Tierra Adentro
Portada de "Perturbar la piel" de Gerardo Horacio Porcayo. Colección popular, FCE, 2023.
Portada de “Perturbar la piel” de Gerardo Horacio Porcayo. Colección popular, FCE, 2023.

CAPÍTULO II

Se descubrió al borde del olvido. Reintegrado, con su mente aún dispersa.

Tenía la noción vaga de sueños rotos, de un gran periodo inconexo. Miró a su alrededor. La escena no era inédita; de hecho, le recordó un videojuego retro de su juventud: el universo destrozado y él, al borde de su pequeña casa, en el fragmento último del planeta.

Era su primera propiedad, comprada con el fruto de su esfuerzo, mientras sufría la furia de su padre, el peso de ser desheredado a causa de sus malas decisiones, debido a su terquedad de salirse con la suya; con la congoja de las tarjetas de crédito canceladas, sin esa red de protección, pero al lado de ella, de Mercedes.

¿Qué había pasado después? ¿Antes de que todo se extinguiera con ella? ¿Antes de amasar su fortuna?

Ése era uno de los problemas de la sobreestimulación, de exponerse de forma voluntaria a tanta multimedia, a tanta ficción gráfica y conceptual sobre el ser humano. Hay teorías que aseguran que sólo percibimos aquello que ya tenemos como idea en nuestro cerebro. Que funcionamos a base de preconcepciones. Y sus lecturas, sus investigaciones sobre la vida después de la vida, eran tan amplias que ya le resultaba imposible un enfrentamiento con la genuina materia de la muerte.

Todo, al borde, en el vacío, parecía un remolino inverso, un agujero de gusano que iba expulsándolo todo. Asociaciones rotas, memorias flotantes llegaban como resaca de su recién destruido mundo.

“Estás en una realidad virtual de reconstrucción de personalidad —se explicó a sí mismo. Se sentó en flor de loto, en el círculo de una fuente que nunca llegó a construir. Empezó a tratar de absorber, de recuperar del vasto vacío la totalidad de sus memorias. Eso se supone que debía realizar… Aunque no recordaba, a pie juntillas, hacerlo en el pasado—. Quizá es una memoria robótica de procedimiento, parte de un más sofisticado protocolo de rearmado.”

A lo mejor se trataba de un fallo en las programaciones. Un afortunado error que él debía aprovechar para rescatar todo lo posible, para formar un recaudo, un cofre secreto que ningún editor pudiera extirpar antes de su siguiente encarnación. Porque debía haber una siguiente. Morair Saer no habría supervisado todo si no pretendiera darle continuidad…

Volvió a mirarse. De muchas maneras, aquella versión de sí mismo era su imagen idealizada. Parte de su paradójica unicidad. El pantalón que llevaba era militar y estaba lleno de bolsas. También la chamarra.
Empezó a saturar esos contenedores con todo aquello que antes no recordaba, con lo que lucía esencial, insustituible.

Una alarma comenzó a girar al borde de la pantalla, es decir, de su campo visual.

El mundo se sacudió, pulsó. Se transformó en la vieja Ciudad de México de 2030. Ahí estaban todas las
señales: la propaganda del gobierno saliente, las protestas civiles en contra de la nueva elección, los tempranos adornos navideños, los autos de combustión interna. Y los helicópteros sobrevolando todo.

Y el miedo… Percibió con el rabillo del ojo cómo la gente se dispersaba ante el paso de una motocicleta, en la esquina del Palacio de Bellas Artes y Eje Central. La mujer, en la parte de atrás, tendió su subfusil Xiuacóatl y rafagueó a los turistas al pie de la estatua de Perseo, Pegaso y Medusa.

Él ni siquiera pudo mover las piernas. La llanta delantera se detuvo casi sobre su bota.

—No puedes traicionarnos. Necesitamos las armas que prometiste…

—Yo, en este tiempo, ni siquiera…

—No seas imbécil. Ésta es una transmisión pirata.

De tu ayuda depende la supervivencia del país, de toda nuestra raza.

—¿En qué año estamos?

—2084, por supuesto…

De un cielo sin nubes se precipitó un rayo. Exacto. Mortal. En el lugar de la motocicleta y sus jinetes quedó una sombra carbonizada, un vapor con aroma a carne quemada.

El ambiente empezó a pixelarse. A pulsar, a parpadear, antes de transformarse todo en un azul de falta de señal. Luego, en el negro de la pérdida de conciencia.

*

Impaciencia. Su isla iba creciendo con cada nuevo despertar consciente, parecía extender sus fronteras, la misma arquitectura del lugar, sin que él consiguiera comprender la mecánica de aquello.

El sitio semejaba el levantamiento de estructuras desde el plano delirante de un arquitecto. Uno que olvidaba el trabajo previo, que fuera construyendo de forma dadaísta o con automatismo bretoniano. Un dédalo absurdo con fragmentos de su pueblo natal, de ciudades visitadas, añoradas; de escalinatas deseadas que partían de solares y acababan conduciendo a ninguna parte, como esas múltiples puertas de diversos estilos, de materia varia, distribuidas sin ton ni son; umbral, conducto a paredes, a vacíos, pocas veces a corredores que llevaban a otros ambientes.

