Sobre la bendición católica a parejas homosexuales
Desde que Pablo VI publicó Humanæ vitæ en 1968, ningún documento papal había tenido ni la resonancia ni la resistencia que Fiducia supplicans ha suscitado en el último mes a propósito de la posibilidad de impartir bendiciones no litúrgicas a parejas “irregulares”, homosexuales incluidas. La polémica representa la punta de la lanza de la oposición de buena parte del clero al espíritu renovador del papa Francisco, quien aceleró los nombramientos de puestos clave en el Vaticano y las principales diócesis del mundo a partir de la muerte de Benedicto XVI y a sabiendas de su delicado estado de salud en los últimos meses. Fiducia supplicans es una respuesta equilibrada a las dos grandes posturas en torno a la homosexualidad en el catolicismo contemporáneo: desde la urgencia por revisar en mejores términos el juicio que hace de ella el Catecismo —iniciativa liderada por muchos obispos de Europa occidental, Estados Unidos y Sudamérica— hasta la violencia homofóbica con que la mayoría de obispos africanos condena cualquier relación “intrínsecamente desordenada” (sic), que llega a su epítome en aquellos países que penalizan a personas homosexuales, bajo la mirada cómplice de la mayoría obispos católicos.
Las personas LGBT+ llevamos años sufriendo la homofobia institucionalizada desde los tiempos en que Juan Pablo II y el entonces cardenal Joseph Ratzinger tuvieron la necesidad de inventarse un enemigo externo para hacer frente, uno muy fallido, a la prevención de la pederastia en la Iglesia. En su cabeza pasaba el prejuicio típico de los años ochenta: que los homosexuales somos pederastas. Así, uno acabó acostumbrándose a terapias de conversión disfrazadas de confesiones y retiros, a chistes homofóbicos muy hirientes en las casas parroquiales y en los centros de formación religiosa, a columnas y publicaciones de curas acusándonos de ser los destructores de la familia, a miradas de odio y a negarnos el saludo de la paz en misa después de ver que abrazamos a nuestra pareja para rezar el Padrenuestro. Dejaron el odio crecer en Roma durante muchos años, lo convirtieron en obispos y cardenales. Por eso cualquier gesto de parte de la Iglesia que nos trate con cierta dignidad es recibido como cosa extraordinaria. Es humillante reconocerlo, pero es así.
Propongo revisar la declaración a la luz de cuatro consideraciones necesarias para entenderla: la pastoral, la sacramental, la dogmática y la eclesiológica. Sólo así podremos ubicar el lugar que la declaración tiene en la Iglesia, que no es, ni por asomo, un cambio importante a nivel doctrinal respecto de la homofobia institucionalizada que hacen pasar por verdad revelada.
1. El sentido de la declaración es eminentemente pastoral: se trata de una larga reflexión sobre el sentido bíblico y teológico de las bendiciones. Su sentido primario es “glorificar a Dios por sus dones”. En este sentido, la declaración recuerda que una bendición no es sino la expresión pública del honor que cualquier creyente rinde a Dios por los bienes que su gracia dispensa, pero también es una acogida pública a su misericordia, sobre todo en contextos de necesidad u opresión.
Ya antes de la declaración, si una persona solicitaba una bendición para sí misma o para objetos de piedad, el sacerdote podía bendecirla usando para ello alguna oración espontánea y un signo como la señal de la cruz. No estamos, en este caso, ante una bendición litúrgica —es decir, no forma parte de las bendiciones “oficiales” recogidas en el Ritual romano—, sino de un modo de oración personal que invoca, sobre la persona que la pide, el auxilio de Dios. Lo novedoso de la declaración es que reconoce la posibilidad de bendecir “parejas en situaciones irregulares”, como personas divorciadas en una segunda unión y homosexuales. Y por mucho que la declaración no cambie la doctrina actual de la Iglesia, sí resulta una postura mucho más abierta la de este pontificado el hecho de reconocer que, sin mover una coma del Catecismo, se puede incluir a estas parejas en una oración por su bienestar. En una bendición. Resalto este último punto: la declaración reconoce —que no innova— que, así como están las cosas, ese tipo de parejas no están excluidas de la oración de la Iglesia.
