Tierra Adentro
Almodóvar en 1988

Se abre la multitud en la famosa sala de conciertos Rock Ola en Madrid. Entre todos, aparecen dos personajes que lucen en completo control del lugar. Vestidos como prostitutas, se maquillan con extravagancia: uno está ataviado con una gabardina como minifalda y el otro va ataviado de paños dorados y medias encajadas; uno lleva grandes aretes rosas, el otro, unos lentes oscuros policiales sobre el rostro plateado.

Son Almodóvar y Mcnamara, el famoso dúo de pop punk en el centro de la movida madrileña y están a punto de cantar uno de sus éxitos. El público, respetuoso, escucha sus atentas indicaciones. Almodóvar toma la palabra:

“Bueno, el grupo que iba a tocar esta noche no puede estar con nosotros por problemas de drogas, tráfico ilegal de niños, trata de blancas y algunas cosas más, pero en su lugar va a tocar un grupo que no conocéis y que odiáis y que habéis oído muchas veces en la radio y que no les gusta nada. Pero, en lo que ellos vienen, aquí mi amiga y yo vamos a improvisar una bonita canción sobre cualquier fondo funky.”

Acto seguido, empieza a sonar la locura de canción Suck it to me que incluye versos estrafalarios sobre sexo y drogas, típico del momento:

“Cocaína, tonifica / Heroína, crea síndrome / Marihuana, coloca / Bustaid, relaja / Valium 15, estimula / Dexedrina, enloquece / Sosegón, alucina / El opio, amodorra / Angel dust, es total / Suck it to me , suck it to me babe.”

Este despliegue fascinante de irreverencia punk, referencias de cultura popular y locura excitada pertenece a Laberinto de pasiones (1982), la segunda película de Pedro Almodóvar. Eran apenas los inicios del cineasta, la etapa que todos quieren llamar “experimental” de su obra, el momento en el que el ahora reconocido director hablaba de la calle madrileña y era uno solo con el movimiento de contracultura de la españa postfranquista.

Por supuesto, estos años de desfachatez y locura con Fabio Mcnamara, Alaska, Bernardo Bonezzi, Carlos Berlanga, Juan Carrera y Enrique Naya, eran años formadores para Almodóvar. Aquí no había ni un rastro de escuela de cine o de entrenamiento estético; no había presupuesto y no había formación de actores; los guiones todavía eran tomados de fotonovelas porno publicadas en la revista Víbora. Y, sin embargo, esta etapa despreciada de Almodóvar está íntimamente conectada con el resto de su obra.

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Es imposible hablar del cineasta español sin hablar de los años ochenta, de Madrid o de La Movida. Y eso no es porque este contexto siga siendo relevante para explicar su cine, sino porque su cine regresa nostálgicamente a ese momento.

Almodóvar es un cineasta que no deja de reflexionar sobre sí mismo y de reflejarse en la altamente fetichizada pantalla de cine de su infancia, de su adolescencia, de sus años de locura en el destape de Madrid. Y en este eterno regreso de su obra a un momento icónico, se teje la mirada siempre presente y siempre cíclica de quien toma el cine como memoria.

Si para hablar de Almodóvar tenemos que hablar del pasado, hablemos pues del legado cinematográfico que une ese momento en el Rock Ola, esa canción sobre drogas, Seven Up, felaciones y los Jackson Five, con los laureles en Cannes de un cineasta maduro presentando, a través de los gestos sutiles de Antonio Banderas, una historia de vida y de cine llamada, como si designara un bolero, Dolor y Gloria (2019).

El viejo que recuerda

En un momento de Dolor y Gloria (2019), la vigésimo primera y última película de Almodóvar, un cineasta achacado de dolores de espalda y depresiones constantes llamado Salvador Mallo, interpretado por un genial Antonio Banderas, llega a casa de un viejo amigo para reconciliarse, treinta años después de haberle retirado la palabra.

Juntos recuerdan el pasado, fuman heroína y hablan de futuros proyectos. En un momento el amigo actor, Alberto Crespo -interpretado por Asier Etxeandia-, sugiere una distracción: “Por cierto, tengo un montón de revistas de los años ochenta… En alguna, sales tú, vestido de mujer, que muy pronto se te olvida a ti esa época.”

