Mundo anclado
Mundo anclado es una novela coral de casi 400 páginas en las que cinco voces en cinco tiempos dislocados reconstruyen a manera de memorias, diario testimonios, cartas, poemas y un peculiar diccionario de piedras el misterio del asesinato de la joven estudiante de letras, Mélida Areúsa.
Para Héctor Espinosa Pérez
In memoriam
Para Luis y Miriam
In memoriam
Para Daniela Barajas
In memoriam
JULIÁN SEGOVIA – DESHORAS (I)
Recuerdo cuando solía despertarme a deshoras para escribir lo que fuera, diálogos entre dos mimos recién jubilados, canciones de cuna para muñecas de plástico, cuentos de ancianos que no querían irse a la cama, la página doscientos veinticinco de una novela coral que cambiaría al mundo. Me gustaba comenzar con la frase: “Y así las cosas”, como si fuera la conclusión de un largo viaje; la historia arrancaba en un momento de serenidad con mi vida ya conforme.
Aún lo hago.
Son las cuatro y media de la mañana, hace años que no escribo de manera seria, tengo un trabajo que odio y que no me da para vacacionar en el Caribe, pero me sigo despertando a deshoras, pese a la ruina social y amorosa que es mi vida, me sobresalto con una idea inquietante: consejos de escritura para los jóvenes creadores, discursos de recepción de un premio importante, adivinanzas postapocalípticas. Hubo un tiempo en el que decidí ignorarlas y me pasaba la noche en un rincón del cuarto fingiendo que movía con la mente las manecillas de mi reloj descompuesto.
Y así las cosas.
O podría escribir que el caso sigue abierto, que aún no han identificado al verdadero responsable, o a la verdadera responsable, qué sé yo. A estas alturas no sé nada, o casi nada, sólo que la encontré adentro de la tina, recostada como si se hubiera quedado dormida al tomar un baño. Se me escapa el principio. Son colores y gritos apagados. El motor dejó de sacudirse, las llaves cuchichearon, de la puerta emergió un pie inseguro, un zapato lustroso que al bajar pisó un grillo. Y el grillo dejó de cantar. Había pocas estrellas en el cielo. Era una de esas noches nubladas en las que Marte parece un avión envuelto en llamas. Crujían las ramas al ritmo de mis pasos. Noche de ruinas chamuscadas, flotaba en círculos el humo de una chimenea de campo hacia el terreno vecino, el que una vez fue nuestro.
Pero me estoy adelantando.
Chirrió la madera podrida de las vigas, estaba helada la cerámica del piso, dos pasos al frente, seis a la derecha. Todas las luces estaban encendidas con excepción de la última, al fondo del pasillo. Flotaba un vapor culposo al interior del recinto, mi sombra se introdujo en la sombra embotellada de esa casa vacía; nos mezclamos en oscuridades polvorientas. Suspiramos. Tenté la pared del baño, sentí el interruptor viscoso, y en ese mismo instante o un instante después de presionarlo, vi mi mano manchada de sangre, sangre vieja, sangre color marrón. Seguí las gotas al piso de cerámica, donde había huellas sanguinolentas de un calzado menos elegante que el mío, uno más pequeño y tosco. Alrededor caían delgados ríos rojizos, el blanco ahuesado de la tina estaba también embarrado de sangre, era una imagen parecida a la bandera de Inglaterra. No sé si antes o después encontré la pastilla de jabón machacada, como si alguien la hubiera apretujado, alguien tenso, alguien que sufría, alguien que la dejó caer en cualquier sitio, porque su cuerpo sin vida se desmoronó al siguiente instante. Fueron tres disparos, pómulo, frente y mejilla, tres estruendos. Y el hombre vestido de etiqueta que era yo, el hombre que encontró ese cuerpo con el cráneo reventado por las balas, se dejó caer adentro de la tina, en la sangre de aquella mujer a la que alguna vez creyó haber amado.