Cada cierto tiempo, además, homúnculos de rasgos básicos surgían cuando él estaba distraído, cuando no miraba, e iban habitando cada inmediación.

Y con cada crecimiento del terreno, él iba quedando aislado, encerrado. Por eso construyó su pequeña torre, ese observatorio elevado con telescopios que pronto fueron obstaculizados por otras estructuras vecinas.

Su mente había recuperado teologías, investigaciones peculiares. Un fragmento de Swedenborg lo hizo
incluso cuestionarse sobre el sitio. El infierno, según la interpretación de Borges de los escritos del filósofo y teólogo sueco, tenía la forma de un demonio y quizá todo aquel desbarajuste de edificaciones estaba ahí con el único propósito de impedirle cartografiar el lugar. Y, de cualquier manera, ¿qué forma develaría un mapa?, ¿cuál sería su apariencia demoniaca?, ¿la de la carta de la lotería tradicional mexicana? ¿La del triunfo número quince de qué mazo del tarot? ¿Una versión del panteón primigenio de Lovecraft? ¿O sólo la imagen de sí mismo?

Pensar en esas metafísicas siempre lo llevaba a esa peligrosa postura de morderse la cola. Terminaba enredándose en sí mismo. Desbordándose, así, hecho un nudo de dudas absurdas que, sin embargo, seguían torturándolo.

Si habitaba el averno, teorizaba, al menos tenía que agradecer la ausencia de torturas físicas. Todas eran intelectuales y la más acuciante versaba sobre la culpabilidad. Al tener los recuerdos de Morair Saer,¿compartía con él sus pecados? ¿Sería juzgada cada una de sus versiones de manera independiente por la distinta suma de pecados? ¿Su alma se habría subdividido? ¿Se fusionarían cuando todos alcanzaran la muerte? ¿O sólo el alma original habitaba el genuino tártaro?

No era el primer hombre que recuperaba un atisbo de interés sobrenatural, que se aferraba a la fe desechada en vida al enfrentar la muerte; al negarse a su propia disolución, al analizar el sinsentido de la vida… Y peor, al interrogarse sobre estas estancias límbicas, estos parajes que le permitían sentirse no extinguido, pero, de igual manera, arrojado a otra “realidad” agreste y sin manual de instrucciones, sin nada nuevo que llenara los huecos, que calmara los malestares. El fantasma en la mansión abandonada… Peor, el fantasma en la máquina…

Sea como fuere, su sentido práctico lo instó a superar la parálisis, a recuperar su bagaje tecnológico. Necesitaba un dron para sobrevolar ese reducto geográfico, para realizar genuinas exploraciones. Después de su primer despertar en ese sitio, ninguna nueva manifestación de la Ciudad de México, de los motociclistas, se había hecho presente. Y la idea de una transmisión pirata siempre le resultaba terapéutica; reforzaba la premisa de que todo aquello no era más que su estancia en la realidad virtual, a la espera del nuevo encarnamiento.

Sin sol, sin luna, le era imposible medir el tiempo. La ausencia del hambre, las impredecibles llegadas del sueño (prefería llamarlo así) o la inconsciencia, incalculables en su longitud, tampoco marcaban pautas.

Primero logró construir un robot todoterreno y una terminal receptora; así supo cómo cualquier acción suya generaba reacciones de respuesta: un autómata más completo y funcional capturó y deshizo a su primogénito mecánico. Se esmeró en crear distractores, en recordar mitologías, mientras optimizaba la tecnología de vuelo. Antes de finalizar el armado de su artilugio pudo ver arpías, pegasos cruzando el cielo.

Disfrazó a su dron como una lechuza e hizo el primer vuelo de reconocimiento. Lo elevó hasta el límite
y circunnavegó la isla. Era en exceso simple. Semejaba la primera versión de la Ínsula Morair. Y las construcciones arracimadas, sobrepuestas, constituían el cercano laberinto que lo aprisionaba. En cada una de las variantes arquitectónicas un homúnculo iba evolucionando en sus rasgos, hasta parecerse a la versión adolescente, humana, de Morair Saer. De sí mismo.

En el viaje de regreso, dos minicazas de combate, con extremidades prensiles, empezaron a seguirlo. Esforzó las maniobras evasivas. Hizo más, procuró hackear aquellos armatostes, robarles la mayor información posible. No se distrajo, consiguió copiar los programas de recepción y, de inmediato, ordenó una vuelta errónea, sacrificó a su propio dron. Debía hacerles creer que ellos seguían con el control, que estaban ganando y las suyas eran meras batallas pírricas.

Tomó nota del sadismo con que los minicazas despedazaron a su falsa lechuza: con disparos estratégicos y sus extremidades como garras, como advirtiéndole la calidad de las posibles represalias.

Y actuó una supuesta y sentida derrota: abandonó su industria. De manera aparente. Derivó al arte. Inició con una escultura de sí mismo luego con una reproducción del exterior de A4, después con A1, aunque en realidad se fabricaba una armadura. E iba moldeando otro par de autómatas básicos.

