Tierra Adentro
Ilustración de Jal Reed

Dedicado a Orlando Ortiz

                            El tiempo es una imagen de la eternidad,

pero asimismo un sucedáneo de la eternidad.

                                                                                                                                                   Simone Weill

En cada tramo de la historia, encontramos experiencias que aparentemente saltan del estado natural de la vida, de aquella sinergia a la que nos entregamos mediante un movimiento constante y lento; un ritmo perfectamente calculado para que la masa —a simple vista amorfa dado el exponencial crecimiento demográfico— no logre moverse sino apenas unos centímetros de derecha a izquierda. El montaje dispone una coreografía que a lo largo de las centurias se ha sofisticado al grado de que lo hacemos de manera natural, sin que sean notorios los mecanismos destinados a la producción y sus modificaciones. La práctica de acumular —lo que sea posible, así como lo inimaginable— debe ser reproducida en silencio. Han pasado tan sólo unos segundos después de haber desplazado el pie derecho y, de repente, el movimiento pendular se pierde, el orden se desarticula, algunas partículas de aquella masa comienzan a moverse con un ímpetu que logra romper la secuencia de movimientos tradicionalmente aprendidos. El corpus social comienza a integrarse. Desde Hannah Arendt —pasando por Benjamin, Adorno, Foucault y Agamben—, a lo largo del siglo XX, el pensamiento occidental comenzó a rastrear la escisión del proyecto fallido cuyo horizonte deviene siniestro: sí, ya todxs sabemos que el holocausto formuló las preguntas sobre la condición humana, al mismo tiempo que sentó las bases para que el dispositivo de control se erigiera desde la condición del Estado moderno y las formas totalizantes de enfrentar el dilema de la conciencia política dentro de cada miembro de la masa convertida —mediante el fino mecanismo de la ruptura— en cuerpo.

 

En México la disrupción nació acéfala. La Revolución mexicana terminó siendo no solamente un proyecto que terminó con miles de vidas y cientos de deudas —el plan agrario sigue cobrando sus intereses—, sino en el peor de los vicios de poder que persigue en el futuro la permanencia absoluta y cuyo dispositivo se alimenta del transcurrir del tiempo: el Estado como ente abstracto, sostenido simbólicamente por la trasnochada revolución que, al fetichizarla, veló los mecanismos de la institucionalización con la que además de enriquecerse —junto con cada miembro de la familia revolucionaria ahora neoliberal— sostuvo el poder sin cortapisas sobre la vida de quienes la Revolución no sostuvo sus promesas. De acuerdo con Revueltas, sería el capitalismo de Estado esa forma abstracta que desplegaría formas fascistas para la propia permanencia del poder y, con ello, su inclusión hacia las estructuras políticas más inimaginables como el propio Partido Comunista Mexicano por el factor —desde luego marxista— del propio peso de la historia, así como el discurso antimperialista frente a la lectura de que la burguesía mexicana era desvalida, como lo observa en la siguiente crítica sobre el propio discurso del Partido:

 

El Partido Comunista Mexicano sostiene los siguientes puntos de vista:

 

a) El gobierno de López Mateos “no es homogéneo” puesto que “existen importantes contradicciones en su seno”, contradicciones que tendrían dos fuentes de origen principales: el descontento de la burguesía nacional hacia la política seguida por el gobierno, y la tendencia a una mayor penetración de los monopolios norteamericanos, tendencia que entraría “en fricción con su aliado y socio menor, “la gran burguesía mexicana”.

 

b) Por cuanto a las fuerzas susceptibles de que con ellas se integre el “movimiento de liberación nacional”, éstas serían la clase obrera, los campesinos, la pequeña burguesía urbana, “y el sector de la burguesía nacional dispuesto a librar la batalla democrática y antimperialista”.