Antes de interrogarme he de devolverle un poco de orden al pasado, muchos años atrás, cuando él ya no era joven y ella sí, cuando él tenía miedo y ella no, cuando él la miró de lejos y ella lo miró de vuelta, y ninguno de los dos sonrió, pero pienso que si se lo tuviera que contar ahora a un extraño añadiría el detalle de una sonrisa, o una media sonrisa. Lo cierto es que a mi edad uno se va quedando solo. A mi edad uno ya no encuentra a quién contarle estas cosas. El recuerdo de Mélida Areúsa, a estas alturas, me causa más cansancio que dolor, pese a que durante un tiempo la mera mención de su nombre o de una palabra parecida a su apellido me provocara vértigos y azarosas taquicardias.
Hablé con ella por primera vez en el pasillo de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en el área común del primer piso a la que algunos llaman El Aeropuerto. Según los profesores más ñoños porque ahí se reunían los pachecos “a viajar”, aunque jamás vi a nadie fumar marihuana en esa zona tan desprotegida.
Ocurrió en ese tiempo que ahora llamo “mi juventud”, cuando yo, según esto, estaba ahorrando para un fantasioso viaje a Europa que jamás realizaría. Tenía un puesto de libros viejos en El Aeropuerto, ediciones pésimas que me daba vergüenza que se empolvaran en el librero de mi casa y que podía venderle a un precio excesivo a los fresitas de la Facultad. Los títulos pretenciosos y las portadas oníricas me llenaban el bolsillo al final de la jornada, aunque el dinero casi siempre me lo gastaba en cahuamas que me bebía en el Rocabar y muy pocas de mis ganancias las cambiaba a euros.
El Rocabar, por esos años, era una leyenda universitaria para los estudiantes que habían dejado la carrera trunca, como yo, como Cuautli, como el sabio Vallejo. Eran unas escaleras ocultas a un lado del Centro de Estudios para Extranjeros donde la seguridad universitaria no vigilaba o hacía la vista gorda y uno podía emborracharse en paz. A la fecha, hay quien todavía lo llama el Corredor Bonifaz Nuño porque fue el poeta quien mandó construir ese pasaje para que fuera más sencillo trasladar los libros de la Imprenta Universitaria a la gran Biblioteca Central. A ese tugurio invité a Mélida Areúsa a tomar una cerveza el día que nos conocimos.
Ella no bebía alcohol ni café. Me lo dijo casi como línea introductoria cuando nos presentamos. Mi puesto de libros estaba al otro lado de las escaleras, junto a los viejitos otomís que hacían una fortuna vendiendo chicles en período de exámenes y las chicas de Pedagogía que ofertaban sushi universitario; las pobres rara vez vendían más de una o dos bandejas, el resto se les echaba a perder y tenían que tirarlo, cosa que los grupos ecologistas veían con malos ojos.
Ahora que lo pienso, con más cansancio que dolor, tal vez la única razón por la que Mélida Areúsa reparó en mi presencia fue porque eran las seis de la tarde y el sushi universitario de las pedagogas ya empezaba a desprender un aroma fétido. Areúsa respingó la nariz como si alguien le acabara de mentar la madre y se dio media vuelta, tras la cual le fue inevitable verme detrás de mi puestito de libros viejos. Creo que se interesó por uno de Paul Auster, maestro de los títulos presuntuosos, y el tono chillón de las ediciones de bolsillo de Anagrama la imantó a mis dominios. Como buen vendedor, me limité a mirarla feo y a esperar hasta el último instante para recomendarle un ejemplar. Le tendí, con cara de pocos amigos, Los diarios del ron de Hunter S. Thompson y ella lo rechazó diciendo:
–Yo no bebo alcohol ni tomo café.
Me quedé paralizado y devolví el libro al recuadro correspondiente, donde alguien había rayoneado la frase: “En caso de Apocalipsis, puto el que quede”.
Los dos nos reímos al mismo tiempo. Al ponerme de buen humor, me vi orillado a confesarle que mis libros eran una farsa. Malas traducciones. Ediciones imprecisas. Dos jovencitos con gafas de pasta que merodeaban por el puesto se hicieron los desentendidos. Su fuga me hizo gracia y creí que ya era momento de presentarme.
–Soy Julián.
Hice un necio ademán con la mano, un gesto que haría unade esas personas que, sin hablar francés, exclama cosas como Voilá! o Oulala!
