Tierra Adentro
Ilustración realizada por María Orozco
Ilustración realizada por María Orozco

Para don Audifaz Patrón y su familia,

por su hospitalidad y sus palabras.

A la familia Segovia Reyes, por enseñarnos

que todos somos animales

«¿Ya viste?», la voz de José me hace reaccionar y volteo hacia la entrada del taller mecánico, pero no veo ningún movimiento, nada extraño. «No, no en la casa». Miro hacia donde apunta su índice: una cuarteadura nace en la esquina derecha del parabrisas y corre hacia el centro del cristal en una fina telaraña de vidrio.

Sin quitar la vista de la entrada del taller mecánico, José se inclina para subir el volumen de la radio. «¿Te acuerdas de esta?» Reconozco el inicio de Black is black mientras me miro en el espejo lateral. ¿Ayer tenía estas canas? La palabra «ayer» recorre mi mente como el golpe en el parabrisas: formando ríos de bordes filosos. «Así notas que estás viejo —José tamborilea en el volante al ritmo de la canción— ya pasan tus canciones de juventud en la estación de clásicos». Mike Kennedy quiere de vuelta a su nena, nada más. Pienso que no habla de una mujer que se fue, sino de una que envejeció y él, simple y sencillamente, no se resigna.

José y yo estuvimos casados diez años, nos separamos porque no pude tener hijos. Nunca lo dijo, pero sé que eso fue. Lo curioso es que quería dárselos. Bueno, dárnoslos: me sentía sola todo el tiempo, aun con él en casa, los pocos momentos que estaba, quiero decir. Cuando cayó en prisión, todo se tornó peor: la ausencia se hizo todavía más honda. Fue una especie de viudez que jamás pude explicarme ni sacudirme. Yo, de verdad, nunca pensé en irme, pero llegó a decir, las pocas veces que me permitió visitarlo, que lo veía en mis ojos: según él, algo en mí había cambiado «es como si te viera pero detrás de un vidrio sucio, quebrado, y te estás yendo pero no puedo hacer nada». Mentira: era otra cosa lo que empañaba su visión: su propio odio, ese que sentía porque nunca pude embarazarme. Mi papá también me odió por eso, aunque con un poco más de discreción. Sin embargo, él lo hizo porque esperaba que su apellido no se disolviera así nada más. Aunque pudo no ser eso: papá siempre ha odiado, no sabe hacer otra cosa: se volvió tan bueno en ello que lo hizo su trabajo y se lo enseñó a quien después sería mi esposo.

«Fue un pájaro», José señala el parabrisas con el mentón, «se estrelló ayer». Es todo lo que agrega, yo no digo nada. Cuando la canción termina, baja el volumen hasta volverlo un murmullo. Creo que, además de su «trabajo», eso los unió: odiarme aunque con calma, como si fuera una obligación no siempre agradable, pero obligación al fin y al cabo. Como otro de sus «encargos», de esos de los que nunca me hablaron pero yo conocía bien. «Estás loca, Boni», me contestó papá la única vez que lo confronté para preguntarle, sin rodeos, por qué me odiaba. Nunca más lo hablamos y me mudé con José poco después, así que el tema nunca se resolvió.

«¿Qué te han dicho los doctores?». José, sin quitar la vista de la entrada del taller, finge que se preocupa por mi papá. O quizá no finge, ya me es imposible saber. Le digo lo que sé: ahora se ha esparcido por todo su cuerpo y sólo queda esperar a que suceda lo inevitable. Lo miro acariciar, con el índice y el pulgar derechos, el crucifijo en su cuello. Es en momentos así donde me gustaría haber tenido hermanos: compartiríamos las visitas al hospital, las charlas con los doctores, las noches largas al lado de la cama de mi papá. El apellido no peligraría y, sobre todo, sería uno de ellos, no yo, el que estuviera aquí, esperando frente a este taller mecánico.

José luce viejo, me dice que está totalmente limpio: ya no consume nada. He oído que vive con una muchacha mucho menor y esperan un hijo; ahora es un marido ejemplar y será un padre modelo. Trabaja de soldador. Es irónico: otros gozan las cosas que le enseñamos a la pareja o las cosas que ellos mismos aprenden con nosotros. Como los enfermos: gozan las curas que se descubrieron a partir del sufrimiento y la muerte de otros. Tú siembras y alguien más cosecha: es una ley de vida y quien tarda en comprenderla sufre más de la cuenta.

