Tierra Adentro
Oficina de Drag King en el Atari Bar, diciembre 2014. Fotografía de Alvaro Sasaki, recuperada de Flickr. CC BY-NC-SA 2.0

La reciente censura a la exposición La venida del Señor del artista chiapaneco Fabián Cháirez —tras la polémica generada en 2019 por su obra La Revolución, popularmente conocida como el Zapata gay— evidencia que ciertos cuerpos e imágenes continúan desestabilizando el relato patriótico dominante. La representación del caudillo revolucionario en clave feminizada puso en crisis la masculinidad viril, heterosexual, misógina y violenta que sustenta el mito nacional que ya describía Carlos Monsiváis. Ante este gesto iconoclasta, surgen preguntas fundamentales: ¿qué sucede cuando al héroe lo travestimos?, ¿qué verdades se revelan en ese acto performativo?

En vitrinas museísticas, efemérides escolares, murales institucionales y estatuas ecuestres, se erige una versión monumental de la historia: lineal, masculina y nacionalista. Una historia edificada sobre la exclusión sistemática de los cuerpos disidentes. Frente a esta pedagogía de la obediencia, el drag king irrumpe como práctica escénica de una contraeducación que busca “perturbar aquello que aparece como natural, dado por hecho, incuestionable, legítimo o tan insignificante que se ignoran las violencias que causa el dejar en el terreno de lo aberrante a quienes no confirman esas supuestas verdades”.

Contrario a lo que sostienen algunas definiciones superficiales, el drag king no se trata únicamente de una parodia estética de la masculinidad, sino de una travesía performática que tiene el potencial de subvertir los lenguajes del poder y reescribir la historia desde los márgenes.

El drag king como crítica encarnada

El arte que interviene símbolos fundacionales incomoda porque revela que la historia jamás fue neutral, tal y como señalan las pedagogías queer sobre la educación. Como mencionamos anteriormente, el drag king, entendido como ejercicio de travestismo político, excede el mero gesto de imitación masculina. Su despliegue performativo encarna la posibilidad de habitar otros relatos, de abrir grietas en los discursos dominantes y de recuperar figuras relegadas del canon nacional.

Un caso emblemático es el de Amelio Robles (1889-1984), coronel zapatista que vivió gran parte de su vida como hombre y cuya identidad de género ha sido objeto de disputas historiográficas persistentes señaladas desde 2009 por Gabriela Cano en su artículo “Amelio Robles, andar de soldado viejo”. Más allá de las etiquetas con que se le nombre —trans, travesti, disidente—, su biografía encarna una doble insurgencia: contra el binarismo de género y contra el orden social capitalista y terrateniente de su tiempo.

En un reciente montaje escénico-poético en la Ciudad de México, un grupo de drag kings, integrado por mujeres y disidencias trans y no binarias, retomó la figura de Robles no con fines representativos, sino como un acto de evocación. Se trató de una memoria encarnada, no de una reproducción fiel del pasado. Performar a Amelio Robles no implica una mímesis histórica, sino una interrogación abierta: ¿cómo recordar desde el cuerpo, desde el travestismo escénico, desde la herida aún abierta del archivo?

En ese sentido, el drag king no solo encarna masculinidades, sino que las interroga críticamente y despliega un cuestionamiento viviente al relato nacional. Desde esta perspectiva, la memoria queer no se limita a conmemorar, sino que reconstruye y resignifica el pasado en clave de lucha. Como advierte Jacques Derrida, la memoria no es un simple depósito de hechos, sino un campo de disputa donde se juega el sentido del presente y del porvenir.

El drag king, al encarnar la figura de Amelio Robles, deviene archivo viviente. Su historia, primero borrada y luego reapropiada por el Estado, representa una fisura en la narrativa oficial de la Revolución. En escena, la historia se performa como contramemoria: lo silenciado retorna como interpelación.

Dispositivo opositor y pedagogía queer

El drag king, en tanto dispositivo escénico, desnaturaliza las ficciones de masculinidad hegemónica y propone otras formas de narrar y de habitar la historia. Como plantea Laura Lattanzi, devenir trans o travesti es una travesía atravesada por gestos, miradas y posturas, pero también por violencia estructural y precariedad material. Performance y marginalidad son dimensiones indisolubles en los cuerpos disidentes. En consecuencia, el drag king no es únicamente una estética, sino una táctica que desafía los mandatos binarios, la heterosexualidad obligatoria y la exclusión sistemática de nuestras memorias.