¿Qué es lo que caracteriza a estas formulaciones del Partido Comunista Mexicano? La caracterizan en los fundamental dos rasgos esenciales:

 

  1. La ausencia de las más insignificante información ideológica que pudiera permitir el conocimiento de la composición de clase del gobierno y que pudiera resolver la pregunta sin cuya respuesta el proletariado de ningún país puedan dar un sólo paso hacia adelante, o sea: ¿qué clase nos gobierna? ¿Qué clase o grupo de clases tienen el poder en México?, y
  2. La ausencia, igualmente, de una definición precisa de los rasgos que definen a la burguesía nacional, cuáles son sus relaciones exactas de clase y cuál es su punto donde se encuentra el lugar que ocupa en el desarrollo histórico y en la vida política del país (Revueltas, 1982, pp. 98-99).

 

Este análisis entre los muchos que realizó en La Liga Espartaco —luego de haber sido expulsado definitivamente— sostienen que no sólo Revueltas se daba cuenta del costo total que sumaría aquel desconocimiento propiamente de la formación del Estado y sus instituciones, sino que, al mismo tiempo, observaba que ese cuerpo social —su proletariado— no contaba con las herramientas adecuadas para transformar las bases sociales dentro del propio desarrollo histórico. Sin embargo, cinco años más tarde, una llamarada irrumpiría en su propia dialéctica; ante él, cientos de melenas completaban la cabeza del cuerpo social. El Movimiento Estudiantil de 1968 irrumpía en el montaje de prosperidad y paz que dirigía Díaz Ordaz.

 

La memoria pétrea

 

En el rebobinado de la memoria, en ocasiones quedan velados los mecanismos establecidos en la vida social como prácticas que de manera automática han dejado su impronta del castigo sobre la diferencia en cada una de las corporalidades. Como lo sostiene Rita Segato, estas pedagogías de la crueldad son las estructuras que mantienen el poder dentro de la esfera privilegiada —occidental, blanca, “burguesa” y heteropatriarcal— sobre el resto de la población (Segato, 2018, pp.13-14). Estos mecanismos que rigen prácticamente todas las prácticas que se suscitan en el espacio público y privado, son la materia con la que el Estado y sus instituciones producen al mismo tiempo el horizonte simbólico sobre el que se construye el aparato político. La memoria pétrea, aquella cuya rigidez y peso que sitúa el cúmulo de valores transmitidos de manera vertical, ha sido desde el principio de nuestra cultura el contenedor de las fantasías y fetiches que se han ido construyendo a lo largo de la historia. Aquello que ha sido —incluso lo no-vivido pero cuyo cuerpo es necesario recordar— la revolución institucionalizada la erigió como su edicto, su panóptico e, incluso, como la representación artística del Estado sobre el espacio público de la Ciudad.

 

En el corazón de Ciudad Universitaria, el 18 de julio de 1952 se colocó la primera piedra de lo que formaría la escultura de Miguel Alemán, obra llevada bajo la dirección de Ignacio Asúnsulo. El cuerpo social estaba a minutos de cambiar de paso. En 1957 junto con el sismo que logró derrocar el corazón de la memoria pétrea en la Ciudad, los diversos movimientos sociales a lo largo del país habían estallado: el movimiento de los Ferrocarrileros, de los médicos y de los maestros habían sido reprimidos. En medio de la Guerra fría y el modelo desarrollista implementado por el Estado mexicano, los vientos de cambio se daban sobre la expansión urbana (Basurto, 1980 pp.45-81). La juventud universitaria articuló la radicalización de manera orgánica. Junto con la inclusión del rock, la filosofía francesa y el descubrimiento de la píldora anticonceptiva, el sentido de desigualdad —“la conciencia de clase”— conformaba una fuerza distinta, un ente híbrido entre el peso de la historia y la renovación.

 

Durante años se intentó dinamitar la estatua de Alemán hasta que, mediante una fuerte detonación, el cadáver quedó irreconocible. Es curioso pensar el por qué los restos quedaron cubiertos por láminas de zinc, sin embargo, la propia institución no pensó que sobre la imagen de la memoria fallida, la acción dejaría una impronta que sobreviviría más allá de su materialidad.