Luego de girarse un poco en el asiento, José me clava la mirada. «¿Estás segura de lo que vamos a hacer?» Le hago saber que no tengo ninguna duda, aunque puede que no esté tan convencida en realidad. «¿Por qué, tienes miedo?», le reviro. Se acomoda de nuevo en el asiento y me asegura que no, sólo quiere que esté totalmente consciente porque, según sus propias palabras, «los dos vamos a cargar con esto». La idea de participar en uno de los trabajos de José y de mi papá crece poco a poco aquí en el auto hasta que el aire me comienza a faltar. No quiero ser su cómplice, no más de lo que lo fui cuando lavaba sus camisas llenas de sangre o fingía estar dormida cuando regresaban en la madrugada.

Trato de no pensar en lo que viene porque tengo miedo de arrepentirme. «Tu papá ya se va», remata, «a él ni le va ni le viene, pero tú te quedas, ¿vas a poder con esto en tu consciencia?». Me vuelve a mirar fijamente y no sé si de verdad espera una respuesta. «¿Y tú?», le pregunto, pero bien sé que ha podido con cosas como esta toda su vida. Me dice, con seguridad, que no, él no va a cargar con nada. Nos quedamos callados al notar que esto se parece mucho a una de aquellas peleas que siempre tuvimos.

«A ver, enséñame de nuevo todo», pide después de unos minutos de silencio. Saco mi celular y abro la noticia que me mandó mi papá. Supongo que es por tanto tiempo que le sobra ahí, en la cama del hospital, pero se ha vuelto adicto a buscar cosas en la red. Una enfermera lo ayuda; él la llama «Ojos de paloma» y le agradece de forma exagerada la atención: creo que se está enamorando. Cuando ella pasa a la habitación, yo no entro o me ausento con cualquier pretexto. Así me lo indicó él y yo lo obedezco porque nunca aprendí qué más hacer con sus palabras.

José carraspea y se acerca el teléfono a la cara, toca la bolsa de su camisa y mira en el espacio entre los asientos: olvidó sus lentes. No parecen horrorizarlo los detalles de la nota, sólo aprieta de repente los ojos, como si algo fuera ridículo. Me pregunto si alguna vez hizo algo así. Quiero creer que no, pero me engaño: es muy probable. «Bueno», comienza después de regresarme el teléfono, «eso es lo que dicen los vecinos, habría que escuchar la versión del hombre». Como puedo, lanzo una sonrisa socarrona. «Mi papá te pidió ayuda, no una evaluación». José, después de un poco de sorpresa inicial, sacude la cabeza y se ríe por lo bajo. «Eso es cierto», me concede, «tienes toda la razón».

Papá descubrió la noticia en internet: un mecánico secuestraba perros callejeros para torturarlos: los vecinos lo tenían más que identificado. Había denuncias, incluso se tenían registros de que la propiedad seguía llena de perros, pero las autoridades alegaban incapacidad para proceder. «Inocentes criaturas. Si yo pudiera ir —me aseguró ese día en cuanto entré a su habitación—, con mis propias manos le sacaba los ojos a ese desgraciado y le arrancaba la lengua»; supe que no era sólo una expresión: respeta más a los animales que a las personas. Y entonces dijo, con la tranquilidad de quien está pidiendo un vaso de agua, que no quería irse sin saber que ese tipo había sufrido como nunca en la vida. «Si yo estoy pagando todo lo malo que hice, que también le llegue el cobro a alguien así, ¿no te parece justo?» No supe qué contestarle: me pareció lógico. «Le hablaré a José», en sus palabras había una furia seca, «él ya sabe cómo me gusta hacer las cosas». Me di cuenta de que sólo alguien que ha odiado mucho sabe justificar el dolor que causa; sólo alguien enfermo de furia trata de devolverle algo al mundo por medio de la destrucción.

La entrada está cubierta con malla ciclónica. Un viejo Topaz sin llantas reposa en el patio. «¿Quieres bajar también?», José desciende del vehículo y yo le digo que prefiero no hacerlo. «Bueno», se inclina para hablarme desde la ventanilla, «si tu papá pregunta, le vas a decir que entramos los dos; fue muy claro al respecto: quería que lo hiciéramos juntos». Asiento despacio.

