Tierra Adentro
Despedida a S.S. Papa Francisco, 2016. Presidencia de la República Mexicana. Imagen recuperada de Flickr. CC BY 2.0
Despedida a S.S. Papa Francisco, 2016. Presidencia de la República Mexicana. Imagen recuperada de Flickr. CC BY 2.0

Todo en la Iglesia católica significa algo. Todo, sin excepción: desde las menudencias iconográficas del arte sacro hasta los ritos litúrgicos más sofisticados de la Semana Santa, las palabras, los nombramientos, las miradas, las posturas, los gestos. El arsenal semiótico del catolicismo es tan vasto como sus casi dos mil años de existencia y, para quien aguzó el oído, que en marzo de 2013 el entonces cardenal Jorge Mario Bergoglio haya escogido como nombre Francisco intuyó que el suyo sería un pontificado inusual. Nunca un papa se había llamado como el Pobre de Asís.

Luego vinieron los gestos. Primero, los protocolarios: Francisco dejó de usar el trono papal bañado en oro y prefirió hospedarse en Casa Santa Marta, la residencia de colaboradores de la curia romana. Luego, algunas de sus primeras declaraciones: “¡Cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres!”, o la ya célebre: “Si una persona es gay, busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?”. No fue un papa al que le gustara la soledad, excepto para la oración contemplativa, como buen hijo de san Ignacio. Y fue precisamente en el contacto directo con las personas, sin protocolos ni parafernalias, que Francisco divisó el largo proceso de reforma del ministerio petrino.

Este estilo directo encontró también una expresión litúrgica: el papa renunció a la antiquísima tradición de usar pantalones cortos con medias blancas bajo la sotana y zapatos rojos de cuero —esos que tan preciosamente hicieron de Benedicto XVI uno de los hombres más admirados en el mundo de la moda, según la revista Esquire—; renunció también al anillo del Pescador hecho de oro, a la faja de seda muaré con el escudo pontificio grabado en ella, a los ornamentos que tan pródigamente desfilaron con su antecesor: el fanón, las cruces pectorales de oro, las mucetas de terciopelo y armiño, los palios de lana de cruces rojas, el camauro y el saturno. Si cada una de estas prendas significaba algo, su ausencia significaba aún mucho más.

Francisco no fue un intelectual. Fue un pastor “con olor a oveja”, como gustaba decir. No escribía tratados sistemáticos ni disertaba con afán académico, pero poseía esa sabiduría que nace del discernimiento ignaciano y de la experiencia con los más sencillos. Su sobriedad, su cercanía, su rechazo a la ostentación no eran meros detalles estéticos, sino la antesala de una reforma de hondo calado: una que quiere volver a las fuentes del Evangelio y encarnarlas en el presente, que reconoce el dinamismo del Espíritu a través del tiempo, al cual informa y transforma desde dentro. En su modo de celebrar, de hablar, de presentarse, se transparentaba una intuición teológica fundamental: que la forma ya es contenido, que el gesto ya es buena nueva.

Lex orandi, lex credendi reza una antigua máxima de la Iglesia formulada por san Próspero de Aquitania: “La ley de lo que se ora es la ley de lo que se cree”. La manera en que el Pueblo de Dios reza revela, y al mismo tiempo moldea, su fe. Por eso, en Francisco, la sencillez de los ornamentos, la cercanía de sus homilías, la inclusión de los pobres, los presos, las mujeres y los migrantes en sus discursos y en los ritos solemnes de cada Jueves Santo fueron también catequesis silenciosas, una manera de recordar que la Iglesia es el Cuerpo místico de Jesús en comunión, en salida y en conversión continua. Esta misma lógica se hizo visible en su acercamiento a personas históricamente excluidas por la Iglesia: creyentes LGBT+, migrantes, parejas divorciadas y en una segunda unión. No se trataba de una mera estrategia pastoral, sino de una lectura evangélica del tiempo presente: es en la acogida orante como comprendemos mejor el núcleo de nuestra fe, es en la oración comunitaria, sin la exclusión de nadie, donde se vive la misericordia del Padre. Francisco supo que no basta predicar la inclusión; hay que hacerla espacio habitable. En cada abrazo público, en cada gesto de hospitalidad, en cada misa celebrada en las fronteras o en las cárceles, el papa enseñaba que la dignidad no se concede: se reconoce. “A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos”, le dijo el Señor a Pedro, y Francisco las usó para abrir las puertas que tantos otros nos habían cerrado.

La historia lo recordará como un papa de transición. Francisco no tuvo espíritu de reformador sino de profeta. No trazó grandes planes sistemáticos ni promulgó una nueva arquitectura eclesial; lo que hizo fue abrir muchas preguntas. Solo eso fue una labor titánica. Su tarea consistió en preparar el terreno para una reforma más profunda, de largo aliento, que ya no puede reducirse a ajustes curiales, sino que apunta a una transformación en las formas ministeriales, en las estructuras de participación y en el reconocimiento del protagonismo del laicado. Eso que él mismo llamó el carácter “sinodal” de la Iglesia: no un simple método, sino una conversión eclesiológica, un nuevo modo de ser y caminar en conjunto.

Su muerte deja a la Iglesia en los albores de ese proceso. Las estructuras de poder —que también responden a una liturgia, por cierto, muy elitista— resistieron en no pocos casos los impulsos de renovación. Algunos sectores vivieron el pontificado de Francisco como una incomodidad, otros, como una tregua, otros más, como la ansiada aplicación de los principios del Concilio Vaticano II. En lo que podemos estar de acuerdo es que Francisco redefinió en buena medida la percepción pública del catolicismo en el siglo XXI. Bajo su guía, los procesos de discernimiento pastoral sobre cuestiones como los abusos del clero, la acogida a personas LGBT+, la integración de parejas fuera del matrimonio, las políticas migratorias, la corresponsabilidad de las mujeres o la crisis climática se movieron de los márgenes al centro del debate eclesial. La primacía de la inclusión sobre la exclusión, de la misericordia sobre el rigorismo, del acompañamiento sobre el juicio, descolocó a muchos, pero ofreció a otros una vía alterna para vivir el Evangelio hoy.

Habrá que ver —y orar, pues, porque reducir el próximo cónclave a un campo de batalla entre dos bandos es inevitable si se pierde de vista la naturaleza divina de la comunidad cristiana— si la Iglesia profundizará en el camino de la sinodalidad o si volverá a los viejos mecanismos de control y defensa, al celo del apologeta que a tantas personas ha excluido de la vida sacramental. Esa es, quizá, la verdadera transición que Francisco encarnó: la que no termina con él, sino la que apenas comienza.