Tierra Adentro
"El exorcista", 1973. Dir. William Friedkin. Portada de la versión cinematográfica original.
“El exorcista”, 1973. Dir. William Friedkin. Portada de la versión cinematográfica original.

“La película más terrorífica de la historia”, “una parábola de la eterna lucha entre el bien y el mal”, es decir, El Exorcista como epítome del género de terror, y que al mismo tiempo “trasciende” (signifique lo que esto signifique) el género. La película de William Friedkin es una de las más oscuras, geniales, brutales, y maravillosas (además de terroríficas) películas de la historia. Pero ¿Es cierto? Teniendo en cuenta nuestros parámetros históricos, todo lo ocurrido después del estreno de la película en 1973, contando guerras, la caída de la URSS, atentados terroristas, más guerras, una pandemia global, narcotráfico, fosas comunes, desapariciones forzadas… ¿Una película como El Exorcista aún puede asustar?

Esta pregunta no es fácil de contestar, pues el contexto histórico debe tomarse en cuenta para entender tanto a la obra analizada (o simplemente apreciada) como la recepción que ésta tuvo en su momento, atendiendo a la noción de que El Exorcista es una película clásica, incluso de culto. No hay nada que rebatir a ello, sin embargo, lo que sí puede preguntarse uno como espectador, como entusiasta del cine de terror (o el cine en general), es el mensaje, los temas, lo que la película sigue significando y mostrando hoy en día. Y si aún, por supuesto, es capaz de asustar o de provocarnos algún estremecimiento, incluso uno de tipo existencial.

El exorcismo y el diablo, ¿Siguen siendo relevantes para nuestra cultura actual, aficionada al cine de terror? Al menos en México llama la atención la infinidad de películas que llevan la palabra “diablo” o “exorcismo”, para crear títulos absurdos como El Exorcismo de Dios, cuyas implicaciones tanto teológicas como de puro sentido común (si se acepta que existe un Dios omnipotente y omnisciente al estilo cristiano) son completamente ilógicas. Eso no quita que sigan gustando las palabras exorcismo y diablo. Un exorcismo es una serie de rituales que implican expulsar a un ente demoníaco (un diablo, o un esbirro de El Diablo con mayúsculas) que ha tomado posesión de una persona (incluso una cosa o hasta un animal). Cuando ocurre la posesión, la entidad afectada deja de ser ella, es errática, violenta, se convierte en otro, en otra, cumpliendo con el efecto de lo siniestro: lo que no debería ser, es.

Así, aunque pueda parecer anacrónico, el diablo, Satán y todo lo relacionado con lo luciferino y con el infierno, sigue siendo un elemento constitutivo de nuestra cultura popular, al menos dentro de las narrativas pertenecientes al terror. El diablo sigue estando entre nosotros, la dicotomía se mantiene a pesar de la modernidad: la lucha entre el bien y el mal, en un maniqueísmo tan simple pero efectivo que puede verse incluso en obras tan disímiles como Star Wars o True Detective, se mantiene como una narrativa válida. El mal cobra sentidos diversos para convertirse tanto en metáfora como en objeto puro de la concepción de una manifestación cultural: el mal incluye y es una narrativa que provee a los lectores o espectadores, por medio de los personajes, de un desarrollo, de diégesis que avanza hacia un punto medular: el sentido de la existencia misma, además de una explicación de los “horrores de este mundo”.

