Tierra Adentro
Portada de "Prosas apátridas", Julio Ramón Ribeyro. Seix Barral Ediciones, 2019.
Portada de “Prosas apátridas”, Julio Ramón Ribeyro. Seix Barral Ediciones, 2019.

“En algunos casos, como el mío, el acto creativo está basado en la autodestrucción”

Julio Ramón Ribeyro

He de confesar algo vergonzoso: soy un lector de libros de autoayuda. En verdad, la gran mayoría de los lectores rigurosos que conozco también leen sus obras predilectas como libros autoayuda, aunque no lo sepan, como yo no lo sabía antes de comenzar a escribir estas palabras, recostado en un sillón empolvado con un cigarrillo de liar en una mano y las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro en la otra. ¿Por qué disfruto tanto estos textos breves que aforísticamente tocan una fibra delicada que me habita, aferrada a la palabra de Ribeyro como último apoyo emocional?

Al contrario, la espléndida narrativa de Ribeyro me cuesta muchísimo trabajo, algunos de sus mejores cuentos me resultan corrosivamente indigestos, pero cuando reflexiona, sentado a deshoras frente a su escritorio, o en un café parisino, cada una de sus sentencias se acopla tiernamente en mis vacíos emocionales y suspiro aliviado por la amable y siempre generosa compañía de sus palabras:

De pronto ya somos otro: una de nuestras cien personalidades muertas o rechazadas nos ocupa (65).

Los ateos tenemos pocas biblias. Con biblias, más que a un texto sagrado, me refiero a la obra que contiene un modelo ideal de vida, en mi caso, una de mis pocas biblias es La tentación del fracaso de Julio Ramón Ribeyro, que es por mucho el mejor acompañante en toda expedición existencial fracasada. Pero como es muy pesado llevarse ese voluminoso mamotreto de setecientas páginas en un viaje ligero, he convertido las Prosas apátridas (de 145 páginas) en mi escuálida biblia bolsillo, la cual releo para olvidar la ansiedad y darme ánimos antes de cualquier enfrentamiento con esa suma de prejuicios que llamamos Mundo; sus páginas siempre me devuelven sublimes ánimos pesimistas que me elevan entre las nubes del cinismo.

Hay que tener en cuenta, como bien apuntaba Ribeyro, que “cada religión segrega automáticamente sus propias herejías” (88), por lo que es posible que mi entendimiento de esta palabra sagrada diste mucho de la concepción que tengan otros Testigos de Ribeyro diseminados como una logia secreta por el mapa. En verdad, más que autoayuda, puede que las reflexiones epigramáticas de este peruano, que comparte patria con el Niño predicador pero que vivió la mayor parte de su vida en París, pertenezcan al género de la antiayuda, y tal vez por eso me reconfortan, ayudándome a comprender mi propio desorden natural, “dejándolo librado a su propia descomposición” (81), como hacía él con el caos de ceniceros, lápices, libros, camisas, pastillas, boletos de metro, colillas, chicles y calcetines que siempre había en su estudio.

Hoy tenía pensado salir a correr 5km, comer algo saludable, pagar mi recibo de luz y visitar un museo, cuando Ribeyro me recordó las ventajas de la inmovilidad con una necesaria cita de Flaubert: “Moverse es deletéreo”. Lo primero que hice fue consultar en el diccionario que “deletéreo” es sinónimo de “venenoso”, “mortífero”, después encendí otro cigarrillo, me arrellané en el sillón y di por muerto el día.

Enemigo del ritmo productivista, Ribeyro es un compañero ideal para la soledad. Su existencia, circularmente enfermiza alrededor de los cafés de Montmartre, me ha acompañado como una madre en los periodos de encierro y la enfermedad; sus lacerantes úlceras gástricas son gemelas de mis infinitos males estomacales, resultado de una dieta basada en ansiedad, paranoia, café y cigarrillos.