Areúsa se presentó de nombre completo y me contó que estudiaba Letras Alemanas. Ya estaba por hablarle de algún autor rebuscado de las oscuras letras germanas cuando me interrumpió para preguntarme si podía sentarse conmigo. Al parecer tenía que esperar hasta las diez de la noche a que su madre pasara por ella y no sabía muy bien qué hacer durante las cuatro horas de tiempo muerto.
–Te puedo ayudar a vender tus libros malos –me dijo.
Me recorrí para hacerle hueco en la banquita y se sentó demasiado cerca, lo que resultó en un inicio incómodo y después aletargante. Hubo más suspiros que silencio en ese par de horas que pasamos juntos custodiando mi puestito de libros. Sólo logramos venderle a una profesora dicharachera Opiniones de un payaso de Heinrich Böll, una novela que ignoro por qué abunda entre los libros de segunda mano. Le compartí a Areúsa una teoría al respecto (en mi opinión nadie en el mundo lo había leído, pero el título era tan bueno que seguían imprimiendo ejemplares) antes de decirle que a las ocho solía recoger mi puesto para irme a beber al Rocabar.
Se me ocurrió proponerle que me acompañara.
–Puedes tomar un té o un Gatorade –le dije.
Yo, como de costumbre, me compraría una cahuama y tal vez una anforita de ron para al rato. Areúsa aceptó casi aliviada. Era evidente que las horas que faltaban para que la recogiera su madre la apesadumbraban. Me ayudó a guardar mis libros en esa mochila enorme que jamás me llevaría a Europa y caminamos juntos, como dos amigos de la infancia, por el pasillo de la facultad.
Ya en el Rocabar no tardaron en aparecer Vallejo y Cuautli. Surgían por generación espontánea, como si mi presencia fuera el conjuro que invocara sus almas en pena. Vallejo venía de su clase de Francés Medieval, una materia que había cursado tres veces sin resultados satisfactorios. Llevaba ocho años intentando terminar la carrera. Cuautli venía de trabajar en el metro. Tocaba la guitarra y cantaba cumbias melancolizadas en el primer tramo de la línea verde. Vivía al día, sacaba unos trescientos pesos con los que se pagaba un cuartucho de cobro cotidiano en el Centro, seis tacos de canasta y las cervezas que nos bebíamos en el Rocabar hasta que nos llovía, nos daba sueño o nos corría la seguridad universitaria.
Se los presenté a Areúsa como “mis amigos” y los dos se extrañaron, pues nunca antes habíamos calificado la inercia dipsómana que nos reunía cada tarde como una amistad.
–Él es Vallejo, estudia Letras Francesas –dije. Vallejo torció una sonrisa irónica.
–Y él es Cuautli, toca la guitarra y escribe poemas que siempre se le pierden.
Areúsa los saludó sin estremecimientos. Ellos se quedaron cabizbajos, bebiendo en silencio, como solían hacer cuando se aparecía una mujer bonita. Me vi obligado a conducir la plática, a darles vida a esos títeres inmóviles que no sentían la más mínima curiosidad el uno por el otro. Conté la historia del rayón y de los jovencillos filósofos a los que ahuyenté de mi puesto. Relaté la noche en la que convencimos a Cuautli de que la novela 1984 jamás había existido. Dije de Vallejo lo poco que sabíamos de él, que era un decadente decimonónico extraviado en el siglo XXI cuyo único punto de humanidad era su gusto ingobernable por los bimbuñuelos Bimbo.
–Antes de estudiar Letras Francesas, Vallejo intentó ser ingeniero –dije.
Él respondió:
–No mames.
Como no sabía casi nada de Areúsa, tras mencionar que otra vez se les había podrido el sushi universitario a las pedagogas, aproveché para preguntarle de dónde venía cuando nos encontramos en El Aeropuerto.
–De por ahí –dijo señalando a lo alto.
Para mi incierta fortuna, Areúsa, al igual que Vallejo y Cuautli en compañía de mujeres bonitas, también era una persona de pocas palabras. Me bebí lo que quedaba de mi cahuama a modo de turbochela y me sumé al silencio precavido.
