La ruta del hielo y la sal
Soy testigo de esa sangre
EFRAÍN HUERTA
I. ANTES DE LA TORMENTA.
DEL 5 AL 16 DE JULIO 1897
EN LA noche: el olor, el peso, el tacto de la sal.
Mucho más presente que las aguas al otro lado de la
madera.
¿Quién podría saberlo?
Las noches no están ocupadas en soñar con las sirenas
de sexo incierto, sino en la caricia eterna, infatigable
de la materia oculta dentro del líquido.
Cuando el sol de mediodía seca las velas del barco,
mojadas por la brisa o la tormenta, están cubiertas por
ese blanco granulado que existe entre los cabellos de todos,
en medio de sus dedos, infiltrándose con la niebla
salada del mar nocturno.
No hay sitio a salvo. Descansa en todas las grietas del
barco, en las literas de metal, tras las provisiones, en los
tesoros que ocultamos de la herrumbre, sonriendo con
su presencia.
Y cuando los hombres se desnudan, la encuentran
entre sus muslos, protegida entre la pierna y los testículos.
Los marinos son la mujer de Lot.
Seres de sal.
Cuando voy al castillo de proa, lleno del calor absurdo
de los cuerpos descansando en medio del bochorno,
casi puedo observarla sobre sus pieles indolentes.
¿Quiénes la han probado? ¿Quiénes han saboreado el
océano y el cuerpo en ese lugar oculto?
Yo no.
No puedo.
Soy el capitán.
Me es imposible ordenarle a ninguno de mis hombres
venir a mi camarote, pedirle que se desnude, ni que
acepte, inmóvil, que lo lave con la lengua, mordiendo levemente
su carne, temblando con el apetito de su piel.
¿Y si no hay sabor?
Eso querría decir que alguien más lo salvó de la sal.
Entonces tendría que pedir cuentas, exigir disciplina:
que conserven su sal para mí, su sexo cálido.
Pero no puedo pedir cuentas.
No cuando el tiempo es tan largo, y el viento inmóvil
nos obliga a permanecer bajo el sol, midiendo las horas
por el sudor lento que perdemos.
A lo lejos es posible ver el horizonte moverse, un espejismo
inútil: agua en medio del agua, hirviente.
En esos momentos no es difícil imaginar que ardemos
ahí.
¿Cómo negarles nada si las aguas nos niegan todo en
ese momento?
¿No es mejor saber que se sació un hambre inmemorial,
que se ofreció uno —enteramente libre— a un apetito
que nos crea al devorarnos?
Sus cuerpos son suyos.
No míos ni de los posibles amantes.
Suyos el sudor, y a quien se lo brindan.
La sal de la vida…
Es en esos momentos cuando añoro las rutas heladas.
El golfo de Botnia, el mar Báltico, el mar del Norte.
Las habitaciones de la tripulación cerradas rigurosamente.
Ocultos en mantas y abrigos. Bajo sitio, tratan do
de impedir la entrada del eterno, indiferente frío. Podemos
deslizarnos sobre él, o morir en él, sin que le importe.
Los capitanes atrapados en el súbito hielo, escuchando
cómo sus embarcaciones son abiertas por las agujas
heladas, al metal ceder, doblarse ante el peso de un millón
de filos transparentes, no se les puede convencer de
que el frío no es un enemigo.
He visto el hielo formarse en el horizonte, las enormes
islas sin tierra derivando lejos de nuestra ruta. El
invierno, la nieve son ciclos que no tienen que ver con
los barcos que cruzan su camino.
Las auroras boreales se encienden y arden aunque
nadie las vea.
El hielo es para otros seres, un ciclo y una razón para
ojos ajenos a nosotros.
La indiferencia de Dios, murmurada por el mundo.
El frío sólo se tiene a sí mismo, pero el calor exige
que participemos en él.
Podemos refugiarnos de la helada, no nos pertenece,
cubrirnos de pieles y acercarnos al fuego.
Pero ¿qué hacer cuando el calor viene de nosotros?
En las horas muertas podemos sentir la sangre como
un sudor dentro del cuerpo, mar cálido anidado bajo
nuestra carne, la piel afiebrada, palpitante.
¿De qué manera abrigarnos de lo que corre dentro
de nosotros?
Quien muere congelado se desprende de su cuerpo,
lo abandona en medio de un sueño misericordioso.
Quien muere por fuego es atrapado por su carne hirviente
hasta el último instante, grita hasta que la muerte
es un bálsamo.
Es el tipo de cosas que se piensan bajo el sol inmóvil,
cuando la sombra que brinda la goleta es también una
sombra cálida. El vapor sube de las aguas, el bochorno
nos persigue.
Entonces, qué maravilloso andar desnudos.
Pero la carne se fragmenta bajo el sol, y aparecen las
primeras grietas, las llagas que lame la sal.
Por ello debo prohibirlo, ordenar que se pongan las
ropas ácidas, astringentes camisas, los pantalones crepitantes.
Les pido que se encierren con el bochorno bajo las
telas.
Ni siquiera dentro del barco puedo disfrutar con la
visión de sus cuerpos. Los miro demasiado fijamente y
ellos lo interpretan como otra orden y se cuadran a su pesar
y se visten a mi pesar.
El sudor (¿podría ser de otro modo?) me hace imaginar
músculos firmes, las líneas de las venas.
Me preguntan por qué escojo hombres de determinadas
tierras, por qué trabajan conmigo marineros de
acentos exóticos.
