Acudía a ese lugar todas las noches, esperando que al amanecer los ídolos abandonaran el sueño conmigo, convertidos en figuras sustanciales, graves y silenciosas, con el peso y la consistencia de las piedras.
Volvieron —dijo mi abuela— va a volver a pasar, como cuando era pequeña y vinieron retumbando el monte con ese aleteo infernal que llega a deshoras y nomás se come todo a su paso con la furia desenfundada, como si una bestia enorme de mil cabezas se arrojara hacia un barranco.
Leí La rinoceronta en el cuarto por primera vez en 2020, por recomendación de Yendi Ramos, mi maestra de poesía durante el último diplomado que estudié.