En el famoso cuento de Arthur Machen, “El Gran Dios Pan”, un doctor desea realizar una operación en una chica que se ofrece voluntariamente (esto podría estar a discusión) para “abrir” sus percepciones al mundo verdadero, la “realidad tras el velo”. La operación sale mal, ya que la chica se convierte en una “idiota”, pero puede atisbar el verdadero horror: la presencia del Dios Pan, causa prima del “pánico”, de donde proviene esta palabra. En el cuento, el narrador se cuestiona junto al doctor sobre la naturaleza del mal, y cree que nosotros, como sociedad occidental, no hemos comprendido ni atisbado realmente el mal. El mal no es la corrupción, la enfermedad, las desviaciones, los asesinatos, ni siquiera la tortura, que se podría explicar bajo aspectos psicológicos, psiquiátricos e incluso sociopolíticos. El mal es mucho más profundo para Machen. Siguiendo este pensamiento, Hannah Arendt desarrolla la idea de la “banalidad del mal”, cuyo significado se acerca a esta interpretación de lo que no es realmente el mal. Arendt, quien asistió al juicio del criminal de guerra nazi, Adolf Eichmann, desarrolló la idea de que el criminal no era un “pozo de maldad”, es decir, no era El Diablo, sino un burócrata que seguía las reglas permitidas en esa sociedad. Matar es “malo”, pero bajo ciertas circunstancias es “loable” o, incluso, es permisible y entendible. Para la maquinaria de pensamiento sociopolítica y cultural del Reich, Eichmann, aunque culpable (o responsable si se prefiere), no había actuado como un ser maligno, sino como alguien que sigue las reglas sin cuestionar.

El mal, entonces, debería estar encarnado por la oscuridad misma, por una entidad sobrenatural que busca, insidiosamente, provocar daño a la humanidad. En la narrativa cultural occidental yace con fuerza la religiosidad cristiana, específicamente la católica, donde esta manifestación está encarnada en el Ángel Caído, Lucifer, Satanás, el Diablo, que no es un dios del mal, sino una criatura rebelde de Dios, que ha decidido no seguir con los mandatos divinos, y que busca, celosa y envidiosa, hacer daño en las criaturas preferidas de su padre: los humanos.

En 1949, un caso de exorcismo hizo revuelo en los medios estadounidenses. Un niño de 14 años fue exorcizado por un sacerdote jesuita en Cottage City, Maryland. Este caso llegó a las manos y ojos de un joven William Peter Blatty, que estudiaba en la Universidad de Georgetown. De alguna manera podría decirse que lo poseyó, nunca lo abandonó, pues, a pesar de que al terminar sus estudios se dedicara a la escritura de guiones de comedias, concibió años después la novela El Exorcista, en la que se basa directamente el filme del mismo nombre, dirigido por William Friedkin y publicado un par de años después.

Antes de la década de los 70 ya habían sido publicadas novelas de terror cuyo tema principal era el diablo, siendo dos las que tomaron mayor relevancia Juicio a Satán (1962) de Ray Russelly, El bebé de Rosemary (1967) de Ira Levin. Con la novela de Russell, lo demoníaco volvió a salir a la luz ante un público que había perdido el interés en un tema que parecía ya superado, casi medieval, lo que puede verse en la incredulidad del padre Karras en la posterior El Exorcista. 

Sin embargo, el boom verdadero de lo diabólico no surgió hasta el estreno de la película de Roman Polanski, El bebé de Rosemary, en 1968. Como tal, ni la novela ni la película retratan una posesión en sí, sino la concepción del hijo de Satán, un anticristo que provocará el nacimiento de una nueva era. Stephen King cree, en Danza Macabra, que estas novelas surgieron a través de la paranoia que ya existía en los años 50 por la “posible infiltración” de agentes comunistas en la sociedad norteamericana, específicamente auspiciada por la URSS. Esta paranoia puede verse en la Rosemary de Ira Levin, quien comienza a dudar de las intenciones de sus vecinos, del doctor, de todo su círculo social, quienes, al parecer, forman parte de una secta que busca la concepción y el nacimiento del hijo de Satanás. La cuestión de mayor interés en esta obra yace en el “¿Qué pasaría si no estoy en un error?”, “¿Qué pasaría si lo que creo, por más improbable que sea, es verdad?”. La conspiración no es una fantasía, sino una realidad.