2. El aspecto sacramental es más complicado de tratar. La declaración tiene demasiadas concesiones a grupos homofóbicos en la Iglesia, y más las que se añadieron en los días siguientes: no puede ser una bendición que parezca una aprobación de esa relación, y por tanto no puede llevarse a cabo con ornamentos litúrgicos, ni en un lugar muy visible del templo, ni usando ninguna fórmula del Bendicional, ni el mismo día en que se celebra el matrimonio civil, ni debe tardar más de 15 segundos, ni debe realizarse en voz alta. Las personas homosexuales vivimos un auténtico apartheid sacramental de la Iglesia: por el mero hecho de serlo, no podemos acceder al sacramento del orden sagrado; pero si además vivimos en pareja, tampoco podemos acudir al sacramento de la confesión, ni a la eucaristía, ni al del matrimonio, ni a la unción de enfermos a menos que abracemos un celibato impuesto o que encontremos a sacerdotes que operen al margen de las restricciones de Roma y estén dispuestos a escucharnos en confesión. En este país, me atrevo a decir, es una gran mayoría, aunque timorata.
De los siete sacramentos, el matrimonio fue el último en reconocerse formalmente como tal (hasta el siglo XVI, cuando el Concilio de Trento). Por esa razón, a diferencia de otros como el bautismo o la reconciliación, la teología del sacramento del matrimonio no cuenta con una reflexión teológica sopesada que dé cuenta de su carácter esencial. En este sentido, una tarea importante por parte de la schola theologorum, como llamaba el cardenal Newman a la comunidad teológica dispersa por el mundo, es reconocer, con base en las fuentes de que abreva la Iglesia, qué es lo propio de este sacramento: ¿de verdad es la procreación la esencia del matrimonio?, ¿debe la procreación ser un bien mayor al de la comunión, expresada en la unidad del cuerpo y del alma de la pareja en el acto sexual?, ¿caben consideraciones teleológicas sobre la genitalidad aun cuando la biología moderna ha iluminado tantas oscuridades de la metafísica aristotélica sobre la corporalidad?, ¿es correcta la deducción según la cual las relaciones homosexuales no proceden de una verdadera complementariedad, como afirma el Catecismo que escribió el cardenal Ratzinger, si se reconoce que la premisa de la cual parte es errónea?, ¿por qué no se trata con la misma vileza a parejas heterosexuales que no pueden concebir, ya sea por la edad o por alguna condición corporal, si teóricamente están en la misma situación que las homosexuales?
Si de algún punto deben partir las respuestas a lo anterior es de una verdadera ortodoxia cristiana. Los sacramentos son signos visibles de la gracia, en otras palabras, son signos manifiestos de la presencia de Dios en la vida de cada creyente y en la vida de la Iglesia. Si una pareja de personas divorciadas, si una pareja de homosexuales tiene un proyecto de vida basado en el amor, en la ayuda desinteresada, en el crecimiento personal y espiritual, y un compromiso declarado por la santificación mutua, no se me ocurre cómo explicar ese proyecto sino como un signo visible de la gracia: una relación con carácter sacramental, o sea, una manifestación del amor de Dios en el alma de cada creyente y de la Iglesia. Porque “Dios es amor” (I Jn IV, 8), y por mucho que cueste reconocerlo para algunas personas, quienes somos homosexuales tenemos la misma capacidad de amar que la de las personas heterosexuales; la misma capacidad de hacer presente al Amor en este mundo, pues una cosa tiene clara la antropología cristiana y es que el amor no es algo que surja de uno mismo. Siempre es dádiva. Siempre es un don que viene de lo alto.
En octubre, durante el sínodo en Roma, el padre James Martin compartió docenas de testimonios de parejas homosexuales que han vivido entregadas al proyecto de vida que emprendieron, hasta la muerte. Las hay por montones. Que haya católicos homosexuales con experiencias afectivas negativas —por ejemplo, tantos sacerdotes que no pueden vivir su sexualidad en libertad y opten por el camino de la represión disfrazada de sacrificio— no significa que el resto de parejas estén condenadas a pasar por la misma historia. Y aunque fuera el caso, con mayor razón la Iglesia debería sostener a tales parejas con la cura sacramental.
3. Las reacciones negativas hacia el documento revelan una profunda ignorancia en el catolicismo conservador sobre la distinción entre dogmas y doctrinas en la Iglesia. El embrollo se lo debemos a Pío IX, pero ésa es otra historia. A grandes rasgos, los dogmas son las verdades reveladas por Dios que la Iglesia descubre a lo largo de su caminar en este mundo; están sintetizados en el Credo: que Dios es trino y uno, que Cristo es Dios y humano, que el purgatorio existe, que María es virgen, que el papa no yerra cuando pronuncia una declaración ex cathedra, que María fue asunta, etcétera. Son poco más de cuarenta y no hay ninguno sobre la moralidad de las relaciones homosexuales. Ni uno sólo. Las doctrinas, por su parte, son enseñanzas que han sido sujetas a revisión pontificado tras pontificado. Hay documentos papales y declaraciones conciliares que el tiempo demostró incompatibles o irrelevantes para la fe de la Iglesia.
