El horizonte se funde en un resplandor caliente
El horizonte siempre sería nuestra certeza, nuestra constante, vieras hacia donde vieras ahí estaría firme y sereno, el horizonte.
Nos entretenemos estudiando las diferencias, los límites: ¿dónde termina el mar?, ¿dónde inicia el cielo?, ¿terminan ambos en algún lugar o son infinitos?
¿Qué son los finales?, ¿qué son los inicios?
Si nosotros habláramos, si entendiéramos de palabras, tal vez diríamos que esas palabras no nos dicen nada, que esas son palabras humanas. Pero los humanos nos han enseñado a mirar con atención los finales, a advertirlos. A veces cuando la luz brilla más y cuando el cielo desprende los colores más hermosos, se tratan solo de avisos.
El día siempre es lleno de luz y la noche se inunda de oscuridad:
Unos volamos entre el sol y el mar, rozando el horizonte.
Otros rozamos el horizonte bajo los destellos de un sol que nos acarician a través del frío mar hacia la profundidad oscura.
A otros sólo nos gusta flotar.
A los humanos les gusta inventar artefactos: ponen cosas, quitan cosas; destruyen unas para crear otras. Los humanos se dedican a crear un mundo nuevo, un mundo con colores grises, cafés o negros; esos son sus colores favoritos. A nosotros nos gusta el viento, la calma y a veces el caos.
Pero esos humanos nos intrigan: quieren atravesar el mar hacia abajo y les gusta lo que encuentran más abajo del fondo del mar. Parece que hay un tesoro negro allí escondido.
Ahora que se acerca la noche, se siente un olor.
El olor viene del norte.
El olor viene del sur.
El olor viene del este.
El olor viene del lugar donde los humanos colocaron al animal gigante de acero, un animal de cuatro patas inmenso, gris como les gusta a ellos.
Al olor le sigue un ruido, un ruido que retumba hasta el centro de nuestros cuerpos, hasta el centro de nuestro mar. Y con el ruido viene un resplandor caliente.
El resplandor caliente funde el cielo y el mar, atraviesa uno y otro, los funde en un instante. Una vertical de luz hace una cruz con la superficie del mar. La luz asciende hasta el cielo y brinda un color rojizo al oscuro nocturno.
Debe de ser ahí donde terminan el mar y el cielo, en ese punto exacto.
No sabemos si queremos estar cerca o estar lejos, lo cierto es que esa luz nos llena la mirada y nos hace un llamado, ¿una advertencia? Un llamado que no sabemos si suena a inicio o a final.
La luz emite un calor fogoso que ahora desprende un sabor. Hay en el agua un sabor agrio,
más bien tierroso,
más bien amargo,
más bien podrido,
más bien picante,
más bien viscoso,
más bien metálico…
Más bien así puede que sepa la muerte.
Más bien así puede que sepan los muertos.
Un sabor negro, café, rojo se esparce dentro del agua, se acerca hacia nuestras pieles plumas aletas caparazones orificios escamas, a nuestras aletas nuestros caparazones nuestras alas. Se acerca a nuestros cuerpos como un imán.
Silencio.
Día.
Silencio.
Chapopote.
Cantidad de chapopote.
El sol, como siempre, trayendo consigo la verdad.
El sol y su calor.
Y este traje nuevo que hace todo tan pesado, tan difícil.
Es posible que nos hayamos inundado de muerte.
Esto nos sabe a final; también a inicio.
Como cuando se va recortando la luna en el cielo oscuro: hay oscuros en los que brilla mucho y oscuros en los que desaparece; algo ya no es como solía ser. Así, nuestra agua ya es otra agua; pero igual es nuestra porque no tenemos otra.
El inicio de una Era viscosa color negro café rojo. Sabor amargo.
Nuestro mar ahora sabe a eso. Y a eso nos acostumbramos.
Descubrimos cómo volaremos ahora, un nuevo fluir entre el sol y la profundidad, un fluir más pesado, más difícil de habitar.
Morimos también. Vamos muriendo y seguimos muriendo. El cuerpo arde. Los humanos ahora nos quieren limpiar, pero no pueden; es demasiado tarde, el negro ahora es parte de nuestra alma.
Mientras tanto, en la orilla unos cangrejos reconocen los nuevos senderos, gruesas gotas negras cercan sus caminos; se dedican a esquivarlas. Apenas audible, del mar se eleva un canto: un coro de animales que ojalá hablara, ojalá supiera de palabras.