Tierra Adentro
Nacimiento Anónimo napolitano. Siglo XVIII. Barro cocido, madera, cuerda, alambre y tejidos. Fotografía de Juan Quintas, 2008. CC BY-SA 4.0 DEED
Nacimiento Anónimo napolitano. Siglo XVIII. Barro cocido, madera, cuerda, alambre y tejidos. Fotografía de Juan Quintas, 2008. CC BY-SA 4.0 DEED

Una de las consecuencias más sofisticadas del pensamiento de san Francisco de Asís en la cultura cristiana —y, por tanto, en el mundo occidental— es la reivindicación de la naturaleza como locus theologicus, un lugar desde donde reflexionar el papel de lo divino y su relación con el ámbito material. Si bien no logró del todo escapar de la dicotomía sacro-profano, sí que intuyó una tercera vía para superar la dicotomía naturaleza-civilización: el reconocimiento de ambas esferas de la creación como producto de una misma voluntad, la de Dios.

Esta reivindicación se evidencia particularmente en la comprensión franciscana del misterio de la encarnación, según el cual el Hijo de Dios “se hizo carne” en el vientre virginal de María. Tal misterio constituyó una afrenta a varias comunidades cristianas de la Antigüedad, como los apolinaristas y los docetistas, que defendían la absoluta incompatibilidad entre la naturaleza divina de Cristo y la posibilidad de su humanización. Su ser hombre, aseguraban, no era una categoría digna de su divinidad, por lo que no podía ser más que una mera apariencia. La idea de un Dios encarnado parecía, por citar al mismo san Pablo “escándalo y estulticia” (I Cor, I, 23) para quienes sólo podían concebir la idea del Dios altísimo, encumbrado en los cielos, sin dejarse contaminar por lo abyecto de la materia.

Sea por un arrebato místico, por un afán piadoso o por dejar en claro su postura contra las herejías monofisistas, Francisco de Asís organizó una representación viviente del nacimiento de Jesús en la Nochebuena de 1223, en la pequeña localidad de Greccio, en el centro de Italia. La descripción de Celano es rica en detalles:

Llegó el día, día de alegría, de exultación. Se citó a hermanos de muchos lugares; hombres y mujeres de la comarca, rebosando de gozo, prepararon, según sus posibilidades, cirios y teas para iluminar aquella noche que, con su estrella centelleante, iluminó todos los días y años. Llegó, en fin, el santo de Dios y, viendo que todas las cosas estaban dispuestas, las contempló y se alegró. Se prepara el pesebre, se trae el heno y se colocan el buey y el asno. Allí la simplicidad recibe honor, la pobreza es ensalzada, se valora la humildad, y Greccio se convierte en una nueva Belén. […] El santo de Dios está de pie ante el pesebre, desbordándose en suspiros, traspasado de piedad, derretido en inefable gozo. Se celebra el rito solemne de la misa sobre el pesebre (85-86).

El mismo Celano narra, siguiendo el testimonio de uno de los asistentes a la misa, que en esa ocasión Francisco, revestido con la dalmática, el ornamento de los diáconos —recuérdese que, en un contexto no muy distinto del actual, en el que la jerarquía de la Iglesia no tomaba tan en cuenta a seglares como a ordenados, el fundador de la orden fue obligado a ordenarse diácono, pues se rehusó a recibir el orden presbiteral—, predicó un sermón tan entrañable que estuvo en más de una ocasión al borde del llanto. En él dio cuenta de la abyección que abrazó el Hijo de Dios, al nacer en un ambiente tan distinto al que su categoría de Dios merecía. Ambiente, sin embargo, bien conocido y asumido por los frailes menores, quienes vieron en la pobreza evangélica un medio ideal para el seguimiento de Cristo. Llegó un momento, cuenta la misma fuente, en que, en medio del buey y el asno, sobre el pesebre apareció el niño Jesús, y que Francisco lo tomó entre sus brazos y lo arrulló hasta quedar dormido. Uno de los frescos de Giotto, El nacimiento de Greccio (1295-1299), en la basílica mayor de Asís, representa el momento en que Francisco acuesta al Niño mientras un grupo de frailes entonan los himnos correspondientes a la misa de Navidad.

Si bien es cierto que ya desde el siglo XI en Milán había pequeñas esculturas que ilustraban la natividad de Jesucristo, la representación de Greccio pasa por ser el primer nacimiento navideño. Hay una discusión interesante en términos de arte sacro: por una parte, quienes dicen que tal representación no fue en realidad un nacimiento sino un drama litúrgico —similar, por ejemplo, a las pastorelas—; por la otra, quienes afirman que Greccio sentó las bases para la tradición de los nacimientos típicos de la época navideña, pues las esculturas de Milán no se limitaban a ese periodo en particular, sino que se exponían durante todo el año como cualquiera otra imagen sagrada.

Inspirados en la devoción de su fundador, fueron los frailes franciscanos quienes popularizaron la representación del nacimiento de Jesucristo en sus templos y conventos, y quienes la expandieron a América a través de las misiones a su cargo. La Navidad en Greccio dio pie a dos de las tradiciones más típicas de la temporada en México: las pastorelas y los nacimientos, que fueron de las primeras en arraigarse en el nuevo mundo. Para muestra, el Códice Franciscano: fray Pedro de Gante narra las celebraciones de la Navidad de 1527, pocos años después de la caída de Tenochtitlan, en medio de una algarabía popular: los frailes habían entendido que la danza y el canto eran elementos esenciales de los cultos mesoamericanos, y no escatimaron esfuerzos en reconvertir tales liturgias. El 16 de diciembre, que comienza el novenario previo a la Navidad, los nacimientos se colocaban en los lugares de culto y poco a poco se extendió la costumbre a las casas y las plazas de las principales ciudades del país. Los nacimientos se adecuaron a los materiales típicos de cada zona: barro en Metepec, talavera en Puebla, madera tallada en Oaxaca y Michoacán, totomoxtle en Hidalgo, ámbar en Chiapas, plata en Guerrero y barro negro en Oaxaca, sin ser esta lista exhaustiva.

Este año, para conmemorar los 800 años del primer nacimiento en Greccio, la Santa Sede ha concedido una indulgencia plenaria a cualquier creyente que, cumpliendo las condiciones habituales de esta práctica, se detenga un momento a contemplar los nacimientos colocados en cualquier casa o templo que pertenezca a la familia franciscana. En México el aniversario ha pasado prácticamente desapercibido, aun cuando nuestro país cuenta con una riqueza tan extraordinaria en la tradición de los nacimientos, tanto por la diversidad de materiales con los que se fabrican como por la antigüedad de la que datan, a diferencia de cualquier región del continente.