Acudía a ese lugar todas las noches, esperando que al amanecer los ídolos abandonaran el sueño conmigo, convertidos en figuras sustanciales, graves y silenciosas, con el peso y la consistencia de las piedras.
Volvieron —dijo mi abuela— va a volver a pasar, como cuando era pequeña y vinieron retumbando el monte con ese aleteo infernal que llega a deshoras y nomás se come todo a su paso con la furia desenfundada, como si una bestia enorme de mil cabezas se arrojara hacia un barranco.