Lo importante era fingir, pretender el desarrollo de piezas inocuas, mientras abonaba a sus planes. En la terminal programó videojuegos básicos que corrían a pantalla completa, mientras, en un gadget del tamaño de un celular espiaba las órdenes que los genuinos guardianes drónicos recibían.

Estaba en la Isla de las Posibilidades, en The What If Island. En el laboratorio de edición de memoria. Ya
era evidente, cada cosa lo señalaba así: duplicados de sus distintos recuerdos, editados, estandarizados, transformados en versiones genéricas de sí mismo, para la futura integración de su personalidad.

Esa nueva pieza del rompecabezas lo llevó a generarse un disfraz homúnculo, uno que portaría bajo el de A1. Luego diseñó la sobrecoraza que lo haría lucir como un A8 básico. Hizo moldes de aquello. Y consiguió vaciar en bronce, en plástico, las nuevas estatuas.

Admiraba el bulto irregular de los moldes, cuando empezó el ulular. El sonido cacofónico, crispante, de esa sirena parecida a las de alerta de bombardeos. Luego llegó la vibración, esa sacudida, un temblor de tierra que, al instante, empezó a fragmentar todas las estructuras, a abrir huecos, caminos en las bardas, en las cercas de contención.

Supuso que los protocolos estaban completos. Dejó una versión simple de sí mismo, movida por un esqueleto robótico que empezó a pedir auxilio en cuanto se alejó lo suficiente, cruzando muros, atravesando el laberinto de manera no ortodoxa. Su nuevo dron, semejante a un cuervo, fue indicándole las rutas que los homúnculos, como un ejército de hormigas, iban tomando y se dirigían hacia el borde de tierra más próximo al agujero de gusano, a ese anillo luminoso que ahora estaba succionándolo todo.

Así, con triple disfraz, alcanzó el muelle.

La barca era un híbrido de cohete y navío egipcio. No se detuvo. Caminó como extraviado, sin dejar de repetir pasajes de El arte de la guerra. No hubo aduana, examen a quienes iban embarcando. Vio confluir a un puñado de minicazas hacia su morada. Sabía lo que seguiría.

Se internó en lo más profundo del cohete, se agazapó en una esquina y en el gadget tipo celular activó su identidad A8, con los códigos hackeados a los minicazas. El lugar fue llenándose de homúnculos más definidos, de copias básicas de sí mismo. Escuchó la alerta de cierre de compuertas e, inmediatamente después, la explosión, el sonido que anunciaba el fin de su personalidad, el exterminio de su simulacro mecánico. Luego sintió el empuje de los motores, el avance majestuoso que al poco tiempo dejó de tener efectos inerciales.

El viaje fue en exceso corto. Al activarse los chorros de frenado se adelantó hacia la exclusa de salida. Fue abriéndose paso y, a punto de tomar el primer puesto, lo vio.

Era una versión íntegra de sí mismo en la plancha de operaciones; sin extremidades, con el torso abierto e instalado en una silla de ruedas motorizada. Tras él estaba su versión editada, como la creatura de Frankenstein, con brazos, piernas y tórax cosidos con grandes y brutales puntadas.

La luz roja advirtió sobre la apertura de la compuerta. Hubo un resplandor blanco y el cadáver en silla de ruedas atravesó ese rectángulo cegador. Tras el cierre hidráulico hubo una pausa, la luz cambió a verde y la escotilla se abrió a un amplio paraje campestre. En cuanto su yo frankensteiniano pisó el pastizal, se dispersó en diminutos corpúsculos.

Lo imitó. Dio el paso. Un cosquilleo recorrió toda su piel; un haz energético e invisible incidía sobre él.
Hubo resistencia. Su gadget comenzó a llenarse de nuevos datos. Su armadura exterior se vaporizó; luego, la tipo A1 y su disfraz homúnculo… Los genéricos se desintegraban en cuanto accedían a ese falso jardín del Edén. Su piel empezó a crepitar, sus ropas a fragmentarse. Una luz amarilla se encendió en el cohete.

Echó a correr hacia la única estructura visible. No volvió la mirada. Reconoció las escalinatas de la mansión de Ínsula Morair, su observatorio.

Se esforzó los últimos metros en el sprint. Pateó la puerta, ingresó con la ropa hecha garras. Una larga tira de su pantalón lo hizo tropezar. Cayó de bruces.

El golpe en el mentón sacudió su cerebro.

El sonido de la alarma no dejó de sonar aún después de que perdiera el sentido.


Autores
(Cuernavaca, 1966) es maestro en literatura iberoamericana por la UIA Puebla, se ha desempeñado como profesor universitario desde 1999 y ha estado a cargo de múltiples talleres literarios desde 1988. Fue merecedor de los principales premios de narrativa fantástica corta de los años noventa, nacionales y latinoamericanos; ha publicado a la fecha 14 novelas (El cuerpo del delirio le mereció la segunda mención honorífica en el XII Premio Internacional de Narrativa Ignacio Manuel Altamirano 2015), tres libros de cuentos y tres antologías temáticas, pese a que gusta definirse como autor que arrasa con las circunscripciones genéricas.