Tierra Adentro
Portada de "El jardín de los ídolos", de Georgina Moctezuma. Colección Tierra Adentro, FCE. 2023.
Portada de “El jardín de los ídolos”, de Georgina Moctezuma. Colección Tierra Adentro, FCE. 2023.

Acudía a ese lugar todas las noches, esperando que al amanecer los ídolos abandonaran el sueño conmigo, convertidos en figuras sustanciales, graves y silenciosas, con el peso y la consistencia de las piedras. Lamentablemente, la experiencia me ha mostrado que la magia no interviene así. Al igual que los relatos, los ídolos de mis ensoñaciones estaban hechos de aire, eran imágenes animadas por el flujo del viento que escapaban una vez clareaba el día. Al no poder tenerlos frente a mí, preferí contemplarlos en aquel espacio construido hacia dentro, reservados en la intimidad que corresponde a las verdaderas fantasías.

Conforme a la enseñanza de la Filosofía natural, así como de algunos mitos y tradiciones antiguas, quise creer que al interior de los ojos reside un fuego que aviva la mirada, ilumina los objetos hacia donde se dirige. Me gustaría entender qué sucede con las imágenes que existen hacia dentro de nuestras pupilas, aquellas que observamos al momento de cerrar los párpados cuando dormimos. Imágenes que fluyen de algún pensamiento específico, de algún recuerdo remoto, o esas otras que surgen de las fantasías y parecen posibles tan solo en lo profundo de nuestras ideas.

El mundo cambia constantemente. Astros, nubes, animales, plantas, todos estamos sujetos a ese principio. Sin embargo, parece que existen sueños, ilusiones y recuerdos que no se alteran ni construyen con la misma rapidez; permanecen por más tiempo y pueden durar más que algunos actos. De la misma forma que ocurre con los mitos, a menudo tengo la impresión de que mis recuerdos han sido escritos como imágenes sobre piedra.

Encontrar el significado de los sueños, los símbolos y los mitos entraña uno de los conocimientos más antiguos que, de forma muy sutil, ilumina el camino de cierta sabiduría, encerrada en su refugio como una verdad intacta en el fondo de nuestra naturaleza más primitiva. Es entonces cuando descubrimos esa cámara oscura y profunda, que no tolera más que la media luz de una vela y que algunos han llamado magia. Lo cierto es que ese conocimiento, como cualquier objeto antiguo arrojado al desuso, desaparece pronto en el olvido.

Muchas veces he caminado por mi ciudad buscando el jardín de los ídolos. Mi madre me habló de aquel lugar. De acuerdo con sus relatos, aquel terreno era un bosque. Un manantial formaba un estanque y alrededor había fresnos, eucaliptos y árboles de pirul que tendían sus ramas hacia abajo, buscando el agua. Yacían también, enterradas, pequeñas estatuas de piedra, ídolos prehispánicos que, según mi madre, eran auténticos. De todas sus anécdotas, esa era mi favorita y, aunque entiendo que ese lugar ya no existe, siempre quise saber dónde estaba. He seguido su rastro en mapas, fotografías y crónicas, he preguntado a aquellas personas mayores a las que tanto les gusta contar historias de la ciudad. Nadie ha podido darme una respuesta definitiva. No he averiguado lo que más me interesa: cómo eran esos ídolos, qué representaban y dónde están ahora, quién se los llevó.

Pensar en la magia como una forma de conoci miento, puede parecer extravagante para mi época. Siendo quien soy, una profesora que escribe, no parece concebible que demuestre empeño en indagar el origen de aquellos ídolos únicamente a partir de lenguajes oscuros. Por eso, he recorrido y caminado mi ciudad en todas las formas que me ha sido posible, insisto en buscar aquellos ídolos con el deseo de detenerme un día frente a ellos, observarlos por fin de fijo con toda su entereza. Quisiera conservar su imagen como un refugio, un amuleto, un símbolo que pudiera apresar y durar en el tiempo.

De acuerdo con antiguas creencias inscritas en mi imaginación, los ojos tienen el poder de transformar materialmente el mundo. Dicho atributo no es exclusivamente humano, se comparte con determinados animales, poseedores de una mirada fija y brillante. En uno de sus ensayos, Montaigne narra un episodio donde un gato acecha a un pájaro al pie de un árbol. Clava su mirada en sus ojos hasta que, como si le hundiera un zarpazo, el pájaro cae muerto a los pies del felino, atraído hacia el suelo por una fuerza inexplicable, proveniente de la mirada del felino.