En distintas entrevistas, Almodóvar ha hablado del personaje de Salvador Mallo como de un alter ego suyo. Como sucedió con Patty Diphusa, la internacional célébrité y actriz porno que fue su alter ego literario en los ochenta y que la gente en Madrid creyó real durante un buen tiempo, el nombre de Salvador Mallo tiene algo de juego semántico.

Se trata del mesías torcido, aquél que ofrece un escape envenenado, el salvador malo, el salvador maltrecho En cualquier caso, esta figura de salvación torcida para el propio Almodóvar (“En mi película sentí la necesidad de salvar a Salvador, porque, si lo salvaba a él, también me salvaba a mí.”), parece, alternativamente, la figura del recuerdo y la figura del olvido.

Por un lado, toda esta cinta se construye a través de secuencias de recuerdo. El personaje-cineasta recuerda a través de la evocación de diferentes sentidos: el tacto del agua le hace pensar en su madre cantando con las lavanderas; placer que se relaciona con el otro sonido del agua y el descubrimiento del despertar sexual como centro de la narración de su película, llamada, claro, El primer deseo. Todos estos momentos evocados en la metanarración de la película de Salvador Mallo en Dolor y Gloria, se calcan sobre los recuerdos mismos del cineasta.

Así lo vemos, de manera transparente, en el escrito de Salvador Mallo, “La Adicción” que narra casi palabra por palabra los recuerdos de Almodóvar. Mallo habla del fetiche de la pantalla de cine de su pueblo y de los recuerdos que lo atraviesan:

“Mi idea del cine siempre estuvo relacionada a las brisas de verano, solo veíamos cine en verano. Las películas se proyectaban sobre un muro enorme, encalado de blanco. Recuerdo, especialmente, las películas en donde había agua: cataratas, playas, el fondo del mar, ríos o manantiales. Con sólo escuchar el rumor del agua, a los niños nos entraban unas ganas tremendas de orinar y lo hacíamos ahí mismo, a ambos lados de la pantalla. En el cine de mi infancia siempre huele a pis, y a jazmín y a brisa de verano.”

Almodóvar, por su parte, recordaba así los momentos del cine de su infancia:

“Ficción para mí era el mundo del patio, las vecinas, mis hermanas recibiendo clases de costura con su amigas, los gatos, las matanzas, los gitanos, los cantaores que venían en la feria, el twist, colgar un conejo despellejado, todavía sangrante, bajo la parra; mi madre hablando con las vecinas en la puerta de la calle, al fresco de las largas noches de verano… y la gran pantalla de cine al aire libre. Un grueso muro, único fetiche al que me mantengo fiel. Detrás del muro pintado de blanco, los chicos hacíamos nuestras necesidades. Mito y fisiología, yo no lo sabía pero estaba aprendiendo muy pronto lo esencial.”

Aquí, más allá de la relación evidente entre los recuerdos de Salvador Mallo y los recuerdos de Almodóvar, vemos que juntos evocan la misma facultad del cine para despertar recuerdos a través de la construcción mítica del deseo.

Al hablar de lo esencial como la relación entre el mito personal y la fisiología, Almodóvar parece repetir la opinión de ese director viejo y lúbrico que interpreta Francisco Rabal en ¡Átame! (1990): “Cuando pones el corazón y los genitales en algo de lo que haces, siempre te sale personal.”

Así, como vemos en la relación de los recuerdos de Salvador Mallo y los recuerdos del propio Almodóvar, siempre hay algo de corazón y genitales en el eterno retorno del cine. Pero, en medio de todos estos recuerdos en conflicto, el alter ego de Almodóvar parece olvidar algo.

En el centro de la película está el olvido de una época, el olvido de los años ochenta con amigos muriéndose por los excesos de heroína y las fiestas. Esto es lo que reclamaba Alberto al señalarle las viejas revistas: entre tantas remembranzas, Salvador parece haber olvidado cuando vestía de mujer en revistas como Almodóvar se vestía de Patty Diphusa en la revista La Luna.

Los recuerdos de Salvador Mallo sobre los ochenta están encerrados, embotellados, porque este viejo director, como Almodóvar maduro, quiere pensar más en en la introspección de la infancia, de La Mancha, de su madre, que en las locuras de los años ochenta.