La turbochela era un ritual de fraternidad gringa que aprendí en tercero de secundaria. Consistía en destapar la cahuama, agitarla cubriendo la boquilla con el dedo, empinarla a noventa grados y metértela a la boca para que un litro de cerveza te entrara al organismo sin que tu esófago pudiera rechazarlo. Algunos vomitaban acto seguido, lo más común era que te lastimara la zona derecha del cerebelo y te hiciera creer que llevabas tres noches bebiendo vodka. Como yo ya no era un niño, el resto de la cahuama ni siquiera me mareó. Era una medicina indispensable para que me diera la gana tolerar al mundo.
Areúsa me observó asqueada y, sin mirar la hora, dijo que ya se tenía que ir. Cuautli se levantó a la par y creí que le había nacido de otra vida un anticuado gesto de caballerosidad. Gritó que iba a mear y se fue sin prestarnos atención. Me levanté de un salto y le propuse a Areúsa que me visitara cuando quisiera en El Aeropuerto.
–Si no estoy ahí –le dije–, seguro estoy acá.
–Chido –dijo estampándome un beso indiferente en el cachete.
Le dio también uno a Vallejo y bajó las escaleras hacia el Circuito universitario, donde me imaginaba que estaría su madre a bordo de una vagoneta de señora, esperando a su princesita mientras escuchaba Horizonte o una estación de radio ñoña.
–Está muy chida tu rurru –me dijo Vallejo. No lo contradije y abrí la anforita de ron.
–¿Ya te la… acá? –preguntó revoloteando sus ojitos miopes, dando a entender que hablaba de sexo.
–Sólo una vez, hace mucho –mentí y cambié de tema.
¿De qué hablamos después? De lo de siempre: teorías conspiranoides de geopolítica, la banca inglesa, la dominación judía, algoritmos cibernéticos del FBI. Cuautli regresó silbando una cumbia guapachosa y, sin mujeres a la vista, actuó como de costumbre, es decir, se puso a decir pendejadas como merolico. Que si la poesía brasilera le llevaba ciento veinte años de ventaja a la mexicana, que el gran problema de México a nivel deportivo era que no teníamos negros, que quería escribir un análisis estructuralista de las canciones de José José y, entre otras cosas, dijo que mi rurru, o sea Areúsa, se había ido con el eminente filólogo Emilio Bazán, que tanto a Cuautli como a mí nos había dado clase en la carrera.
Debía tener casi ochenta años nuestro profesor, pero según Cuautli, de camino al baño, los vio en la Pasarela bien abrazaditos y se fueron de la mano hacia el volvo color verde que Bazán tenía en el estacionamiento de profesores.
–No entiendo nada –dije bebiéndome de sopetón mi anforita.
La Pasarela era el pasillo exterior de la Facultad de Filosofía y Letras donde muchos otros que tampoco terminaron la carrera y yo nos dedicamos durante los primeros cuatro años de estudios a ver mujeres a la distancia.
–Ya te la bajaron –se burló Vallejo. Cuautli acompañó su carcajada.
–Acéptalo, Julián, el pinche Bazán es mejor partido que tú, está bien ruco, pero tiene salario de investigador SNI.
Comenzaron a enhebrar teorías a mis expensas sobre los cientos de miles de pesos que debía ganar Emilio Bazán si sumabas su salario, sus prestaciones, sus becas y las regalías de sus libros. Entre los míos, en esa mochila que nunca me llevaría a Europa, tenía a la venta uno de su autoría. Era un manual de teoría literaria que me daba rabia por reduccionista. Y entonces pensé que tal vez Areúsa no se había acercado a mi puesto por la pestilencia del sushi podrido, ni porque hubiera algo destacable en mi persona, sino porque se encontró con esa edición y le dañó el orgullo cuando dije que los libros que vendía eran una mierda, porque entre éstos estaba uno de su amante, novio, esposo. Quién sabe.
Rebatí las burlas diciéndoles que lo mío con Areúsa no era nada serio y que ella podía acostarse con quien quisiera y yo también. Vallejo y Cuautli siguieron chingando, comparándome con el eminente filólogo Emilio Bazán, hasta que decidí dar por terminada la noche y volver a mi casa a no hacer nada, otra vez, por quinto año consecutivo.