Tal era su renuencia a los desplazamientos innecesarios, que incluso planteó la genial idea de un Banco de Servicios, el cual consistía en un intercambio despersonalizado de favores entre gente que tiene que hacer algo muy lejos pero que puede buscar a alguien en esa lejanía que lo haga por él: “Por ejemplo que yo reemplace a tal señor en mi barrio en una cena y él a mí en una boda en su barrio” (99). Pero unas cuantas páginas antes, tan gráciles son sus tiernas contradicciones, se quejaba de que vivimos —y esto lo escribió en 1974— en una era vacía y despersonalizada: “¡Es tan difícil ahora encontrar una persona! No nos cruzamos en la calle sino con siluetas, con figuras, con símbolos. […] Es penoso que tengamos que vivir entre fantasmas, buscar inútilmente una sonrisa, un convite, una apertura, un gesto de generosidad o de desinterés y que nos veamos forzados, en definitiva, a caminar, cercados por la multitud, en el desierto” (67).

La de Ribeyro es una sabiduría humilde, a diferencia de la de su paisano Vargas Llosa. Su erudición siempre es didáctica y duda constantemente de su propio entendimiento: “Algunos dejarán una obra, es verdad. Será lindamente editada. Luego curiosidad de algún coleccionista. Más tarde la cita de un erudito. Al final algo menos que un nombre: una ignorancia (87).

Su debilidad por el bando de los fracasados, sin perder en ningún momento la elegancia y el decoro, lo orillan a constantemente sentir asco por los poderosos y las mentes explotadoras. Como cuando su joven casera parisina le exige la renta del estudio recordándole que ella apenas está comenzando. Ribeyro de inmediato se enfurruña:

No hacía falta añadir más para conocer las entrañas del personaje. Comenzar significaba en este caso comenzar a poseer casas, a tener inquilinos, a cobrar, a sacar partido en cualquier forma de privilegio del propietario […], a poner la piedra angular de un proyecto de vida que implicaba la acumulación de nuevos bienes, la multiplicación de la renta, la defensa de la propiedad, de la seguridad, del orden, para así, al cabo de veinte o treinta años, llegar a ser una vieja rica, odiosa y pertrechada, instalada confiadamente en el engaste de un patrimonio inmobiliario y bursátil, lo que no la librará sin embargo ni de la pequeñez, ni del olvido, ni de la muerte (98).

Sus ideales revolucionarios siempre incomodan, tanto a la severa mente conservadora, como al progresista sensiblero. Como en la ocasión en la que va a comer con unos obreros para hablar de marxismo y no puede congeniar debido a los malos modales de sus interlocutores: “Yo estaba de acuerdo con la manifestación de la que hablaban e incluso con la huelga, pero no con la vulgaridad de sus ademanes ni con el carácter caótico y estridente de su discurso. Mi bistec me hubiera sabido mejor si lo hubiera comido frente a un oligarca podrido, pero que hubiera sabido desdoblar correctamente su servilleta” (73). Aun así, para Ribeyro, la historia de los sujetos es siempre menos importante que la de los movimientos sociales: “El individuo no cuenta sino la especie, único agente activo de la historia. […] Lo importante no es que Leonardo haya producido La Gioconda sino que la especie haya producido a Leonardo” (100).

Así como aborrecía los innecesarios entusiasmos productivos, también repudiaba la tiranía de los objetos. Al ver a su esposa lavando una montaña de trastes, piensa con la cínica comodidad de un ocioso comodino: “No hay nada peor que caer bajo la dominación de los objetos. La única manera de evitarlo es poseyendo lo menos posible. Toda adquisición es una responsabilidad y por ello una servidumbre” (90). Como padre, Ribeyro ve en el desarrollo de una criatura nueva los síntomas de su deterioro: “El diente que le sale es el que perdemos, el centímetro que aumenta, el que nos empequeñecemos […] él se alimenta de nuestro tiempo y se construye con las amputaciones de nuestro ser (75-76). También, busca permanentemente analogías entre los inocentes juegos imaginarios de su hijo y su concepción de la escritura: “Ahora que mi hijo juega en su habitación y que yo escribo en la mía me pregunto si el hecho de escribir no será la prolongación de los juegos de la infancia. […] El niño emplea objetos mientras nosotros utilizamos signos. Y para el caso, el signo es más perdurable que el objeto que representa. Dejar la infancia es precisamente remplazar los objetos por sus signos” (60). Esta teoría congenia con la idea de Baudelaire sobre el genio, que no es “sino infancia recobrada a voluntad”, y con aquella idea de Stevenson, retomada por Javier Marías, de que la actividad literaria consiste en “quedarse en casa, jugando, como un niño, con papel”. El signo de la escritura de Ribeyro, no obstante, insiste más en el hecho de la caligrafía, como punto de convergencia entre lo invisible y lo visible: “Al escribir, en realidad, no hacemos otra cosa que dibujar nuestros pensamientos” (80).