Al performar masculinidades, el drag king no reproduce el poder, sino que lo tensiona. Travestimos la historia para hacerla hablar desde otros cuerpos, para forzarla a recordar lo que pretendió olvidar. En México, la práctica drag king permanece marginal dentro de múltiples espacios del arte y de la disidencia sexual, pero porta una potencia que desestabiliza los cimientos de la identidad nacional. La apuesta es política. La pregunta que plantea el drag king no es retórica: ¿quién puede contar la historia, y desde qué cuerpo?

A través del juego performático, el drag king exhibe los gestos aprendidos que configuran la masculinidad: posturas, tonos de voz, maneras de caminar. Pero cuando esta práctica se cruza con el archivo histórico, se convierte en una forma de pensamiento encarnado. Una masculinidad travestida es también una masculinidad disidente, que expone su carácter ficcional y arbitrario.

Escena, archivo y contramemoria

El drag king constituye un archivo vivo que interpela los discursos hegemónicos y propone otros modos de recordar: desde la carne, el deseo y la disidencia. En el escenario, baila con botas pesadas y labios pintados, con mirada desafiante y voz impostada. No hay nostalgia, hay reescritura. Si el patriarcado se sostuvo mediante relatos, podemos desmontarlo con los nuestros. Y si el héroe fue siempre ficción, que ahora lo sea en nuestros términos.

Este gesto de contramemoria se inscribe en un contexto contemporáneo signado por reacciones conservadoras y ofensivas antiderechos, que no solo disciplinan cuerpos e identidades, sino que también buscan restaurar una lectura única del pasado. La censura al Zapata gay de Cháirez reveló esta disputa: no se trató solo del rechazo a una imagen homoerótica, sino del intento de reinstaurar una masculinidad heroica, viril y heterosexual como emblema nacional.

El drag king no rinde homenaje a ese modelo. Lo parodia, lo exagera, lo desborda. No busca ocupar el lugar del varón dominante, sino dinamitarlo desde adentro. Al asumir el gesto drag como performance crítica —no como disfraz— se produce una relectura de los signos del poder masculino, desarticulando su supuesta naturalidad.

En este sentido, el drag king encarna lo que Lattanzi ha denominado una “performance insurgente”: un devenir que revela el artificio de toda identidad y, al hacerlo, se enfrenta a la violencia simbólica y material que recae sobre los cuerpos trans, travestis y no binaries. La escena se convierte en un lugar de disputa: no solo por la representación, sino por la posibilidad misma de existir.

Travestir el mito nacional

El travestismo escénico del drag king no busca ocupar el lugar del héroe, sino desmontarlo. En lugar del bronce, la carne. En lugar de la gloria viril, el gesto subversivo. Travestir la historia se plantea entonces como estrategia pedagógica transfeminista: no busca transmitir una nueva verdad clausurada, sino abrir preguntas, cuestionar certezas, exponer las fracturas del relato oficial.

¿Qué puede hacer un cuerpo travestido en escena frente al aparato monumental del Estado? Puede incomodar, sí. Pero también puede educar de otro modo. No desde la norma, sino desde la sospecha. No desde la disciplina, sino desde la imaginación radical. Como propone bell hooks, una educación como práctica de la libertad exige desaprender los relatos que nos narraron como subordinades.

La escena drag king es, en este sentido, un espacio de producción de otros saberes: saberes del cuerpo, del deseo, del juego, del error, del afecto. A través de su exceso y su ironía, configura una pedagogía queer que interrumpe la lógica vertical del maestro que enseña y el alumno que repite. Aquí, el conocimiento se produce en el riesgo compartido, en el sudor del escenario, en la pregunta sin respuesta.

Al travestir la historia, el drag king denuncia el carácter ficcional de los héroes nacionales y de la masculinidad hegemónica que estos encarnan. No lo hace desde la solemnidad, sino desde la sátira, la disidencia y el deseo. Cada performance deviene acto de resistencia cultural frente a los intentos restauradores que buscan silenciar nuestras memorias y pedagogías.

Frente a la historia oficial, una historia travestida. Frente a la pedagogía del deber ser, una educación del deseo. Frente a la memoria de los vencedores, una contramemoria que se atreve a existir desde el margen, desde la carne, desde el presente.

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