 

Una pintura totalmente libre: la fiesta de los domingos

 

El sentido de las prácticas corresponden a la condición del tiempo, la imagen lo fragmenta, la acción lo reformula. En medio de la radicalización, la imagen se presenta inamovible, nos abre la mirada no hacia ella misma, sino hacia el instante en que la observamos. Las imágenes que cuentan las diversas formas de represión de las manifestaciones desde el 26 de julio de 1968, así como la toma de la Vocacional 5 y las preparatorias, son fragmentarias y sin embargo sostienen el relato de la siguiente masacre. Tras el apoyo del rector Javier Barrios Sierra, Ciudad Universitaria se erigió como un espacio de libertad, apoyo y resguardo. El movimiento encontró su resonancia dentro del campo artístico en medio de su propio proceso de disrupción estilística de cara a la estética ojerosa y pintada del muralismo, ya institucionalizado, así como al mecenazgo que el Estado ofrecía como muestra de su estructura moderna.

 

Manuel Felguérez apoyaba al movimiento y formaba parte de la comisión directiva del Comité de lucha de intelectuales, artistas y escritores, por lo que convocó a diversos artistas para formar parte de de los festejos populares organizados por el Comité de Huelga. (García, 2018, pp. 23). Como lo comenta Felguérez en una entrevista que Pilar García le realizó poco antes de morir:

Volvimos a ser un grupo cuando ocurrió el movimiento estudiantil de 1968 y nos llamábamos Comité de Lucha de Artistas intelectuales. El mero mero era José Revueltas; además estaba Carlos Monsiváis. Yo estaba ahí por los artistas. Como parte de las acciones del comité, teníamos que inventar actividades para hacerlas en C.U. En ese momento, la escultura de Miguel Alemán estaba protegida porque la habían vandalizado; nosotros aprovechamos para pintar las bardas. Los de arquitectura rápidamente nos consiguieron andamios y pintura. Cualquier pintor podía pintar libremente. Por supuesto, invitamos a los amigos a que pintaran un pedazo de mural, el pedazo que quisieran: arriba, abajo, a la derecha, continuando el del vecino, cambiando el tema. Era pintura totalmente libre. Empezamos poco a poco, pero cada vez había más y más gente, se iba llenando, aunque nunca llegamos arriba ni a la tercera parte. En una de las ocasiones que llegamos, ya estaba el ejército y no nos dejaron entrar. Así se perdieron para siempre las famosas láminas. A partir de ese acontecimiento se nos ocurrió el Salón Independiente (García, 2019, p. 20).

 

Todos los domingos de agosto de 1968 fueron días de fiesta. Sobre las láminas, el sentido festivo decapitó el orden de la memoria institucional, los andamios rodearon la fosa ¿común? de la memoria estatal. Entre los artistas que participaron se encuentran: Adolfo Mexiac, Fanny Rabel, Ricardo Rocha, Francisco Icaza, Lilia Carrillo e incluso José Luis Cuevas. El cineasta Raúl Kamffer pudo filmar el proceso, de hecho es el único documento audiovisual —cuya edición se logró en tres años— en color de aquella celebración. En las imágenes se observa lo que puede denominarse como el inicio del trabajo horizontal dentro de la historia del arte en México, al mismo tiempo que el inicio de la escisión con el aparato cultural del Estado —razón por la que al poco tiempo se crearía El Salón Independiente y los diversos grupos, colectivas y estéticas, cuya impronta pudo verse hasta el inicio de la década de los noventa.

 

La performatividad encontrada dentro del gesto político propuso entonces una reformulación no sólo hacia el interior del campo artístico, sino dentro del imaginario y la memoria. Es el propio hecho efímero donde se encuentra la carga reactiva para expandir de manera continua el recuerdo de las acciones y el sentido social de la experiencia estética devenida lugar de lo político frente a la estética inmanente. La manera en que se gestó El mural efímero logró deconstruir la memoria convertida en cadáver del Estado mediante el placer, la música y el intercambio de saberes, en un territorio que simbólicamente ha sido la puerta para los movimientos estudiantiles posteriores. A partir de ese momento, quedó registrado un instante en el que la vida colectiva suspendió las prácticas necropolíticas. Un domingo que durará para siempre.

