idea de qué le esperaba a la humanidad, pero si se la dejaba sin control ni supervisión, pronto volvería a su estado normal. Una vez pasada la sorpresa, cada quien trataría de cuidarse a sí mismo, y eso significaba que unos atacarían a otros.
No encontró nada que sirviera como arma. Entonces se le ocurrió que podía usar el cilindro de metal. Golpeó un árbol con él. Aunque el objeto era ligero, también era extremadamente duro.
Abrió la tapa, que estaba sujeta por un gozne. El interior del tubo contenía seis anillos metálicos, tres a cada lado, separados de modo que cada uno sujetaba un cuenco o recipiente rectangular de metal gris. Todos los recipientes estaban vacíos. Cerró la tapa. Sin duda, con el tiempo descubriría la función del cilindro.
Fuera lo que fuese que había pasado, la resurrección no había dado como resultado cuerpos de frágil ectoplasma brumoso. Burton era todo carne y hueso y sangre.
Aunque aún se sentía un poco desligado de la realidad, como separado de los engranes del mundo, empezaba a salir de su conmoción.
Tenía sed. Tendría que bajar a beber al río y esperar que no estuviera envenenado. Al pensar eso, sonrió con ironía y se acarició el labio superior. Su dedo quedó decepcionado. Era una reacción curiosa, pensó, y entonces recordó que ya no tenía su espeso bigote. Ah, sí, esperaba que el agua del río no estuviera envenenada. ¡Qué idea tan extraña! ¿Por qué alguien volvería los muertos a la vida sólo para matarlos de nuevo? Sin embargo, se quedó parado bajo el árbol un largo rato. Odiaba la idea de volver a pasar entre aquella multitud que parloteaba y lloraba histéricamente, para llegar al río. Aquí, lejos de la turba, estaba libre del terror, el pánico y la conmoción que envolvía a aquella gente como un mar. Si volvía con ellos, quedaría atrapado entre sus emociones.
Al poco rato vio que una fi gura se separaba de la multitud desnuda y caminaba hacia él. Vio que no era un ser humano.
Fue entonces que Burton tuvo la certeza de que ese Día de la Resurrección no era el vaticinado por ninguna religión. Burton no había creído en el Dios de los cristianos, los musulmanes, los hindúes ni de ninguna otra fe. De hecho, no estaba seguro de creer en Creador alguno. Había creído en Richard Francis Burton y en unos cuantos amigos. Había estado seguro de que cuando muriera, el mundo dejaría de existir para él.