También Plinio, en su Historia natural (ca. 79 d. C.), apuntó que si un lobo fija la vista en un hombre, este pierde instantáneamente su capacidad de hablar: “los ojos de algunos lobos quitan la palabra y aturden a quienes los miran”; una anécdota similar se encuentra en las Bucólicas (ca. 37 a. C.) de Virgilio: “Moeris per dió la voz, los lobos le vieron primero”. Tal vez esta superstición se debe al temor de enfrentarse con la mirada hermética y avivada de secretos, profundamente oscuros en los ojos del animal. Como consecuencia, el miedo genera frío, palpitaciones, palidez y, sobre todo, afonía.

Según el mito griego, Perséfone perdió la voz cuando fue raptada por Hades, quien la convirtió en su esposa. Pero al ser él quien gobernaba el inframundo, se trató de un pacto de matrimonio y muerte. “La muerte es como el matrimonio y el matrimonio es como la muerte”, dice Artemidoro en su tratado sobre los sueños Oneirokritiká, “el sueño del matrimonio es equivalente al de la muerte porque ambos representan una etapa conclusiva”. Al desposado y al fallecido les corresponden los mismos signos: el cortejo, las coronas, los ungüen tos, los perfumes y hasta la sucesión de bienes. Sin embargo, Perséfone se conservó doncella, como en un tránsito que nunca se completa, en mitad de un camino hacia el matrimonio y la muerte.

No recuerdo un momento durante mi niñez en el que sintiera miedo: ni a la oscuridad, ni a quedarme sola, excepto las ocasiones en que soñaba con un lobo. Ese sueño me enmudecía. Recuerdo la angustia, la opresión en el pecho y la garganta, como si una soga me estrangulara, hasta que ya no podía hablar. Si hubiera sido capaz de refugiarme en las palabras, en ese sentimiento de alivio que a menudo producen cuando somos capaces de enunciarlas en voz alta, estoy segura de que mi abuela me habría dedicado una mirada firme de reprobación, una mezcla de fastidio y desprecio al escuchar mi relato, como diciendo no seas tonta Georgina, nosotras no tenemos miedo.

Siempre quise ser como ella quería que yo fuera. Procuraba jugar a su alrededor, a una distancia donde pudiera verme sin que le disgustara mi presencia infantil, mis aspavientos. En mis fantasías, el juego era el siguiente: atravesaba un campo intrincado y lleno de peligros, mi madre dormía prisionera al otro lado y mi misión era llegar hasta ella para liberarla. En el trayecto había muchas trampas que iba inventando mientras caminaba: tierras pantanosas, redes en las que podía caer, pozos ocultos que conducían a cavernas profundas; el peligro siempre sugería ser tragada por la tierra.

Entonces, más que nunca, odiaba mi nombre: Georgina. Pero es muy bonito, me reprochaba mi abue, ¿no entiendes lo que significa? Mujer de la tierra. La amenaza principal de llevar un nombre así es la cantidad de serpientes que se deslizan por donde sea que pise. En aquel juego, si resbalaba y descendía al interior de una caverna, tenía que permanecer dentro con los ojos cerrados por al menos unos minutos, simulando la oscuridad. Lo único que podía consumir para continuar el recorrido eran los gajos de mandarina que mi abuela ponía en una jarra de vidrio, en un lugar preciso donde les diera bien el sol. La regla más importante era que no podía matar a las serpientes, tenía que mover los pies de manera ágil y acompasada, interpretando pasos de baile. Así evitaba tropezar con sus ondulaciones.

La representación de la serpiente tiene abundantes significados. Según el Génesis, era la más astuta de todos los animales, quien incitó a la mujer para que comiera el fruto del árbol del bien y el mal. Por vivir en el desierto, entre los escombros, dentro de pozos y bajo la tierra, la serpiente conoce todos los secretos, puede predecir el futuro y concede el pensamiento científico. Además, varias tradiciones coinciden en darle fuerza lunar debido a que una vez cumplido un ciclo, se regenera y rejuvenece, por eso se piensa que tiene el poder de la fecundidad y son aliadas de las mujeres, pues se reconocen una a otra debido al ciclo menstrual. Entre las niñas de mi primaria, era muy comentado que usar el aceite de serpiente en el cabello hacía que luciera más bonito, brillante y terso, pero había un riesgo: si empe-zaba a llover, debías trenzarlo rápidamente y evitar que se mojara, pues, al contacto con la lluvia, tu coleta podía convertirse en una larga serpiente y enroscarse varias veces por tu cuello hasta ahorcarte.

