Un Tsuru que es una nube voladora
Sigo convencido de que la experiencia lectora determina lo que un libro nos añade o nos arrebata. Yo leí la novela Taller de literatura de José Agustín Solórzano durante una semana particularmente difícil: había perdido por tercera vez el mismo concurso de cuento, mi epilepsia había arreciado, incluso, se me había caído una resina de una muela y el dolor en el diente era un suplicio. Sin embargo, a pesar de todas las diminutas tragedias, disfruté en exceso la lectura del texto. Cientos de escritores, me parece, se olvidan de algo esencial, los libros también son un medio de entretenimiento. Tiene gran valía el hecho de distraer al lector de su propia mierda leyendo acerca de la mierda de otros. Muchos de quienes estamos hechos pedazos nos reconstruimos un tanto leyendo; ese es, en realidad, el objetivo del esparcimiento, darte espacios de gozo entre tribulación y tribulación. Solórzano sí lo tiene claro, ya que su novela de verdad divierte, narra una historia poderosa con un tono desfachatado y sin falsas pretensiones. De hecho, muchas veces, en literatura, lo contrario de la grandilocuencia es justo la elocuencia. Solórzano cuenta, de forma prístina, una historia sobre personajes atroces: un escritor y un periodista que roban el cadáver de una mujer. Mientras la difunta se agusana, también se van pudriendo las circunstancias de los protagonistas.
La pulcritud y la desvergüenza de Solórzano son dos de las virtudes de su novela. Taller de literatura resulta, pues, una perversa y entretenida comedia de enredos que —a un mismo tiempo— destantea, hace estremecer y provoca risas en el lector. Yo me siento agradecido por ello, porque me permitió mandar al carajo mi pesar y concentrarme en el de los personajes.
Otra cualidad que me parece digna de celebrar es el descaro con el que Solorzano escribe. Sin miramientos, se pasa por los huevos cualquier atisbo de corrección política. De hecho, su novela logró hacerme sonrojar por momentos, y eso que soy un cínico desencantado de la vida. No hay mesura en lo que el texto revela, los actos y quienes los ejecutan son inmundos, condenables por entero. No hay medias tintas en el estilo ni en la forma de comunicar ideas, esto me parece un signo de valentía en nuestro tiempo. Uno de los personajes habla con absoluta contundencia al respecto: “Entonces, te digo, es el tipo de literatura que le hace falta a este país de mierda. Literatura, así como la tuya, provocadora, casi inmoral. Que para decir culo use la palabra culo y para la mierda no solo diga mierda, sino que se la unte en la cara al lector”. En sí mismo, este fragmento representa la poética del novelista. Le aplaudo su postura.
A lo largo de la novela, hay varios personajes que se masturban de forma inédita, uno viendo capítulos de Dragon Ball, otro frente a la cara de una prostituta dormida y uno más viendo imágenes de cadáveres. Yo me masturbo pensando en los reaccionarios que se rasgarán las vestiduras y gritarán indignados al leer las “barbaridades” de Taller de literatura, eso me basta para provocarme un enorme gozo.
La alegoría principal de la novela es, por supuesto, el taller literario; sobre todo, los malos talleres de escritura: esos morideros en donde pasan a mejor vida las ideas originales, las buenas amistades, el sentido común, las carreras exitosas, la posibilidad de ser leídos, las jóvenes promesas, la mutua admiración y cualquier atisbo de sentido crítico. Los protagonistas del libro son miembros de un taller que sólo les sirve para acrecentar su inmoralidad.
El libro cuenta también con un alto valor reflexivo, los personajes van soltando sentencias o aforismos carentes de vergüenza cuyas entrañas vale la pena escarbar. Algunas ideas planteadas por el autor me siguen atormentando aún hoy. Como ejemplo valga la noción de que las víctimas de asesinatos o desapariciones también pueden ser personas inmundas y ello no le resta nada a lo trágico de sus circunstancias. La novela me hizo concluir que vale la pena buscar o clamar justicia incluso por personas miserables. Por otro lado, me llevó a comprobar que los escritores o los artistas, en general, no son necesariamente personas de una sensibilidad extrema ni ejemplar, y que están lejos de ser incluso personas que aportan valor a la sociedad. Y, sobre todo, que no importa en qué tono se nos presente —trágico, fársico, poético— la violencia del país siempre nos termina desgarrando. Algunas de las ponderaciones del autor mezclan, de forma literal, las tripas y la mente, ya que hablan de asuntos fecales: “No puede haber placer intelectual sin satisfacción física, pensaba el reportero. Justificaba el reportero. No puede haber pensamiento, ideas, si no hay sangre subiendo desde el corazón. No puede haber reflexión, gozo estético, si no hay antes un saciar de los placeres. Comemos para pensar, y cagamos por consecuencia. La mierda es el residuo de nuestro combustible. Nos damos el lujo de pensar a condición de tener el pesar de cagar”. Cuánta certeza en unas pocas líneas.
Hay un detalle que de verdad disfruté, el autor nos narra una versión narco-melodramática de Dragon Ball. Se trata de la vida del Gokú y el Vegeta mexicanos, dos jóvenes cuyo hado es darse de chingadazos con quien se deje, dos saiyajines mexas que terminan devastados por sus deseos. El valor paródico e ilustrativo del fragmento resalta, sin duda. Quizás sea mi parte favorita del libro. Aquí una muestra: “Le decían el Gokú, porque cuando se encabronaba era bueno para los madrazos. Estaba parado afuera de la casa de su patrón, recargado en su Tsuru blanco que era como su nube voladora. Desde morro supo que lo suyo era ser un guerrero. Veía Dragon Ball con sus primos y cuando terminaba el capítulo se agarraban a putazos entre todos”.
Volviendo a la idea del taller literario, me parece que un buen libro es siempre una lección de escritura en sí mismo. La novela de Solórzano también me parece un modelo potente de narrativa para que los autores jóvenes entiendan cómo escribir una historia clara, con giros justos y gran valor retórico. De hecho, aparecen a lo largo del texto algunas nociones inquietantes sobre la literatura, ideas dignas de una versión demente de Aristóteles, una interpretación insolente de la idea del artificio artístico: “Él sostenía que la escritura tenía como premisa la mentira. Pura chapucería. Solo en la literatura la vida tiene un sentido, las acciones un significado. En los talleres de escritura te exigen que seas verosímil, que cada detalle esté justificado en la trama, “si describes un arma, alguien tiene que usarla”; mamadas, si el arte imita la vida, la imita de la rechingada y ésa es la mentira fundamental: la vida no tiene sentido y las cosas pasan porque se les hinchan los güevos”. Todo lo que afirma aquí el personaje me parece verdadero.
El final del libro me pareció justo, tiene un equilibro de sorpresa y lógica que me deslumbró. Nada tan importante, creo, como un buen cierre para que una obra se eleve. Solórzano demuestra que los caminos a donde nos lleva la escritura, tanto en la vida como en la ficción, no dejan de maravillarnos. Así que Taller de literatura es una obra que recomiendo por todo lo alto. Tierra Adentro sigue siendo una referencia de autores a los que es necesario ponerles atención, y que establecerán la forma en la que se crea buena literatura en nuestro país y en Latinoamérica. Mi sugerencia es que dejen de ir a talleres mediocres o, de plano, dañinos, y mejor lean esta novela; seguro que, al menos, los saca un rato de sus diminutas —o tal vez descomunales— tragedias.