Cuando William Peter Blatty escribe la novela, existían ciertas dudas al respecto de parte de sus editores, a quienes convenció a pesar de ser un escritor dedicado a la comedia. “No querían una nueva El bebé de Rosemary”. La obra debía ser distinta, y lo era, porque a pesar de mantenerse esta duda y esta paranoia, se concebía bajo la posesión y, principalmente, con la presentación del ritual: el exorcismo.

En la película de William Friedkin puede observarse aún esa duda en el padre Karras, pues, a pesar de la apariencia de Regan, a pesar de los fenómenos claramente sobrenaturales que ocurren en la casa de los McNeill, subyace esa pregunta que es más clara en la novela: ¿Realmente la chica, Regan, está poseída por un demonio? Y, no sólo por uno, sino por El Diablo, como lo menciona Karras cuando investiga el caso.

Karras es un sacerdote que ha estudiado psiquiatría en universidades de la Ivy League, de semblante melancólico, sufre por la decadencia y posterior muerte de su madre mientras mantiene dudas sobre su propia fe. No es el mejor sacerdote para responsabilizarse por el caso de Regan, la hija de la famosa actriz MacNeil, a pesar de conocer del tema e incluso de estudiarlo de manera científica. Sin embargo, es el elegido para la tarea, aunque al final sea asistido por el padre Merrin, un exorcista experimentado, misionero y arqueólogo que ha visto ya a Pazuzu mientras lideraba excavaciones en Irak. Pazuzu, la verdadera identidad del demonio que posee a Regan.

Dudamos con Karras en la novela y asistimos a su sorpresa en la película. Y justo eso, la duda y la posibilidad de volver a creer en lo imposible, aunque esta imposibilidad abarque lo maligno, es lo que sigue vivo en nuestro imaginario. Prueba de ello es la secuela de 2023, The Exorcist: Believer. No porque el diablo sea realmente uno de los motivos que siga asustándonos como sociedad occidental (o latinoamericana si se quiere), sino por las implicaciones tras ello: sobre la maldad y sobre la posibilidad de que exista justo su contrario.

Tal vez esto parezca demasiado simplista, la dicotomía entre la bondad y la maldad, y la posibilidad de la reafirmación de la fe, pero más allá de los temas religiosos, obvios, por supuesto, en El Exorcista, los temas sobre la creencia, sobre la maravilla de una realidad traspasada, y lo increíble de esa posibilidad, siguen manifestándose en los intereses de los lectores y de los espectadores y aficionados al cine de terror. No porque el Demonio sea una de las amenazas que más aterroricen a nuestra sociedad, sino por la posibilidad de que exista un núcleo, una realidad-otra que le dé un sentido más profundo a nuestra realidad. Y justo por eso podemos seguir celebrando El Exorcista y las obras (la mayoría de calidad cuestionable)1 inspiradas o subsecuentes de este universo donde un demonio puede poseer a un inocente y, al mismo tiempo, donde un hombre de a pie, cualquiera de nosotros, puede alejar incluso a la misma encarnación de la maldad.

  1. Sugiero, más que el visionado de las secuelas posteriores, a excepción de El Exorcista III, revisitar la serie The Exorcist del 2016, estrenada en FX, y que todavía puede verse en algunas páginas de streaming, principalmente la primera temporada, donde los personajes no se enfrentan solamente a una posesión, sino a un ejército de posesos cuyo objetivo es del todo apocalíptico.

Autores
(Tlaxcala, 1988) es egresado de la licenciatura en relaciones internacionales de la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (upaep). Ha colaborado en medios físicos y digitales como Ágora, Letrarte y Momento. Parte de su obra se incluye en las antologías Seamos Insolentes (2011) y Sampler (2014). Ha sido becario del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA; 2013, 2018), del Fondo para la Cultura y las Artes (Fonca, 2016) y de Interfaz (2018). Asimismo, obtuvo el Premio Estatal Dolores Castro de Poesía 2016, el Premio Tlaxcala de Narrativa 2017 y una mención honorífica en el XXXIV Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción (2018).