Ribeyro es también un afectuoso compañero en la derrota, en periodos de luto y en periodos frágiles que producen demoliciones en nuestra gramática emocional. Cuando un amigo le revela negligentemente una verdad de su pasado que él desconocía, siente cómo se derrumban las galerías de su interior: “Zonas íntegras de mi pasado se hunden, se anegan o se transfiguran. Esto me sirve para comprobar que no somos dueños de nada, ni siquiera de nuestro pasado. Todo lo que hemos vivido y que tendemos a considerar como una adquisición definitiva, inmutable, está constantemente amenazado por nuestro presente, por nuestro futuro (58).

Las Prosas apátridas también pueden ser una brújula, quizá caprichosa y extraviada pero indispensable, que uno puede llevar a manera de amuleto cuando se sufre la pérdida de un ser querido. Especialmente, ante la pérdida de un amigo, ya sea por la fractura de la amistad, o por la inevitable despedida que es la muerte; al extraviar en el ruido del tiempo a una persona a la que quisimos, nos damos cuenta de que su deceso no sólo dejó un nuevo vacío en el mundo, sino también en nuestro interior, pues esa partida clausura también un pedacito de nuestra esencia: “Cada amigo es dueño de una gaveta escondida de nuestro ser, de la cual sólo él tiene la llave e, ido el amigo, la gaveta queda cerrada para siempre. Alejarse de los amigos es así clausurar una parte de nuestro ser” (46).

Maestro de excepcionales títulos, Prosas apátridas, Sólo para fumadores, Cambio de guardia, La palabra del mudo, La tentación del fracaso, no me explico por qué su forma de nombrar al mundo no ayuda a que su obra sea más apreciada, tanto por el público masivo, como por autores consagrados, pareciera que Ribeyro sólo obsesionara a los escritores que más batallan contra el medio literario y contra los fantasmas de su propia escritura, los que aprecian su genuina y tierna deconstrucción biográfica como un espejo de una deformación intelectual, con baches y altibajos, vacíos y distracciones, excesos, contradicciones y torpezas, y una hermosa sensibilidad para desenmascarar las verdades épicas de aquellos instantes insólitos que el mundo, pragmático y  codicioso, considera meras insignificancias.

Bibliografía

Baudelaire, Charles. Obra poética completa, traducción española de Enrique López Castellón, Madrid: Akal: 2003

Marías, Javier. “Lo Que No Sucede Y Sucede.” El País, 12 agosto 1995, elpais.com/diario/1995/08/12/cultura/808178408_850215.html.

Ribeyro, Julio Ramón. Prosas apátridas. Prólogo de Fernando León de Aranoa. Barcelona: Seix Barral, 2019.


Autores
(Ciudad de México, 1991) Narrador, poeta, editor, traductor y ensayista. Estudió la carrera de Letras Hispánicas en la UNAM, la maestría en la Universidad Complutense de Madrid y el doctorado en la Universidad Autónoma de Madrid. Ha publicado los libros Los designios del imaginero (2012) y Agenbite of inwit (2018). Ganador del Premio Nacional de Novela “José Revueltas” por Nuestro mismo idioma (FETA, 2015) y el Premio Nacional de Cuento “Julio Torri” 2019 por Sonámbulos. En 2023 publicó su tercera novela Mundo anclado (NitroPress, prólogo de Enrique Vila-Matas). Ha colaborado en diversas antologías como Covid: Narrativa mexicana joven, desde y contra la pandemia (FCE, 2021) y La lectura al centro: 55 autobiografías lectoras (UNAM, 2022), así como en la revista Quimera, Barcarola, El Universal, Excélsior,Tierra Adentro y Luvina. Como editor ha elaborado las antologías narrativas Lo fantástico no existe (Ediciones Periféricas, 2020), De narcos a luchadores (Contrabando, 2019) y El misterio de los seres espaciales (Deliria, 2023). Es profesor de literatura en la UNAM y en Literaria: Centro Mexicano de escritores.