La deriva del capital, 300 años con Adam Smith
En vez de escribir sobre las lecturas contradictorias de Adam Smith a lo largo de estos trescientos años, en vez de ofrecer una aburrida biografía de la vida nada melodramática del filósofo escocés, en vez de considerar la magnitud de su obra y pensamiento, en vez de rastrear su influencia en el pensamiento de la economía política, en vez de todo lo que debería ser un ensayo sobre el empirismo y la ilustración escocesa del siglo XVIII, quiero proponer algo todavía más simple: leer directamente las citas que representan ciertos puntos de inflexión del libro más famoso, de dos volúmenes y casi 900 páginas que se publicó en 1776, de Adam Smith: An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations (Una investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones).
Quiero regresar directamente a las palabras de Adam Smith porque en los últimos trescientos años (nació en Kirkcaldy, Escocia, 1723) el pensador se ha vuelto emblema, estandarte, símbolo, fantasma e ícono de tantos políticos, economistas y pensadores de todas las ideologías posibles que se vuelve cada vez más complicado saber qué articuló y enfatizó realmente. Algunos pensadores defensores del liberalismo económico se apropian de pasajes en los que dicen que Smith aboga por la no intervención del estado en la economía (la famosa mención de “la mano invisible del marcado”, que ocurre apenas tres veces en toda la obra de Smith) y pensadores más críticos del imperialismo usan sus acérrimas críticas de la esclavitud y consecuencias del imperio británico para defender una visión diferente de la economía o a veces incluso una versión de la supuesta “moralidad” del capitalismo. Lo cierto es que, en su época, La riqueza de las naciones tenía como objetivo ser un análisis de la “sociedad comercial” (el término “capitalismo” es más bien posterior, popularizado por la lectura crítica de Karl Marx a Adam Smith) y fue el primer tratado sistemático en analizar la economía y muchos de sus principios que hasta entonces no se habían nombrado. Por eso a Adam Smith se le llama el padre de la “economía moderna”, pero en una era en la que la economía está más bien basada en cómputos matemáticos y estadísticas, Adam Smith es apenas un apéndice y un nombre que legitima discursos y apostaría que no se lee su obra en casi ningún programa de estudios en economía. Y es que a Adam Smith le interesaban más bien las motivaciones humanas, los sentimientos morales, la filosofía y el análisis de las causas, y no necesariamente lo que hoy comprendemos como economía. Y ahí está la riqueza y la razón por la que quiero leer directamente el libro del que todos hablan pero que muy pocos han leído, La riqueza de las naciones.
Comienzo con una pregunta que Adam Smith plantea acerca de la mejora de las condiciones de la mayor parte de la población, las clases con menos beneficios que luchan por su subsistencia:
“¿Debe considerarse a esta mejora en las condiciones de las clases más bajas del pueblo como una ventaja o un inconveniente para la sociedad? La respuesta inmediata es totalmente evidente. Los sirvientes, trabajadores y operarios de diverso tipo constituyen la parte con diferencia más abundante de cualquier gran sociedad política. Y lo que mejore la condición de la mayor parte nunca puede ser considerado un inconveniente para el conjunto. Ninguna sociedad puede ser floreciente y feliz si la mayor parte de sus miembros es pobre y miserable.”
La pregunta en la época de Smith quizás hubiera tenido un tono irónico y no trágico, como hoy leo este cuestionamiento con una respuesta “evidente” que aparece en el primer libro de La riqueza de las naciones. Hacia finales del siglo XVIII los individuos comenzaban a tener poder para satisfacer sus intereses propios, pero la prosperidad no era evidente para la mayoría de la población, esos sirvientes, trabajadores y operarios. La respuesta de Smith recurre a la “evidencia” que analiza en las páginas anteriores a esta cita y su propuesta es que la división del trabajo es lo que permite “el mayor progreso”. Smith acuñó el término de la “división del trabajo”. Aunque se había propuesto antes la idea, nadie había nombrado el fenómeno. La división del trabajo ha ocurrido a lo largo de toda la historia y no es un suceso moderno, pero hasta la época de Smith había poco énfasis en tal distribución de las labores, que comenzaron a separarse, especializarse y dividirse aún más durante la revolución industrial. A modo de ilustración y ejemplo, Smith parte de los ejemplos más “simples” de manufacturas concretas, y comienza con el ejemplo de la división del trabajo en “la fabricación de alfileres”. Hay que notar que Smith es, antes que nada, un empirista que comienza siempre con los ejemplos que parecen ser más sencillos y mínimos (¡la fabricación de algo tan nimio como los alfileres!) para así derivar de ahí sus teorías y elaborar sus propuestas, siempre considerando todas las posibilidades. Adam Smith es uno de los observadores más agudos de la vida cotidiana y tiene una imaginación extremadamente vívida que nos permite después entender principios generales más complejos que aborda inicialmente fenómenos sociales muy específicos. Así, desde la simple fabricación del alfiler, Smith argumenta que la división del trabajo