Hubo un tiempo en que quise hacerme delgada hasta el exceso. Deseaba que alguien me cuidara con esmero, tomara posesión de mi cuerpo, me rescatara del sueño en la carretera, de aquel lobo, y me depositara dentro de una taza de agua tibia para reconfortar mi cuerpo. Deliraba con ese pensamiento, pero desistí pues nadie ha tenido fuerza para sacarme de esa pesadilla, y porque disfruto mucho más caminar sola, dar largos paseos en búsqueda de alguna cosa, equilibrar en ambas piernas mi peso cuando corro por las mañanas. Imagino que estoy bailando, pero esta vez mis muslos son las serpientes.

Ahora puedo distinguir los miedos que más me obstinan. Por ejemplo, tengo miedo a perder el control, a que un extraño me siga por los callejones que conducen a mi casa y que secretamente se meta en mi dormitorio por la noche. Pero, sobre todo, tengo miedo de pensar que alguien pueda hacernos daño; a mis amigas o a mí misma; es terrible porque la amenaza persiste, incluso cuando soñamos.

Con frecuencia, mis amigas me hablan de sus pesadillas.

Sé de alguna que despierta llorando cada que durante su sueño se transforma el rostro de algún personaje. Por ejemplo, estoy en un concierto con un hombre al que no conozco, pero que en el sueño me resulta conocido, dice ella mientras inclina su cuello hacia el pecho tratando de evocar lo que pasaba después. Al salir paseamos por un parque hasta detenernos un momento a conversar. Nos sentamos en una banca.

—No sé quién es —continúa—, pero me siento en confianza, nuestra plática es muy amena. Nos quedamos sin luz conforme avanza la tarde, los rasgos en el rostro del hombre empiezan a perderse hasta que no distingo nada más en la penumbra, solamente escucho su voz. Me asusta no poder mirarle la cara. Le pido que volvamos a la avenida, pensando que estará alumbrada —le alcanzo un vaso de agua para que fluya su relato—. Al volver, advierto que su rostro ha cambiado por completo y que ahora se trata de un sujeto muy distinto, ya no es el mismo —niega con la cabeza, ha llegado al punto de su sueño que la hizo venir a contármelo—. Lo miro incrédula, sin poder emitir palabra, mientras él me guiña un ojo de manera sarcástica, perversa, como si se burlara de mí, como si hubiera caído en una trampa.

La abrazo con mucho sentimiento y reconforto sus hombros, le preparo un té y le ofrezco un lugar en mi cama para que descanse, ¿qué más puedo hacer?

Otra amiga me ha contado que se sueña durmiendo junto a alguien que la abraza por la espalda. Enseguida advierte que no es normal, porque casi nunca duerme acompañada. Consciente de ello, quiere darse la vuelta para saber quién es, pero los brazos que la rodean la tienen sujeta con fuerza. Intenta zafarse pero es inútil. Grita hasta que siente que una mano torpe y rasposa la toma por las mejillas, tuerce su cuello y se aproxima sobre ella para besarla bruscamente. El sueño termina cuando ese beso le llena la boca de gusanos.

Nunca sé qué decirle, solo puedo darle un espacio para que ella hable de cómo le gustaba, cuando era niña, escarbar en la tierra y encontrar caracoles. Juntas, buscamos ilustraciones de larvas, orugas y crisálidas que se transforman en mariposas, poco a poco nos olvidamos de la pesadilla.

Otra amiga me ha contado: sueño que estoy en una casa vacía, parece un lugar muy elegante, tiene una es ca lera amplia, como de película. Baja corriendo una niña pequeña, tiene el cabello despeinado y lleva puesto el mismo vestido con el que me tomaron una fotografía hace muchos años. Se avienta a mí llorando, desconsolada, y me abraza por la cintura. Me encuentra tan sorprendida que la muevo bruscamente hacia el otro lado. La niña, furiosa, torna sus ojos y me muestra sus mejillas rojas, como si la hubiera golpeado con la palma de la mano al rechazar su abrazo. De repente se vuelve más pequeña, me patea las rodillas, me grita y me reclama por qué la dejé sola, por qué la abandoné ahí. Mi amiga llora, la abrazo fuerte pero no logro decir ni hacer nada, otra vez me quedo muda. Respiramos al mismo tiempo y con intensidad sacamos el aire que contenemos en nuestros úteros vacíos.

Temo por ellas. Las pesadillas de mis amigas también son mías.

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