Lo veo tocar en la reja. Un hombre viejo se acerca a abrir, creo reconocerlo de las fotografías de la nota, pero no estoy segura. José señala el Topaz y el hombre, después de unos segundos, abre la reja. Si algo sabe José es decir lo que la gente quiere escuchar: te hace sentir que eres su amigo, que te entiende. La calle está sola. Caigo en la cuenta de que no he olvidado el sentimiento: saber que ese con quien vivo, primero papá y después José, está allá afuera haciendo cosas de las que no pueden hablarme, pero que conozco; cosas que los unieron y que, por lo tanto, me dejaban afuera a mí. Cosas que ningún ser vivo debería experimentar. Los veo desaparecer al interior de la propiedad y una explosión de ladridos me llega como desde lejos.

Sé que está mal, pero no puedo evitarlo: reviso la guantera, debajo de los tapetes; quiero saber algo sobre la mujer que sí pudo darle un hijo a José. Me siento tonta al darme cuenta de que este no es su auto: no llevaría algo así a su hogar, ya no. A lo mejor fue lo último que aprendió de mi papá, a dividirse, a ser dos personas en un solo cuerpo. Vigilo si alguien viene, pero la calle sigue sola. Todos parecen evitar al hombre: el odio y el miedo se parecen mucho y pueden usarse casi para lo mismo; quien no tiene uno, echa mano del otro.

Antes de lo esperado, veo salir a José: se aferra la mano izquierda. «Pero qué estúpidos son esos animales», me grita al subir, «uno lo defendió». Toma un trapo del asiento trasero para cubrirse la mano, que no deja de sangrar. Sus zapatos están batidos de algo marrón y maloliente. Tiene ambas manos húmedas de sangre. «Qué bueno que no entraste», dice mientras arranca, «En serio. En serio». Sacude la cabeza como para tirar algo que quisiera no haber presenciado. Nunca lo había visto así.

Dejamos atrás la colonia. Quiero evitarlo, pero no puedo: le pregunto qué le hizo a aquel hombre. «Exactamente lo que ordenó tu papá, nada más». Abro la ventanilla para tomar aire y le pido que se frene. Cuando logro respirar con normalidad, le digo que nos vayamos, obedece y dejamos atrás esas calles para siempre. No deja de maldecir a gritos al perro que defendió a aquel hombre; está más allá de su entendimiento.

«Oye —ahora se escucha más calmado—, ya sé que no me importa, pero, ¿por qué este tipo? O sea sí, leí la nota, ¿pero por qué él precisamente? Llegamos a conocer a algunos mucho peores». Aunque trato de evitarlo, mi mente regresa hasta el taller mecánico y trata de asomarse a lo que sea que haya pasado allá adentro. «Pregúntale tú», le evito la mirada y enciendo la radio para no pensar. «No, ya no voy a hablar con él, si algo le debía, con esto se termina. Sólo necesitaba pagarle por haberme sacado». Nos quedamos en silencio. «Y si te pregunta —insiste después de un momento—, le dices que lo hicimos juntos, ¿eh? No vaya a querer que lo repitamos, yo ya no hago estas cosas». El estómago se me revuelve de imaginar lo que había allá adentro y qué es lo que hizo José.

No acabo de entender por qué mi papá pidió eso. A lo mejor trata de irse sin mi desaprobación, o quizá quiere despedirse del mundo siendo un héroe. O tal vez, sólo tal vez, nada más quiere hacer las paces con Dios, ahora que se dirige a su encuentro, o que al menos él lo cree así. O a lo mejor sólo necesita hacer de José y de mí una pareja otra vez, una de verdad: una especie de Bonny y Clyde, unirnos como sea, atarnos para siempre con algo que no olvidaremos el resto de nuestras vidas. Nunca lo había pensado, ¿por eso me llama así? Ese sobrenombre es lo más cercano al cariño de su parte.

Me es imposible aguantar más: le pido a José que se orille y bajo a vomitar. «Límpiate los zapatos», le grito entre las arcadas. Los autos pasan junto a nosotros, algunas personas nos miran desde las ventanillas. José patea con rabia unas matas de pasto, talla las suelas contra el piso y levanta los pies para revisar si ya no tiene nada. Subimos cuando termino de vaciar el estómago y nos quedamos callados.