“de la que se derivan tantos beneficios, no es el efecto de ninguna sabiduría humana, que prevea y procure la riqueza general que dicha división ocasiona. Es la consecuencia necesaria, aunque muy lenta y gradual, de una cierta propensión de la naturaleza humana, que no persigue tan vastos beneficios; es la propensión a trocar, permutar y cambiar una cosa por otra”
Queda claro aquí que la división del trabajo en sí misma no es lo que procura riquezas, sino algo más complejo que es resultado de la misma: el intercambio de bienes. Hoy cuestionaríamos tanto lo que llamamos “naturaleza humana” como la idea de que “la propensión a trocar, permutar y cambiar”, “no persigue tan vastos beneficios”. No podemos asumir que la naturaleza humana sea “natural”, sino que es, más bien, producto de un momento histórico y en el que cierta visión y orden se conjugan para, de acuerdo a un régimen de poder y saber, que nos permite ver ciertas cosas y que nos ciega ante otras. Además, también se podría debatir, dadas las consecuencias de un sistema como el de hoy, si es que la división del trabajo procura “la riqueza general”, aunque en la teoría mucho menos complicada y más indulgente de Adam Smith es muy clara la respuesta. Pero a Smith le interesa sobre todo la parte final de la cita: el sistema de intercambio de bienes, y no tanto el valor (de cambio o de uso, aunque también los describe). A Smith ya le concernía, desde sus primeros textos, la idea del intercambio, que para él está relacionado con la razón y con el lenguaje (y que asocia con la persuasión, que en sus estudios de retórica describe como una “inclinación natural”). El análisis de Smith es precisamente una investigación acerca de la naturaleza y causas de “la riqueza” de las naciones. Más allá de examinar la riqueza como el fin, la economía política que imaginó Smith no busca el valor en las cosas o en los intercambios de mercancías, sino en el proceso de producción. Esto queda más claro cuando pensamos en el resto de la obra de Smith y el contexto en el que escribió su libro. Smith estaba en gran medida siguiendo la revolución de su época, el método de Isaac Newton, cuyo objetivo principal era investigar las “causas” que son “verdaderas y suficientes para explicar las apariencias”. Por eso hay que tener cuidado cuando leemos apenas algunos fragmentos de La riqueza de las naciones. Smith desarrolla sus argumentos con cuidado y a lo largo de muchas páginas. Reconstruye posturas que después desmantela y considera ampliamente todas las perspectivas antes de establecer su propia posición, que suele ser, como decía uno de sus críticos, “exasperantemente equilibrado”.
El siguiente es uno de los pasajes más famosos de La riqueza de las naciones que explica la idea del “propio interés” que, si todos buscamos, en teoría llevará a intercambios, basados en la división del trabajo, en donde todo funciona no pensando en que queremos satisfacer nuestras necesidades, sino en las ventajas del comercio:
“No es la benevolencia del carnicero, el cervecero, o el panadero lo que nos procura nuestra cena, sino el cuidado que ponen ellos en su propio beneficio. No nos dirigimos a su humanidad sino a su propio interés, y jamás les hablamos de nuestras necesidades sino de sus ventajas.”
Esta cita se ha invocado innumerables veces para hablar de la búsqueda del “propio interés y beneficio” por sobre cualquier consideración ajena o benevolencia. En teoría, para Smith esta es la raíz de los motivos económicos, pero está lejos de ser un principio egoísta, sino que tiene también que ver con toda su teoría de los sentimientos morales y la simpatía que tiene el mismo sentido de la palabra con el que hoy la usamos, sino que tiene más que ver con la base de la aprobación moral de cualquier conducta, la solidaridad y compasión que son enteramente compatibles con el amor propio. A su vez, la simpatía es lo que subyace al principio de la justicia. Por eso es que, a pesar de este “propio interés” que en teoría regularía los intercambios, Smith habla explícitamente del rol del gobierno, que debería de mantener el sistema de justicia en cuya base reside la “confianza” de la sociedad comercial: “En suma, el comercio y la industria no pueden progresar en ningún estado donde no haya un cierto grado de confianza en la justicia”.