Hay quienes afirman que el dogma que se refiere a la sacramentalidad del matrimonio basta para prohibir el acto homosexual, pero ese dogma sólo dice lo que acabo de mencionar: que el matrimonio es un sacramento. Pero incluso si lo dijera, y esto ya lo entrevía santo Tomás de Aquino (ST IIIa, q. 65), existe la posibilidad de que se reconozcan más sacramentos instituidos por el Señor. La Iglesia sigue caminando tras las huellas del Resucitado, y en su caminar recoge las flores que otrora dejó a su paso. Ya en el siglo XIX el cardenal Newman advertía sobre el peligro de pretender paralizar la acción del Espíritu en la Iglesia. El desarrollo de la doctrina se parece más al devenir de una semilla en árbol: no se parecen en nada, pero lo esencial, lo más íntimo, se mantiene.
La doctrina sobre los actos homosexuales no es un dogma de la Iglesia. Es una doctrina, y como toda doctrina está sujeta a revisión. Ha habido algunas en la Iglesia, sostenidas por la Biblia, por la tradición y por la ley natural, que hemos descubierto inmorales. La última doctrina en ser eliminada del Catecismo, apenas en 2018, fue la aceptación de la pena de muerte, ampliamente defendida (de nuevo) por la Biblia, la tradición de la Iglesia y la ley natural. Otro ejemplo histórico es el carácter institucional de la esclavitud (bíblicamente aprobada o tolerada en Ex. XXII, 3; Deut. XXI, 10-14; Ef. VI, 5; I Tim VI, 1…; en la tradición, padres de la Iglesia como san Agustín, san Jerónimo y san Juan Crisóstomo la consideraron compatible con el cristianismo; en lo que respecta a la ley natural, Aristóteles la defendió como una institución natural indispensable y necesaria para la vida política). La esclavitud y la pena de muerte son los precedente más claros que tenemos sobre doctrinas que terminaron por reconocerse como incompatibles con la fe cristiana. En eso la perspicacia del cardenal Newman es siempre vigente: no es que las doctrinas cambien, más bien se llega a reconocer que nunca fueron verdaderas. La homofobia está justificada por la Biblia, por la tradición y por un principio metafísico nebuloso llamado “ley natural”. ¿Qué nos hace pensar que no correrá, la homofobia, el mismo (bendito) destino que las doctrinas sobre la esclavitud y la pena de muerte en la tradición de la Iglesia?
4. Concluyo con el aspecto eclesiológico de la declaración, y para eso retomo la curiosa etimología de “Sumo Pontífice”, uno de los títulos del papa. Proviene del sustantivo latino pontifex, “constructor de puentes”. Entiendo que el papa deba hacer concesiones a grupos homofóbicos dentro de la Iglesia, pues el riesgo de cisma es muy alto y su papel es el de mantener la unidad de la barca encomendada a su cuidado. En este sentido, la declaración me parece un balance más o menos logrado entre el ímpetu pastoral que quiere hacer visible para creyentes LGBT+ y las resistencias de muchos obispos homofóbicos. Sin embargo, es altamente criticable su manera de comprender la sinodalidad en la Iglesia: no se trata de escuchar todas las posturas y tomar decisiones en las que todo mundo esté de acuerdo. Ésta es la famosa falacia del punto medio. Se trata, más bien, de reconocer el enorme daño que una doctrina ha hecho a millones de personas en la historia de la Iglesia (justo como sucedió con los esclavos durante los primeros siglos del cristianismo y con las personas condenadas a muerte ante el silencio ominoso de la Iglesia hasta el año 2018) y de dar pasos concretos para que el odio hecho institución no tenga cabida en la comunidad de creyentes.
Espero que Fiducia supplicans sea un primer paso, timidísimo pero en la dirección correcta, hacia la plena integración de las personas LGBT+ en la Iglesia, tal como lo dijo hace no mucho el cardenal obispo de San Diego, Robert McElroy. No es casualidad que Roma haya publicado la declaración el 18 de diciembre, día de Nuestra Señora de la Esperanza: se preguntan por qué uno sigue en la Iglesia cuando se sabe no querido dentro de ella. La respuesta sólo se entiende a la luz de la fe: el Señor prometió que “los poderes del infierno no prevalecerán sobre la Iglesia” (Mt XVI, 18) y uno confía en su palabra. Una Palabra que hace esperar, contra toda esperanza, que defender la dignidad de poblaciones históricamente vulneradas es una manera de construir el Reino. Una manera de recordar que la homofobia no tiene el monopolio sobre la fe.