 

Minutos más tarde, el ángel de la historia entró a su posición habitual. Las coloraciones carmín y granate lo cubrieron todo.

 

La cuerpa ante el tiempo

 

A lo largo de éstas cinco décadas hemos visto que en el montaje dialéctico de ambas memorias, la del Estado y las corporalidades sociales, el movimiento se ha diversificado. La impronta de las pedagogías de la crueldad que el Estado ha dejado incluso en la memoria reciente —Acteal, Atenco, Ayotzinapa, Juárez, Ecatepec, Chimalhuacán, afuera de mi casa— formulan diversas performatividades que devienen cuerpa cuya radicalización se hace manifiesta aun dentro del tiempo excepcional de la pandemia. La matriz de los diversos feminismos subrayan no sólo el terror, sino la búsqueda de un espacio libre de dominación y orientaciones necropolíticas. El espacio público exhuma la memoria pétrea.

 

Las diversas protestas, prácticas de reapropiación —incluyendo las antimonumentas y “La Glorieta de las mujeres que luchan”—, suspenden de manera emergente el carácter necropolítico de la violencia heteropatriarcal, así como las agendas políticas del Estado. Didi-Huberman analiza a la imagen como el dispositivo que formula los cuestionamientos adecuados en nuestro tiempo:

 

Ante la imagen, estamos ante el tiempo. Como el pobre ignorante del relato de Kafka, estamos ante la imagen como ante la ley: como ante el marco de una puerta abierta. Ella no nos oculta nada, bastaría con entrar. […] mirarla es desearla, es esperar, es estar ante el tiempo. Pero ¿qué clase de tiempo? ¿De qué plasticidades y de qué fracturas, de qué ritmos y de qué golpes de tiempo puede tratarse en esta apertura de la imagen? (Didi-Huberman, 2011, p. 23).

 

De cara a la apropiación del espacio público, la vida política sostiene su contrato natural: el orden. Pero, ¿qué hacer ante las rasgadura infinita que ha quedado en la memoria de la cuerpa? ¿Cómo recuperar las vidas e identidades de quiénes han mantenido la tradición de cubrirlo todo de carmín? ¿Acaso no debemos seguirlas nombrando?

 

El ritmo de las colectivas y de sus memorias recomponen el espacio y la memoria, su imagen abre las posibilidades no desde el Estado —mientras fuma, Revueltas todavía sonríe—, sino desde la condición de lo efímero y la impronta que atraviesa las cuerpas de quienes habitamos esta ciudad. Este movimiento social, con jóvenes radicalizadas, suspende la memoria pétrea y, como lo sostiene Nancy Fraser,“ promete reinventar una vez más la imaginación feminista” ante la emergencia de un sentido de justicia social cuya matriz propone otro viento de cambio.

La memoria se alimenta del viento circular, y la cuerpa, ahora, ya está situada ante el tiempo.

 

Bibliografía

 

Basurto, Jorge (1980) “Obstáculos en el movimiento obrero” en Basurto, Jorge, El perfil  de México 1980, vol. 3, Sociología, política, cultura, México, Siglo XXI, pp. 44-81.

Fraser Nancy, Fortunas del feminismo, Traficantes de sueños, Madrid, 2015, pp. 35.

Didi-Huberman, Georges, Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2011, p. 23.

Revueltas, José, Un proletariado sin cabeza, Era, México, 1982, pp. 98-99.

García, Pilar, “El Salón Independiente como modelo alternativo de autogestión, práctica colectiva y experimentación en la historia del arte contemporáneo” en García, Pilar et. al. Un arte sin tutela: Salón Independiente en México, 1968-1971, Editorial RM, MUAC, México, 2018, p. 23.

————-, “La pulsión de crear: una conversación” en Trayectorias, MUAC, UNAM, 2019, P. 20.

Vázquez Mantecón, Álvaro, “El impacto 68 en las artes visuales” en 68+50, MUAC, UNAM, 2018, pp. 42-58.

https://www.proceso.com.mx/nacional/2010/9/23/evocacion-del-mural-improvisado-colectivo-de-1968-3950.html