Más adelante Smith continúa elaborando, a otra escala, la idea del “interés propio” y de las “ventajas” de cada individuo o nación en el también famoso pasaje en donde ocurre la única mención a la “mano invisible” de todo el libro La riqueza de las naciones:
“En la medida en que todo individuo procura en lo posible invertir su capital en la actividad nacional y orientar esa actividad para que su producción alcance el máximo valor, todo individuo necesariamente trabaja para hacer que el ingreso anual de la sociedad sea el máximo posible. Es verdad que por regla general él ni intenta promover el interés general ni sabe en qué medida lo está promoviendo. Al preferir dedicarse a la actividad nacional más que a la extranjera él sólo persigue su propia seguridad; y al orientar esa actividad de manera de producir un valor máximo él busca sólo su propio beneficio, pero en este caso como en otros una mano invisible lo conduce a promover un objetivo que no entraba en sus propósitos. El que sea así no es necesariamente malo para la sociedad. Al perseguir su propio interés frecuentemente fomentará el de la sociedad mucho más eficazmente que si de hecho intentase fomentarlo. Nunca he visto muchas cosas buenas hechas por los que pretenden actuar en bien del pueblo.”
Una vez más, Smith resalta la idea de que cada individuo busca el “máximo posible” ingreso anual, y no lo hace por benevolencia, por querer ampliar el “interés general”, pero lo hace sin saberlo porque el buscar su propio bienestar y seguridad hace que, sin quererlo ni buscarlo, fomente y beneficie a la sociedad. Este desvío productivo en el que hay un beneficio doble: el interés propio y el bienestar social, es el movimiento de “la mano invisible”. Al contrario, Smith critica directamente a los políticos que, paradójicamente, claman buscar el “bien del pueblo” y que no logran así promover el bienestar general. Me parece muy sintomático el contexto en el que surge la mención de la mano invisible que después economistas en el siglo XX recobrarán para abogar la independencia con respecto al estado y regulaciones de los mercados y de la economía. Porque se trata no de una causa, sino de un efecto que “invisiblemente” redistribuye las riquezas, es “un objetivo que no entraba en sus propósitos”. Es como si a pesar de la intención, el resultado fuera a ser otro. Y ese es el desvío de la flecha de la mano invisible que casi da en el blanco. Pero al casi dar en el blanco tiene consecuencias imprevistas.
Una última cita, que me habla sobre todo de la complejidad y crítica de Smith a los problemas que conlleva el tipo de sociedad comercial que describe:
“Un hombre que dedica toda su vida a ejecutar unas pocas operaciones sencillas, cuyos efectos son quizás siempre o casi siempre los mismos, no tiene ocasión de ejercitar su inteligencia o movilizar su inventiva para descubrir formas de eludir dificultades que nunca enfrenta. Por ello pierde naturalmente el hábito de ejercitarlas y en general se vuelve tan estúpido e ignorante como pueda volverse una criatura humana. La torpeza de su mente lo torna no sólo incapaz de disfrutar o soportar una fracción de cualquier conversación racional, sino también de abrigar cualquier sentimiento generoso, noble o tierno, y en consecuencia de formarse un criterio justo incluso sobre muchos de los deberes normales de la vida privada. No puede emitir juicio alguno acerca de los grandes intereses de su país; y salvo que se tomen medidas muy concretas para evitarlo, es igualmente incapaz de defender a su país en la guerra. La uniformidad de su vida estacionaria naturalmente corrompe el coraje de su espíritu, y le hace aborrecer la irregular, incierta y aventurera vida de un soldado. Llega incluso a corromper la actividad de su cuerpo y lo convierte en incapaz de ejercer su fortaleza con vigor y perseverancia en ningún trabajo diferente del habitual. De esta forma, parece que su destreza en su propio oficio es adquirida a expensas de sus virtudes intelectuales, sociales y marciales. Y en cualquier sociedad desarrollada y civilizada este es el cuadro en que los trabajadores pobres, es decir, la gran masa del pueblo, deben necesariamente caer, salvo que el estado tome medidas para evitarlo.”
Al contrario de la visión estandarizada de la obra de Smith a lo largo de trescientos años, aquí claramente se ve una de las muchas intervenciones del estado por las que Smith aboga: la educación y el promover el bienestar social de la mayoría, sobre todo de la clase proletaria que realiza actividades mecánicas que no tiene la oportunidad de “ejercitar su inteligencia” e “inventiva”. Las limitaciones del mundo y de la división del trabajo que tornan, poco a poco, un mundo de posibilidades en una visión limitada, monótona, cerrada, falta de variaciones y aventuras. Quizás la deriva de Smith hacia las consecuencias más negativas del trabajo mecánico sean extremas y no rescate la posible humanidad de los operarios, pero lo cierto es que muchas veces en una sociedad obsesionada con la productividad y la eficacia la humanidad y ambiciones quedan aplastadas en medio de la maquinaria de la uniformidad mental que requiere el sistema. Y aquí, como en otros espacios y a pesar de sus puntos ciegos, se evidencia que Smith es un crítico agudo de su propio tiempo y profeta de las dificultades que, de bajo otras formas, sigue enfrentando nuestra sociedad del siglo XXI en donde, por ahora, el capitalismo es el único horizonte posible.