Pero esos recuerdos brotan a pesar de él por una extraña coincidencia: mientras cae, catatónico, tras fumar heroína (cosa a la que, como Almodóvar, no está acostumbrado), su amigo Alberto descubre la narración de “La Adicción” ; ese texto, más allá de los recuerdos nostálgicos de cine, ahonda en un viejo romance que nació y murió en el Madrid de La Movida. Éste no es un recuerdo que brota, sensual, como los de la infancia. Éste es un recuerdo doloroso, cerebral, de años hermosos y de formación.

A través de este recuerdo Alberto se encuentra por casualidad con Federico (Leonardo Sbaraglia), el amor perdido de Salvador. Este encuentro será el que saque a Salvador de su letargo, que lo haga tomar acción frente a los dolores corporales, que lo lleve a operarse, dejar la heroína y rodar una película para reconciliarse con sus recuerdos de infancia y con la culpa frente al recuerdo de su madre.

Mientras los años formadores de infancia regresan insistentes, al igual que los recuerdos de su madre, los olvidados años ochenta son los que, insidiosos, se presentan sin ser llamados. Pero son los ochenta y sus recuerdos, esos momentos de principio del cine, de formación y de aprendizaje, los que terminan salvándolo y, consecuentemente, salvando a Almodóvar.

Si la salvación de Salvador y de Almodóvar es el cine, el eterno regreso de los insidiosos años ochenta, del nacimiento de una pasión por el Súper 8, de grabaciones punks en exteriores rápidos por no tener permisos, hechas durante un año, en las noches o los fines de semana, en casas de amigos y conocidos, violentamente, arrebatadamente, en el Madrid de La Movida, es el retorno de la vocación.

Porque, en el fondo, por más estetismos que se le imputen, por más formalidad cerebral que haya alcanzado, Almodóvar es y siempre será un cineasta punk.

El laberinto de Almodóvar

Uno de los momentos formadores de La Mala Educación (2004) relaciona, de nuevo, el fetichismo sentimental del cine con los genitales. Se trata del momento de descubrimiento sexual de Enrique y de Ignacio en el Cine Olimpia: por primera vez, los niños se tocan mientras ven el tremendo melodrama Esa Mujer con Sara Montiel.

El recuerdo de este momento quedará fuertemente impregnado en ambos: Enrique crecerá para convertirse en director de cine e Ignacio tratará de dar vida a Sara Montiel en shows travestiy en los alter egos de sus relatos cortos. Pero lo que es más interesante aquí es que, en esta escena de genitales y corazón, de recuerdos y fetiches, Almodóvar nos muestra una secuencia esencial de Esa Mujer: el momento en que Soledad (Sara Montiel) regresa al convento donde fue violada. Soledad ingresó al convento tras ser acusada de asesinato y abandonar su carrera de cantante; después, salió de él para acabar en la pobreza hasta que vuelve a ser cantante y regresa para ser rechazada.

Por más ridícula y melodramática que parezca esta trama ahora, invita muy bien a la reflexión sobre el cine de Almodóvar que siempre ha funcionado con regresos constantes, entre ciclos y retornos. Ahora más que nunca estos regresos nostálgicos parecen evidentes por la fuertísima carga personal y nostálgica de sus últimas cintas; en particular, La Mala EducaciónVolver y Dolor y Gloria (Los amantes pasajeros y Julieta son casos peculiares de otro retorno: el retorno a la comedia sexual y a las más melodramáticas formas de romance).

Pero el regreso es el motivo más constante en el cine de Almodóvar: asesinas obsesionadas con las repetidas muertes de un torero, locos que regresan a atormentar a actrices fetichizadas, amantes que regresan a viejos amores, hermanos que no pueden abandonar el pasado, madres que buscan, en el pasado, dar vida a hijos muertos…

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Algunos académicos hablan, incluso, de la serialización de las películas de Almodóvar. Es decir, de la construcción de mitos constantes que crean un universo de comprensión propio para su producción artística. Así lo explica Marsha Kinder:

“Sus películas presentan, cada vez más, evocaciones de trabajos anteriores (tanto propios como intertextos de otros) que nos llevan a leerles como una saga continua y a reagruparlos en una serie de conjuntos interconectados. (…) Esta combinación única, permite a Almodóvar crear un universo alternativo propio, una mitología personal en la cual las memorias de otras cintas parecen más importantes que los eventos históricos de su país.”