«¿Por qué no regresaste siquiera a despedirte?», no se me ocurre nada más para romper el silencio en el que flotan nuestros cuerpos aquí dentro del auto; como única respuesta, me pide que le pase el rollo de papel de la guantera. «Sólo eso: una despedida, creo que me la debías, José». Niega con la cabeza. «A ustedes ni quién los entienda ―las palabras salen destrozadas de entre sus dientes―, primero tu papá me pide eso del mecánico y ahora tú me reclamas por algo de hace años. ¿Están locos? ¿Son animales?». No le contesto, no entendería nada de mi papá ni de mí. Nada. El tiempo que estuvo con nosotros (¿puedo decir que fuimos una familia?), nunca puso atención; jamás vio quiénes éramos, qué cosas amábamos, cómo lo hacíamos y por qué, por eso no entiende por qué tuvo que hacerle eso al mecánico.

Cuando papá era niño, un primo lo enseño a usar la honda. En una ocasión, jugando en el campo, le reventó la cabeza a una liebre que estaba inmóvil, como hipnotizada. Ni siquiera trató de escapar al verlo: un tiro fácil. Al acercarse a recoger el cuerpo, vio a las crías debajo de ella: las estaba protegiendo, era lo único que le importaba en el mundo. Mi papá entendió, aunque tarde, por qué la quietud del animal a pesar de que tenía la muerte tan cerca. La vez que me lo contó, le fue imposible no llorar; estaba totalmente ebrio, veníamos de enterrar a mamá. Fue la única ocasión en que me habló para algo que no fuera darme órdenes o regañarme. Quizá siente que lo que pasó aquel día, cuando era niño, es su única deuda, algo que debe equilibrar antes de irse. Mi papá cree que todos, de alguna u otra forma, merecemos lo que nos pasa, bueno o malo, pero no los animales; siempre ha dicho que son mejores que nosotros, que «no los merecemos». Tal vez lo más cercano al amor, lo único que es cálido en él, lo aprendió ese día. Y lo aprendió mal.

«¿A dónde paso a dejarte?», la voz de José, aunque mecánica, está erizada de furia contenida; le digo que él sabe a dónde. Entre nosotros se acumulan poco a poco papeles con sangre; se termina el rollo y le doy mi suéter porque su hemorragia no para. Cuando llegamos, le digo que pase para curarlo. «Y para que te cambies: todavía tienes ropa aquí», agrego. Parece desagradarle la idea, pero sabe que no quiere llegar así a su hogar, con rastros de lo que un día fue.

Cuando entramos, recorre la sala con la mirada. «Sigue igual», alcanza a escupir en un ladrido huraño. «Sigue igual», repito de camino al baño; le pido que me espere en la cocina. Me miro en el espejo, trato de reconocerme en esas canas, en esos ojos, pero no puedo. Vuelvo con alcohol y algodón, me hinco a limpiarle la herida. Sus manos son lo único que no ha cambiado en él, las acaricio y no sabe cómo detenerme. «Te puedes ir mañana», le comento sin mirarlo después de un largo silencio. No contesta nada, pero sabe que me lo debe, que es lo único que lo une a su pasado todavía. Nos miramos. Me pregunta si puede usar el teléfono, le digo que el del cuarto. «Allí te espero», me contesta.

Le llamo a mi papá y le digo que todo está hecho. «Qué bueno, mañana yo hablo con José, Boni». Tenía años sin llamarme así, no sé si lo notó. Le insinúo que, si quiere, puedo ir a quedarme. «No vengas ―agrega en voz baja, casi un susurro―, hoy le tocó el turno de la noche a “Ojos de paloma”». Sonrío, pero me doy cuenta de que no me está viendo y me siento tonta. «Oye, no cuelgues», me pide, «le estaba contando el otro día sobre ti a “Ojos de paloma”, me preguntó por qué te decía Boni. Y entonces yo le dije “porque es mi liebrecita”. ¿Sí lo estoy traduciendo bien?» Estoy a punto de decir algo, pero escucho la puerta de su cuarto abrirse y él cuelga de inmediato. El teléfono se me queda en la mano, callado, inerte, como un animal muerto.

Apago la luz y camino a la habitación. José está acostado, con la mirada fija en el techo, parece que ya no sangra tanto. Me siento a su lado y trato de tomarle la mano, pero la retira con brusquedad. Se quita el crucifijo y lo pone en el buró de su lado. Me acuesto a su lado, se gira hacia mí y nos vemos fijamente. Nuestros cuerpos están tensos, quietos, como si temiéramos que, con movernos sólo un poco, algo nos golpeará de repente.

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Ficha de hacienda equivalente a 1 mecate de "chapeo" (corte de maleza) expedida en la Hacienda Dziuché a finales del siglo XIX. Imagen recuperada de Wikimedia Commons. Collage realizado por Mildreth Reyes.
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