No puedo decirles que no me interesa de dónde vengan,
ni su raza, ni las palabras que anidan en sus lenguas.
Busco cuerpos lampiños, músculos por donde pueda
correr libremente el sudor, líquido recorriendo, deslizante.
Por ello soy muy estricto con la ropa.
Porque sé que bajo ella casi no hay vello, nada que
estorbe a las caricias húmedas, a los dedos dibujando
sobre ellos el deseo.
A los ojos que también parecen tocar el camino de
la sal.
Por ello abandoné la ruta helada, los mares de hielo,
el azul oscuro.
Fue una mala decisión.
Pero lo sabía desde el principio.
El sol seca a los hombres, abrumándolos con su peso.
Los hace conscientes de sí mismos, de que nadan en la
atmósfera hirviente.
Su carne, podría decirse, a flor de piel. Siempre presente,
susurrando sus apetitos.
Pero también una prisión.
Por ello, en los pocos puertos helados que toca nuestra
ruta dejamos una guardia escasa en el Deméter, y buscamos
casas de piedra donde pueda respirarse el frío.
Territorio nuestro: límite entre la carne y mundo.
Frío afuera, nosotros dentro de nuestra piel.
Y aun ahí, después del sol hirviente, añoramos el
fuego.
Buscamos, entonces, el calor de otras pieles y la sal
ajena.
Mi tripulación me convida con vino, y cerveza y a
veces sacrifica parte de su paga para comprarme mujeres
como a ellos les gustan.
Yo escojo las más jóvenes, las de pechos planos, que
parecen más niños que hembras. Entre más blancas,
mejor.
Pero son caras, y yo no me animo a comprarlas por
mí mismo.
Horas en las que cierro los ojos e imagino que son
otros labios quienes producen las caricias. Les pido que
no hablen, que dejen de ser, para que mi fantasía las cubra
con otras carnes y pueda tener un orgasmo débil,
tembloroso, casi escapando de mí, derramándose como
arena.
Las rameras que buscan a las tripulaciones no ignoran
que en las horas inmóviles sobre las aguas, cuando no
hay más que la certeza de estar en medio de la noche, y
la respiración del resto de los marinos, uno buscará, tarde
o temprano, el sabor de la sal entre los muslos.
Por ello también venden a sus hijos.
Hijos devastados, como ellas mismas; hermosos sólo
para hombres recién desembarcados, con la vista casi
quemada por el sol, y nublada por la bebida.
Los marineros compran esos hijos, ¿por qué no? No
es ningún secreto.
En las islas se venden más baratos, y no es raro encontrarlos
en los puertos de nuestra ruta.
¿No es acaso Grecia famosa por ello?
Pero yo no los compro. Me quedo con mis hombres
fingiendo ver mujeres y hablando de anécdotas que a
nadie importan.
No puedo comprarlos.
No cuando acompaño a las tripulaciones.
Soy el capitán, y soy el que decide sobre las vidas de
mis hombres.
Mis hombres.
En la ruta de la sal es más sencillo el asesinato,
la intriga. Los músculos arden y buscan que el ardor
tenga un significado: moverse, estrellarse contra algo,
actuar.
¿Contra qué?, ¿contra quién en la inmovilidad?
En mi goleta no deben existir favoritismos.
Por ello no escojo a nadie, no comparto las guardias
con quienes me agradan, no los dejo andar desnudos.
No me atrevo.
Por eso es tan difícil encontrar tripulaciones: hombres
lampiños de países helados.
Prefiero que el calor los amodorre, que sea una pesada
manta sobre sus cabezas. No quiero hombres acostumbrados
al calor, cuya piel morena sea capaz de enfrentarse
al mediodía.
No deseo que se rían de mis órdenes de vestirse.
No podría apartarme de ellos, no podría dejar de
buscar el sabor oculto dentro de sus cuerpos.
La sal de su semen.
Las tripulaciones vienen y van. En cada viaje un hombre
nuevo, alguien que se marcha.
Hacen bien. No soy un buen capitán. Muchas cosas
me distraen.
Están incómodos conmigo y en una goleta no hay
espacio suficiente para ocultar el hastío.
En Varna pensé que perdería a toda mi tripulación.
Después de servir durante tanto tiempo en las Espóradas
del mar Egeo, y surtir a las islas del Dodecaneso, deberían
estar hartos del calor, de mí, del viejo Deméter
atracado tantos días inútiles en el puerto de Rodas.
El mar Negro debió recordarles que eran hombres de
tierras frías, conocedores más de puertos como Odesa,
Sebastopol, Soch, Batumi, que de islas con nombres extraños:
Schinusa, Nisiros, Laconia, Kálimnos.
Sé (¿cómo no saberlo?) que desean mujeres de piel
blanca, con idiomas comunes, con recuerdos de la tierra
helada, del crujir del hielo en las tormentas.
¿Qué podrían saber las mujeres de las islas griegas
de la gimiente Baba Yaga, en medio del bosque y la nieve,
sobre infinitamente delgadas patas de pollo? Nada.
Las mujeres oscuras acostumbran sonreír ante esa imagen
y son incapaces de proteger a los marinos del miedo
que los susurros maternos les han heredado en las infinitas horas del invierno.
Debieron irse a buscar esos cuerpos blancos, los comunes
recuerdos del hielo; pero se quedaron, casi todos,
conmigo.
Llegamos a Bulgaria y ellos bajaron a tierra y no pidieron
algunas monedas extras mientras encontraban
otro barco.