En el cine de Almodóvar, se habla de diferentes épocas: el momento de formación y experimentación que termina en la muy incomprendida Matador; el momento de madurez y crítica social que va desde ¡Átame! hasta La flor de mi secreto; y el momento de introspección y reflexión sobre la vejez desde Todo sobre mi madre hasta Dolor y gloria. Toda clasificación parece un poco arbitraria, pero es cierto que la obra de Almodóvar se ha vuelto más nostálgica con el tiempo.

Su nostalgia, sin embargo, lejos de ser una fijación obsesiva en el pasado, parece una forma de encontrarse con la vida. Para Almodóvar, como para Salvador Mallo, la vida es el cine y el cine, antes que nada, es el lugar de los recuerdos. Los personajes de Almodóvar, tanto como el director manchego, crean a partir de vivencias y entretejen siempre la realidad en sus ficciones. Así lo ha admitido siempre:

“La mejor manera de contar una ficción, al menos en mi caso, es vistiéndola de realidad. Realidad y ficción se juntan sin confusión. Y siento que ahora puedo mantener una conversación directa con la película que estoy haciendo. Esto no es un sentimiento endogámico o nostálgico, pero ahora me es más fácil aceptar que las películas son mi vida, que nacen de ella y que, a veces, la alimentan.”

Lo que no pueden tomar en cuenta las divisiones arbitrarias que los críticos imponen a la obra de Almodóvar, es que su cine tiene también rasgos invariables. Justamente lo que hace que todas sus películas puedan conectarse en un universo es que hay elementos que atraviesan una obra particularmente coherente y que van más allá de lo temático.

Más allá de las obsesiones sexuales, de la desfachatez política, de la obsesión por los pantalones de mezclilla apretados y las bragas, los colores chillones y primarios, lo camp, lo kitch y lo refinado, los guiños al John Waters de los setenta, Carmen Maura y Victoria Abril, Cecilia Roth y Antonio Banderas… Las películas de Almodóvar, más allá de todas sus obsesiones, son películas violentamente ancladas al presente.

El director manchego siempre ha trabajado de forma acelerada, desbocada, sacando 21 películas en menos de 40 años. Y esta forma de rodar sin parar, de rodar para vivir, le da una espesura única a sus obras, todas ellas hijas de un tiempo vivido intensamente.

Una película como ¡Átame! o Matador son impensables en esta época… Una cinta como Laberinto de Pasiones o Mujeres al borde de un ataque de nervios son hijas de un tiempo único en el museo de La Movida y el culto que produjo. Una cinta como Volver es impensable sin la madurez pensativa de un cineasta que contempla la vejez y al mortalidad en el recuerdo de su infancia.

Almodóvar es un eterno director punk porque, más allá de su actitud descarada o de sus verdaderas películas de agresiva rebeldía, su creación se vuelca en el eterno presente. Y ese es su rasgo definitivo: las cintas de Almodóvar son siempre actuales, siempre conectadas con una visión descarada del tiempo del ahora. Lo cíclico de su cine existe porque, en las vueltas del pasado, siempre está el pivote del presente: son vueltas y retornos en donde el pasado es provisional ante la exigencia del regreso al ahora.

La historia de Almodóvar se va en la observación de un intenso presente; un presente que cuenta a una persona entera, en cada momento de su existencia. Almodóvar nació después de haber nacido, en el momento en que tomó una cámara Super 8, en el momento en que pudo hacer del presente un documento. Y por eso no podemos decir nada de Almodóvar: sus cintas son elocuencia viva y las palabras sobran cuando las imágenes bastan.

El tiempo presente de Almodóvar vive en el regreso y es por eso que sus películas se vuelven cada vez más nostálgicas: en ellas el presente se va llenando de pasados, colmándose de vida. Eso es lo que crea una relación intensa entre una cinta vida y documento como Laberinto de Pasiones y una película trenzada de recuerdos como Dolor y gloria: la obra de Almodóvar nos muestra, invariablemente, la vida que se nos va pegando como brillantina barata tras una fiesta fabulosa.